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El ascenso hacia Cristo es una lucha contra una herejía tras otra, a lo largo del río, hacia el interior del país, cuando se entra en una proliferación de sectas y ramificaciones de sectas, adeptos al deísmo, gentes sin fe que se fingen santas y que van aun más allá, siempre lejos del mar, del puerto, de cuanto era cierto y sereno, hacia un interior sin cartografiar, un reino de la duda. Las noches, las tormentas y las fieras, las cataratas, los rápidos…, la América del alma.

La duda forma parte de la esencia de Cristo. El más fiel de los doce apóstoles fue Tomás, e incluso en los Acta Thomae se dice que era hermano gemelo de Cristo. El Cristo final y puro es todo él incertidumbre. Se ha convertido en el hecho central y subjuntivo de una fe que lo arriesga todo en una resurrección física… ¿No hubiera bastado con algo que suscitara menos dudas? ¿Con un sueño profético, quizá con una comunicación con una persona muerta? O con unos pocos jirones de evidencia con los que envolver nuestros pobres espíritus, desamparados ante la frialdad de un mundo donde la mortalidad y sus agentes pueden abrirse camino, amedrentando, e ir a donde quieran que deseen ir…

Reverendo Wicks Cherrycoke,

Sermones no pronunciados

Había encontrado en su cocina, en el huerto, en las colmenas y en el pozo una vida presidida por la unidad, una vida perfeccionada, tal vez la vida concreta que Nuestro Señor quería que ella llevara…, una vida que era como un coqueteo con la jornada en toda su seca dignidad. Se hallaba ante la ventana, una apacible tarde de otoño, y todos los demás, incluidos Seth y los muchachos, habían acudido a la subasta que se celebraba en la ciudad, cuando fueron a por ella, parecía que sólo a por ella. Los hombres oscuros, de los que ella jamás se había formado ninguna idea. La desnudez de los hombres oscuros y violentos.

Empezaba a burbujear el agua puesta a hervir en una marmita. Se arriesgó a mirarles a la cara. El otro único lugar que podía mirar era allí abajo, la carne secreta, reluciente y en parte oculta tras los arrugados y olorosos retazos de piel de ciervo. No obstante, que hubieran ido en su busca, tan lejos al este del Susquehanna, tan lejos dentro del perímetro de la vida apacible, obligaba al día a retroceder al pasado, a unos tiempos más oscuros, significaba retornar a aquel entonces y verse obligada a vivirlo todo de nuevo, algo que ella, como el conjunto de su comunidad, creía haber dejado atrás. El error de ella había consistido en hacer caso omiso de la fragilidad que tiene la vida civil. Al imaginar que ésa era una vida cristiana, ella se había propuesto embellecerla con la inmortalidad de su alma, de su alma en Cristo, y se permitió olvidar que algunas vueltas de la fortuna en el mundo real podían depender de unos acontecimientos que no dependían de ella… Olvidó qué caída de una ramita, qué huida de una presa, qué insulto inocente podría haber crecido, haberse multiplicado, de modo que ellos no pudieran ir a ningún otro lugar, que no hubiera nadie a quien buscar salvo a ella, por más inmóvil que ella estuviera, y apocada, ante el violento efecto de unas causas desconocidas…

Cuanto más la internaban en el bosque, alejándola de su casa y de su nombre, tanto más segura se sentía ella. Si se hubieran propuesto matarla, ¿no lo habrían hecho allí mismo, sobre la marcha? Avanzaban todos juntos, pero más lentamente de lo que podrían haber viajado sin ella, y en modo alguno enojados o crueles. Como en un sueño, ese sueño que se tiene poco antes de que los animales despierten, desfilaron velozmente ante ellos las granjas alemanas, los pueblos, los equinoccios, Nueva Caná, la forja de Burger, hasta que una mañana, ruidoso como el mar, agitado por las lluvias hasta el punto de adquirir la turbulencia de la sidra, apareció el Susquehanna. ¿Cómo habían evitado las miradas de todos los lugareños y los granjeros al pasar entre las aldeas, las miradas de los hacendados que cabalgaban, las de los siervos en los campos?, ¿cómo había hallado el grupo oscuridad y seguridad entre las atareadas densidades blancas? Y ahora que habían llegado al río, ¿cómo se proponían cruzarlo?

Les esperaban unas embarcaciones, y cuando ella las vio le parecieron menos curiosas que su origen, pues no eran canoas indias sino barcas de construcción francesa, hechas con una clase de madera, como ella sabría más adelante, que sólo crecía en el lejano Illinois. Y entonces cruzaron el río, con tanta facilidad cono el pensamiento de un hijo o de un marido distante podría cruzar el cenit de un largo día. Ella supo en qué momento rebasaron el centro exacto del río. Cuando desembarcaron en la orilla occidental, tuvo la sensación de que por fin se había desnudado, para todos los que la rodeaban, pero secretamente para sí misma…

Atravesaron la Montaña Azul y el Juniata, ascendieron al país de las Seis Naciones, avanzaron por grandes extensiones de tierra ondulada, siempre en dirección al norte, y los bosques se sucedían a cortos intervalos, en contraste con la extensión de las montañas, y se veían innumerables castaños, arces, acacias, ocozoles, sicomoros, abedules, un verdor desbordante en cuya frondosidad cantaban las aves, los ciervos caían víctimas de flechas silenciosas, y también se oían cánticos dominicales procedentes de un claro distante y que luego se desvanecían, los días eran todos iguales, y a ella sólo le pedían que les acompañara. No la habían atado y no la maltrataban, y tampoco, a menos que tuvieran necesidad, le dirigían la palabra. Ellos eran el correo urgente de ella, y ella el mensaje de aquellos hombres.

Ella ve que, hacia el norte, los árboles, uno tras otro, y a veces bosques enteros en las laderas, se iluminan con una combustión lenta y fría. Con demasiada frecuencia está desprotegida cuando se pone el sol, y entonces aparecen los colores de aquel hogar que tal vez nunca vuelva a ver. Empiezan a caer copos de nieve temprana, enormes bandadas de patos, gansos y palomas oscurecen el cielo. Los movimientos acompasados de sus alas producen un ruido semejante al que produciría una gran maquinaria situada allá arriba… Éste es, además, un Año del Búho Blanco: como los lemmings se han suicidado en el norte, los búhos se ven obligados a viajar más al sur en busca de alimento, y de improviso aparecen por doquier blancos visitantes de tierras lejanas; han llegado en un estado de fatiga que les hace ser desconfiados, y van por ahí con ese frunce de ceño perpetuo que los distingue de los gerifaltes blancos, de cara más amable. Los búhos se posan en los tejados de los establos, en las copas de los árboles grises descortezados, sorprenden a los ratones campestres en los campos cosechados, y no emiten el familiar y fantasmal «uu, uu», sino un graznido grave y enojado, en forma de sílabas están al borde del habla humana.

Entretanto, los vientos son cada vez más fríos, las hojas empiezan a abarquillarse, a oscurecerse y caer. Un día, cuando llegan a la orilla de una vasta extensión de agua que se desvanece en el horizonte, le dicen que ha de subir a bordo de una canoa de corteza, y por primera vez ella siente miedo, pues los imagina remando juntos, adentrándose en ese esplendor amarillo, bajo esas formaciones nubosas de colores añil y salmón, hacia alguna tierra milagrosa al otro lado del agua, esa agua que, a la menor agitación; podría destrozar la frágil embarcación. Sin embargo, manteniéndose siempre a la vista de la costa, prosiguen hacia el norte, hasta que penetran en un gran río por el que navegan numerosas canoas, barcas y gabarras, con caseríos en las orillas, humo que asciende por todas partes, una población y otra… Ella ha olvidado rezar sus oraciones desde hace muchas semanas, ha comido animales cuya existencia desconocía, pobres seres demasiado confiados para evitar las trampas que les tendían. Sus captores le han dicho cuándo y dónde puede llevar a cabo cada acto vital. Le imparten una especie de instrucción escolar, aunque ella no lo descubrirá hasta más adelante.

Cuando por fin llegan a Quebec, el invierno está muy avanzado. Aunque no es tan impresionante como su equivalente en Roma, el Colegio de Jesuitas de Quebec ocupa un palacio en absoluto desdeñable. Algunos viajeros lo han descrito como un edificio provisto de tres plantas y desván, dispuestas alrededor de un amplio patio central, aunque si a ella le pidieran que lo confirmara, sería incapaz de hacerlo. (Es posible que haya más niveles, tal vez un patio dentro de otro patio o debajo de él, quizás un criptopórtico, o varios, que conducen a otros edificios situados en zonas de la ciudad que quedan muy distantes). Ella llega demasiado rápido como para que pueda percibir gran cosa, tan oscura es la noche y densa la nieve, y flota por doquier el olor del humo negro de las antorchas, que es para ella como el primer incienso, y la luz de esas antorchas proyecta sombras que saltan desde rincones, hendiduras y jambas de las ventanas, y oye un coro distante, como gritos armónicos, y ve las francas miradas de los hombres…

Al amanecer la llevan al refectorio. Allí, sobre las mesas sin mantel, para cien comensales, están dispuestos otros tantos cuencos idénticos de cerámica vidriada que contienen frambuesas, perfectamente maduras, aunque en el exterior impere el crudo invierno, y en cada mesa hay un recipiente con nata recién traída del cobertizo. Un anciano sirviente indio, que se mueve como si tuviera una vieja herida y no muestra un ápice de curiosidad, trae una cazuela de gachas de avena, ya que ella no va a tomar frambuesas (ella da gracias al Señor, pues ¿quién sabe qué impío poder podría explicar la presencia de tales frutas fuera de temporada y con un color rojo tan antinatural?).

Por la mañana, del patio llega un continuo y resonante susurro cuyo eco se oye en toda la vasta residencia, la epidermis de cada ser parece estar en contacto inmediato con las demás, los amanuenses, que acarrean tinteros, plumas y cortaplumas, entran y salen de celdas de dimensiones muy variadas, pero la austeridad de esas celdas está siempre sometida a las concesiones del estilo rococó, muchachos con capuchas picudas transitan en silencio arriba y abajo con cubos de agua y cargados de leña, los cocineros han empezado ya a discutir sobre detalle de la comida del mediodía, un astrónomo, en su gabinete instalado bajo el tejado, finaliza sus reducciones nocturnas, anota los últimos datos y se tumba en la colchoneta. Entretanto, se levantan los que se han pasado la noche en vela, y se encaminan renqueantes hacia la ingeniosa cafetera del colegio, cuyo tostador, que se enciende por sí solo, ha empezado a funcionar horas antes merced a un dispositivo de relojería francés. Tras tostar el café durante el tiempo adecuado, el dispositivo controla después el paso del café a una máquina que muele los granos y los convierte en un polvo grueso, el cual se vierte en una cámara de infusión y se mezcla con agua a la temperatura precisa: Ecce coffea!

Todavía enfundada en un vestido indio, y descalza, la conducen a una habitación llena de libros. Père de la Tube, un jesuita con sotana morada, le habla con fuerte acento francés, sin mirarla a la cara. Cerca de ellos, manteniendo un discreto silencio, hay sentado otro sacerdote cuya sonrisa implacable y cuyos ojos brillantes sólo un loco reconocería como propios.

—Nuestro invitado —le dice el francés— es un filósofo español, de renombre mundial, que siempre se ha interesado por las mujeres herejes que se acercan a la Santa Madre Iglesia. Las observaciones que nuestro invitado haga sobre el caso de usted serán, naturalmente, muy bien recibidas.

Entonces, tan sigilosamente que la mujer se sobresalta, entra en la habitación otro hombre, más joven y más delgado, vestido con chaqueta y pantalones de seda negra. Ella le mira a la cara, no puede apartar los ojos de él. Mientras fluye entre los dos jesuitas una ligera corriente de deferencia, el visitante español recibe del mensajero una hoja de papel bien doblada, con sello de cera y otras estampaciones en dos de los colores de la sangre. El mensajero se retira. Ella mira al mensajero durante tanto tiempo como puede.

—¿No habías visto nunca a un chino, muchacha?

Ella ha ayudado en más de un parto, e incluso ha bregado con toda una tropa de bebedores y pendencieros. ¿Quién es este desconocido con vestimenta religiosa para llamarla muchacha?

—No, señor —le responde con un hilo de voz.

—Debes llamarme «padre». Aquí verás a más de un chino. Y has de aprender a mantener los ojos bajos.

El colegio de Quebec es como el cuartel general de todas las operaciones jesuitas en Norteamérica. Cometas y globos se alzan sujetos por alambres y cables, empequeñecidos por la altura, y, en algún lugar invisible, la actividad de la telegrafía jesuítica sigue adelante, sin merma. Carruajes herméticamente cerrados cruzan con estrépito las portes cochères, entran y salen, y vienen y van jinetes a todas horas. Cada vez que puede observarse en el firmamento la aurora boreal, en un instante los tejados se llenan de figuras vestidas de negro; algunos parecen deslizarse como vencejos, siempre en movimiento, otros permanecen inmóviles como estatuas, y el parpadeo celeste realza los semblantes pálidos y húmedos. Se rumorea que los sacerdotes utilizan el fenómeno boreal para enviar mensajes a todo el mundo, a estaciones receptoras que se encuentran en el hemisferio opuesto.

Una especie de sargento instruye a un pelotón de novicios:

—Veintiséis letras, nueve dígitos, espacio en blanco para el cero. ¿Le sugiere esto algo a alguno de vosotros, zopencos?

—Una disposición de siete por cinco de, de…

—Pensad, papanatas, pensad.

—¡Luces!

—Mirad, atajó de borregos.

El hombre mueve una palanca y en lo alto, recortándose sobre el plano gris de las nubes cargadas de nieve, aparece una rejilla de luces muy amarillas y brillantes, cinco en sentido horizontal por siete en el vertical. Moviéndose con rapidez entre hileras de manijas de ébano más pequeñas, el hombre proyecta y deletrea la secuencia I-D-I-O-T-A-S en el cielo, por encima de sus rostros boquiabiertos.

—Se ve a cientos de millas a la redonda. Todos los que están debajo, si además saben leer, lo saben ya todo sobre vosotros. Pero esto no sólo es un espectáculo, no sólo es una aventura en la historia de la electricidad, no, mes enfants, detrás de esto hay un trabajo arduo y monótono que llega a resultar enloquecedor, pues para hacer esto hay que ser marineros en tierra.

Y les explica que, a fin de que el aparato se mantenga completamente inmóvil en el cielo, haga el tiempo que haga, se requiere un aparejo grande, de una complejidad incluso más misteriosa que la de un barco…, pues hay que cambiar la posición de las cuerdas, unos tornos individuales ajustan constantemente la tensión de riostras, de refuerzos posteriores y de sogas auxiliares, a medida que un telégrafo eléctrico informa a los que están abajo de las condiciones cambiantes en lo alto. Un coordinador con soutane o sotana de terciopelo de Brujas, que tiene una sola hilera de botones y forro de piel de glotón de América, se yergue en un pequeño podio situado ante la serie de manijas e indicadores de ébano adornados con latón, mientras unos chinos se ocupan del aparejo y unos conversos indios, que han recibido un adiestramiento especial, cuidan de una fogata de turba a fin de elevar con precisión la temperatura del gran prisma verde de turmalina brasileña, un prisma enmarañado como Medusa con los cables de cobre trenzado que parten de él y van en todas direcciones transportando el fluido piroeléctrico que anima a cuanto hay ahí. Más intenso que el humo de la turba, se impone el olor del ozono, y el almizcle de un animal salvaje desconocido, inquietante incluso para quienes lo respiran a diario.

Bajo ese áspero olor sexual, en la gélida mañana, se la llevan de allí, y ella nota el viento del norte bajo la camisa de piel de ciervo, y quiere alzar los ojos, una sola vez, para ver quién la vigila. («¿Crees que comprende?», pregunta el visitante hablando rápidamente en francés. El otro se encoge de hombros. «Comprenderá lo que necesite comprender. Si busca algo más…». Los dos intercambian una mirada cuya falta de conmiseración percibe ella con bastante claridad). Los hombres tiran de unos cables que se alzan hacia el cielo y los enormes tejados se apresuran a retirarse, como ante la proximidad de algo invisible. Se ven chinos por todas partes moviéndose con rapidez. Las voces, en general bajas, se alzan de vez en cuando. El hombre la tiene cogida del brazo. Detrás de ellos está el otro sacerdote. A ella le sería imposible liberarse, estirar los brazos, correr hasta el borde del tejado y saltar al vacío, donde la sostendrían unas presencias amigas, y también el resplandor de su voluntad, y entonces se deslizaría por encima de los tejados de pizarra y las fortificaciones, girando como una rueda fuera del alcance de todas las armas, escapando a la necesidad de toda obediencia…, saldría el sol, abajo brillaría el río, el gran río de los guerreros cuyo curso se dirige siempre al sudoeste. Y tampoco ninguno de los que permanecieran en tierra volvería a verla, claro que no, después de que se alejara por el cielo, las mangas de su vestido serían como alas en las que incidiría la luz del sol, su mente quedaría reducida a la de una cometa, el viento soplaría a través de ella…

—Cuidado con la cabeza.

Está tendida boca arriba, cae una lluvia ligera, un chino está acuclillado junto a ella, sosteniéndole el brazo y hablando con otro chino que toma notas en un pequeño libro ingeniosamente impermeable. Es él, el mensajero al que ha visto en la habitación del jesuita.

El chino sonríe, o tal vez sea cierta expresión de su cara lo que a ella se le antoja una sonrisa.

—Dios nos guarde de esas execrables novicias que se desmayan un día tras otro —dice Père de la Tube—. Es el cuento de nunca acabar.

Las orejas del invitado parecen moverse.

—Y, sin embargo, cuántos de nosotros, destinados con frecuencia a misiones más solitarias, podríamos considerar ese acontecimiento como algo intrigante, y el hecho de que se dé aquí, entre nosotros, convierte esto en un paraíso de encantadoras catalepsias y maravillas —sus modales son casi tirantes—, al margen de que provoque en usted algunas quejas, claro está.

—Ah, por supuesto, padre, esto no es como el campo, donde no suelen darse ocasiones de pecar. No, aquí hay más bien innumerables oportunidades, claro que probablemente no se aprovecha ninguna de ellas.

El otro sonríe mostrando los dientes.

—¿No dependerá eso de si ella va a ser novia de Cristo o va a tener alguna otra relación con Él?

—¿Por ejemplo?

—Su viuda. Una novicia de Las Viudas de Cristo. —El español besa el crucifijo de su rosario y finge rezar un instante por el éxito de dicha hermandad—. ¿Acaso sus indios no han reunido suficientes rosas blancas como ésta para que no puedan prescindir de una? Aunque, claro, si ésta le interesa a usted especialmente…

—¿Quién, a mí? No, en absoluto, la verdad es que yo… —se toca los botones de la sotana como si fueran las cuentas de un rosario.

—… me conformaría con cualquier otra, ¿no?

—Nada de eso, padre, ella se unirá a Las Viudas, no hay más que hablar. Haré lo necesario para que la solicitud siga su curso a través de la jerarquía.

—Muy generoso por su parte. Pienso mencionarle en mi próximo informe.

El otro inclina la cabeza. Ella comprende que es objeto de un pacto, y ha permanecido de rodillas durante todo esa conversación, y ha mirado a los hombres, aunque le han advertido que no lo haga, y mira cuanto puede, para ver cuál de ellos es el primero en darse cuenta de que ella les está mirando…

La hermana Blondelle es gitana, hija del sol, y los hombres suelen confundirla erróneamente con la típica ramera británica, coloradota y descarada, como las que tanto nos deleitan en los relatos o en los escenarios. Y es que, en efecto, trabajó durante algún tiempo como hada en Covent Garden, y tuvo trato con hombres de toda clases, desde el neófito tembloroso al viejo bobo y depravado. No tardó mucho en albergar una gran desconfianza hacia el sexo que usa calzones.

Soldados como arietes, marinos como anclotes,

mecánicos, potentados, caballeros entre barrotes.

No hay hombre, chicas, con quien no me haya cruzado,

y hasta esos culíes de la China me han mirado.

y es que…

(Coro)

La bolsa de los hombres rebosa de monedas,

quédate donde están ellos y tendrás segura la cena.

Cuida de tus dones tanto como puedas

y no te vendas barata a un cazurro cualquiera.

Desde el día en que Eva perdió de vista a Adán

y hasta la noche siguiente no lo volvió a encontrar,

los hombres mienten cual bellacos a sus tesoros,

aunque cambiarlos por otros a ellas les cueste poco.

(Coro)

La acompañan en su canto un par de hermanas; la armonía es limitada, si bien no puede negarse que representa un avance para la época. Parece una giga de taberna, pero la secuencia de acordes es la misma que se encuentra en cualquier himno protestante. (Aunque yo no estaba presente en el sentido habitual, soy clérigo, y creedme si os digo que fue un moment musical, como dicen en Francia, muy original, de veras).

—Pues sí —relata Blondelle—, yo estaba a punto de prescindir de los hombres cuando descubrí a los jesuitas. —Fue como encontrar por fin a Cristo, como sentir una descarga de deseo, para después hallarse por fin más allá del deseo—. Sin embargo, no renuncié a nada, no, yo amo las calles, siempre las he amado, y la excitación, los rumores que se atropellan unos a otros, amaba incluso a los matones, a pesar de la sífilis, que las muchachas contraían de la noche a la mañana y que se llevaba su belleza… Cierto, la vida es un juego, un continuo apostar día y noche, ¿no es así? Tal como yo lo veo, ¿por qué no lucir tu mejor aspecto mientras los dados todavía ruedan? ¿No piensas tú lo mismo? —Se retoca el cabello—. Bueno, lo que quiero decir es si no te importa traerme un espejo.

—Ah. —Por primera vez, desde que la han capturado los jesuitas, ella habla. Intenta sonreír, pero no se ve con fuerzas—. ¿Qué aspecto he de tener para…? —susurra.

—La verdad es que no estás del todo lista para la fiesta —dice la hermana Grincheuse, un tanto seria.

La hermana Crosier, serena y radiante, examina de cerca los rasguños que presenta su cuerpo.

—¿Son de los espinos?

Ella asiente.

—No son señales de algo que me hayan hecho los indios, si te refieres a eso… Han sido conmigo de lo más amables, aunque…

Los ojos de la hermana Grincheuse centellean como el jaspe.

—¿«Aunque»? ¿Qué hemos de deducir de eso?

—A menudo he visto los muchos dibujos que llevan grabados en la piel. Algunas imágenes eran hermosísimas, otras me producían un extraño temor, mezclado con…, me turba un poco decirlo… ¡Uf!

—Habla claro.

—… mezclado con cierto deseo… —Alza el mentón con gesto provocativo y se queda mirándolas.

—Dios mío, ¿sólo por un par de tatuajes? Bueno, bueno, chicas, ¿qué vamos a hacer?

—Me temo que tendremos que ponerte el cilicio querida, y ésta va a ser la primera lección: no hables jamás de deseo. Una vez hayas corregido eso, en un abrir y cerrar de ojos serás una buena católica.

—Pero me habéis pedido…

—Silencio. Aquí está. Esto es lo que deben llevar las novicias desobedientes.

El cilicio de Las Viudas es un artilugio —cuyo uso aconsejan los jesuitas— que se lleva en secreto y que, una vez colocado, no se puede extraer y produce lo que algunas llaman incomodidad, la suficiente para impedir que los pensamientos se alejen demasiado de Dios.

—Si Dios fuese más joven y más presentable —murmura la hermana Crosier—, pensaríamos continuamente en Él y no tendríamos necesidad de esto.

Su mirada se fija en esa rosa de invernadero, de un rojo intenso, casi oscuro, cuyo tallo largo y flexible las hermanas doblan con pericia para formar una especie de taparrabos. Le colocarán el tallo entre los labios de la vulva y en torno a la cintura, y dejarán la flor, preferiblemente una a punto de abrirse, detrás, en ese encantador vértice de humedad y calor, un lugar donde los olores del cuerpo y de la rosa pueden mezclarse con unas pocas gotas de sangre causada por las diminutas espinas verdes, entre punzadas de dolor. Valorar la verdadera intensidad de ese dolor queda a cargo de la penitente… Desde luego, el propósito de todo esto es evitar por todos los medios que su atención se desvíe de Cristo. Los jesuitas gustan de señalar que «considerando lo que Cristo tuvo que sufrir, no hay realmente mucho de que quejarse».

La hermana Grincheuse está detrás de ella, sujetándola por los brazos.

—Podría haber sido peor —susurra la menuda hermana Crosier—. No todos los indios son tan considerados.

Se arrodilla a los pies de la cautiva, sosteniendo el cilicio, con las yemas de los dedos ya pinchadas y enrojecidas, y alza la vista, con los ojos muy abiertos, sin poder evitarlo.

—Muy bien, querida —dice la hermana Blondelle haciendo un gesto de asentimiento—, adelante y cuidado con esos largos miembros.

Debería resistirse a eso, con gritos si fuese preciso, pero ¿cuándo ha hecho antes tal cosa? Ni siquiera ha protestado ante ofensas —le parece ahora— mucho más graves que ésta. Así pues, sus pies avanzan despacio, uno tras otro, como pájaros dóciles, hacia la trampa del cilicio que le aguarda, y cada pie se levanta y se estremece al entrar en el ámbito de las espinas.

Luego le dan una pomada suavizante para que se unte las minúsculas heridas. Mientras ella se unta la pomada, brota un olor, un olor como a iglesia, único, un aroma a incienso, pero sin la cera o la presencia humana, y que asciende hacia el cielo, una vaharada que va transmutándose…

Le afeitan todo el pelo, desde la cabeza a la entrepierna.

—Debes empezar completamente desnuda —le advierten—. Si eres buena, si aprendes lo que se te enseña, algún día te permitirán usar peluca, una peluca infantil, por descontado, tal vez de chico, pues ahora, la verdad, tienes aspecto de muchacho.

—Un aprendizaje muy rudo, Madame. ¡Ay!

—No seas insolente.

Ella ha visto ya a otras hermanas luciendo complicadas pelucas que, imagina, deben de responder a la actual moda parisiense, y pronto le intriga el aspecto que podría tener ella con uno de esos objetos empolvados. Una noche entra sigilosamente en una habitación donde, alineadas en distintos estantes, están las pelucas, cada una colocada en un elegante portapelucas de un marfil de extraña tonalidad. Allí, disfrutando de su osadía, pierde una hora, dos horas, paseándose por la habitación, agachándose, sin atreverse a tocar los blancos y rizados objetos y deseándolos cada vez más. Por fin toma una peluca, se la lleva al pecho, se la encasqueta en la cabeza y sólo entonces piensa en buscar un espejo y también una luz para poder verse. En ese instante se ve flanqueada por dos presencias, dos personas fornidas y cuyos rostros identifica lentamente en la oscuridad como los de las hermanas Blondelle y Crosier.

—Desde luego, se ha tomado su tiempo.

—Tarde o temprano, todas lo hacen. Esta señorita Piedad es tan coqueta como cualquier puta de Portsmouth.

—Sí, pero es más bonita que la mayoría —susurra la hermana Crosier.

Ella se sonroja mientras se quita la peluca en la penumbra y, con el ceño fruncido, supone que no volverá a verla. La sigue con los ojos hasta que vuelven a colocarla en el portapelucas, y entonces repara por primera vez, con un escalofrío, en que el portapelucas la mira con sus cuencas vacías. En ese instante, demasiado tarde, reconoce que es un cráneo humano. Decidida a que no vuelvan a decir de ella que es una novicia que se desmaya, mira a su alrededor. Sí, todas las alegres confecciones capilares de la habitación descansan en sus respectivas calaveras. Exhala un hondo suspiro y se abstiene de desmayarse.

—El modelo en el que debemos inspirarnos —dice Lobo de Jesús a los estudiantes que llenan el aula— es el del encarcelamiento. Los muros serán el futuro. Al contrario que los muros diseñados por el Anticristo chino, éstos seguirán líneas rectas. El mundo está cada vez más inquieto. Ya no se tiene fe en la autoridad sin coacciones, ya sea fe religiosa o seglar. ¡Qué pena! Si no podemos suscitar amor, aceptaremos la aquiescencia; si no podemos obtener aquiescencia, levantaremos muros. De la misma manera que un muro, proyectado sobre la superficie de la Tierra, se convierte en una línea recta, así descubriremos que, mediante la colocación de tales líneas, podemos dar forma a cuanto necesitemos, así sea la cabaña de un agricultor como una gran ciudad matriz…, reglas de precedencia, rutas de aproximación, líneas de avistamiento, flujos de poder…

—¡Un momento! ¡Un momento! —objeta un oyente—. ¿No significa esto abrazar la misma ortolatría del Imperio romano?, aquel culto depravado de las líneas rectas que se cruzaban en ángulos rectos y que al final se redujo a la brutal sencillez de la Cruz en el Calvario…

—¡Padre, padre! ¿A qué Roma, una vez más, deben fidelidad los jesuitas?

Lobo de Jesús esboza una torva sonrisa y dice:

—Lástima que no estemos en España.

Ya no le sorprenden la impiedad ni la falta de respeto, cosas ambas que predominan, a su modo de ver, a este lado del océano. No obstante, las alternativas siguen siendo escasas, pues ahora la mayor parte de Europa es insegura para cualquier jesuita. América resulta desconcertante, porque aunque aquí son bien recibidos todos los expulsados y los sin techo del mundo, ningún verdadero soldado de Cristo hallaría fácilmente refugio entre estas gentes, pues aquí en América las herejías fluyen como la sangre en el torrente sanguíneo, y además las herejías estimulan a estas gentes en su labor cotidiana como la sangre podría mantener a otros calientes. Sin embargo, el término «herejía» pierde su fuerza en estas provincias, las que están situadas más al oeste, pues hay casi tantas sectas como colonos. Perseguir cada acto de impiedad que se comete en la vida cotidiana de los americanos significaría luchar en un número incalculable de flancos: ¿qué tiempo les quedaría para dedicárselo a la Obra, como dice Lobo de Jesús en español?

—Es posible que no exista ninguna disyuntiva —sigue diciendo, pese a todo, Lobo de Jesús— y que, al fin y al cabo, los hombres quieran a Roma, la quieran, la deseen, a la vez como Imperio como Iglesia. Quizá buscan el modo de retornar al único reino, como el que existía antes de los protestantes y su disensión, antes de la insensata proliferación de las sectas. Sí, tal vez los hombres aspiran a encontrar una representación, a la luz del día terrenal, de la nostalgia que siente el alma hacia esa condición indiferenciada antes de que existieran la luz y la oscuridad, la tierra y el cielo, el hombre y la mujer, un regreso a ese sagrado silencio que rompió la Palabra, ese silencio que la complejidad estructural de la materia ha mantenido oculto desde entonces para todo el mundo, excepto para unos pocos exploradores resueltos.

—¡Un momento! ¡Un momento! ¿Es un tema chino lo que empezamos a oír? —Parece como si los estudiantes que abarrotan el aula procedan de la Universidad del Infierno—. Si se prohibiera el feng shui chino, ¿cómo podríamos estudiar esta clase de metafísica sin correr el riesgo de que nos reprendan?

—El riesgo no es tanto para las posaderas de ustedes como para sus almas. ¿Puede decirme alguien por qué debemos combatir la magia abominable del feng shui?

Una oleada de risitas recorre el aula.

Pues entonces… —dice en español—. También yo he sido estudiante. Recuerdo haber pasado a otros los mismos fajos de papeles deteriorados que vosotros habéis leído en secreto, doblados y desdoblados infinidad de veces. ¿«Secretos de los magos chinos»? Ajá. Incluso con respecto al nombre. ¿Estáis aprendiendo algunos de vosotros a pintar los símbolos, o incluso a probar distintas maneras de combinarlos? Lo sé, amigos, sé todo lo que sucede aquí… Otra de las mil y una cosas maravillosas del sacramento de la penitencia es la utilidad que tiene en situaciones de grupo como la vuestra. Alguien siempre acaba confesando, o dicho lisa y llanamente: alguien siempre derrama las judías —dice en español.

—¿Qué ha dicho?

—Algo sobre la dispersión de las mujeres de Israel.

—Vaya, esto es de la cábala. Dentro de un momento se pondrá a perorar en hebreo antiguo, y quizá deberíamos tener un plan.

—¿Quieres decir para lograr que se calle?

—Hombre, en realidad me refería a un plan para abandonar el aula…

—¿Por qué impedir a los chinos que practiquen el feng shui? —se pregunta en voz alta Lobo de Jesús—. Porque el feng shui surte efecto.

—En ese caso, si surte efecto, ¿no deberíamos estudiarlo?

—El feng shui lleva la marca del Adversario. Es demasiado fácil, no nos lo hemos ganado a pulso. Es muy poca la carga que recae sobre el que lo practica y demasiada la que sostiene cierta fuerza invisible, y el precio que exige es desconocido. ¿Qué imagináis que son esos que tan al margen de Jesucristo tienen que permanecer? ¿Y cómo podríamos permitir tal cosa nosotros, Sus soldados?

Eran aquéllos unos tiempos más primitivos y sencillos, chicos, una época en que muchos se empleaban a fondo en cuestiones de doctrina. Por ejemplo, en la manera de enseñarles que tiene Lobo de Jesús, hay un odio profundo que se expresa en sus gruñidos.

—Quienes no rinden culto a Cristo deben comprender que serán siervos durante toda su vida, si no de nosotros, de otros cristianos incluso menos piadosos: reyes, potentados, aventureros con privilegios que se dedican a la piratería…

—¿Y qué nos dice de aquellos a los que podamos convertir?

El sacerdote hace un gesto de rechazo, y los pálidos nudillos de sus manos brillan a la luz de las velas.

—La conversión no es ninguna garantía de que se lleve una vida consagrada a Cristo. Los judíos se «convierten». Salvajes, esposas inglesas, chinos, ¿qué más da? Después de que se convierten, todos ellos vuelven a sus antiguas creencias. Todos y cada uno de ellos, al final de la jornada, están en alguna parte, a menudo al aire libre, entre piedras antiguas, repitiendo sin auténtica fe los mismos rituales repugnantes. ¿Y dónde está Él, dónde están su perdón y sus milagros?

Se ha puesto de rodillas, y parece efectuar una consulta. Al cabo de un rato, los estudiantes empiezan a susurrar y pronto en el aula se cotorrea más que en un café. El visitante español continúa como al margen.