No todos los caminos conducen a Filadelfia. Para los habitantes del interior, Chesapeake es tan importante como Filadelfia, y a menudo incluso más, por lo que aquí las carreteras no suelen extenderse en el mismo sentido que la línea del oeste, sino que más bien son transversales a ella: ascienden desde Chesapeake y prosiguen hacia el norte y hacia el oeste. Pronto unas carreteras secundarias, que enlazan con las granjas y los mercados más próximos, empiezan a desembocar en esas calzadas que cruzan la línea, y no transcurre mucho tiempo antes de que, en uno o más de los ángulos así definidos, aparezca una taberna. Por lo tanto, aunque los habitantes del campo carezcan de instrucción euclidiana, éstos saben a ciencia cierta que, cada vez que la perspectiva abierta por los topógrafos cruza una carretera, con toda seguridad hay un oasis a unas pocas millas al norte o al sur.
—Haremos lo siguiente —propone Mason—. Cada vez que lleguemos a una carretera, uno de los dos se dirigirá al norte y el otro al sur. El que no encuentre una taberna en un tiempo razonable, regresará a la línea, donde o se encontrará al otro esperando, o no se lo encontrará, porque aún no ha regresado, y en ese caso proseguirá en la misma dirección, y se reunirá con el otro, ya de regreso, o dará con él cuando éste lleve ya una docena de jarras.
Ponen en práctica este sistema y, al este del Susquehanna, aparecen encrucijadas con posadas tanto al norte como al sur de la línea. Cuando eso sucede, a veces transcurren días enteros en los que cada topógrafo se queda en su propia taberna, y ninguno espera que el otro se presente, pues imagina que tal vez se divierte y no quiere compartir esa diversión. Más adelante, al otro lado del Susquehanna, hay días en que las únicas posadas que encuentran resultan ser peor que si no hubiera ninguna, y pronto llega un momento en que, en efecto, no hay ninguna, y por fin una noche acampan sabiendo que, durante una imprevisible sucesión de noches, deberán permanecer sin remedio en esta gran extensión de montañas boscosas, en este paraje, escenario de antiguas venganzas, con fieras que acechan más allá del círculo luminoso de la fogata. Esta tarde el sol derrama con generosidad su esplendor, transgrede todos los límites, cubre los árboles, ilumina a los animales y sus flancos desviados, baña con su luz los rostros humanos y les da una precisión que se aproxima a la purificación, estimula a las almas una y otra vez, llevándolas siempre hacia las confusiones de la eternidad. Los leñadores permanecen bajo el sol, no menos magullados, fatigados o hambrientos que cualquier otro día, y parpadean, vuelven la cara y retornan al resplandor que surge desde detrás de setos de formas imprecisas: la Creación que creen conocer, de nuevo creada.
Mas tarde, no todas las versiones de lo que han visto coincidirán.
Así pues, de la misma manera que la ruta para el transporte de tropas y suministros es una larga secuencia de puestos fortificados donde hay caballos de relevo, la línea que trazan los topógrafos es una larga secuencia de tabernas, fondas y ausencia de tales locales. Un día, cuando han establecido el meridiano con bastante precisión y disponen de una o dos horas de asueto, uno se dirige al norte y el otro al sur, y Dixon tiene la suerte de descubrir El Rabino de Praga, sede central de una comunidad cabalística que se mantiene en contacto con los cohens electos de París; ahora enseñan a Dixon su particular saludo: tres dedos de cada mano extendidos, desde el corazón al pulgar, que al parecer representa la letra hebrea shin y significa «larga vida y prosperidad». Creen que en la región que se extiende al otro lado de la sierra más próxima hay un Golem gigantesco, o autómata judío, más alto que el más añoso de los árboles. Como le explican a Dixon, lo creó una tribu india, considerada por muchos como una de las famosas tribus perdidas de Israel, la cual renunció de alguna manera al control de la criatura y la envió por pies al bosque, donde aprendería su propio don de la invisibilidad móvil.
—¿Y… llevan ustedes sombreros especiales o algo por el estilo? —inquiere Dixon. Lo que le están diciendo se asemeja en exceso a lo de la pata del francés, y se previene—. La verdad es que, por la manera de hablar y comportarse que tienen casi todos ustedes, hubiera dicho que eran irlandeses… Tenía entendido que eran más bien de baja estatura. Entonces, el Golem ése es un prodigio de la naturaleza, ¿no?
—Si existe, fíjese que digo «si» —le dice el patrón—, entonces está usted hablando, en efecto, de algo maravilloso.
—A ese Golem hay que atraparlo mientras duerme —afirma un leñador bajo y pelirrojo, vestido con prendas de ante, que sostiene una jarra de cerveza en una mano y un fusil del condado de Lancaster en la otra.
—Claro que —añade un forjador de tez rojiza que ocupa todo un lado de una mesa— es posible que se pase años sin dormir. —Suelta una risotada y las jarras tintinean en los estantes.
—Algunos nunca lo hemos visto, sólo hemos oído sus pasos en noches sin luna, o su voz, diciendo desde lo alto las únicas palabras que conoce: «Eyeh asher Eyeh».
Al oírlo, los demás intervienen, en voz baja, aunque en tono siniestro.
—Es decir, «Yo soy el que soy» —traduce servicialmente un individuo de aspecto un tanto náutico, antebrazos gigantescos y un ojo siempre entrecerrado a causa del humo de su pipa.
—Si bien Rashi, en su comentario, lo traduce por «seré el que seré», pues el tiempo del verbo es ambiguo, y podría ser tanto presente como futuro.
—¿No es eso lo que Dios le dijo a Moisés? —inquiere Dixon—. Éxodo 4, 14. Es lo que los indios os dirán si os adentráis lo suficiente en el oeste, ya que allí están las tribus perdidas de Israel, a quienes pertenece esa criatura.
—En el Evangelio de la Infancia, de Tomás, vemos que Jesús hacía de niño lo que podríamos llamar pequeños Golems de arcilla, gorriones que volaban, conejos que saltaban. La confección de Golems es un elemento esencial de la vida de Jesús y, por lo tanto, del cristianismo.
—Por lo demás, eso no es nada extraño aquí, junto a la Montaña del Sur. Unas veces lo invisible aparece de súbito y, otras veces, lo que uno ve puede que no esté ahí en absoluto.
—Dicen que, según el sistema astrológico chino, ciertas estrellas son invisibles mientras se mueven, y sólo es posible verlas cuando se detienen. ¿Podría compartir el Golem esa propiedad?
Los reunidos se apresuran a ilustrar a Dixon.
—Eso sucede en todo este maldito continente —le hace saber el belicoso pelo de zanahoria, al tiempo que agita el fusil, con lo que por poco derriba varias jarras sobre la mesa.
—… el Golem, como si respondiera a la retirada de Dios, permaneció invisible, nos negó su presencia, hasta que nuestras almas necesitaron que se manifestara; nosotros, sin embargo, fingimos «descubrirlo»…
—En la época de Colón, a todas luces Dios proyectaba romper con nosotros, era evidente, pues se sobrentendía que nosotros debíamos empezar a buscar las soluciones por nuestra cuenta.
—América, por añadidura, había permanecido «oculta» durante siglos, como lo están determinados conocimientos. Sólo de vez en cuando se permitía a algunas personas, muy bien seleccionadas, tener atisbos del Nuevo Mundo.
—Esas personas no eran jamás informadores a los que nadie pudiera dar crédito, no eran hombres que comían carne y fornicaban con los espectros de sus muertos, asesinos y piratas furtivos, monjes que navegaban en botes de pergamino, confeccionados con páginas copiadas del libro de Jonás, pescadores que llevaban demasiadas noches sin tocar puerto, cualquier prófugo lo bastante alocado para navegar hacia el oeste…
—Todo lo relativo a lo que se visibiliza y a cuándo lo hace. La Revelación es un hecho, y prosigue con el transcurso del tiempo. Si nuevos continentes pueden hacerse visibles, ¿por qué no otros planetas, señor, ya puestos a hablar de su ramo laboral?
—Tendría que preguntárselo a Mason, que debería llegar de un momento a otro.
—Sea como fuere, el secreto estuvo a salvo hasta que decidieron revelarlo. Ha sido negado a cuantos vinieron a América en busca de dinero, riqueza, refugio o aventura. Este «Nuevo Mundo» fue siempre un cuerpo de conocimiento secreto, que debería ser estudiado con la misma dedicación que exigiría la Cábala hebrea. Las formas de la tierra, el fluir del agua, la manifestación de lo que solía recibir el nombre de milagros, todo ello forma un texto que merece atención, ser manipulado, leído, recordado.
—De ahí que, como puede imaginar, tengamos un vivo interés por esa línea que están trazando ustedes —dice el forjador, y su voz retumba en la sala—, ya que esa línea se puede interpretar de este a oeste, de manera muy parecida a una línea de texto sobre una página de la sagrada Torá, una escritura telúrica, como dirían algunos.
—Finalizará en algún lugar del oeste, y nadie, ni siquiera usted y su compañero, saben dónde. Es un manifiesto, un mensaje de longitud incierta que puede ser interrumpido en cualquier momento o cadena de agrimensor. Una copia pantografiada, más pequeña, aquí abajo, de cosas sucedidas en el mundo superior.
—Una muestra más de eso que expresa la frase: «Tal como en lo alto, así abajo».
—Por desgracia, ésa no es ya una frase eficaz. Estos tiempos son testigos de la corrupción e inhabilitación de la antigua magia. Promotores, intermediarios, aseguradores, buhoneros a escala global, empresarios y charlatanes, éstos son los últimos pobres caídos e incompetentes herederos de un conocimiento que ya no se puede usar, salvo al servicio de la codicia. La próxima rebelión les pertenece a ellos, a Franklin y esa gente, y que el cielo nos ayude a los demás si tienen éxito.
—No obstante —interviene una especie de lugareño sospechoso y desasosegado que hasta entonces ha estado bebiendo en silencio—, ¿qué me dicen de la manera en que el señor Franklin y los suyos detuvieron a los paxtonianos ante la ciudad, como el Papa le paró los pies a Atila ante Roma? Sí,
como el papa León I el Magno en la minciana ribera,
ante la horda, hilera tras interminable hilera…
y ahora, como entonces, la cuestión principal es: ¿qué clase de acuerdos hicieron Franklin y los de Paxton? Cuando ya tenían la conquista al alcance de la mano, nuestros propios bárbaros dieron media vuelta de manera similar y regresaron a sus tierras del interior, renunciando a la oportunidad de saquear la Roma cuáquera.
—Pues les ofrecieron gozar de sus mujeres —comentan en general.
—Cuidado, amigo, algunas de ellas son nuestras.
—Por eso mismo. ¿Qué argumento habría sido más convincente para disuadirles?
La cometa, la llave, la atronadora tormenta mortal,
el cordel cañameño atacado por la llama celestial…
Consideran a Franklin un mago, lo tienen por una figura poderosa. Nosotros sabemos quién es, mas para la plebe es el que precede al milagro o a maravillas que van de la mano con éste, y sin todas estas maravillas la gente no tardaría en volverse inquisitiva y fastidiosa, ya que mientras puedan mantenernos en el engaño de que somos «hombres libres», los habitantes de las colonias alimentaremos a la metrópolis, le abriremos nuevos caminos, lucharemos por ella. Tal vez hoy seamos presbiterianos y sólo nos anime la fuerza de Dios, pero cuando pasemos unas pocas temporadas encajando tales despiadados engaños, seremos sin duda débiles y bastante manejables incluso para los hombres de negocios de Filadelfia, hombres que no pueden ser considerados como fieles de ninguna clase, sino más bien pertenecientes a la falange viva de la duda, y, acerca de ellos, hemos de preguntarnos: si ya no creen en los obispos, ¿adónde no les llevará después su irreverencia?
—Vamos, vamos, muchacho… Este es Patrick Henry, señor, y es que todos tienen el prurito…
—Estos presbiterianos se expresan con claridad, no necesitan ninguna oratoria de gente como yo: se enfrentan todos los días a salvajes empeñados en destruirlos, y se preocuparán de establecer y mantener una línea de defensa mucho antes del Schuylkill, aunque sean deístas, iluminados y filósofos aun más raros que ellos, encaramados en las montañas interpuestas para observar y, ¿quién sabe?, dirigir el combate.
Las bellas de Filadelfia, bajo la luz tamizada,
delicuescentes hablan de sus cabelleras doradas,
mientras en una montaña del oeste más rudo
un presbiteriano lucha por su cuero cabelludo.
—Esos versos que cita usted…, creo que debería saber de quién son, ¿no? ¿De Alexander Pope?
—No, son del señor Tox.
Los oyentes muestran su impaciencia enarcando las cejas.
—Desconocía a ese poeta…
—En la constelación llamada Poesía, señor, por expresarlo en unos términos en los que usted se sentirá más cómodo, incluso a la Avispa de Twickenham[11] hay que asignarle la letra beta, pues Timothy Tox es su luminaria. He citado unos versos de La Pennsylvaniada, por supuesto.
—Por supuesto.
—Anda, Tim, vamos, díselo.
—Así que usted es el propio…
—Baje la voz, que no estoy en mi casa. Me he escapado, aunque nadie hable de ello. Como el señor Wilkes, yo he puesto en peligro mi libertad por dar a la imprenta eso que tanto desagrada a este rey. Fíjese usted en que no he dicho «el» rey… —Mira a Dixon como lo haría un médico, esperando ver algún síntoma—. Un solo pliego, no más de doscientos ejemplares. Decía… más o menos así:
Falda llevaban aquellos legionarios romanos
que las húmedas y frías calles de Londinium hollaron.
Y ahora, también con falda, van de nosotros en pos
las tropas escocesas del Highland Cuarenta y dos.
¿Quién es este rey que dispara contra sus súbditos?
¿Quiénes esos ministros de caletre tan rústico?
¿Dónde has ido a parar, Sagrado Experimento?
¿Dónde tus esperanzas, miedos y terrores sin cuento?
En el exterior se oye un gran ruido que percute sobre la tierra, cada vez más cercano. Los árboles caen derribados y se estrellan contra el suelo. Osos, linces y lobos llegan huyendo de lo que avanza tras ellos. El peltre baila sobre la superficie de las mesas. La cerveza tiembla en cada jarra. Al observar el brillo de los ojos y la resolución que traslucen los labios de Timothy Tox, Dixon simula asombro.
—¿Le ha convocado aquí con sus versos?
—Más o menos como usted puede convocar a una estrella con el telescopio. Y ruego por que no sea más que eso.
—Deduzco que este Golem no es en absoluto amigo del rey…
—Es un Golem americano. Si se creían que los Muchachos Negros que lucharon contra ellos en Fort Loudon eran peligrosos, pues bien, aquéllos eran gnomos benevolentes en comparación con éste. Aquí, como en Praga, el Golem desaprueba la opresión, y siempre está dispuesto a enfrentarse a ella.
Por la ventana se divisan unos grandes pies de barro que se mueven; son tan altos que llegan hasta los aleros. Los lugareños alzan las jarras en su dirección.
—Un soberano medio de disuasión para ese célebre regimiento escocés que se distingue por los colores oscuros de sus faldas —declara el señor Tox.
Los chillidos de las gaitas en este bosque no se toleran,
e irse es lo más juicioso, los británicos consideran.