51

En la Montaña del Sur se produce la última concentración de apariciones: espectros que cambian de forma, y espectros que arrebatan almas, podríamos decir, y, además, simples «fantasmas». Más allá se extiende la naturaleza salvaje, que son los dominios donde reina una presencia muy distinta, indiferenciada: eso, sea lo que fuere, que «precede» al estado fantasmal…

A Dixon le da por ponerse un gorro de piel de mapache, y Mason se alarma. «Algo le ha ocurrido a tu cabello», dice en voz alta, y cree que Dixon se ha convertido en un hombre lobo o en algo peor, en alguna criatura innominada del Nuevo Mundo, que puede practicar el mal a sus anchas en este bosque lleno de posibilidades, o en alguna aparición que huye de la luz diurna… Entretanto, Dixon, percibiendo en su colega un nerviosismo inferior al de quien teme a las serpientes y los osos, empieza a gastarle bromas: por ejemplo, se presenta en la entrada de la tienda con la cola del gorro colgada ante su cara y gritando una jerigonza minera que sólo él entiende. Las reacciones de Mason satisfacen sus expectativas, y más aún, las desbordan. La pluma de Mason, presa del pánico, patina hasta salirse de la página, y él mira frenéticamente a su alrededor en busca de un arma. Dixon se apresura a darle la vuelta al gorro y a colocar detrás la peluda cola.

—¡Sorpresa!

—No me hace ninguna gracia.

—¿No te gusta mi sombrero? Además, aún no había empezado a poner voz de títere. —Al ver la mirada inexpresiva de Mason, añade—: ¿Nunca has hecho eso con tu peluca? A los niños les encanta.

—Fascinante. Al parecer, nunca he tenido la oportunidad. Mi hijo mayor, William, aprendió muy pronto a quitármela de la cabeza y a convertirla en una porra de juguete con la que, de una manera encantadora, por supuesto, fingía machacar la cabeza de su hermanito. El polvo siempre le hacía estornudar, aunque eso no afectaba a la violencia de su ataque.

Pero se le ha escapado la palabra «siempre», fatal en todo intento de ser ingenioso o incluso de usar un tono ligero. Tal vez sea ésa la manera que tiene Mason de pedir simpatía, una manera tan suplicatoria como un temblor en la voz o una lágrima fugitiva. Además, ha cometido el error de hacer un comentario sobre los sombreros, sean de tres picos o de otro tipo. Dixon se queja.

—¿Cómo dices?

—Por descontado, no pretendía faltarles al respeto a los cuáqueros, entre quiénes cuento con…

—Lo que me molesta es el uso poco serio de la metonimia, señor mío. Nosotros damos especial importancia al tema de los sombreros, pues lo consideramos algo más que un seguro contra la lluvia. La historia de nuestra secta comenzó con un sombrero que permaneció sobre su cabeza y, misericordiosamente, la cabeza sobre su cuerpo.

Más tarde, Mason busca venganza. Lo hace cuando Dixon se ha deslizado en un pasaje hipnagógico, en medio de un derroche de estrellas que pasan raudas; Dixon cruza en línea recta hacia arriba, en dirección al cenit.

—¡Eh! ¿Qué ocurre? —exclama al despertarse, mientras Mason agita con energía una campanilla ante sus narices—. ¿Indios? ¿Americanos? ¿Dónde está mi fusil? ¿Qué es esto?

—Es la Cabra a punto de culminar —responde Mason, sonriente—, y aunque preferiría ocuparme yo mismo del reloj, dado que está en juego, podríamos decir, tu puesto de trabajo, supongo que debo cederte el reloj a regañadientes e ir de nuevo a aplicar el ojo a mi instrumento.

—¿Me había dormido?

—«Tuyo soy, bella molinera…», decías en sueños. ¡Por favor, señor mío!, un poco de conmiseración para conmigo.

—¿Quién ha dicho eso? Yo no he sido…

Mason parece dudar entre apiadarse o enfadarse.

—He estado despierto —insiste Dixon—. Recuerdo que vinieron Farlow y Boggs para hablar de su justificante. Menudo lío.

—Boggs y Farlow no han…, es decir…

—¡Ja! ¿No sería que cuando vinieron estabas dormido? La verdad, me extrañó que hablaran en voz tan baja.

—He estado despierto todo el tiempo, y te digo que Boggs y Farlow no han venido, debes de haberlo soñado.

—Parecías despierto, pero como duermes con los ojos completamente abiertos… —le dice Dixon.

—No puedo evitarlo, mi padre también lo hacía, y por culpa de eso tuve pesadillas durante años. No soportaba verlo dormir… ¿Y tú? ¿Cómo puedes hacerlo? ¿No te turba?

—¿A mí? No, hombre, ¿por qué habría de turbarme? Un individuo que finge mirarme, mientras su alma está Dios sabe dónde, viviendo aventuras que recuerda imperfectamente… ¿Por qué habría de turbarme eso, y en particular, la cuestión de qué es lo que, cuando tu alma se ausenta, mira todo por ti? ¿Qué celador, qué sacristán hay en el templo del yo?

—Sí, y…, y esa mirada fija de la que hablas… ¿Acaso mis ojos, en cierto sentido, se ponen en blanco, se convierten en ciegos ovoides blancos? ¿Y no invade tus sueños esa siniestra mirada que no ve? Es una mirada que encierra algún acto inminente, algún acto que, bajo ninguna circunstancia, debes presenciar.

—¡Eso es! —exclama Dixon—. Sí, son unos ojos blancos como huevos duros, y peor, pues a pesar de que no tienen iris ni pupilas, miran, como si…

—¿Como si?

—En fin, no importa.

—No, te lo ruego, estoy interesado, muy interesado, de veras.

El viento azota la lona de la tienda. En algún lugar se vierte agua de lluvia en una olla. Las llamas de las velas de sebo oscilan sin cesar. Llegan del bosque unos ruidos que ninguno de los dos topógrafos ha oído antes y a cada uno le azora demasiado mencionárselo al otro. Dixon, más abierto a las intrusiones misteriosas, rompe el hielo.

—Bueno, sé que también lo oyes. Es rítmico y agudo, ¿verdad? Yo diría que son tambores indios y que están hablando de nosotros.

—Y yo digo que es un perro —replica Mason, sombrío—, un perro especial, con un ladrido sincopado… Ah, sí, un perro muy conocido y temido en esta región, un perro, además, que…

—Entonces, espera; si vamos a brindar por el animal, voy a buscar mi petaca.

Algo se mueve en el exterior. Dixon empuña una pistola y se lanza fuera de la tienda, bajo la lluvia, con un aplomo que Mason ha observado raras veces.

—¡Quieto ahí! —exclama. Se oyen unos sonidos metálicos y de pies que se arrastran—. ¡Es el joven McClean!

—Estupendo —musita Mason—. ¿Y ahora qué hacemos? Supongo que no tenemos más remedio que invitarle a tomar un trago.

Dixon asoma la cabeza, bastante empapada, en el interior de la tienda.

—Nathe opina como tú, cree que es un perro. Sigo diciendo que se trata de un tambor, aunque tal vez de diseño poco convencional. ¿Queda licor para repartirlo?

Se les unen otros miembros del grupo que han oído el ruido, semejante a unos latidos; no saben a qué distancia está el ruido, y eso les incomoda. Con gestos cansinos, Mason se cubre con una capa encerada, se pone el gorro de castor y sale para reunirse con los demás, confiando en que no le pidan que los acaudille. Pronto se aglomera mucha gente, y deciden trasladarse a la tienda comedor, donde el señor Barnes y sus hombres ya se habían instalado para conversar.

—Todos estamos de acuerdo, caballeros —les saluda el capataz, y entonces susurra por primera vez desde que le conocen—: Es el Perro Negro.

—Probablemente ha salido para hacer sus necesidades en uno o más de sus árboles preferidos —añade Matt Marine—, pero no los encontrará, pues los hemos cortado para abrir nuestra perspectiva. Sin duda eso irritará no poco al Perro Negro, porque les tiene mucho apego a esos árboles, ¿saben?, son sus preferidos.

—¿Se vengará? —inquiere Mason—. ¿Qué medidas deberíamos tomar?

—Usted dirá, Mason…

—Yo diría que todo esto no es más que una forma de espejismo colectivo —comenta el reverendo—. Tal vez recuerden que, no hace mucho, se publicó algo parecido en la revista Intercambios Filosóficos.

—Sí, claro —replica Dixon.

—Yo no lo recuerdo —dice Mason simultáneamente. Los topógrafos intercambian miradas—. ¿Alguien escribió a la Royal Society acerca de ese Perro Negro? —inquiere Mason.

—Tenga cuidado —advierte el señor Barnes—, no debe usted pronunciar ninguno de sus nombres.

—¿De veras? ¿El Perro Negro? ¿No puedo decir el Perro…?

—¡Chist! Es una de las cosas que no se dicen jamás.

—¿Ah, sí? —replica Dixon, curioso—. ¿Y cuáles son las otras?

—La lista es muy larga, señor.

—Y usted, por supuesto, prefiere no recitarla en voz alta. Como si no bastara con que los leñadores católicos bendigan sus filos cada mañana con agua bendita, o con que los astrologitas se muestren reacios a trabajar en las noches sin luna, o con que los presbiterianos siempre estén preparando pociones y examinando entrañas de sapos, ¿ahora tenemos una lista de cosas que no pueden decirse?

Mason le mira con los ojos entrecerrados.

—Vaya, ¡qué cambio en los últimos tiempos! Tenía entendido que ningún norteño era capaz de pronunciar el nombre de…

—No lo digas.

—… de cierto animal de granja, caracterizado porque se revuelca y gruñe.

—Sé un caballero, Mason. Te doy la razón.

—¿Y prometes no decir ciertas cosas?

—Por estos pagos aconsejan que, cuando todo lo demás falla, se pronuncien en voz alta ciertos nombres; y uno de los más eficaces es el de Santísima Trinidad, y ha de trazarse el signo de una cruz en el aire al mismo tiempo.

—¿Al mismo tiempo que el perro salta hacia mi garganta?

—Mira, Mason, a mí no me gusta discutir con perros espectrales. Los perros me quieren. Me identifico mucho con ellos, soy un gran amante de los perros.

—¿De veras?

—Sí, siempre lo he sido.

—Pues ya que tanto te identificas con ellos, si lanzo un palo y te digo «¡busca!», ¿echarás a correr y…? —Mason se pone un dedo horizontal entre los dientes y mueve la cabeza arriba y abajo, inquisitivo.

—No, no, no se trata de esa clase de identificación, aunque, a decir verdad, cierta vez vi algo parecido, en la feria de Darlington…

—¿Han oído, caballeros? —pregunta Moses Barnes—. ¿Sólo ha cambiado el viento o ese maldito aullido está más cerca?

Todos prestan atención a lo que ocurre al otro lado de las paredes de lona de la tienda, en la oscuridad.

—En vez de un perro, ¿no es más probable que se trate de unos indios que se hacen pasar por un perro? —aventura con calma el señor Farlow.

Al oír esto, a los reunidos les entra pánico. Colocan erróneamente sus gorros de piel en cabezas ajenas, o empuñan un fusil que todavía está en manos de su propietario. Derraman la pólvora, que se esparce y queda junto al fuego. Todos gritan al mismo tiempo.

—Hace falta que alguien acaudille a estos hombres —musita Mason para sí, y se vuelve hacia Dixon—: Uno de nosotros…

—Yo, como de costumbre.

Dixon se cala el gorro hasta las orejas y se dispone a salir.

—El señor Dixon va a echar un vistazo —anuncia Mason en tono jovial—. Si se trata de un perro, él sabrá qué hacer.

—¿Y si son indios?

—¿Los muerdo?

Dixon alza la tela que cubre la entrada de la tienda, se aclara el sensorio y sale. Sigue un largo silencio. Mason se ha sumido en una curiosa ensoñación acerca de Filadelfia, donde acaban de elegirle atrapaperros gracias a sus aventuras en la Montaña del Sur, cuando Dixon regresa.

—No era la criatura de la que ustedes hablaban. Era el Indio Resplandeciente.

—¡Cómo! ¿El Indio Resplandeciente de la Montaña del Sur? No se le ha visto desde hace años.

—Bueno, tal vez fuese otro… —Dixon acepta un tazón de peltre que contiene whisky de maíz—, pero ¿cómo llamarían ustedes a un americano nativo que emite una luz comparable a la del hierro candente?

—Pues no sé…, ¿tal vez el Indio Resplandeciente?

—Exacto. El hacha, el cañón del mosquete, las hojas de los cuchillos, todo brillaba. Y cuando se ha metido en el arroyo, ha brotado una nube de vapor.

A Mason se le traban las palabras. Una y otra vez intenta decir: «Has ido demasiado lejos, Dixon, nunca sabes dónde está la raya de la credulidad». Está decepcionado por no haber visto el fenómeno, sea lo que fuere, pues cree que se trata de una manifestación espiritual que Dixon, casi con toda seguridad, no ha apreciado en su justa medida. Dixon, por su parte, cuanto más al oeste tienden la cadena, más necesitado está de dar nuevos estímulos a sus órganos sensoriales; América se le antoja un torrente que entumece sus estímulos, y el Indio Resplandeciente de esta noche le parece bastante apropiado, aunque no le hubiera importado enfrentarse al Perro Negro.

—Lo último que he visto de él es que vadeaba la corriente en dirección al Antietam. Parecía un muchacho bastante agradable. No hay mucho que decir. Demasiado alto, desde luego…

Están en la Montaña del Sur, entre manantiales que confluyen en el arroyo Antietam, y el 21 de septiembre se detienen, a 96 millas y tres cadenas, cerca de la casa del señor Staphel Shockey, quien les habla de una imponente caverna subterránea que hay a unas seis millas al sur de la línea. En invierno se celebran allí servicios religiosos de la Iglesia anglicana. El sombrero de Mason empieza a moverse, como si se agitara algo dentro. Así pues, al día siguiente, domingo, van a visitar el lugar, acompañados por el señor Shockey y sus hijos, mientras la señora Shockey se queda en casa con un millar de tareas de las que el domingo no la libera.

«La entrada es un arco de unas 6 yardas de largo y 4 pies de altura, e inmediatamente después hay una sala de 45 yardas de longitud, 40 de anchura y 7 u 8 de altura. (Ni una sola columna soporta el arco de la caverna…). El lápiz del tiempo, con ayuda de las lágrimas de las rocas, ha dibujado en las paredes un órgano, montantes, columnas y detalles arquitectónicos de un templo, todo lo cual, sumado a la trémula luz, otorga al conjunto un aspecto solemne y temible que lleva a los visitantes a hacerse una profunda y melancólica reflexión: la de que tales son las moradas de los muertos, tu fin inevitable, oh, desconocido, pues pronto te contarás entre ellos».

—Eso es lo que consta en el cuaderno de agrimensor.

—¿Entregaron ese documento? —pregunta Ethelmer, sorprendido.

—Forma parte del informe oficial —comenta el tío Ives, cuyas cejas descienden a su posición normal.

—Sin embargo, donde Mason veía un interior gótico, Dixon veía inscripciones antiguas, jeroglíficos ilegibles, probablemente escritura ogham.

El señor Shockey tiene poco que añadir.

—Parece ser que los indios no se acercaban por aquí. Decían que había malos espíritus o algo por el estilo. De modo que, si eso es escritura, tiene que ser más antigua que ellos.

—¿No podrían ser indios galeses? —pregunta uno de sus hijos—. Se desplazaron hacia el oeste mucho antes de nuestra época, y se dice que cruzaron más allá del Illinois. De todos modos, pronto verán ustedes al capitán Shelby, él sabe más de esto.

Mason está mirando a su alrededor con detenimiento, como quien se propone amueblar una habitación.

—Allí, ni el calor del verano —susurrará más tarde, esa misma noche, incapaz de apartarse del fuego— ni el frío invernal nos molestarán, pues estamos bien cómodos, acostados en la tierra… ¡y esos techos! Altos como el cielo.

Dixon no se siente tan a sus anchas. La cueva le oprime. La ha medido mentalmente, como acostumbran a hacer los agrimensores, e intenta imaginar qué forma de vida consideraría su hogar un sitio tan espacioso. ¿Y qué podría sucederle a la población anglicana si el morador de esa cueva se presentara inesperadamente un domingo, en medio del servicio religioso?

Durante el camino de regreso a la línea, a Mason le da por monologar.

—¡Texto! —exclama, y más de una vez—. Es texto, y nosotros somos sus lectores, y sus páginas son los días que pasan. Está sin desenrollar, como el mapa en el que estaba dibujado el itinerario de un peregrino en los tiempos antiguos. Y éste es el capítulo titulado «La catedral subterránea o la lección aprendida». Debes impedirme que intente regresar aquí. ¿No has notado nada? Vosotros, con vuestra clarividencia y vuestros poderes misteriosos… Bueno, he visto cosas mejores en la feria de Painswick.

—Vamos, hombre, alguien te enseña uno o dos pozos y enseguida ves magia por todas partes.

—¿Qué te parece si hoy ahuecaras el ala y me dejaras un poco en paz?

—Gracias por pedírmelo. Hoy precisamente no tenía ningunas ganas de arrimarme a ti.

Golpean con las riendas los cuellos de sus caballos y cada uno se va en dirección opuesta, hasta que están tan alejados en la carretera como es posible; así prosiguen su camino. Regresan de un mundo debajo del mundo y se dirigen hacía esa línea que avanza bajo las estrellas.