—Mirad, aquí tengo algo curioso.
El reverendo saca y ofrece a los reunidos un facsímil de la copia en limpio de los cuadernos de campo de Mason y Dixon, «copiado sin intervención de manos humanas, mediante un ingenioso procedimiento jesuítico, e impreso por el señor Whimbrel, en su imprenta sita junto a La Doncella Seneca, en Filadelfia, 1776».
—Los ciclos o, si queréis, los segmentos de once días —explica—, se repiten una y otra vez. En 1766, once días después de haber partido hacia el sur desde Brandywine, Mason se ha detenido en Williamsburg, el extremo más meridional de su viaje. Al día siguiente emprende el camino hacia Annapolis, y once días después sale de dicha ciudad para volver a trabajar en la línea: se mueve como un auténtico péndulo. En abril, poco después de cruzar la Montaña del Norte, los topógrafos deben aguardar bajo la nieve y la lluvia, desde el día 6 hasta el 16, antes de reanudar la marcha. Desde luego, la pausa culminante tiene lugar en el extremo de la línea, entre el 9 de octubre de 1767, cuando el jefe de los indios que estaban con ellos dijo que, en dirección al oeste, la línea no pasaría de la Senda del Guerrero, y el 20, cuando los expedicionarios, dando la espalda por última vez al oeste, empezaron a abrir la perspectiva hacia el este, hasta sus últimos días en América —vuelve las páginas—, desde el 27 de agosto de 1768, día en que saldaron las cuentas y el trabajo se dio oficialmente por concluido, hasta el 7 de septiembre de ese año, su última noche en Filadelfia antes de dirigirse a Nueva York para embarcarse en el buque de Halifax. Una y otra vez aparece ese intervalo aproximado, lo cual sugiere una raíz oculta común a todos ellos. Y esto, amigos míos, creo que se debe ni más ni menos que a los famosos once días suprimidos por la reforma del calendario en 1752.
—¡Por favor, primo!
—¡Bah, señor!
—Los que nacimos antes de aquel fatídico septiembre —observa el reverendo— constituimos una generación única en toda la historia británica, pues recibimos un insulto peculiar, y la vida de cada uno presenta una herida cronológica, causada por el mismo golpe parlamentario. Tal vez estamos obligados, incluso sin saberlo, a buscar esas secuencias formadas no por diez partes, sino por once, como zonas de refugio que pueden permitirnos, siquiera por un momento, fingir una vida de nuevo indemne. Pensamos en “nuestro” tiempo, retenido (en su equivalente temporal, cualquiera que sea) en “un lugar”, como Eurídice, para que de alguna manera lo rescaten. Tal vez, del mismo modo que nuestros hermanos indios podrían volver a protagonizar una antigua aventura, correcta en todos sus detalles, así los británicos de cierta edad sólo tratan de rescatar los once días, ese puro periodo en blanco, tan inalienablemente nuestro…
»No pongas esa cara, joven Ethelmer. Un día, si el destino te respeta durante tanto tiempo, quizá recuerdes alguna injusticia, compartida con muchachos y muchachas de tu propia época, tan imposible de mitigar como la nuestra e, incluso entonces, aún no reparada.
Durante cierto tiempo, Mason supuso que el asunto de los once días se reducía a una confusión entre fechas, que son nombres, y días, que son entidades reales. No obstante, entre todos los conocidos suyos que habían nacido antes del 52 y seguían con vida, los once días eliminados salían una y otra vez en la conversación, y tarde o temprano se los tachaba de «ausencia brutal» o de «desgarrón en el tejido de la vida», y cuantas más vueltas le daba Mason a la cuestión, tanto más se decantaba por creer —como le diría un día a Dixon— «en un aro que gira lentamente o, si quieres, un vórtice de once días, tangente al sendero lineal de lo que imaginamos como tiempo ordinario, pero que está excluido de él y que se repite sin cesar».
—Hum… ¿Quieres decir los mismos once días, una y otra vez?
—Desde luego, muestras una comprensión poco frecuente sobre el asunto.
—Entonces, puesto que se trata de una rotación periódica, debe de estar provista, ¿no es cierto?, de una vis centrifuga que, con la oportuna pericia, podría ser detectada. Tal vez se detectara si se descubriera el lugar de la esfera temporal donde el aro intenta aumentar o reducir su circunferencia, y de ahí la aparente longitud de cada uno de los días que se encuentran en ella. O podría ser que no girase en absoluto y que la longitud del día siguiera siendo la misma.
—Todo gira, Dixon.
—¡Un vorticista! ¡Válgame Dios, qué infrecuente es Su misericordia! —Emerson, convencido de que los vorticistas formaban una legión maligna, había instruido en ese sentido a toda joven e indefensa mente que estuviera a su alcance.
—Muy bien, si quieres saberlo, acércate más y escúchame atentamente: he estado allí.
—¿Allí?
Mason se señala vigorosamente con el pulgar un ojo, mucho más grande que su compañero; es el ojo que utiliza para sus observaciones astronómicas.
—Aunque siempre he procurado no recordar más de lo que debo (por lo menos hasta que un colega ansioso por saber insiste en informarse) —le dice a Dixon—, lo cierto es que durante la medianoche del 2 de septiembre de aquel inolvidable año 52, yo mismo tropecé, aturdido y sin estar preparado para ello, con ese mismo torbellino temporal, y pasé a encontrarme en el 3 de septiembre de 1752, una fecha que para el resto de Inglaterra no existía, un tempus incognitus.
—Vaya…
—Pues sí, yo mismo no me lo creía. Es decir, no lo creía hasta que sucedió. No sentía ninguna incomodidad, sino tan sólo un ligero aturdimiento. Cuando el reloj dio la hora, mientras yo seguía en el día 3, se produjo una repentina migración de almas que dejó un gran vacío humano, al tiempo que todo el mundo pasaba al 4 de septiembre.
—No estoy seguro de lo que eso significa…
—Tú lo habrías experimentado tal vez como una interrupción de la conciencia. Sin embargo, muy pronto descubrí hasta qué punto era posible estar solo, en el silencio que fluía, no más rumoroso que el viento, desde los valles y desde aquellos pueblos en las laderas donde, en vez de poblaciones, ahora sólo quedaban los mudos efectos de sus vidas, pavesas cenicientas que aún emitían calor, restos de las últimas comidas del 2 de septiembre, relojes públicos detenidos para siempre a medianoche entre el día 2 y el siguiente, aunque en algún otro lugar, en el mundo que había dado un salto hasta el 14, su tictac proseguía, era preciso darles cuerda, se adelantaban o retrasaban, llevaban, en fin, esa existencia siempre problemática de los relojes… A solas en el mundo material, Dixon, con once días para mí y nadie más. ¿Qué habrías hecho tú?
—¿Tal vez dejarme caer por El Minero Alegre?
Su colega le mira con indulgencia.
—Sí, lo primero que pensé fue entrar en The George, en Stroud…, pero lo que más me preocupaba era la falta de compañía, y a fin de buscarla, no sin cierta desesperación, salí antes de que se alzara el sol. Pensé que si yo me había visto arrastrado por el vórtice, lo mismo podría haberles sucedido a otros…
Se interrumpe bruscamente, a una palabra o dos (Dixon está ahora seguro) de hacer alguna confidencia fatal, que tal vez girara en torno a Rebekah.
Finalmente, el joven Charles se vio obligado a llegar a la conclusión de que el dolor de la separación recaía por completo sobre él, pues el día 14 ella le daría los buenos días como le había dado las buenas noches el día 2, sin interrupción alguna, y al parecer sin que ella supiera que él había atravesado once días sin ella. Y lo que él había vivido en esa lazada temporal, fuera lo que fuese, tampoco había causado cambio alguno en el joven a quien ella saludó con un beso «el mismo día siguiente», en la calle principal de Stroud, con todo descaro.
Entretanto, allí estuvo él, solo, con casi dos semanas por delante, hasta que pudiera reunirse de nuevo con su prometida, y la reunión sería tan normal como si él nunca hubiera estado ausente, pero ¡diablos!, lo cierto es que se ausentó.
—¿Aún había caballos a tu disposición? —Desea saber Dixon.
—Los animales conocidos por sus dueños efectuaron con ellos la transición al día 14. También la mayoría de los perros, por ejemplo, y un número inferior de gatos, aunque muchos, de todos modos. El 3 de septiembre sólo quedaban animales salvajes o que se habían extraviado en el valle, que tal vez por carecer de dueño quedaron también marginados del calendario. Encontré uno de aquellos animales, un caballo al que nadie debía de conocer, así como dos vacas sin ordeñar y que se habían escapado del pastizal. Cabalgué muchas millas, vi innumerables cultivos abandonados, telares inmóviles y norias que giraban en vano, manzanas casi maduras, carretas cargadas a medias, las gualdas todavía sin florecer, las factorías de tinte azul extraído del glasto sin hedor, hasta que al fin, desde los últimos cerros, atisbé la cristalina Oxford, tan primorosamente grabada como mi vista (que era mejor por aquella época) podía detectar, y sin que se alzara de ella un solo hilillo de humo…
—¿Te dirigías a Oxford?
—Sí, con la absurda idea de encontrarme allí con Bradley…, pues yo era un joven admirador de Bradley, como todos los astrónomos de entonces, sobre todo en la zona de Gloucestershire… Aunque más tarde, sumido en la melancolía, pude ver más claramente las relaciones en exceso mundanas que Bradley mantenía con Macclesfield y con Chesterfield y, por encima de ellos, alzándose en medio del hedor mefítico, con Newcastle y con el señor Pelham. En aquellos momentos, inocente de mí, creí que Bradley, nuestro nuevo Newton, con su insaciable curiosidad, debía de haber calculado la distancia que le separaba de ese vórtice, si bien dejé la irritante cuestión de por qué Bradley habría de calcularla al otro lado del portal de la diversión consciente.
—¿Diste con él?
—Di con algo…, pero no sé muy bien qué era. Lo que me sorprendió fue el considerable residuo de pecado que quedaba en aquel lugar, un pecado cuya gravedad, además, no había sido reconocida ni expiada, y que rebasaba la simple persistencia jacobita… Por supuesto, colegí vagamente que Bradley había aconsejado a Macclesfield (quien al fin y al cabo era su gran benefactor, y el consejo tal vez incluso era como un rédito parcial de la inversión de Milord) sobre el modo de encontrar en el nuevo sistema las fiestas movibles, los días sagrados, etcétera, y que luego Macclesfield se había atribuido el mérito de la labor filosófica —como Chesterfield se atribuyó el de las ingeniosidades y la bonhomie—[12] que hizo falta para que llegara a aprobarse el proyecto de ley de reforma del calendario. No obstante, aunque Bradley no solía buscar el aplauso, y prefería ganárselo, tampoco rechazaba el crédito que se merecía, a menos que tuviera motivos para guardar silencio, motivos tales como su complicidad en una empresa tan apasionadamente temida y odiada por la mayoría de la gente.
Ambos extienden los brazos al mismo tiempo para tomar sus tazas de café, pero Dixon, con un amable gesto, deja que Mason satisfaga su imperiosa necesidad de tomar algo que lo espabile.
—Creo que no pegué ojo durante el ciclo entero, pues el sueño era un devorador de tiempo precioso, y en aquel periodo todo el conocimiento de los mundos civilizados y paganos, recientes y antiguos, se ofrecía a mis preguntas.
—Sí, creo conocer esa historia, es la del tipo alemán…, Fausto, ¿verdad?
—Pero él, por lo menos, podía vivir en el mundo habitado, mientras que yo, por desgracia, estaba solo.
—¿De veras?
—Bueno…, resultó que no estaba exactamente solo…
—Lo sabía. Alguna lechera que tenía una cita, ¿eh? ¿Va por ahí la cosa? ¿Se extravió demasiado cerca del vórtice? ¡Zas! El cubo volcado, la falda al aire… Bueno, ¿cómo fue?
—Por favor… Nunca vi lo que era; desde luego no se trataba del señor Wild, el bibliotecario del señor Bodley, y había más de uno. Por la noche, mientras me entregaba a la extravagancia de encender una vela tras otra y sólo lograba apartar la oscuridad a mi alrededor, los oía moverse, siempre fuera del alcance del círculo luminoso, como si merodearan entre las mismas viejas páginas que yo.
—¿No serían ratones o ratas?…
—Eran demasiado pausados, y parecía que desearan comunicarse.
—¿Y eso sucedía abajo, entre aquellos estantes secretos, donde nadie salvo los elegidos pueden entrar?
—¿Lo sabías?
—Pues claro, Emerson nos hizo un breve inventario. Lo que Aristóteles dice de la comedia, yo siempre quise leer eso, y todos los buenos fragmentos que Tomás dejó fuera del Evangelio de la Infancia… ¿La Tragedia de Hypatia, de Shakespeare?
—Lo que me salvó —prosigue el otro, impasible— fue el hambre. Un áspero pasaje en latín indescifrable hizo que mi atención pasara por fin de la página iluminada a mi estómago vacío. Recordaba que las despensas y las bodegas de toda la ciudad estaban abiertas para saciar mis apetitos, y salí corriendo de la biblioteca, aprensivo y aturdido, demasiado tembloroso para mantener una vela encendida, y subí por escalas que crujían en la oscuridad absoluta, recorrí pasillos flanqueados por estanterías repletas de libros. Por todas partes había presencias emboscadas, no me atrevía a alzar los ojos para ver lo que, de un modo demasiado palpable, aguardaba suspendido de los techos antiguos, alado, fatal… ¡Y entonces… un gran aleteo repentino ante mi cara, científicamente un murciélago, sin duda, aunque en aquel momento me resultó mucho menos fácil de nombrar, me arrancó un grito de espanto mientras por fin salía a un patio, al aire libre, amarillo bajo la luz de la luna…!
—¡Espera! ¡Claro! La luna.
—En efecto, ésa es una de las primeras preguntas que se hace todo astrónomo aficionado. ¿Cómo se comportaría la luna, vista desde el interior de ese vórtice?
—¿Y cuál es la respuesta?
—Siempre llena, siempre fija sobre el meridiano. —Suelta una risita insincera—. Sí, once días de luz despiadada, a los que debía enfrentarme solo en una ciudad de edificios góticos, tal vez habitada o tal vez no, mientras desde todas las direcciones acudían bandadas de aquellas criaturas oscuras que sólo eran, por lo menos así lo esperaba, murciélagos.
—¿No querrás decir…?
—En cuanto al timbre, casi humano, de los incesantes aullidos, yo esperaba que procedierais sólo de… perros…
—No…
—¡Ah!, y hay más. Era como si aquella metrópolis de la Razón británica hubiera sido abandonada para que la ocupara todo aquello que la Razón negaría. Fluían formas malignas por las calles. Los faroles se apagaban espontáneamente. Los hombres rugían, como si se transformaran en bestias en la oscuridad. Era una orgía de pavor. ¿Admitiré que estaba emocionado? Tenía la sensación de que, si corría lo bastante rápido, podría ganar altura y alzar el vuelo, convertirme en uno de ellos. Entonces también sería capaz de ocultarme bajo los aleros, podría avanzar cautelosamente entre las sombras, podría pertenecer al diablo… Cualquier cosa, dentro de aquel vórtice, era posible. Podría gritar dentro de las iglesias, podría destrozar todas las ventanas de una calle, prender una hoguera druídica y alimentarla con la biblioteca de Bodley. Pero en algún momento, sin una presa humana, la sed de mal por fuerza se extingue, y regresé a mi estado habitual de mera melancolía.
—¿Abandonaste tus estudios sobre los secretos antiguos? ¿Y por un simple hormigueo de los sentidos que apenas duró un instante? Mason, mi querido Mason…
—En realidad —dice el aludido sin asomo de regocijo—, había algo que me impedía regresar. Estaba exiliado del conocimiento. Cuando crucé el patio y pasé por delante del duque de Humfrey, me encontré con una barrera invisible, y comprendí que, si quería, podría cruzarla, aunque a costa de tal inquietud espiritual que, un paso más, y sería ya irremediable. No sabría decir qué fuerzas eran aquéllas. Tal vez fuese un artefacto del vórtice, tal vez una infestación de ciertos seres invisibles. De alguna parte recibí, aunque no llegó completo a mis oídos, el claro mensaje de que las llaves y los sellos de la gnosis interior eran demasiado peligrosos para mí, de que debía aceptar las promesas de las Sagradas Escrituras y olvidarme de los textos que imaginaba haber visto.
—Supongo que no te gustó oír eso, ¿no es cierto?
Mason toma, mece y alza su esteroide abdominal.
—Cuando meditaba sobre la resurrección de la carne, se me ocurrió pensar en que «esto» resucitaba, y sin pérdida de tiempo me entregué a un interludio báquico que no te interesaría, porque se prolongó en exceso y, además, fue demasiado personal.
—Bueno, ¿y entonces?
—Había perdido la oportunidad que podría haber cambiado mi vida. Estaba en el centro del vórtice, y para cruzar el flujo de tiempo que lo rodeaba me vi obligado a apuntar un poco corriente arriba, hacia el pasado, a fin de mantener un curso radial con respecto al centro…
—¿Y qué sucedió, mientras perseverabas con la testarudez de un Tauro?
—Pues verás, por extraño que parezca, en cuanto hube atravesado la barrera, comprendí que mis vacaciones habían terminado. Intenté retroceder, pero era demasiado tarde, me encontraba sometido a la acción del vórtice… Sin embargo, me alivió comprobar que al menos algunas de aquellas presencias oscuras que me habían causado tanta aprensión eran los espectros de quienes habían pasado instantáneamente al día 14, y se me aparecían no desde el pasado, sino desde el futuro, se acercaban más y más, hasta que… primero oí las voces de la ciudad, y luego, en la periferia de mi visión, aparecieron unos borrones y hubo como un movimiento, y de repente los borrones empezaron a girar a gran velocidad, rodeándome, y mientras, entre todos los rostros, que formaban una especie de red, sólo el de ella destacaba con claridad… Y cuando me reuní de nuevo con ella, antes de que yo pudiera pensar en lo que le diría, me dio un beso y dijo: «Alguien llegó tarde anoche». La única prueba que tenía de que no había sido un sueño era la mordedura que recibí mientras deambulaba de noche por la ciudad. Esta vida —dice la moraleja que ahora Mason es capaz de extraer para Dixon— es como aquellos once días, un periodo finito tras el cual ella y yo, después de haber estado separados durante un tiempo, volveremos a reunirnos. Entretanto debo viajar solo, por un mundo tan irreal como para mí lo fueron aquellas fechas vacías de septiembre…
—¿«Mordedura», Mason?
—Nada, nada, probablemente un perro.
—¿Cómo que probablemente?
—¿Qué otra cosa podría haber sido? Si las gentes de Stroud, que seguían viviendo sus cotidianas existencias once días por delante de mí, pudieron metamorfosearse en unos seres tan siniestros, ¿por qué no sus perros?
—Enséñamela.
—Bueno, eso fue lo extraño, Dixon, porque unos diez minutos después, la mordedura…
—¡Vaya! ¿«Soy el cazador cazado», como dijo Parker cuando metió la cabeza en la madriguera del oso?