Una noche, durante mi noviciado, después de que me sirvieran una cena ligera, me condujeron a una cámara donde me ciñeron un sofisticado corsé, negro como la medianoche, importado de París, según me dijeron, del mismo taller del corsetier de la reina. Me maquillaron la cara, confiriéndole el aspecto de una impúdica hermana de sí misma, y me dieron un espejo de mano para que me mirase: vi reflejada la imagen de una mujer a la que jamás había visto hasta entonces, y a la que, pecaminosamente, de inmediato deseé. Dejé que las maquilleuses oyeran mi gritito de sorpresa cuando me alargaron unas prendas interiores que, como me aseguró Blondelle, harían pensárselo dos veces a una puta francesa.
—Al chino le gustan estas cosas —me informaron, con la misma sequedad como la que empleaban en abrochar y anudar aquel uniforme que realzaba descaradamente lo carnal y que rodeaba, pero no velaba, mis aberturas íntimas.
Caminé de un lado a otro de puntillas, perpleja; los adornos de encaje ondulaban a cada pasito que daba.
—¿Chino? ¿Qué chino?
—Uno de los principales deberes de una Viuda de Cristo es deleitar a los chinos. Pronto empezarás a estudiar su idioma, y finalmente vivirás allí uno o dos años.
—¿En China?
—Estate quieta, oui, aquí todo el mundo ha servido en ese destino.
—¡Te encantará! —exclamo Blondelle—. Su comida es increíblemente deliciosa. ¡Gambas con guindillas y cacahuetes! ¡Trozos de pollo con ajo y salsa de soja! ¡Fideos fríos con ajonjolí! ¡Galletitas que llevan mensajes doblados en su interior, echos con un papel comestible! ¡Ah! Sólo de pensar en ello se me despierta el apetito.
Las maliciosas monjas francesas ejecutaron un paso de danza coordinado, se volvieron y chascaron los dedos.
—Es la forma más vil de deseo, Blondelle.
—El mero hecho de hablar de ello provoca una pérdida del dominio de una misma que casi me veo obligada a denunciar.
—Oh, vamos, ¿nunca te has muerto de ganas de comer algo sabroso, en vez de esas gachas que nos dan siempre?
—De todos modos, hermana…
Aproveché la ocasión para examinar mis miembros recién adornados, deslizando las yemas de los dedos por los lugares ocultos a la vista, tratando de ser mi propio espejo. Eso me valió un cachete y quedarme un rato castigada de rodillas. Me hallaba en un lugar donde se tomaba muy en serio eso de deleitar a los chinos.
—Es hora de que vendemos esos pies, criatura.
Poner el vendaje requirió largo tiempo. Jamás había imaginado que mis pies tuvieran tantas partes distintas, cada una de ellas capaz de sentir de distinta manera… En mis ensoñaciones sobre el particular, los chinos iban haciéndose más interesantes a medida que avanzaba el vendaje. Si «eso» era lo que a ellos les gustaba…
Brae ha descubierto el siniestro volumen en la habitación de Ethelmer; está abierto por una lámina, un grabado en cobre, en el que se ven dos bonitas monjas ataviadas de una manera que a Brae le parece intrigante, aunque no sabe por qué…
—¡Ah!, hola, Brae, eeeh…, bueno, ¿qué estás leyendo? Hum… —Ethelmer echa un vistazo—. Supongo que pertenece al primo DePugh.
La muchacha lo mira durante un rato que a él le parece muy largo.
—Lo has dejado aquí para que alguien lo encontrara —susurra ella por fin.
—Tal vez he supuesto que mi habitación estaría a salvo de los ojos, por grandes e inocentes que sean, de primas curiosas.
—Eres una fuente de sorpresas, Ethelmer, pero no acabo de ver claramente por qué razón un joven caballero universitario habría de considerar el afecto entre mujeres un tema de interés.
—Bueno…, sin duda hay escenas más agradables para contemplar: el crepúsculo en el campo, probablemente, o escenas de la vida religiosa, perros de caza, una mesa llena de alimentos… No obstante, si una de vosotras, contemplada íntimamente, es de una belleza casi intolerable, imagina el placer que puede experimentar un hombre al ver a dos.
—Supongo que más del doble, ¿no es cierto?
—Bueno, si, el placer aumenta de modo exponencial, sin duda —replica su primo—. Además, esto es la entrega siguiente de la serie del Petimetre, y estoy moralmente obligado a leerlas todas seguidas, ¿no es cierto?
—Entonces, primero tienes que ponerme en antecedentes.
Ethelmer hace un apresurado resumen.
—Al Lívido Petimetre se le ve en mascaradas y reuniones elegantes en casas particulares, cerca de las mesas de juego y de las ninfas de lujo, pero no habla con nadie y nadie se le acerca. «Yo no, gracias, está demasiado lívido», dicen las bellas presentes después de abanicarse. Se rumorea de él que es el fantasma de un joven arruinado hasta el horror que llegó a Londres procedente del campo, adonde no puede regresar, como tampoco puede ir al mundo de los muertos, pues antes debe pagar las considerables deudas que tiene en este mundo, y que reside, aunque no necesariamente vive, en Hampstead.
Fiel a su leyenda, el Lívido Petimetre se entrega a la ardua, frustrante y, con demasiada frecuencia, improductiva tarea de perseguir a todo aquel con quien aún tiene tratos financieros sin resolver. A algunos les parece que está vivo, que es un ser vivo de lo más convencional, mientras otros juran que es un fantasma. El hecho de que nadie lo sepa con certeza contribuye a su peculiar encanto, si bien sus admiradoras no pueden hacer sino suspirar, pues una sola cosa acapara la atención y la fidelidad del Petimetre: el libro de cuentas. Algunos de los que aparecen registrados en sus páginas le han estafado, y él debe cobrar ese dinero, otros son acreedores a los que él debe pagar, etcétera, etcétera. Va de una persona a otra, utilizando esos saldos desfavorables como una excusa vaga para fisgar en las finanzas ajenas, estén relacionadas o no con los petimetres. La serie lleva ya por lo menos una docena de tomos, aunque nadie sabe exactamente cuántos son, pues en el mercado también corren imitaciones. Cada vez más gente dice haber visto al Lívido Petimetre, no sólo en Ranelagh o Covent Garden, sino en todo el reino, Thornton-le-Beans, Slad, cualquier población que a uno se le ocurra: o el Lívido ha pasado por ahí, o se espera que llegue de un momento a otro. En la ejecución de su venganza, en gran parte de papel, no sólo recorre Inglaterra, sino también el mundo del comercio, reparando injusticias en la calle Grub, haciendo estallar prematuramente las burbujas de ciertas intrigas, efectuando audaces ataques por sorpresa contra la Bolsa, apostando montones de lo que resultan ser tan sólo guineas fantasmales, perdiéndolo todo, colocándose bien la peluca y desvaneciéndose ante los ojos de los presentes, quienes se confiesan incapaces de conciliar el sueño.
En algún lugar, y algunos dirían que de un modo ineluctable, en esta urdimbre adornada con las lentejuelas de la riqueza hay una hebra fatídica que conduce a la Compañía de Jesús. Desde luego, como entidad financiera que son, los jesuitas se enfrentan a las mismas dificultades con la especulación en Bolsa, con la tenencia de tierras, y con la dificultad de sobornar durante el tiempo suficiente a los funcionarios, es decir, que los jesuitas parecen tan sumisos como cualquiera de nosotros ante las imposiciones del tiempo, por más que su telégrafo maravilloso les dé ventaja sobre el resto de la cristiandad: ésta, en las artes del mensaje a distancia, no está muy avanzada, y ha hecho poco más que adiestrar a palomas mensajeras o a pequeños halcones que atrapan en el aire a los enviados por otros y llevan la presa a sus dueños, antes de que éstos les autoricen a disfrutar de dicha presa.
—¿Por dónde vas en la lectura?
—He llegado al pasaje en que ella se encuentra con el muchacho chino y planean la huida.
—No es el momento más indicado para interrumpirla.
—Es que te oí llegar por el pasillo.
Están de pie, el uno muy cerca del otro, en la pequeña habitación del piso superior; sus parientes se hallan alojados ortogonalmente alrededor de ellos, invisibles —aunque de vez en cuando les parece lo contrario—, detrás del empapelado, el yeso, las molduras y los pilares. Los dos tienen la mirada trabada, y no pueden evitar —los dos son conscientes de ello— dejar de mirar al otro con esa expresión risueña.
—Oye —le susurra Ethelmer—, el capítulo siguiente es una joya. ¿Quieres que te lo lea? Te prometo que lo haré en voz baja.
—Tan discreto como siempre, Thel —dice Brae, y mira en torno a ella buscando, infructuosamente, algún mueble en el que pueda sentarse y que no sea la cama.
—Podríamos sentarnos en la «alfombra mágica» del rincón, como hacíamos de niños —le sugiere él.
—Podríamos. —Pero Brae se refiere más bien a la cama y, con rápidos movimientos de experta en tareas domésticas, utiliza almohadas y cojines para formar en la cama un murete longitudinal más simbólico que práctico, y se tiende a un lado de esa división—. Primero encendamos otra vela —le dice—, no se nos vaya a estropear la vista con esta luz.
—Ni dejar de ver con vívido detalle lo que, de otro modo, sólo podríamos haber imaginado.
—Laméntate de tu imaginación, primo, pero no subestimes tanto la mía.
—Tampoco la mía es tan débil, Brae.
—Chist. Anda, lee, y si me quedo dormida, te ruego que no hagas nada ofensivo.
—No temas semejante cosa. Todo lo haré con el mayor refinamiento.
—Thel…
Y así se apartan del minué, se desvían del portazgo narrativo del reverendo, para recorrer la placentera senda de su propia fascinación mutua, gracias al relato de la cautiva.
Una noche sueño que llego a un puente tendido sobre un ancho río, con pequeños poblados en cada acceso al puente, y en el centro, en el punto más elevado del arco, hay una curiosa estructura, ciertas noches invisible bajo la bruma del río, hasta que, ya tarde, encienden los faroles: una caseta de peaje. No permiten pasar a todo el mundo, ni tampoco el pago del peaje es una garantía de paso. Los encargados de la barrera son miembros de una secta convencida de que, si se elige correctamente a los que deben vivir a un lado y otro del río, se garantiza la felicidad futura de la región. A menudo los rechazados regresan a una de las posadas arracimadas en cada uno de los extremos del puente, piden una cama para pasar la noche y vuelven a intentarlo a la mañana siguiente. Algunos permanecen más de una noche. Cuando los gastos son demasiado onerosos, los peregrinos que desean cruzar a toda costa el puente pueden buscar empleo en el lugar, en el almacén del cervecero, en la lavandería o entre los cantores de himnos, y seguir esperando. A menudo olvidan su propósito inicial de cruzar el puente, y olvidan también otra información que antes parecía importante, como ciertos rostros y sus nombres, y precisamente esos hombres me visitan ahora en mis aposentos y me instruyen acerca de mis responsabilidades con respecto al lugar, cualquiera que sea, del que procedo. Dicen que me conocen desde siempre y tratan de llevarme con ellos a «casa», donde por fin me verán mis parientes. Tal vez haya un joven que, con la habilidad de un actor aficionado, afirme que es mi marido. «¡Eliza! ¿No me reconoces? Nuestros hijos…», y me dice cosas por el estilo. Es alguien a quien no puedo soportar, y yo busco tenazmente alguna explicación a esta orden que me obliga a vivir en una orilla del río cuando yo preferiría vivir en la otra.
Eres audaz, eso te lo concedo.
—Esta ribera no es la mía.
—¿Qué sabrás tú de esas cosas? Vuelve con tu marido.
—No es mi marido.
—Si hubieras cruzado este río, tu vida habría sido en extremo desdichada. Ve y sobrevive el tiempo suficiente para comprender el regalo que te hemos hecho.
Una noche, en uno de esos instantes irreflexivos y fatales, Lobo de Jesús comprende que Zhang entendía y hablaba con fluidez el español desde el principio. Zhang le observa mientras él recuerda, una tras otra, las numerosas cosas que ha dicho en presencia del chino. El español debería hacer lo tradicional en estos caso: arrojar a Zhang desde el tejado durante una de las clases prácticas nocturnas, la tragedia de siempre. Pero luego el español ve en eso una oportunidad de eliminar en Zhang ciertos recuerdos y sustituir otros, controlando así la misma sustancia de la historia.
Para toda mentalidad inquisitorial eso constituye un atractivo giro del destino, pero al español le decepciona, y pronto en sumo grado, la disposición que tiene Zhang a olvidar de buena gana todo cuanto pueda haber oído, a recitar cualquier catecismo del pasado que prefiera el español. Lobo de Jesús, quien tal vez nunca comprendió que las mentiras y la verdad acabarían por converger, aunque lejos de este lugar, se complace especialmente en acusar a Zhang de retener en su memoria algo; es pues un juego en el que, desde un punto de vista matemático, el español no puede perder.
—Hubo otro comentario. Tienes que recordarlo bien. Que me aspen si el baton no se separará de ti junto con alguna tira de tu piel.
Esa mención de la tortura es cada vez más frecuente, como si las posibilidades del chino se redujeran de tal modo que ya no tiene más alternativa que sufrir esa tortura. Es entonces cuando Zhang empieza a planear su marcha.
Ella observa al chino, sabe de manera infalible dónde se halla en cualquier momento determinado, y decide al instante acompañarle. Abandona la tarea que le han encargado, al igual que su hábito, roba en los aposentos de los indios un taparrabos masculino, una túnica y unas polainas, en un confesonario que no se usa se desvenda los pies y se calza unos mocasines de piel flexible, se viste con algunas prendas de ante y, confiando en pasar por un muchacho, se reúne con Zhang, quien no tiene otra opción que llevársela.
Mientras los dos fugitivos tratan cautamente de abandonar la ciudad —en una huida tan pegada a la tierra como aérea fue la que ella soñaba—, Zhang finge desinterés por los miembros desnudos de ella, por esos músculos siempre en movimiento.
Los jesuitas, en su instrucción a las novicias, solían mencionar la llegada de los europeos al continente. Los inviernos, largos, mortales y muy pronto aportadores de visitantes que estaban bajo las capas de hielo, siempre han figurado entre las condiciones del asentamiento en estas tierras. Aquel desierto septentrional era demasiado cruel para que cada uno pasara el invierno por separado, y la única manera de aguantar hasta la primavera consistía en reunir a la mayor cantidad de gente posible en una sala. «La desventaja de este método», según Père de la Tube, «era que, en aquellos aposentos atestados, un único sueco loco podía deteriorar las condiciones de vida, y no hay que excluir que, cuando llegara la primavera, la casa no estuviera llena de cadáveres».
¿Qué enseñanzas morales les aporta el invierno americano, ocultos en la desolada ladera, con el río, tan remoto como el cielo, allá abajo? Los jesuitas, a caballo, con hábitos negros especiales para cabalgar y los faldones de la sotana abiertos, patrullan las calles. Desde algún drama avícola que sucede en lo alto, largas y negras plumas caen, una tras otra, en el lugar donde antaño tocaron tierra las embarcaciones para tomar la ciudad. Sopla inclemente el viento del norte, y ella se arrebuja como puede en la túnica. En algún momento de la aventura, advierte que aún no ha rezado, y ahora no va a hacerlo. Eso se ha terminado. Éste es un viaje en el que hay que mirar siempre hacia delante, un viaje por un país desconocido: un acto terrestre, tan irrevocable como emprender el vuelo.
Navegan río abajo, manteniéndose junto a la ribera meridional, y penetran en el territorio de las Seis Naciones. Más que huir de la persecución de los jesuitas, avanzan espoleados por su deseo. Cuando llegan al Mohawk, ven que el río está helado, pero que ya empieza el catastrófico y estrepitoso resquebrajamiento; los témpanos forman pináculos y edificios: les ha alcanzado la primavera.
Guiados por el milagroso luo pan del capitán Zhang, se dirigen tierra adentro, hacia el sur, hacia Fort Stanwix y luego hacia Johnson Castle, que queda por encima del Mohawk; allí, sintiéndose al límite de sus fuerzas, se deslizan con la lentitud de un sueño a lo largo de la columnata que forman unos álamos de Lombardía, y observan a su alrededor a los indios, que fuman juntos en la apacible tarde o agitan un cuenco con huesos de melocotón y apuestan por los resultados, mientras los niños corretean con palos y bolas, y las mujeres, sentadas juntas, hacen su trabajo, y ahí está él, el baronet irlandés en persona, cubierto de pieles y con un gorro de mapache, entre su gente —los siervos de Johnson Castle—, paseándose a sus anchas entre los grupos y pasando del inglés a las lenguas mohawk, seneca y onondaga, según convenga.
El chino le entrega una curiosa placa metálica, que Sir William examina con atención antes de que se dibuje en sus labios una sonrisa más confiada. Se dan un complicado apretón de manos que a ella se le antoja tan largo como un chismorreo entre mujeres de la ciudad.
—¿Y cómo está nuestro viejo pirata?
—Me ha ordenado que le recuerde…
—… una cosa que, como hombre cauto que es usted, no sacará a colación de inmediato. Muy bien. ¿Quién es el joven que le acompaña? Se le ve más bien flacucho, ¿no es cierto? No le irían mal un par de chuletas de oso, y si le hacen unas gachas y le sirven unas jarras de cerveza, no tardará en recobrarse —dice Sir William, y se aproxima a ella—. ¿Hablas inglés, muchacho?
—Un poco —susurra ella.
Algo pone a Sir William sobre aviso. Le sujeta suavemente con el dedo índice la barbilla, le alza el rostro y entorna los ojos.
—El guerrero no debe elegir su camino a la ligera —le advierte Sir William—, como elige una joven un vestido.
—Eso ya lo sabía ella —tercia el chino—, quiero decir él…, él ya lo sabía.
—Está bien, capitán —dice ella, y se sorprende al descubrir su voz de antaño—. Soy Eliza Fields, de Conestoga, señor. Este caballero ha tenido la gentileza de ayudarme a huir de los franceses.
—¡Vaya por Dios! —exclama Sir William Johnson—. ¡O sea que tampoco es india! Por estos pagos tengo fama de ser la sutileza personificada, y ahora resulta que soy un palurdo… Bien, incluso un rústico puede aprender algo. A ver, cuéntenme lo ocurrido.
Ellos se lo cuentan.
—Entonces, seguro que habrá salido una partida de jesuitas en su busca y no tardarán en pasar por aquí. El español no esperará hasta el verano. Esas gentes de sangre tan caliente tienen sus propias estaciones.
—Le conozco —dice Zhang—. Es muy paciente.
—En cualquier caso, no pasa nada porque aparezcan unos pocos mohawks más por aquí. Y ustedes dos no se quedarán para siempre, ¿no?
—Y usted, naturalmente, presentará mis respetos a su logia masónica —dice el capitán Zhang, parpadeando, ofendido.
Sir William toma disposiciones para que puedan avanzar a lo largo del Delaware sin correr peligro. Durante el viaje, el chino no ha extremado sus atenciones hacia ella. El alivio que esta circunstancia pudiera procurarle a la muchacha queda contrarrestado por la inquietud que suscita en ella el no saber cómo y cuándo surgirá la cuestión, es decir, cómo y cuándo ocurrirá eso, o dicho de otro modo, no sabe si una noche, en un corral abandonado de Nueva Jersey, cuando estén abrazados para darse calor, ella, temeraria, alargará la mano, como le han enseñado en la Orden, y descubrirá que la vara de su acompañante se halla del todo erecta.
—Tal vez sea mejor que pasemos por alto esta parte —sugiere el galante Ethelmer.
—Ya he leído hasta la última línea de la página siguiente —replica Brae, imperturbable—, así que no hay mucho que hacer salvo seguir leyendo.
Él sonríe en la oscuridad, lo bastante cerca de ella para que pueda verle. Él, el que sonríe, es el chino.
—Bueno, Zhang —susurra ella—. Eso siempre ha estado así todos los días, ¿no es cierto?
—Sí, pero observa esto.
Y el miembro, como si obedeciera sus órdenes, se torna fláccido, tan espectacularmente como se ha erguido.
—¿Qué he hecho? —musita ella.
—A nosotros dos, señora, nos está prohibido lo que en chino llamamos ying-yang —le dice Zhang—. No hemos nacido para representar papeles que otros nos han asignado a fin de divertirse.
—¿De qué me estás hablando? El primer hombre al que abordo en mi vida y me dice que no. ¡Dios mío!
—Présteme atención. De vez en cuando me pongo lascivo; por otro lado, soy chino. Pero eso no quiere decir que yo sea un chino lascivo, ni que usted, mutatis mutandis, sea una doncella hereje y disoluta.
—Sin embargo, supongamos que es eso realmente lo que somos, lo que deberíamos ser.
—Como usted quiera, señora. Entretanto, podemos escoger entre huir de esos asesinos o no huir. ¿Desea regresar allí?
Por un momento, ella se queda aturdida, parpadeando.
—Cómo debes de despreciarme…
—Al revés —susurra él—, la adoro. Sobre todo, vestida con estas bonitas prendas de ante.
—¿Entonces…?
—Es un asunto sinojesuita, algo que usted no desearía entender jamás.
Pues bien, ¿por qué razón Blondelle no mencionó nada de esto? Zhang, por su particular manera de ser, responde a pocas, quizás a ninguna, de las detalladas ideas de su mentora con respecto al otro sexo… Blondelle, con quien no volverá jamás a acostarse mientras la lluvia cruel azota las ventanas…, eso a menos que a ella la capturen y la lleven de vuelta a la Orden. Le han dicho que, en alguna parte del laberinto jesuítico, aguarda una celda sin ventanas, forrada totalmente de terciopelo negro, sobre el que destellan diversos accesorios de metal brillante; es un espacio misterioso en el que ella ha anhelado entrar llevada por algo más que la curiosidad, y allí es donde encierran a las fugitivas que regresan. ¿Quién desea volver?… Con la mente así de trastornada, se duerme en brazos del chino y no se despierta hasta el amanecer del día siguiente, un amanecer cubierto de nubes, notando el miembro erecto del chino apretado como siempre contra ella. La muchacha confía cada vez más en que pronto encuentren alguna población.
Cada vez es más intenso el olor a humo de leña, y con frecuencia, por entre los árboles que empiezan a reverdecer, aparecen cabañas y construcciones auxiliares. Tienen que enfrentarse a toros, y también les persiguen perros de granja cuya irascibilidad no mejora debido a la dudosa comestibilidad de sus posibles presas.
—Mira, Buck, eso es lo que llaman «chino».
—Pues no estoy seguro de que quiera comerlo.
—Y yo no estoy seguro de que vayas a capturarlo.
Los otros perros caminan con andares de lobo, sonriendo con los labios contraídos.
—Bueno, son rápidos, pero…
—No tan rápidos…
Los fugitivos no tardan en ver la utilidad de ir provistos de palos. Al poco parecen peregrinos, y muy pronto se sienten como tales. Entretanto, el luo pan tiembla y está cada vez más caliente al tacto.
Por fin, cuando los halos verdes que rodeaban las laderas se «reducen a una certidumbre» material, llegan a la línea del oeste y deciden seguir avanzando por la perspectiva hacia el este. No transcurre mucho tiempo antes de que se encuentren con el grupo encargado de trazar el límite. Les saludan la mayoría de los comisionados, encabezados por Mo McClean, y los operarios se muestran más intrigados de lo que a estas alturas deberían estar por tales apariciones. Les asignan unos aposentos separados por una buena cadena y media de toda clase de miradas…
—¿Volveremos a vernos? —musita ella más que suplica.
—¿Vas a seguir dudando de tu elección?
—Sí. Me gusta que sonrías, para variar. Supongo que todos te parecemos graciosos, ¿no?
—Lo que consideráis importante los que no sois chinos, puede ser muy divertido de vez en cuando… ¿Regresarás a Canadá?
—Allí no estaba tan mal —le confiesa ella ahora.
—Para ti es fácil decir eso, viudita.
—¡Señor!
—Me estás provocando. Mi experiencia ha sido bastante diferente a la tuya.
Bueno, por lo que vi, tampoco te lo pasabas tan mal. Casi nunca te perdías las comidas, estabas bien rollizo y siempre de buen humor, no como ahora. No acabo de entender por qué querías marcharte.
—En China se considera muy necio huir de un cautiverio para caer en otro. Así pues, debo añadir a mis pecados la necedad.
—¿Qué dices? Eres libre como un pájaro. ¿De qué cautiverio hablas?
Zhang la mira con esos enigmáticos ojos chinos cuya mirada ella finge no interpretar. Vuelve un poco la cabeza y mira hacia atrás de soslayo.
—¿Y vendrá a buscarnos el español? —pregunta ella.
—Sí, porque cree que te he raptado.
—Razón de más, entonces, para que me ponga en camino. En otro tiempo habría suspirado. Por favor, algún día imagíname como si hubiera suspirado.
—Entonces, ¿volverás con tu marido?
—O vuelvo con él o vuelvo con los jesuitas. No tengo más opciones. Al diablo contigo, Zhang, y al diablo también con tu ying-yang.
Dicho esto, vuelve la cabeza y se aleja.
Eliza se aloja en la tienda de Zsusa Szabó, la manipuladora de la batalla de Leuthen mecánica, una joven de aspecto agradable que un día, vestida con el uniforme de los húsares de Nádasdy y a lomos de un espléndido caballo árabe, alcanzó al grupo de expedicionarios.
—Hola, chicos, soy Zsuzsa.
Lo ha dicho de una manera encantadora, en absoluto inglesa. Los leñadores detienen sus hachas en el aire, y tan bruscamente que la fuerza de la inercia los hace retroceder tambaleándose; los indios agazapados entre los matorrales la miran y se maravillan de su cara pintada; las lecheras intercambian susurros durante largo rato. Zsuzsa va de acá para allá desde la batalla de Leuthen, que tuvo lugar en 1757. Ella estuvo allí, disfrazada de muchacho e integrada en un destacamento de caballería ligera; no comprendía muy bien qué ocurría, pero tuvo un breve atisbo de lo que siempre había estado allí, y entonces vio con claridad cuál era su deber: difundir lo que estaba a punto de surgir en el mundo desde las planicies prusianas. A partir de un sencillo recital de los acontecimientos de la batalla, acompañado de gestos, creó una especie de espectáculo callejero que cuenta con música de acordeón, con trucos caninos y danzas gitanas, así como con una miniatura mecánica que representa el combate y los movimientos de las tropas tantas veces como el estudiante curioso desee.
Más tarde, los topógrafos se acercan a la tienda, cada uno para hacer una breve visita. Eliza, que ahora sabe lo que debe buscar, ve que a Dixon le fascina su atuendo de ante tanto como le fascinaba al chino. Cuando Dixon sale de la tienda, caminando de espaldas y emitiendo un murmullo de admiración, está a punto de chocar con Mason, que musita:
—Prometedor, ¿eh?
Y mira furibundo a Dixon antes de reparar en la joven, tras lo cual le invade lo que más adelante describirá a Dixon como una «fiebre del alma» (calor intenso, escalofríos). Por un momento Eliza cree que los indios han vuelto a reunirse, hasta que ve la cara pálida y triste del visitante.
—Perdone —le dice Mason, y, al sentarse en el suelo de la tienda, su cuerpo presenta una forma esferoide achatada por los polos. Se quita el sombrero y se abanica con él—. Se parece usted demasiado a una mujer a la que no veo físicamente desde hace siete años. Más que un parecido general, señora, es usted su representación punto por punto.
Eliza se pasa una mano por su cabellera.
—Imagino que ella tenía el cabello parecido al mío. —Así era cómo Las Viudas enseñaban a sus novicias a coquetear—. O… —Eliza llega entonces a la conclusión de que el cabello puede ser un tema apropiado para aquel hombre, pero poco más, y se interrumpe.
—Bueno, sí, todo eso, por supuesto. —Los ojos de Mason giran en sus órbitas cual insectos en torno a unas velas.
—Yo, señor, soy la hija mayor de Joseph Fields, de Conestoga Creek. El invierno pasado me raptó una banda de shawaneses…
—No se inquiete, señorita. No estoy loco, y no voy a pretender que usted sea ella, pero me he quedado paralizado de asombro. No son sólo los detalles de su cuerpo, sino también su porte…, los gestos, la voz. Dígame, ¿cree usted que los muertos regresan?
—¿Está usted muy nervioso, señor, tal vez incluso a punto de comportarse de una manera irresponsable?… ¡Por Dios, señor Mason, no, no lo creo!… ¿No habrá por casualidad un capellán en su grupo?
—Lamentablemente, sí. Siempre evito pedirle consejo.
—No, soy yo la que quiere pedirle consejo.
—Pues sí. Nuestro reverendo Cherrycoke. Un hombre excelente.
(—Esto te lo estás inventando —dice el tío Lomax, moviendo un dedo con el que acaba golpeándose a nariz.
—¿Y te pidió ella consejo? —inquiere Ives.
—Bueno, al cabo de algún tiempo me ocupé del asunto —recuerda el reverendo—. Aunque era Mason quien necesitaba orientación espiritual).
—¿No será un caso de transmigración, reverendo? —me preguntaba Mason casi en tono de súplica, mientras me seguía a todas partes, incluso a las letrinas—. ¿Qué probabilidades hay? Vamos, señor, puede hablar conmigo claramente.
Sin poder evitarlo, el reverendo echa un vistazo a la perspectiva abierta por el grupo y menta con su cadencia tabernaria:
—¿En estos alrededores? ¿Qué otra cosa podría ser, si no?
Acuclillado en la ruidosa trinchera, mientras Mason va de un lado para otro, el reverendo especula con que el parecido que atolondra de ese modo al astrónomo probablemente no sea tanto la transmigración de un alma cuanto la resurrección de un cuerpo, pues hay detalles suficientes que le llevan a creer que se trata de eso. No obstante, el alma que, según él, habita en su nuevo portador debe de haber olvidado su vida anterior, cuando fue Rebekah Mason.
—La pizarra ha sido pulcramente borrada, y no hay manera de demostrar quién lo ha hecho. Como en el relato platónico de Er, ella ha bebido sin duda las aguas del Leteo y ha comenzado de nuevo.
—¿Y si ha venido hasta aquí, o la han enviado, como una especie de agente corpóreo, para concluir, en nombre del espíritu de mi esposa, alguna gestión que sólo el cuerpo sabe llevar a cabo? —La voz de Mason, demasiado alta y aguda, parece a punto de quebrarse.
El reverendo considera las posibilidades, chascando de vez en cuando la lengua.
—Espero firmemente que no. En fin, usted es el jefe del grupo y puede ir y venir como le plazca, pero…
—Sin embargo, me temo que mi animalidad no va en aumento, como da usted a entender, sino que disminuye… Incluso la actividad a la que usted se dedica ahora con tanta libertad, a mí me ha sido negada durante más tiempo del que recuerdo.
—¿Ha tomado usted el elixir de Daffy?
—Para eso primero tendría que pedírselo a Dixon, que tiene la llave del dispensario. Y, por lo tanto, significa que me dirigirá cierta sonrisa que no estoy seguro de que yo pueda tolerar.
—Tengo entendido que Dixon toma asiduamente ese compuesto. —Tras limpiarse el trasero con un puñado de tréboles, el reverendo se sube los calzones.
—Precisamente. Me he visto obligado a abstenerme, mientras él se atiborra, por el bien del equilibrio del grupo.
—Admirable, desde luego, como suelen serlo todos los actos abnegados. ¿Está usted seguro de que me lo ha dicho todo?
—Dadas mis apreturas en todos los demás aspectos —observa Mason—, es probable que me guarde algo.
Esa noche, o quizá la siguiente, Mason se despierta tras haber tenido un sueño, el mismo de otras veces. Intenta regresar al molino de Wherr, pero carretas y coches le dejan cada vez más lejos de su destino… De repente, él y Rebekah viajan juntos, a pie, hasta que los recoge un desconocido en su coche y los lleva a una casa; Rebekah conoce a los que viven en esa casa, un grupo de hombres y mujeres desconocidos, tan vagamente políticos como siniestros, y ellos la seducen, no del todo contra su voluntad. Rebekah permanece pasiva y permite que la manoseen. Mason, desesperado, observa que se entregan a una especie de prolongado ritual. No interviene porque ella le ha dicho, con una franqueza que le ha dolido, que ya no tiene derecho a hacerlo. Ella le mira una vez, como para asegurarse de que él la está mirando…, pero una sola vez, y brevemente. ¿Quién es esa gente? ¿Qué misión tienen? ¿Cómo se llaman?
Es toda una servidumbre organizada, una visión anticipada del purgatorio, una prisión que funciona mediante sobornos, amenazas, favores, donde imperan reglas cuyo desconocimiento podría ser fatal… y Rebekah, tal vez de buen grado, se ve arrastrada allí, sometida a ese vejamen, y Mason no puede seguirla. Un pequeño sortilegio, como, por ejemplo, cantar, le permite acceder a ese lugar, Mason sólo conoce los arreglos pelhamitas, decididamente sórdidos, pero aquí todo es indescifrable, y la luz está siempre a punto de apagarse.
Pero, además, Mason tendrá que regresar en sueños a ese lugar una y otra vez. La disposición de las habitaciones siempre es idéntica, las mismas puertas acaban de cerrarse, los ocupantes invisibles se han marchado hace un instante, casi puede oír los susurros desde el otro lado de la pared… Se despierta con los puños apretados, y las lágrimas secas forman líneas frías en sus sienes. Ella está con los franceses en su castillo de mentirijillas, hombres perfumados, con pelucas sofisticadas, todo el día dedicados a su aseo, a salvo del frío consenso que, para los cálculos y arreglos, prescinde de los sueños…
Francia, los agentes franceses de la muerte…, en lo más reñido del combate entre el Seahorse y el l’Grand, en aquella lamentable pérdida de humanidad, con sus entrañas a punto de soltarse…, en aquel entonces Mason había tenido la certeza de que cualquier cosa que le sobreviniera a él también le ocurriría a ella, y no vendría bajo la forma del alguacil o asesino, en absoluto selectivos, sino que más bien sería una draga, un carroñero que busca a ciegas, y Mason tuvo la sensación de que cualquiera de esas cosas estaba a punto de atraparle, con tanta indiferencia como la de cualquier marinero en cubierta, un marinero que para él siempre carecerá de nombre.
Estaban poseyendo a Rebekah de un modo muy íntimo, un modo que a él jamás le había sido permitido…, aquellos hombres intervenían en órdenes de magnitud infinitesimal invisibles para el ojo humano, se infiltraban sin necesidad de luz ni mapa, y dominaban las ramificaciones adicionales de lo que fluye —sea lo que fuere— en un alma que es como sangre… Ella y sus captores susurraban sin cesar en una lengua que ellos conocían y él no, ¿y qué lengua podría ser? No era francés, al menos no el francés que Mason había oído siempre, pues era demasiado rápido, gutural, y lo pronunciaban sin gracia alguna…, todos hablaban a una velocidad sorprendente, sin detenerse a respirar, pues cuando alguien ha dejado de respirar para siempre, ¿qué necesidad tiene de las pequeñas pausas del habla mortal, en las que nunca reparamos?
Entonces apareció el padre de Mason.
—Y piensa un poco en tu solterona, tan abandonada y alegre. Eres un lince eligiéndolas, muchacho. Ahora ha salido a la luz que ella era un juguete desechado por un potentado de la calle Leadenhall que visita a tus queridos amigos los Peach de vez en cuando para hablar de negocios de la Compañía de las Indias Orientales y de deportes campestres, y las atenciones de los Peach hacia ti están condicionadas a que te cases con ella.
Estaban juntos en una sala. Rebekah hizo amago de marcharse.
—Su indulgencia es loable, señora, muy cristiana.
—Tras considerar lo que su padre ha dicho de mí, quiere usted decir. Mire, es una cuestión de sensibilidad, ya no me importa nada. No se preocupe más por eso, se lo ruego.
A él le pareció que debía continuar.
—No era a usted, sino a mí a quien mi padre deseaba herir.
—Pensándolo mejor —se apresuró a replicar Rebekah—, pueden seguir alimentando su hostilidad. Que ésta les hiele el alma a los dos. Tanto una opción como la otra están ahora muy alejadas de mis intereses.
La viva imagen de esa dama en el mundo real, pálida y distante, está agachada junto al café matinal, removiendo las brasas. Cada día se la ve más débil, se desliza hacia su propia ausencia. Alza la vista con cautela cuando Mason se dirige en línea recta a la cafetera.
—Has vuelto a soñar con ella.
—Ahora que te crece el pelo, ya no te pareces tanto a ella.
—Nunca me he parecido a ella. Zsuzsa quiere que nos marchemos y nos convirtamos en aventureras.
—¿Debo entender entonces que Seth queda totalmente descartado?
—Si tus viajes le llevan a Conestoga, aguza el oído en la dirección del viento, sigue los sonidos del alegre abandono y, donde sean más intensos, allí estará Seth y observarás cómo me llora.
—No conozco al muchacho, desde luego…
—Buenos días, kicsi káposta.
Zsuzsa entra precipitadamente y abraza por detrás a su futura compañera de aventuras. Ambas sonríen, relucientes como humildes estufas de hierro donde arde el duramen que abre una corta brecha en la oscuridad.
Rebekah, que jamás parpadea —pues donde todo es polvo éste deja de existir—, se enfrenta a él en lugares no tanto «azarosos» como proscritos (sin el control de ningún fin o propósito evidente), en la penumbra de la incumbencia divina, bueno, eso si no os importa comparar Su mirada con un eclipse solar. El agua en movimiento (Mason procura ir de pesca siempre que le es posible, pues nunca se sabe qué puede ofrecer el próximo bajío), los abismos entre las rocas y las laderas de las montañas, las hojas agitadas por el viento que anuncia tormenta, sombras de hierro forjado en una pared, las cortezas de hogazas recién horneadas… Allí, en las sendas de los guerreros indios —las sendas que van hacia y regresan de los triunfos, los cautiverios y la muerte—, en los caminos cubiertos de maleza de los pueblos abandonados cuando llega la noche, en el oxidado extremo de la luz celeste, en la vorágine del viento, allí está Rebekah, esperando para hablarle. ¿Qué más tiene que decirle? Hace tiempo que a Mason se le han terminado las réplicas.
—Pero no soy ella, sino una representación de ella. Esto… —Rebekah no lo llamará «muerte»—, estoy detenida aquí, en esto…, mi cuerpo era capaz de esto, siempre lo fue, a esto me conducía, y esto ya lo llevaba consigo mi cuerpo, tan ciertamente como esa otra cosa, eso que nuestros cuerpos podían hacer juntos… —No lo llamará «amor». ¿Se ha olvidado de las palabras, allí donde las lenguas están quieras y donde no hay necesidad de que existan palabras ni lenguas?