El cruce del Conococheague, debido a su deprimente historia, resulta particularmente inquietante, pero por fortuna la distancia entre ambas orillas del río no abarca siquiera diez minutos de arco. Ese puñado de cabañas quemadas y ensangrentadas no puede convertirse en lugar de peregrinación alguna, y si los expedicionarios hubieran tenido que permanecer ahí más de quince días, rodeados de fantasmas y de la desolación en la que éstos aguardan, se hubieran trasladado a otro lugar menos frecuentado por los espectros, aunque eso hubiese significado hacer más mediciones con la cadena y más cálculos.
Lancaster, en tanto que escenario de horrores ocurridos, fue soportable debido a que la población civil de cada lado siguió con sus actividades habituales mientras tenía lugar la masacre, solicitó asistencia cada dos por tres, pero lo que en Lancaster no fue sino una hora de emoción, aquí, en este desierto riguroso y exacto, podría convertirse en un descenso incontrolable hacia lo que la perspectiva abierta por los topógrafos debía negar: la codicia de todos los seres vivientes. Pues la codicia seguía presionando a cada lado y no deseaba más que abrir brecha, en la larga y recta ausencia de arbolado, por donde pudiera, para hacer hincapié.
Entre dos carreteras que conducen a distintos puntos desde donde se toman transbordadores hacia el otro lado del Potowmack, hacen sus cálculos y cambian de ruta, y al final, a 117 millas, 12 cadenas y 97 eslabones al oeste del poste que indica el oeste, llegan al flanco de la Montaña del Norte, tras penetrar en la zona de influencia del capitán Evan Shelby. Embalan los instrumentos y los dejan bajo la custodia de éste durante el invierno.
Hasta que dan la vuelta y se encaminan de nuevo al este, carecen de tiempo para rememorar. El avance hacia el oeste ha sido en su totalidad un trayecto hacia el futuro. Ahora, avanzando contra el sol, pueden recuperar el pasado.
Un día en que caminaban con dificultad —el viento de cara, los sombreros que se resisten a permanecer en las cabezas, las cabelleras ondeantes—, y mientras los dos luchaban por mantener el instrumento de latón, colocado en su trípode, sobre el hombro, Dixon descubrió por fin la lógica de lo de la célebre casaca, que Emerson se ponía siempre al revés.
—Claro que llevo la parte de atrás de la casaca en el pecho —había dicho Emerson dando un suspiro—. ¿No es la parte abdominal, o del vientre, en todos los animales, la que necesita más protección, mientras que la dorsal, o del lomo, es la más fuerte y dura? ¿Y acaso la mitad de las veces que camino no lo hago contra el viento? Pues bien, en tales ocasiones prefiero estar unos grados por encima de la congelación y dejar que la espalda cuide de sí misma.
—Entonces, ¿por qué todos sus alumnos llevan las casacas abiertas por delante?
Emerson miró a los estudiantes haciendo gala de indulgencia y paciencia.
—Toda mi vida, dedicada a la enseñanza, impartiendo una inútil lección tras otra, ha sido una lastimosa pérdida de tiempo, la locura de un viejo. Claro que, en realidad, nunca he sido un maestro, sino un hombre de ciencia (en estos momentos, en concreto, entre un mecenas y otro), y me dedico a la docencia sólo para poder costear los gastos de mi laboratorio, aunque mi señora lo ve de una manera algo distinta… «¡Esto es la calle Grub de la filosofía!», se lamenta. «¡La prisión de Durham era mejor!». Sea como fuere, la cuestión, afortunadamente, no tiene que ver con el matrimonio… La casaca moderna, tal como la conocemos, está inspirada en prendas que utilizaban los nobles, los aristócratas y otros ladrones de diversa calaña, los cuales siempre podían permitirse tener criados que los vistieran. En tales momentos íntimos, se consideraba más prudente tener al criado delante de uno que detrás. Así pues, como tema de comentario para hoy, especulad con lo que podría haberle sucedido a la estructura de Inglaterra si las casacas se hubiesen abrochado por detrás, obligando a los criados y, en el caso de América, incluyendo también a indios y esclavos negros, a pasar más tiempo detrás de sus amos que delante, y tan cerca que no se les viera.
Mucho antes de que se avistaran los soldados, un viento racheado traía ya el redoble de los tambores, que resonaba en las paredes de antiguas canteras, donde crecían las gualdas, con sus flores color naranja, amarillo y verde, mientras las columnas de soldados avanzaban por los pastos de la ladera casi sin ganado, pues los corderos se habían vendido poco antes, las ovejas de cría descansaban durante el invierno, y las hermanas seleccionadas habían sido enviadas a subastas y a otros destinos menos rituales, mientras que los carneros pronto subirían a las colinas para pasar el invierno en ellas. Grandes bandadas de estorninos, que huían del estrépito, aleteaban por el cielo a gran velocidad, semejantes a nubes de tormenta que ensombrecían el mediodía. En los pueblecitos de una sola calle, las mujeres permanecían ante la colada que acababan de tender, miraban la luz del sol y calculaban el tiempo del secado y el de la marcha militar, la velocidad de las nubes y el grado de humedad que podría tener la ropa cuando tuvieran que recogerla y entrarla en casa. Pronto los redobles de tambor, implacablemente regulares, lo invadieron todo, sustituyendo los habituales ritmos de los campesinos por el ritmo regulador del son militar, el cual anunciaba que, en adelante, todos los acontecimientos sucederían como pluguiera al ejército y de acuerdo con el horario de éste.
—Entonces empezaron a sonar las gaitas.
De vez en cuando, mientras marchaba sin grandes obstáculos hacia Stroud, Wolfe, con fines puramente demostrativos, ordenaba a sus tropas que desmontaran, se prepararan para una escaramuza y disparasen contra cualquier cosa que les apeteciera. Más adelante, en Pennsylvania, Mason, en lo más profundo de los calveros umbrosos de la muerte, mientras cruzaba la carretera en la que Braddock y sus fuerzas habían encontrado su desdichado final, se preguntaría si los efectos de la última tragedia en América sobre la moral del ejército en general, y sobre Wolfe en particular, no podrían haber afectado también a aquella ociosa tropa de mosqueteros que dejó a sus espaldas un camino teñido de escarlata y centenares de pequeñas e inocentes vidas truncadas, salvajes y domésticas, algo que un dragón de caballería despreciaba, por supuesto, pero que a menudo era importante para los residentes locales…, las aves que corrían en dirección a los campos, el insomnio por el temor a lo que pudiera suceder…
—Que nosotros sepamos, Wolfe podía sentir el mismo desprecio por los tejedores británicos que Braddock por los indios americanos, esos nativos traidores, faltos de respeto, rebeldes, que aguardan emboscados detrás de cada muro de piedra.
—Unos británicos que disparan contra sus paisanos… —comenta Dixon, cargando su pipa con semblante distraído—. Creía que eso ya se había terminado. ¿Entonces vuestros tejedores son jacobitas?
—Son hombres, Dixon, hombres a los que yo veía todos los días, que trabajaban y que, cuando terminaban el turno, comían una mazorca o una hogaza al día. O un bizcocho de Mason, que era la especialidad de mi padre: los horneaba en el fondo del horno, envueltos en nubes de harina blanca; los vendía enteros o en rodajas.
»Algunos aspiraban a ser oficiales tejedores, la mayoría se habría contentado con un jornal para vivir, pero ¡ah!, cómo traicionaron sus deseos cuando, en el 56, los jueces de paz, sin duda conchabados con los pañeros, redujeron a la mitad los jornales establecidos por la ley…, y entonces empezaron los disturbios —hace una pausa, como si hubiera tomado una pequeña decisión—. Los familiares de Rebekah eran tejedores.
Dixon enciende la pipa.
—No lo sabía.
—Laneros por parte paterna y sederos por la materna. Le gustaba decir que eso explicaba su forma de ser.
Dixon aspira el humo y asiente con lentitud, sin alterarse, mirando la pipa, como si el brillo de la cazoleta pudiera tener usos adivinatorios.
—Y aquella noche portentosa, allí estaban todos, en la calle High, hermanos, primos y tíos. —Mason hace una pausa como para respirar, aunque Dixon sonríe ya con una expresión claramente inquisitiva—. Ahora que lo pienso, yo estaba allí.
Dixon asiente y añade:
—También yo estaba en la calle… Los barqueros del Tyne, allá por el 50. Yo no tenía nada que hacer allí, como comprenderás, nada en absoluto, todavía…
Mason toma su pipa.
—Sí, claro.
—¿Más de una vez, quizás?
—He observado mundos muy lejanos, de belleza despiadada.
—Sí, aquella noche…
—¡Las calles, Jere! Miles de hombres en calles por las que de ordinario no pasan más de una docena al día. ¡La muchedumbre llegaba a Slad Brook y se derramaba en los dos ramales de la calle High! —aspira el humo, con un júbilo soterrado que Dixon conoce muy bien—, calle Lower abajo y calle Parliament arriba, y toda la extensión de Hill-side entre esas dos calles, antorchas por doquier, telares con colgaduras negras, canciones del 45 (su fuerte ritmo en aquellos elegantes corredores de piedra era como un acto salvaje), había efigies de los odiados oficiales tejedores colgadas de sus propios telares, los mismos telares manipulados, y un murmullo incesante, un vocerío fuerte y agudo pero no crispado, el de una masa que reivindica algo justo.
—Si…, sí, claro, en Newcastle las paredes eran más bien de ladrillo, y el sonido totalmente distinto. Más parecido al de Filadelfia, quizás.
—¿Qué les hicieron en Durham a los que prendieron?
—¿A los gabarreros del carbón? Se los llevaron a Painswick, no a la célebre feria de Painswick, precisamente, sino al patíbulo. No obstante, como en Durham no somos tan partidarios de la soga, muchos buenos gabarreros de Tyneside acabaron en América, por estos pagos, de hecho. Si hubiéramos estado más tiempo en Filadelfia, nos hubiésemos tropezado con unos cuantos…
—¿Y eso me habría gustado?
—Podrías haberte negado a acompañarnos. Quiero decir que, tras decidir en el último momento que no eran de tu gusto, con toda esa mugre de carbón, exceso de cerveza, etcétera, y no tan limpios como tus obreros de telar, a orillas del murmurante arroyuelo, inmaculado…
—Un momento. ¿Estás diciendo que, ceteris paribus, la compañía de los gabarreros que transportan carbón es preferible a la de los tejedores? Eso es imposible, pues todo el mundo coincide en que los tejedores son el alma del jolgorio.
—¡No tenéis nada en Gloucester, qué digo, en todo el reino, que iguale a la noche en que Billy Snowball creyó que la cabeza de un gabarrero era una jarra de cerveza! ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
Mason se queda mirándolo hasta que la risa de Dixon remite un poco.
—No cabe duda de que este asunto te trae alegres recuerdos.
—Snowball siguió agarrándole por la nariz. «¡Vaya! ¿Qué es esto?». ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
—Pero en Stroud sería desaconsejable reírse de esto. Incluso en un local tolerante y cosmopolita como la posada The George…
—Donde, si mal no recuerdo, allá por el 56, viste cómo los ricos pañeros congregados saltaban por las ventanas del piso superior.
—Gracias, sí, algunos con las tazas de ponche todavía en la mano y las pipas encendidas en la boca, y los naipes esparciéndose por todas partes.
Al llegar a casa, Mason encontró a su padre un tanto inquieto.
—Los tejedores se han amotinado y vienen las tropas.
—Entonces debería quedarme.
—¿Qué vas a hacer, apuntarles con tu telescopio? Serás peor que inútil, te pegarán un tiro en cuanto te vean con esa cara inexpresiva.
—Tal vez podría pedir en Greenwich otro…
—No te preocupes por nosotros. Tu madre y yo nos las arreglaremos, sabremos defendernos de la chusma ladrona tanto como de los soldados ladrones; todavía hay sitios en los que se puede esconder una que otra hogaza, pero tú… Mejor será que te vayas a Greenwich, y te quedes en lo alto de tu colina, lejos de este pobre lugar derrotado.
Mason buscó los ojos de su madre, pero la mujer apenas le miró, acongojada, como si susurrase: «Ya ves cómo le angustias».
Parece como si el campo abierto estuviera hecho sólo para extraer de él carbón, dejar que pasten unas ovejas y albergar todos los terrores que un muchacho es capaz de imaginar.
—Sólo me sentía cómodo en las ciudades —admitiría Dixon un día—, o en Raby, bajo la protección del castillo, pero nunca me interesó el territorio intermedio.
Mason le mira con cierta perplejidad.
—Extraño infortunio para un agrimensor, ¿no es cierto?
—Digamos que eso se convirtió en un incentivo, pues ese miedo se extendió a lo que hasta entonces carecía de una forma definida y, por lo tanto, a todo lo que puede atormentar a una persona…, no sé si me explico.
—Conocí bien tales terrores, y cuando aún gateaba y balbucía, amigo mío. A pesar de lo empinados y fatigosos que eran los caminos, a mí, como a la mayoría de los niños nacidos en esa zona de la parroquia de Bisley, todos ellos bebés bien robustos, también me llevaron a la iglesia de Sapperton para bautizarme, pues Bisley se encuentra al otro lado de una gran llanura desprovista de árboles, conocida en nuestro extremo como ejido de Oakridge y en el otro extremo como ejido de Bisley, un lugar frecuentado por hombres violentos y asesinos y donde sopla sin cesar el viento, todo ello causa de temor ilimitado.
—Eso y el páramo de Cockfield se parecen como dos gotas de agua —recuerda Dixon—. Todo el mundo hacía cuanto podía para evitar cruzarlo.
—Como es natural, cuando crecí y empecé a observar las estrellas, las cosas cambiaron. De improviso todo el cielo estaba allí, se exhibía en su totalidad. Y yo aguardaba impaciente a que se hiciera de noche para estar bajo él.
—Bueno, basta, estoy temblando.
—No había nada en muchas leguas a la redonda. Y yo permanecía allí, siempre desprotegido bajo las innumerables estrellas…
—¡Basta!
Dixon, al parecer presa de verdadero pánico, va de un lado a otro de la tienda en busca de algún sitio donde esconderse, y al no encontrar nada a mano, salvo un saco que contiene forraje para los caballos, intenta meterse en él.
Emerson lo había adivinado todo enseguida.
—Si lo que te asusta son los lugares desiertos entre las poblaciones —le dijo Emerson a Dixon—, tus preocupaciones se han terminado, pues yo te voy a decir lo que puedes hacer: ¡situarte encima de esos lugares!
Pronunció estas palabras con una vehemencia que Dixon no es capaz de describir. Algo se estaba fraguando en el aire, por así decirlo, y, en efecto, en el aire se encontrarían poco después él y sus compañeros de clase, pero antes de que aprendieran a volar tenían que aprender cartografía, pues los mapas son los aides-mémoires del vuelo. De ese modo llegó Dixon a descubrir también la gran invariación según la cual, en el aire, uno percibe con precisión la longitud y la anchura, aunque pierde gran parte del relieve terrestre, o dimensión de la altura; en cambio, cuando uno se halla al nivel del suelo, caminando por el campo, uno recupera físicamente las nociones de arriba y abajo, pero tiene tan sólo un sentido aproximado de las otras dos dimensiones, que en el cielo son una sola.
—En tierra —siguió diciendo Emerson— estamos limitados a nuestro horizonte, que a veces debe medirse en pulgadas. Estamos limitados, además, por el tiempo y por las cantidades de él que consumimos al trasladarnos desde un extremo del trayecto al otro. No obstante, en las alturas, en el espacio del mapa, no importan los orígenes, destinos o términos de cualquier clase, pues uno puede abarcar al mismo tiempo la trabazón de los posibles trayectos, dado que está situado por encima de la distancia, por encima del mismo tiempo.
—¡Altitud! —exclamaron un par de jóvenes despiertos, una disposición que se fomentaba en la clase de Emerson.
—La altitud, el precio que hemos de pagar por esta gran exención, se considera como un gasto de la organización, que debe ser absorbido en un término interior de una expresión prolongada que describe la situación, el rumbo y la velocidad. Si estáis interesados, esperad a que se publique mi libro sobre la navegación, actualmente en galeradas, para disponer de una información detallada.
Algunos se interesaban por temas menos modernos.
—¿Dónde está Hob Sincabeza en esa vista aérea? —inquirió Dixon, y no era el único que deseaba saberlo—. ¿Qué me dice de la Shotton Doby, y de la Vieja Arpía de Raby, con su coche tirado por seis caballos? También ella puede elevarse por encima del paisaje. ¿Qué postura debe tomar ante eso un cartógrafo inocente?
—La cortesía profesional es la regla que impera —replicó Emerson—. Saludas a la otra persona alabando su capacidad de volar y sigues adelante, con la mayor rapidez posible.
—¿Y viceversa también? ¿Está seguro de eso, señor?
—No hay remedio, ¡ay!, nunca se acabarán las lamentaciones de Jeremías. Así pues, ¿te has dedicado a malgastar tu precioso esceptismo allá en Raby, pensando en toda esta verborrea gótica?
Pues claro que sí, y, peor aún, Dixon había cedido a su fascinación por la «Vieja Arpía», Elizabeth, Lady Barnard, quien murió en el 42, tras una vida dedicada a una enconada querella familiar por la herencia del castillo, y cuyas almenas, a su muerte, seguía ella recorriendo con un par de agujas de hacer punto mientras aguardaba la llegada de su coche. Esas agujas tenían la particularidad de que brillaban en la oscuridad, porque estaban muy calientes, más que una fogata de carbón, más bien como el fuego del infierno, que se alimenta de sustancias de nombres muy complicados. Emerson les planteó entonces un nuevo acertijo para que lo resolvieran (o no): ¿con qué clase de hilo podría tejer ella para que no se quemara a causa de semejante calor? ¿Lana de una oveja del infierno? Quienes trataron de responder a eso fueron recompensados, aunque de maneras que más adelante les resultaría difícil describir.
El joven Dixon la ve allá arriba muchas noches, y los ángulos que forman las dos líneas brillantes varían constantemente mientras ella se desplaza de un lado a otro… Por fin, una noche, Dixon, probablemente (pues ya no está seguro) afectado por una de las primeras decepciones amorosas, lo cual significa anonadado, como no tiene ya nada que perder, decide subir allá y ver el fenómeno de más cerca. Por entonces conoce el castillo como un gato, para él no hay ningún lugar demasiado precario, ningún tejado de pizarra demasiado resbaladizo, y va deslizándose de un tejado a otro, asiéndose a las facciones de las gárgolas conocidas, y pasa, un poco intimidado, de un lado a otro de las contraescarpas, sobre los matacanes, bajo la luz de la luna, y a través de éstos… Si el espectro, cuando no va en su coche, se mueve con relativa lentitud, ¿hasta qué punto será difícil observarlo?
Eso es una suposición. Cuando Dixon se aproxima a ella, oye que murmura: «Nunca llega a tiempo. Siempre con retraso, siempre con otra excusa. Pero ¿de qué sirve maldecir al necio, si está ya maldecido para toda la eternidad?». Entonces se oye un ruido peculiar en la noche, tan parecido a unos cascos de caballo como la música de cuerda a los redobles de tambor, y que parece acercarse…
Dixon ha de reprimir un grito. De la oscuridad que les envuelve surge el coche de belleza más extraordinaria que él jamás ha visto. Posee las curvas de una mujer deseable, la superficie lacada reluce, brillante como un ojo sensual. Los caballos árabes, que apenas suspiran, negros como el carbón, tiran suavemente del coche hasta acercarlo al parapeto donde está el espectro, y allí permanecen suspendidos, los cascos moviéndose en el aire, sin rozar el suelo invisible en la oscuridad, mientras el cochero, de cara tan blanca como negra es su librea, baja al parapeto para abrir la portezuela.
—Vuelves a llegar tarde, Trent.
—Lo siento, Milady, el tráfico…
—¡El tráfico! —Alza las agujas metálicas por encima de la cabeza, una en cada puño tembloroso, como para golpearle con ellas—. Ya me has dicho que el caballo que va en cabeza enloqueció, que tu esposa no está tan bien dispuesta esta noche, que el viento te azotaba la cara, que al reloj se le acabó la cuerda y que el perro huyó con el látigo, pero esto, Trent, esto es ya un verdadero disloque. ¿Qué tráfico va a haber sobre el páramo de Cockfield? ¿No es el nuestro acaso el único coche de seis caballos volador en el Palatinado?
—Vienen desde Hurworth, Milady, son una multitud, parecen un enjambre.
—¡Ah, sí! Emerson y esa gente. Chiquillos desharrapados. ¡Un enjambre, dices! Lo mismo podría haberte retrasado una bandada de patos. Francamente, Trent, tus excusas son cada vez más débiles, y resultan fatigosas pari passu… ¿Qué vas a hacer, de veras, cuando te deje solo con esta adorable máquina? ¿Eh, Trent? Vamos, vamos, puedes decírselo todo a Su Señoría.
Con una agilidad atlética que sorprende al joven que lo ve todo desde su escondite, la mujer sube de un salto al interior del coche acolchado con terciopelo negro; Trent cierra la portezuela y, sonriente, ocupa su asiento. Ella se asoma por la ventanilla y mira hacia atrás, inequívoca y directamente a Dixon, y le dice: «Tal vez en otra ocasión, Jeremiah». Se alejan los caballos y el coche, con su brillo perfecto y sus curvas armoniosas, y la nuca y los hombros de Dixon notan un frío que no es de este mundo.
Dixon recuerda que ésa fue la primera vez que oyó mencionar a Emerson, aunque por entonces la leyenda estaba ya muy extendida en Durham. Todavía ahora se ríe de esa alusión, pero también sospecha que, cuando fue a buscar a Emerson, le impulsaba el deseo de convertirse en uno de aquellos «chiquillos desharrapados», y también sospecha que esa «otra ocasión» tuvo lugar una noche en que Dixon y Lady Barnard estaban allá arriba. En el suelo, ella tenía demasiada ventaja, mientras que la altitud podía mejorar las probabilidades de Dixon. Éste aún no se había decidido: no sabía si seducir o combatir, cosas ambas que, a los catorce años, eran las únicas categorías de placer con las que estaba familiarizado. Que pudiera haber otra cosa no se le ocurrió hasta años después, cuando se hallaba en el castillo de Lepton, en los territorios vírgenes de América, metido en una maraña de deudas de juego, intrigas románticas y supercherías políticas, todo ello interrumpido por un episodio hepático tal vez provocado por la preocupación, a menos que fuese por la copiosa bebida. «¡Ah, Mason!», gritó, aunque Mason, quien en realidad no se encontraba mucho mejor, yacía roncando en un rincón, «ella lo tiene todo, belleza, dinero… y todo lo demás, sea esto lo que fuere…».
Mientras están todavía en las altas montañas, aprovechan las primeras nieves del año para deslizarse sobre ella; a modo de trineo, utilizan unos trozos de lona de tienda doblados. Un día, cuando empiezan a deslizarse por una larga pendiente en la que ninguno de ellos recuerda haber estado antes, ven que se acerca una tormenta otoñal, como una manta que se engrosa hasta formar un cobertor de gélidas nubes, y bruscamente, según parece, empieza a nevar. Los dos topógrafos se dan cuenta de que la velocidad a la que están bajando por la ladera aumenta de una manera que no augura nada bueno.
—¡Eh, Dixon! ¿Aún estás ahí? ¿Puedes ver adónde vamos?
—¡La nieve es demasiado espesa! —grita Dixon desde algún lugar, debido al inconmensurable cambio de la acústica entre ellos.
En esa apurada situación, chillando, cegados, ora juntos, ora separados, se precipitan por aquella pronunciada pendiente que no les resultaba familiar. Pasan ante la carreta del comisionado, una carreta de suministros, luego ante otras dos; para impedir que las carretas se deslicen por la pendiente, éstas llevan detrás unos troncos que las frenan. Los carreteros miran espantados a su alrededor, los caballos empiezan a ponerse nerviosos, hasta que la cortina de copos helados engulle de nuevo a Mason y a Dixon. Oyen voces delante de ellos, y de repente dejan atrás una vez más la invisibilidad para emerger entre los leñadores, los cuales, creyéndoles unos dementes y despiadados depredadores en este lugar solitario, tan solitario como cualquier lugar del Ulster o Renania, corren a ponerse a salvo detrás de los árboles. La claridad es escasa, la nieve tiene más de cascada que de tormenta. Las cosas, en medio de la blanca pendiente, destacan mucho más: brilla el metal de los instrumentos medio tapados por lonas, el estiércol de los caballos, la cazoleta encendida de una pipa de arcilla… Los dos son conscientes de la facilidad con que un árbol sin talar, incluso un tocón lo bastante alto como para sobresalir de la nieve y que aparezca tan de improviso que sea imposible esquivarlo, puede significar el final.
—¡Dixon! ¿Me oyes?
—Estoy aquí, no es necesario que grites.
—Mira, voy demasiado rápido, y puesto que la «primera derivada» en estos alrededores no da señales de decrecer, he pensado en la posibilidad de frenar por mí mismo, es decir, inclinarme gradualmente, así, ¡hasta que vuelqueeeeeee!…
Su voz se desvanece con brusquedad detrás de Dixon, y deja a éste solo, enfrentado a cuanto sigue pasando velozmente a la distancia de un copo de nieve ante su nariz.
—Válgame Dios, en menudo apuro me has metido…
Interrumpe su reflexión la aparición, casi sin duda milagrosa, y directamente en su trayectoria, de un montón de cojines, los mismos que suelen estar colocados en la caja de la carreta, donde amortiguan la relación entre los instrumentos y las irregularidades del camino, pero que alguien ha dejado bajo la nieve para que se aireen, a fin de que el humo de tabaco de que están impregnados no traicione la desidia inaceptable de los porteadores que suelen ir junto a los instrumentos.
—El sino es el sino —dice en voz alta, abriendo los brazos para abrazar a ese montón de tapicería en modo alguno libre de incomodidades—. Stogies, si no me equivoco… —comenta, en efecto, cuando por fin se detiene.
—Mi opinión personal sobre el tabaco, señor… —replica el carretero, Frederick Schess.
—Hombre, Freddie, piense que el cruce de trayectorias que ha tenido lugar aquí…, en fin, probablemente me ha salvado la vida… Un milagro, ¿no le parece? ¿Cómo iba yo a denunciarle a usted? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo iba yo a alabarle por ello?
—Se acepta metálico —dice Tom Hickman.
—Una jarra de vez en cuando no estaría mal —añade Matty Marine.
Pagan a los operarios y se marchan para pasar el invierno. Por Navidad, la taberna que se alza en la carretera cerca de la finca de los Harland abre sus puertas, y el local se llena en un santiamén. Hay velas encendidas por todas partes. Los topógrafos saben que este nuevo año, muy pronto, volverán a partir en direcciones distintas, internándose en América, y los dos conversan, la cabeza inclinada sobre una ponchera rústica y tan grande como una bañera. El ponche es una receta secreta del dueño, y no sólo lleva licor de melocotón, sino también whisky destilado en la zona y leche. Numerosos y largos carámbanos arrancados de los aleros flotan en el pálido líquido. Todos han intercambiado regalos. En algún lugar, en medio de las idas y venidas, uno de los niños está aprendiendo a tocar un silbato metálico. Todos van endomingados, y las mejores prendas de vestir crujen a lo largo de las paredes de madera. Los adultos alzan a los bebés, exclaman: «¡Mi pequeña salchicha!» y fingen que se los comen. Hay palomitas de maíz, empanadas de carne picada con tomate verde, y ostras en salmuera, puré de castañas y budín de riñones. Mason le regala a Dixon un sombrero que tiene una pluma metálica de color aguamarina. Dixon se lo pone y le obsequia a su vez con una jarra de plata para clarete, hecha en Filadelfia. Hay cigarros de Conestoga para el señor Harland y una pieza de Osnabrigs de contrabando para la señora Harland. Los niños reciben dulces procedentes de una tienda inglesa de Filadelfia. Los dos adultos entablan prolongadas negociaciones con sus hijos sobre quién va a quedarse con qué golosina. La mujer se acerca para rodear con sus brazos a ambos topógrafos.
—Gracias. Veo que este año han ido tranquilizándose poco a poco. Sé que no ha sido fácil.
—Qué año, muchacha —dice Dixon con un suspiro.
—¡Bah! Ha sido coser y cantar —afirma Mason.