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—El feng shui que veo aquí es terrible, el peor que he visto jamás. ¿Están locos ustedes dos?

—¿Debido a…? —Dixon señala a sus espaldas, en la creciente oscuridad, la perspectiva que se extiende a lo lejos.

—Esta línea actúa como un conducto que llamamos sha o, como dicen en la California española, mala energía. Imaginen un viento, un viento malo de veras, que trae consigo fracaso, pobreza, deshonra y traición, mala suerte en todas sus posibles variedades, que sopla día y noche, con una fuerza muchas veces superior a la de la peor tormenta bajo la que se hayan visto jamás.

—Nadie tiene intención de vivir justo en la franja de la perspectiva —dice Mason, como si hablara con un niño—. Se trata de que la gente establezca sus hogares a uno u otro lado. No es más que un límite.

—¡Un límite! —El chino empieza a mesarse los cabellos y a escarbar en la tierra con los pies enfundados en chinelas con brocados—. En todos los demás lugares de la Tierra, los límites siguen las formas de la naturaleza (líneas costeras, cimas de montañas, riberas de los ríos) a fin de honrar al dragón o shan interior, y el paisaje adopta siempre sus formas. Trazar una línea recta en la Tierra es infligir una herida de espada a la propia carne del dragón, causarle una cicatriz larga y perfecta, y quien vive aquí durante todo el año sólo puede verla como otro odioso ataque. ¿Cómo no va a reaccionar?

Éste es el tercer continente en el que el chino lleva a cabo trabajos de feng shui, y creía haber visto dementes en Europa, pero éstos le parecen estar más allá de la locura. Casas campestres de los liberales, castillos siniestros, villas en el Adriático, balnearios húngaros, harenes daneses al estilo turco, ninguno de los propietarios de esas casas había contratado al chino por respeto al dragón, ni por lo que aquel pudiera hacer, descubrir o incluso revelarles: cuando no se abandonaban —sin ninguna inocencia— a la fascinación por lo exótico, se permitían abrigar una esperanza más en la esfera de lo subjuntivo, asir una vez más los últimos susurros radiantes de las últimas vueltas del dobladillo del manto, sacudido por el éter en la espalda de una deidad que siempre se marcha. Eran gentes sin fe (cosa que el chino podía comprender e incluso respetar de vez en cuando), y sin embargo aquí, en América, impera la fe: agujas de iglesia más altas que los tejados de todos los pueblos, predicadores itinerantes que atraen a congregaciones de centenares y millares de fieles a través de pastos inundados, bajo cielos cargados de lluvia y bajo las alas extendidas de esas carpas blancas que levantan, cantando en la espesura del bosque, con fervientes y extrañas armonías que se intensifican a medida que el viajero se aproxima a ellas…

El místico chino mira con el ceño fruncido su luo pan, menea la cabeza y musita:

—Incluso las corrientes magnéticas de la tierra están con ellos.

—¿«Ellos»?

—Creo que tengo un enemigo en estos alrededores, cierto jesuita que no me desea buena suerte.

—¿Francés? —inquiere Mason.

—Creo que es español. Es el padre Zarpazo, Lobo de Jesús, como le conocen en su tierra natal, aunque he tenido la desgracia de conocerlo en la mía. Ha recibido adiestramiento directamente de quienes persiguieron a Molinos y a sus seguidores, y, en consecuencia, ha jurado destruir a cuantos busquen a Dios sin pasar por Jesús. Los quietistas, como llamaban a los seguidores de Molinos, creían, al igual que ciertos budistas de mi tierra, que el camino más directo hacia la deidad era sentarse en silencio. Si esto significaba utilizar a Jesús tan sólo como una etapa de un viaje, o incluso pasar de largo por su lado, pues bien, que así sea. Los budistas hablan de la necesidad de matar a Buda si obstaculiza tu camino. Por supuesto, a los jesuitas no les gusta oír estas cosas, pues ponen muchas creencias en tela de juicio. Si para acceder a Dios no es necesario pasar por Jesús, ¿qué será de los jesuitas? Incluso el silencio que se requiere, según esas teorías, ¿creen que podrían tolerarlo?

»Zarpazo es tan implacable en su odio hacia aquellos a los qué persigue como éstos son indiferentes, en su amor a Dios, a las pasiones que impulsan a Zarpazo. Convulsionistas jansenistas, criptoiluminados y neoquietistas han tenido ocasión de experimentar el refinamiento de su ira. A unos, se los han llevado los hombres de negro antes del amanecer, a otros los han abordado con desfachatez en las escaleras de las catedrales, y las víctimas, al verse aherrojadas y atadas con correas, se han mostrado sorprendidas pero no se han resistido, seguras de que debía tratarse de un error.

»La docilidad europea…, nadie que tenga poder ha dejado de apreciar jamás lo cómoda que resulta. Por tanto, ya pueden imaginarse ustedes la decepción que se llevaron los visitantes (como el padre Zarpazo) que se enfrentaron a la realidad de China cuando vieron hasta qué punto los chinos se han alejado de la docilidad, y lo que los chinos han encontrado mientras se apartaban de ella. ¡Chinos salvajes! ¿Cómo pudieron juzgar que estábamos preparados para aceptar a su Jesús? De alguna manera, el feng shui se convirtió en el enemigo principal de los jesuitas. Si no existiera el feng shui, Jesús tendría una mejor oportunidad de encontrar conversos en China. (¿De veras creían eso?). En consecuencia, destruir el feng shui se convirtió en un servicio sagrado.

Zhang atiende a su luo pan y, sin la menor vacilación, procede a mover adelante y atrás varios de sus anillos. A Dixon, que pasa casualmente por su lado, le atrae el instrumento.

—Otro practicante del magnetismo, ya somos dos. Espero que Mason no le importune sobre el particular. Su lealtad hacia los métodos celestes se sale de lo común.

—Tendría usted un discípulo aún más afín que yo en la escuela Fuh-kien, pues ésta tiene en la brújula una fe absoluta, mientras que yo pertenezco a la escuela Kan-cheu, que sitúa al dragón de la Tierra por encima de todo lo demás. Venga a echar un vistazo. ¿Ve esto? Son las estaciones lunares, las estrellas fijas y móviles, los signos del Zodiaco…, utilizamos todo eso, claro, pero lo primero es el dragón, y la brújula reacciona cuando nota la vida del dragón.

—Lo que Mason no puede tolerar es que nunca señale hacia lo que él llama el norte verdadero. Como si el norte de la brújula fuese falso.

—Zarpazo tampoco lo soporta. Sus votos incluyen un juramento a cero grados, cero minutos, cero segundos, o sea, el norte perfecto. Es el señor del cero. La impureza de esta tierra le llena de santa ira. Ése es el motivo de que quiera esta perspectiva trazada por ustedes.

—¿«Quiera»?

—La noticia de la perspectiva le atraerá aquí con la misma seguridad con la que una mirada atrae a un pretendiente. A Zarpazo le apasiona la pureza del acimut. Estuvo en Italia cuando su mecenas, Le Maire, extendía la línea de Roma a Rímini, estuvo en Perú con La Condamine y en Laponia con Bouguer. Su destino es infligir esas heridas telúricas, al igual que el mío es procurar que no lo haga.

—Eso no lo sabía. ¿Entonces el padre Zarpazo ha venido para oponerse a nuestra misión, para intentar que fracasemos? ¿Por qué, señor? ¿A qué posibles objetivos malsanos podríamos contribuir nosotros al delinear este minúsculo fragmento de círculo menor?

—En otro tiempo, Monsieur Allègre mostraba la misma falta absoluta de vacilación al abrir cadáveres de animales y al considerar desde un punto de vista estético el hueso, la grasa y la carne al descubierto. ¡Pero eso se terminó! Sin embargo, el cielo le ha permitido ver la diferencia entre el cuchillo y el cuerpo, la agresiva precisión de uno y la impotente indeterminación del otro. En esa diferencia radica la potencia del pecado.

—Pero ése es un discurso jesuita, capitán Zhang. Los árboles talados no se quedan ahí, sin que nadie les dé un uso. Muchos americanos que viven cerca vendrán a buscarlos para transformarlos en leña, vallas o troncos para construcción. ¿Cómo puede usted mostrarse tan suspicaz ante esta línea? ¡Y es un colega agrimensor! Me cuesta creerlo.

—No se inquiete, pues lo que me ha traído aquí es un asunto entre los jesuitas y yo. ¡Nosotros somos aquí los principales personajes, no ustedes dos! Tampoco la línea que ustedes trazan tiene mucha importancia, pues se trata más bien de un escenario, oscuro y temible como el almenaje de Elsinor, en el que se desarrollará la lucha que Zarpazo y yo debemos entablar, sí, será en el mismo borde mortal de este gran torrente de sha, y en cualquier momento uno u otro podemos resbalar, caer en él y ser arrastrados por la corriente, hacia el oeste, y desaparecer en el punto de fuga.

—Y Mason y yo…

—Espectadores en segundo plano; poco más que directores escénicos de ese peligroso flujo.

—Ya —dice Dixon, tras pensar en ello—. Bueno, no es peor que el caso de Copérnico, ¿no es cierto? El centro de todo, moviéndose hacia algún lugar sin… Será mejor no mencionarle esto a Mason.

Como el padre Zarpazo es un maestro del disfraz, el capitán Zhang, quien a estas alturas está de todos modos medio loco, cree que el sacerdote ha penetrado realmente en el campamento y que sólo espera el momento de utilizar un estilete envenenado, el instrumento preferido por un jesuita cuando lucha contra el Error.

—Tiene que ser un leñador —decide el capitán Zhang—. Ésos van y vienen con entera libertad, cada uno posee un fusil y todo un surtido de armas blancas. Podría ser el señor Barnes, incluso podría ser Stig. ¡Sí! Sí, eso mismo, ¡es Stig!

—Amigo Zhang —intenta tranquilizarle Dixon—, en estos momentos Stig atraviesa una serie de dificultades, pero ninguna de ellas tiene que ver con usted. No podría encontrar ni el tiempo ni la serenidad de espíritu para perjudicarle a usted de algún modo que sirva a los intereses de un jesuita. Y lo mismo cabe decir de los demás operarios. Todos están demasiado ocupados.

—Zarpazo está aquí —insiste el geomántico, a quien los ojos le brillan en exceso—. Si no es un leñador, entonces debe de ser uno de los que siguen al grupo. Guy Spit, el tahúr, o uno de los hermanos Vázquez, incluso una de las chicas de la señora Eggslap. ¡El ingenio de Zarpazo no tiene limites!

—Si fuese una de las damas, Stig ya lo habría descubierto.

—¡Stig podría ser un cómplice!

—Compórtese, capitán, se lo ruego.

El cuerpo del oriental recobra entonces la verticalidad y la simetría; entorna los párpados, su respiración se calma y finalmente el hombre presenta sus excusas haciendo una reverencia.

—Tiene usted razón, desde luego. Me estoy comportando como el chef Armand con su pata. ¿Quién de nosotros no tiene tras él a un perseguidor invisible? Probablemente mi caso no sea peor que el de usted.

—¿El mío? —replica Dixon, de nuevo enojado—. ¿Por qué? Estos días llevo la ajetreada actividad de una abeja, sin una sola preocupación. ¿Quién iría a por mí?

Sin embargo, evita que sus ojos se encuentren con los de Zhang.

—Todo el mundo sabe que a ustedes les ha enviado aquí el jesuita Le Maire, quien hace quince años fue el artífice, junto con Boscovich, de otra línea europea larga y recta, los dos grados de latitud que forman una divisoria a través de Italia entre Roma y Rímini. Desde entonces el sha ha fluido sin cesar por esa desmembrada península que soporta la desdichada carga del Papa y de los duques; Austria se ha apoderado de Toscana y Milán, los franceses de Módena y de Génova, en todas partes reina el despotismo…

—Vamos, vamos, siento no estar de acuerdo con usted. Hasta un chiquillo de la región minera sabe que, desde el último tratado de paz, Italia goza de una larga y espléndida era de prosperidad y mejora. Si eso es despotismo…

—Vaya a Italia y véalo usted mismo… —le reconviene el capitán.

—¿Qué me dice entonces de María Teresa?

—Es la protectora de los jesuitas, una excepción encantadora del reinado de la brutalidad sin freno que impera en el resto de la cristiandad, mientras los jesuitas a los que ella protege siguen tratando de erradicar el feng shui de la conciencia humana y de promover que se tracen en la Tierra estas líneas rectas de longitud enorme, como las trazadas en Laponia, o en el Perú, encyclopédistes vestidos de expedicionarios que van dejando por ahí vaharadas de perfume y que realizan esas observaciones de precisión exquisita mientras descuidan dirigir sus instrumentos… Aunque a esas líneas se les llame grados de longitud y latitud, en la realidad terrestre son canales trazados para el transporte de alguna influencia invisible (transmitida a través de túmulos alzados con esmero, prismas de oolita, láminas de plomo con incisiones perfectas), y cuando túmulos, prismas y láminas están dispuestos en línea recta y dirigidos a Ohio, es natural preguntarse qué otras actividades científicas pueden tener lugar en la zona… ¿Quién se beneficiaría más de ellas? Parece que el más beneficiado sería el criminal consciente, tanto en la vida pública como en la privada, pues sabe establecer una conexión con el incesante torrente del sha que ruge día y noche y usarlo en provecho propio. Ese torrente que aúlla como una gran avenida de almas condenadas a vagar de un lado a otro por las tristes superficies.

—Además —interviene ahora el señor Everybeet, el adivinador por medio del cuarzo—, al oeste de aquí, en las colinas situadas alrededor del Cheat y del Monongahela, hay minas de plomo secretas que los indios protegen celosamente.

Esos depósitos de plomo no se presentan en filones horizontales, como en Durham, ni en vetas, como en Derbyshire, sino que, más bien, son como cavernas esféricas y de una regularidad pasmosa, que están llenas de galena, notablemente pura y libre casi por completo de otros minerales.

—Esas esferas perfectas con mena de plomo —sigue diciendo— están situadas en el interior de las montañas, a menudo se extienden a lo largo de varias decenas de yardas, y tienen unos efectos telúricos insondables. —El señor Everybeet saca una potente lupa y coloca bajo ella unas laminillas de roca—. La matriz de piedra caliza a través de la que se distribuyen estos orbes plumbagíneos resulta ser de una clase peculiar, con la que ustedes ya están familiarizados.

—Oolita —aventuran Mason y Dixon.

—Aquí abunda mucho la oolita, hay en todas partes, y los americanos no tienen necesidad de importarla de Inglaterra. —Los topógrafos miran a través de la lupa y observan una fina estructura de diminutas celdas esféricas que cada una contiene otra esfera, situada concéntricamente en su interior. Su aspecto se asemeja mucho al de las huevas de pescado—. Por el motivo que sea, la colocación de las piedras marcadoras en la línea que ustedes trazan requiere esta misma fina estructura, de un magnetismo débil pero preciso. En alguna de las celdas la caliza ha sido sustituida por hierro, mientras que las afamadas pirámides de Egipto (sobre cuyos objetivos perennemente místicos, que van más allá de la mera finalidad funeraria, se especula mucho) requerían caliza con un tipo de estructura fina completamente distinta, una caliza que contenía innumerables conchas antiguas, cada una de ellas formada por centenares de cámaras cuadradas dispuestas en espirales perfectas.

El señor Everybeet ha participado en las excavaciones secretas y nocturnas en busca de caliza, en medio de un laberinto de colinas y hondonadas, con centinelas en cada recodo del camino. Los afloramientos de caliza, más blancos de lo normal, brillan a la luz de las estrellas. Fueron al encuentro del señor Everybeet buhoneros nativos, pertrechados con ovillos de plomo, chapas y barras de ese mineral, bolas de media pulgada y pequeñas y poco halagadoras imágenes, las del rey y el señor Franklin entre ellas. Flotaba por doquier el olor del azufre. Iluminaban los valles pequeñas fogatas, en cada a una de las cuales se quemaba la mena hasta obtener el régulo del metal. La proximidad del humo y del polvo había causado diversas afecciones entre los fundidores indios, desde melancolía crónica a obsesiones implacables y muerte prematura. Los indios miraban al adivino con semblantes que reflejaban desconcierto y pesar, y algunos gritaban palabras que nadie se ofrecía a traducir.

—Los indios eran muy infelices —recuerda el señor Everybeet—. Aquello no tenía nada que ver con el paraíso que uno imaginaba. Aquí el plomo es un metal muy necesario. Quien controla el plomo, controla el suministro de municiones para todos los contendientes, por no mencionar la parcela de mercado de la energía telúrica. Las láminas de plomo de Céléron podrían haber sido tan sólo los dispositivos visibles y calibradores de una máquina mucho más grande que estaba debajo, tal vez todo un conjunto de máquinas, rodeadas por una ciudad… Allá, muy por debajo de nuestros pies, tiene lugar una historia plutoniana que ignoramos quienes estamos sobre el suelo, y de esa historia sólo conocemos las ocasionales erupciones volcánicas y los temblores de tierra. Todo un universo que en gran parte no se percibe, mantenido dentro del nuestro como un niño en la matriz, esperando que le llamen para salir a la luz…

«Me consideraba familiarizado con la obsesión humana», anota el reverendo, «pero ahora deduzco que, hasta el espectáculo que ha dado el capitán Zhang (del que yo y, a estas alturas, todos los miembros del campamento hemos sido testigos), yo había conocido pocas de sus manifestaciones. “Llevaré indumentaria negra”, afirma Zhang; “si Lobo de Jesús puede llevarla, también yo.” Y dicho y hecho. Utiliza cada vez más a menudo frases españolas cuando habla, y un día aparece con perilla».

—Si pasas suficiente tiempo en estas montañas —afirma el capitán Shelby—, tarde o temprano verás aquí de todo. No es la primera vez que sucede esto, aunque en general esas gentes se convierten en auténticos lobos…

—Pues no logro entenderlo —dice Mason con el ceño fruncido—. Todo el mundo sabe que los chinos son gentes sabias y sagaces, y esta conducta es del todo impropia de ellos.

—Pero podría darse el caso de que este chino en concreto esté loco —señala Dixon.

—¿Quién de nosotros puede afirmar eso? —dice Mason mientras extiende las manos.

—¿Le faltan acaso algunos eslabones para completar una cadena?

—No obstante… ¿y si Zhang estuviera en lo cierto y un español peligroso se dirigiera hacia aquí? No hay duda de que perturbaría al grupo. Sea como fuere, tal vez tengamos que pedirle al capitán que se marche.

—Vaya, ya vuelven a volar estiletes. ¿Hablas de nuevo en plural?

—Mira, Dixon, sólo tú puedes pedirle a Zhang que se marche. Ya está convencido de que eres un agente jesuita. Lo único que has de hacer es aconsejarle que se quede, y él hará lo contrario.

—Si cree que su enemigo puede llegar en cualquier momento, preferirá esperar, ¿no es cierto? ¿Quién no se sentiría más seguro entre unos protestantes armados?

—¡Qué tal, hijos míos! —oyen que alguien dice en español.

Por fortuna, se trata del chino, pero de todos modos los leñadores se dispersan, derramando el café y arramblando con lo que queda de la cena. El capitán Shelby se pone unas gafas de cristal de roca para cerciorarse de lo que le parece estar viendo. Mason apremia a Dixon con gestos y le susurra: «Vamos…, vamos», mientras se refugia tras la carreta del cocinero. Dixon mira fijamente al recién llegado, cuya metamorfosis es alarmante. El cordoncillo violeta rodea varias veces al capitán, y se destaca sobre el negro perfecto de la sotana. Zhang se da la vuelta y muestra, estampado en la espalda, un gigantesco y ornamentado dragón chino de múltiples colores, entre ellos el heliotropo y el azul de Prusia.

—Cuando ese individuo llegue por fin a este campamento —les explica el capitán Zhang—, nadie será capaz de distinguir al verdadero Zarpazo. Entonces los dos nos enfrentaremos en una lucha a muerte, que será presenciada por todos…, los leñadores apostarán, habrá cerveza y pastas saladas holandesas, café a espuertas, y, según lo que dure la lid, tal vez habrá también una comida gratis.

—¿Y si sólo se presentase uno de los dos?

—¿Cómo podrían estar seguros de quién es? Sin ánimo de ofender, les diré que, por una pregunta insolente como ésa, el «auténtico» Zarpazo les haría quemar públicamente en el claro del bosque más cercano antes de que comprendan lo que han hecho. Su imitador chino podría tardar unos minutos más.

—Duras palabras, capitán —dice Shelby—, pero mire, yo también soy capitán, y me pregunto si podríamos tener una charla usted y yo, de capitán a capitán, como si dijéramos.

—Me honra usted, capitán.

—Lo que nos preocupa de su amigo español, capitán, es ese empeño en matar a todo aquel que no piensa como él, y aquí semejante actitud no es de recibo. ¡Hombre, es que al cabo de poco tiempo no quedaría nadie! Pero si, por el contrario, uno de nosotros tiene suerte y se impone, nos encontraremos con el problema de un jesuita muerto, a miles de millas de su casa y en un territorio donde no debería estar. Antes o después, otros con verdadero poder empezarán a investigar. En cualquier caso, tendría usted que huir.

—Todos ustedes estarán a salvo mientras tenga esto. —Zhang junta el índice y el pulgar, gira la muñeca y al instante aparece una esfera rojo oscuro del tamaño de una cereza—. Esto es una perla, aunque no procede del mar. En otro tiempo fue un quiste que crecía en el cerebro de una cobra. Sólo los buscadores más experimentados son capaces de determinar qué cobras los tienen y a qué cobras no merece la pena matar. Las perlas se exportan al norte, a las montañas del Himalaya, donde se usan en la medicina tibetana… Así pues, no teman la llegada del Lobo, que aquí está el alma de la cobra, todavía viva y potente.

—¡Compraré una! —exclama Dixon.

Mason alza los ojos al cielo, con expresión paciente.

Esa noche, en su exhibición, a la luz de las antorchas y ante los ojos brillantes de los leñadores enamorados, Zsuzsa habla:

—El gran Federico ha cambiado el rostro de la guerra, ha creado una nueva potencia en el continente… Mirad, aquí están las columnas prusianas, manteniendo siempre el espacio entre ellas, y cada una avanzando con precisión por las marcas que les señalan la trayectoria, y giran… Los ángulos de los sombreros, como los de las pelucas, están calculados con respecto al campo de visión, para que la puntería sea más eficaz.

Llega el turno de las preguntas del público.

—La verdad es que lo de llevar pelucas empezó en Ramillies —comenta el profesor Voam a cuantos le rodean—. Bastante antes del primer Carlos, los hombres envidiaban y trataban de copiar, qué digo, de superar, las melenas sueltas de la otra mitad de la humanidad. Desde aquella desacreditada dinastía, toda la historia de Inglaterra es un asunto de cabellos y de nada más; las pelucas atadas detrás de la cabeza que llevaban los fusileros de Marlborough en Ramillies eran tan idealmente hannoverianas, un compromiso tan perfecto entre la exuberancia de los Estuardo y la cabeza rapada de los republicanos, que hoy toda cabellera que se lleve por delante de los hombros significa jacobismo, sólo que mostrado por medio del peinado, una sedición muda, que pone en tela de juicio todos nuestros acuerdos tan arduamente establecidos.

—¿Quiere usted decir el equilibrio entre lo femenino y lo masculino? —pregunta Zsuzsa—. ¿Soldados ingleses? Mi cerebro…, ah, debo pensar…

—Mi joven y buena señora —le dice el capitán Shelby, enarcando las cejas—. Mientras Europa se entregaba a unas hazañas tan pulcras como las que usted describe, nosotros, aquí, en nuestras propias guerras colaterales, más bien sufríamos individualmente, aterrados, solos entre las interminables leguas de arbolado. La única precisión alemana que conocemos aquí es ésta —asegura, y da unas palmaditas al cañón octogonal de su fusil de Lancaster, como si fuese el costado de un perro fiel.

—¡Geometría y matanza! —exclama el hacendado Haligast—. Ese es el futuro de la guerra, y sin embargo eso es algo tan antiguo que se remonta a Alejandro, cuyas falanges actuaban con precisión inconsciente.

—Tal vez atribuyamos a los ejércitos de antaño un nivel de creencia comunitaria al que nuestras almas escépticas no pueden acceder desde hace mucho —sugiere el reverendo. Otorgando al ejemplo prusiano un carácter todavía más místico, ¿en quién o en qué puede creer un ejército moderno en grado suficiente como para obedecer, si no es en Dios ni en el rey?…

—Los ejércitos se someten a las necesidades prioritarias de la maniobra militar —replica Zsuzsa—. En última instancia, la fe de un soldado debe descansar en la impureza de sus propios deseos. ¿Qué puede desear Hansel que Heinz, que va delante de él, y que Dieter, detrás, y el par de Fritz que van a cada lado, no hayan deseado ya, multiplicado por toda la tropa que se despliega por la planicie? Todos desean a la misma rubia que vive calle abajo, la misma jarra de cerveza, la misma bolsa de oro entregada por algún gnomo, sin haber hecho nada para ganarla. ¿Quién posee una originalidad inimitable? ¿Quién no es propiedad de alguien? ¿Qué importan los deseos de alguien si no tienen ninguna utilidad para la maniobra?, pues en ésta todo obedece a una sola cadencia y cada uno no entiende más de lo que debe.

—¡Es él! —exclama el capitán Zhang.

Luego salta al estrado, se coloca como si montara a caballo y extiende las manos hacia delante.

Zsuzsa, con los ojos muy abiertos, se apresura a desabrocharse varios botones de la blusa y extrae una pistola de fabricación británica y un frasco de pólvora para señora, con la tapa de cristal veneciano a rayas azules.

—Capitán —ronronea Zsuzsa—, aquí no, capitán. Ande, váyase, salga de aquí, tiene el bosque entero para jugar.

—Date a conocer, Lobo de Jesús. A Zhang no le gusta matar a los necios, ni puede matarte honorablemente mientras sigas llevando ese despreciable disfraz.

—¿Qué? ¿Se refiere a este pobre hombre? A ver si alguien me lo explica. Don Tontucio de la Bobería parece muy enfadado.

—Tal vez si Mademoiselle, como un gesto de buena intención, apartara su…, ejem… —intenta persuadirla el señor Barnes.

—La llamamos pistola, lo mismo que los hombres —replica ella, y hace girar el arma sujetándola por el guardamonte—. Y ahora que se ha dirigido a la dama en calzones, tal vez podría cambiar usted unas palabras con el hombre que lleva falda.

—No es un jesuita de verdad —le asegura Mason.

—¡O tal vez sea demasiado real! —exclama el chino, en cuya cara se dibuja una maligna expresión de júbilo—. ¡Supongan que yo no era Zhang, sino Zarpazo desde el principio! ¡Ja, ja, ja!

Su risa, aunque no deja de ser atrozmente diabólica, parece fruto de esmerados ensayos.

—O que no es usted ninguno de los dos —replica el señor Barnes—, sino otro condenado fabulador de esos que rondan siempre por los campamentos, blancos o indios, cada noche, en algún lugar de este continente.

—Corren por ahí demasiados relatos que podrían ser verdaderos. Puede que no tengan ustedes tiempo suficiente para averiguar cuál es el auténtico.

—Lo mejor será tomar nota, pues es evidente que habrá apuestas al respecto, ¿no es cierto? —dice Guy Spit.

Ethelmer está a solas en la planta baja, sentado ante el clavicordio, el cabello suelto, y apostrofa al termómetro. Mientras lo hace, el oyente puede imaginar una serie de escenas idiotas, en las que aparecen primero el termómetro, que señala una temperatura baja, luego Ethelmer, cantándole al termómetro, a continuación el termómetro de nuevo, y así sucesivamente.

Ya ve, señor Fahrenheit (vista del mercurio),

lo mal que me trata esta señora tan pétrea.

¿No podría darle un poco de ese calorcillo suyo?

(Y luego, vuelta otra vez a Ethelmer, etcétera).

Hay que verle ahí colgado

sin la menor preocupación,

aunque nuestro amor se ha desplazado

hasta el punto de congelación.

Pero el doctor Celsius y todo el mundo

afirman que le sobra a usted calor.

No nos deje a merced del frío tremebundo

y mándenos unos grados, por favor.

Señor Fahrenheit, la noche se aproxima

y temo que su escala no me impida temblar.

Con el hielo y el granizo que nos cae encima,

en muñeco de nieve me voy a transformar.

—¿Dónde está Brae, Ethelmer? —le pregunta DePugh, que se ha hipnotizado a sí mismo tras desviarse cuando iba camino de la despensa.

—Soñando. En cuanto a sus sueños, sólo puedo asegurar que no soy yo el protagonista.

—En fin, has hecho lo que has podido.

—Sí, pero no lo que he querido.