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La región que se extiende al otro lado del Susquehanna parece bastante apacible: granjas, una escuela, una carretera que conduce a York…

En el tercer segmento de diez minutos de arco calculan su probable error, cambian la dirección un PPR hacia el norte y prosiguen hasta el siguiente lugar en que acampen, que, una vez más, será un sitio donde estarán convenientemente situados, esta vez junto a la gran carretera interior que une York y Baltimore, más real que cualquier línea imaginaria trazada oblicuamente. En estos parajes, la tierra es roja —exactamente, tiene el tono de una pared de ladrillos nuevos a la sombra— debido a la elevada proporción de hierro que contiene, y si se ara con la debida precisión, queda magnetizada; por eso, en la época de la cosecha basta con pasar a lo largo de los surcos cualquier recipiente grande de hierro para que las verduras se alcen volando del suelo y queden adheridas al recipiente.

Por delante de ellos, en los siguientes diez minutos de arco, corren una docena de arroyos que desembocan en el riachuelo Gunpowder, el cual fluye más o menos paralelo a la perspectiva y más o menos a una milla al sur de ella. Las últimas de esas corrientes están lo bastante próximas entre sí para recorrer otros diez minutos de arco al oeste, y tras cruzarlo sólo tienen que calcular su error, como antes, y apuntar ligeramente al norte, a fin de encontrarse de nuevo con su propia latitud, a diez minutos al oeste de esa orientación… Así pues, desde el Susquehanna hasta la montaña Allegheny, avanzan saltando con facilidad a través de los campos, en plena temporada veraniega, y alimentados por la cocina alemana. Ciertas mañanas, al despertarse, creen que han atravesado un Edén, de increíble belleza al amanecer, que derrocha hermosura, invisible un día tras otro, que les da frutos, les proporciona caza, les aporta un fugaz momento de paz. Embriagados por todo esto, ¿cómo no van a creer durante días enteros que se hallan sumidos en un sueño permanente?

El verano se afianza, se multiplican los dulces aromas de los campos y pronto el bosque no tarda en volverse monótono. Una noche, los topógrafos se sientan en su tienda, a oscuras, y contemplan las luciérnagas que a millones parpadean por doquier. Dixon idea planes para iluminar el campamento con ellas, y recuerda que allá, en casa, su hermano George hacía pasar gas de hulla por unas tuberías de juncos a lo largo de la pared del huerto. Jeremiah planea hacer penetrar a las luciérnagas continuamente en la tienda, en un estrecho haz, y una vez allí las reuniría en globos de cristal, concentrando su luz hasta alcanzar el amarillo de la luna recién salida.

—¿Y qué pasará cuando nos traslademos a un lugar donde no haya ninguno de estos diminutos pajes de hacha?

—Nos las llevaríamos. ¡Empleo vitalicio!

—Pero ¿cuánto tiempo viven?

—Lo que dura una cogorza.

A medida que aumenta la perspectiva que dejan a sus espaldas, la linde del campamento nocturno que mira hacia Filadelfia se ha expandido hasta convertirse en un suburbio donde los miembros de la expedición se dan a la gran (algunos dirían baja) vida. Juego, whisky de maíz, mujeres capaces de soportar gran cantidad de horas extras no recompensadas de ningún modo, y estrados improvisados cada noche e iluminados con faroles, entre murmullos como los que produce una muchedumbre en movimiento, sólo para ser desmontados de nuevo cada amanecer, cuando aquellos a los que les resulta más barato seguir al grupo que abandonarlo e irse a otra parte, agotados tras la noche de juerga que acaban de pasar y confiando en que podrán dormir en algún momento durante el viaje, se preparan para seguir a los leñadores otra jornada: el artista cómico, el adivino por medio del cuarzo, el cuarteto de marimbas de los hermanos Vázquez, que a menudo ponen la música de fondo a la actuación del torpedo, quien vuelve a oír la música de su juventud, la de sus aguas natales. Resuenan por la noche las marimbas, en un alto estrado que se monta cada noche en las afueras del campamento, los acordes y arpegios ascienden sinuosos hacia sus versiones agudas y descienden de nuevo, macillos, manos y mangas de camisas se agitan al mismo tiempo sobre las hileras de teclas de madera, nocturnas, enérgicas, evocadoras, amonestadoras, instigadoras… El himno de la expedición, que cantan en español al tiempo que avanzan hacia lo desconocido, es Pepinazos. Lo entonan mientras caminan y conducen las carretas, pero no pueden negar sus deseos de bailar.

Pepinazos,

nunca abrazos.

Si me quisieras

de veras…

¡Óigame!

¡Déjate!

¡Los pepinaazos!

Durante todo el verano se emplean a fondo en el trazado de la línea, en Codorus y Conewago, deteniéndose para instalar el sector, esquivando granizos de pulgada y media, calculando desvíos, cambiando de dirección; pasan por Piney Run, la carretera de Monocacy y los arroyos que fluyen más allá, hasta sobrepasar Middle Creek, imaginando que siguen en la latitud correcta, sin molestarse en instalar el sector. Los topógrafos desvían el ángulo calculado para avanzar otros diez minutos, en la Montaña del Sur, una región donde los fantasmas ya son densos.

—Somos unos necios —comenta Dixon una noche. Hacia la puesta del sol, el viento ha cambiado y sopla en dirección SSE, con lo que se intensifican las tensiones más superficiales entre los hombres—. No deberíamos trazar esta línea.

Mason mira su vaso de clarete.

—Es un poco tarde para eso, ¿no crees?

—Sí, claro. Seguiré hasta el final, amigo, no temas. Pero presiento que se está incubando algo invisible, tienes que notarlo, olerlo…

Mason se encoge de hombros.

—La política americana.

—Precisamente. ¿No te alarma que nos estén utilizando de nuevo?

Un cambio en la luz tardía ha llenado las órbitas de Mason de sombras coloreadas.

—Si dimitiéramos, sacarían enseguida mi carta. ¿Y entonces qué?

Dixon asiente, taciturno, y Mason sigue hablando más de lo necesario.

—Aunque estamos juntos en esto, para ti es más fácil, porque eres cuáquero y no esperan que seas combativo. Yo, en cambio, he de soportar por partida doble la carga de la valentía. Espléndido. ¿Nos habrán emparejado a propósito, convirtiéndonos en un equipo? ¿Eres una multa, que ha de pagarse hasta el último penique, por el mando que ostento? ¿Por no haber ayudado a Maskelyne en el tránsito? ¿Ahora tengo que ser Eyre Coote[10]?

—Te excedes un poco, ¿no?

Mason empieza a juguetear con su coleta; primero se la coloca sobre un hombro, luego sobre el otro.

—Si todo eso, cada ruda sospecha, cada interpretación fantástica, fuese cierto, ¿seguiríamos adelante, sabiendo todo eso? ¿Cumpliríamos lo que es claramente nuestro deber?

—Hemos firmado un acuerdo.

—¿Y si significara nuestra destrucción?

—El viejo asunto del Seahorse siempre debe impedirnos dimitir. No tenemos más opción que seguir adelante, hasta donde podamos llegar.

—Entonces, ya que no tenemos opción, puedo hablar con toda libertad y compartir contigo algunos de mis sentimientos más sombríos. Supongamos que Maskelyne es un espía francés. Supongamos que un grupo secreto de jesuitas recibe a diario un resumen de las observaciones realizadas en Greenwich y que ellos las calculan de nuevo de acuerdo con un sistema que los cabalistas del siglo II conocían como gematria, por medio del cual se extraen mensajes de algunas líneas de los textos sagrados y de otros textos, un conocimiento preservado por varios custodios en el transcurso de los siglos y que, desde el último siglo, poseen tanto los jesuitas como los francmasones. En ese caso, la disputa por las observaciones de Bradley, y anteriormente las de Flamsteed, obedecerían a la intención secreta de, una vez en sus manos las cifras obtenidas por la noche, colocar unas cifras al lado de otras, dispuestas en líneas, como las de un texto, y manipularlas hasta que revelaran un mensaje.

—Eso es un poco complicado para mí. Aunque no me importa que haya cierto grado de conspiración, prefiero que los resultados redunden en interés del oficio. Esa conspiración de tipo místico con la que elucubras me rebasa. Al fin y al cabo, soy un simple hijo de la mina.

—El «interés del oficio»… Ajá. Oyes hablar de los jesuitas y me respondes con alusiones veladas a la Compañía inglesa de las Indias Orientales. Sí, ya veo… Bobadas, desde luego.

—Vamos, hombre, ¿no notas aquí, ahí, a la vuelta de la esquina, las pisadas ligeras y las manos rápidas del agente de la Compañía, los faroles de Oriente, el aroma del coriandro fresco, el susurro de un sarong?

—De un sari —le corrige Mason.

—Nada de eso, amigo. Así lo creía yo también, pero estaba equivocado.

Desde que el grupo cruzó el Susquehanna, Armand ha ido sumiéndose en la melancolía debido a la inminente partida de Luise. Incluso Dixon se ha dado cuenta. «¿No te has fijado en que últimamente apenas se les ve juntos?», comenta.

A medida que se aproximan a la granja de Redzinger, ambos perciben de una manera muy clara la presencia de Peter Redzinger. En efecto, ese hombre lleva ahí desde el invierno y, junto con sus hijos, ha trabajado los campos; padre e hijos han ido pesadamente de un lado a otro, insomnes, comiendo tan sólo cuando se acuerdan de hacerlo, dejando por todas partes huellas de pisadas en el suelo y sin hablar apenas. A Luise le parece que su marido se ha vuelto sumiso y que a veces incluso está deprimido, aunque él no alberga la menor sospecha con respecto a su esposa, pues hace mucho que dejó atrás las emociones conyugales, y su abatimiento sencillamente se debe a la llegada de otro invierno —que en Pennsylvania significa cielos bajos e incoloros—, a que cada día trae nuevas zozobras, a que los caminos se desvanecen en la espesura cuando anochece.

Un día Peter descubre por fin cómo decírselo a ella. Es por la mañana, gotean los aleros y el sol brilla y se oscurece de una manera irregular.

—Cristo se marchó. Un día, sin motivo alguno, Cristo se presentó ante mí y me dijo: “Me voy, Peter. Creías que hasta ahora había sido duro, ¿verdad? Pero aquí resulta ya imposible”.

»“¿Vas a volver?”, le pregunté con un hilillo de voz.

»“Debes vivir con esa expectativa. Vamos, no pongas esa cara. Sé que es mucho pedir, desde luego.” Cristo parecía hallarse en un estado peligrosamente alegre. ¿Se debía a su alivio por haberse librado al fin de mí?

»“¿Cómo voy a seguir sin Ti?”

»“¿Qué te he enseñado durante todo este tiempo?”

»Me quedé atónito, Luise, no comprendía la pregunta. “¿Tal vez a parecerme más a Ti?”, probé a decirle. ¿Me había estado enseñando algo durante todo aquel tiempo? Wehe!

»“¡Ay, Peter!” Su sonrisa, por lo menos, no era compasiva, ni tampoco reflejaba tanta decepción como yo había temido. Se volvió y, por primera vez, vi el dorso de su túnica. Tenía un lema en alemán, finamente bordado con hilo de oro. No pude leer lo que decía. Él se alejó y desapareció de mi vista.

—Peter…

—Yo sentí frío, tuve la sensación de que, sin él, estaba desamparado… Aj… Yo creía que podía contar con Él para siempre, que estaba ahí, que era real, pero Él dio media vuelta y se marchó. Sin duda hice algo que le disgustó, pero ¿el qué? ¡Yo le amaba!

Sigue hablando de eso durante todo el día y la mitad de la noche, aturdido, con una cadencia monótona. No llora tanto como Luise se esperaba. De vez en cuando, Armand echa un vistazo rápido a la pareja, sonríe, comprensivo, exhala un suspiro y se retira. Luise aguarda a sentirse impaciente. Por primera vez el francés suscita en ella un deseo irreprimible, pues ha atisbado la posibilidad de que quizá nunca tengan ocasión de satisfacerlo. Aunque Luise también se da cuenta de lo fatigoso que resulta escuchar a Peter. No obstante, desde alguna región inexplorada en el oeste de su espíritu, llegan mensajeros —como gentes de las tierras altas con mercancías que vender— con la última noticia: la de que, a pesar de todo, es posible que su destino sea permanecer al lado de este desdichado y demente marido que se ha quedado sin Cristo; además, como ella misma se preguntará, llorosa, en innumerables ocasiones futuras: «¿Qué otra cosa podía hacer?, ¿qué opción tenía? ¿Ese francés y su pata? Lo cierto es que durante algún tiempo intenté hablarle a Peter de nuestro pequeño trío, pero no llegué a hacerlo, era imposible, pues él nunca me escuchaba, pesaban sobre sus hombros demasiadas aventuras del ayer, vividas más allá del Monongahela, con Cristo, cuando Peter iba por ahí disfrazado de maneras diversas, sí, Cristo y su compañero del campo de lúpulo, Peter, embarcados en misiones educativas. Cristo y Peter visitan a los indios. Cristo rememora sus años de adolescencia. Cristo enseña a Peter a crear Golems».

—¿Cómo dices, Luise? ¿Que tu marido…?

—Confecciona Golems…, bueno, no de los grandes, Lotte. No, de un tamaño adecuado para la cocina, y algunos de ellos son muy listos, no sabes las tareas que hacen: hay uno que pela manzanas y les saca el corazón, ja, incluso deshuesa cerezas…

—¡Por Dios, Luise!

Las dos mujeres sonríen maliciosamente. Pero un día Luise le enseñará los Golems y a Peter no le importará en absoluto.

Pennsylvania es un lugar de maravillas espirituales, asombrosas como cualquier abismo o catarata. Entre los campesinos alemanes de Lancaster, por ejemplo, hay docenas, tal vez centenares, de personas real y literalmente «buenas», huidas de un infierno que a nosotros, en nuestra ordenada cotidianeidad, nos cuesta imaginar: pueblos enteros en llamas, torturas peores que las de la Inquisición, desmembramientos, derramamientos de sangre, un mundo que desconoce la inocencia, y esas personas, sin embargo, tras escapar de allí, renacieron a la inocencia —en fin, algo más profundo y más complicado—, renacieron a lo que ellos llaman «una nueva vida en Cristo», así lo explican ellos. No transcurre un solo día de su vida en que no muestren de alguna forma su devoción a Cristo. El trabajo, que el resto de nosotros, en una ocasión u otra, hemos maldecido y deseado que finalizara, se considera aquí sagrado, y ésta es sólo una entre muchas maravillas…

Jamás el viajero se ha encontrado con personas de tan variada índole, y en ellas la absoluta pureza y sobriedad conviven junto a las más asombrosas exhibiciones de locura, una locura igual a la que produce el cáñamo indio. Hay místicos alemanes que viven en los árboles, no en las ramas, sino en el interior de los troncos, esos viejos sicomoros que crecen en las riberas de los arroyos y que, con el tiempo, se han ahuecado y son como cavernas. En medio de esos bosques sin luz hay fábricas de armas donde los artesanos, de piedad incuestionable todos ellos, aplican a diario las formas más avanzadas y refinadas del arte a la maquinaria del asesinato…

Wicks Cherrycoke, Diario espiritual

DePugh recuerda un sermón que escuchó cierta vez en una iglesia llena de místicos alemanes.

—Podría haber sido una lección de matemáticas. El infierno bajo nuestros pies, limitado; el cielo por encima de nuestras cabezas, ilimitado. El infierno es una esfera que se contrae, el cielo una que se expande. El cercado del castigo; la liberación de la salvación. El pecado, que nos conduce de una manera natural al infierno y a la compresión, del mismo modo que la gracia nos lleva al cielo y a la rarefacción. Así…

Murmullos de «¿así?».

—… cada punto del cielo puede trazarse o proyectarse sobre cada punto del infierno, y viceversa. ¿Y qué es lo que intercepta esa proyección, más o menos a medio camino (calculado logarítmicamente) entre un punto y otro? Pues esta misma Tierra y quienes vivimos en ella. Creemos habitar una ciudad sólida, de ladrillo y madera, pero en realidad vivimos sobre un mapa. Tal vez incluso nuestras vidas no sean más que representaciones de unas vidas más reales que transcurren más arriba y más abajo, y a Filadelfia le corresponde una vasta ciudad celestial y un atestado rincón del infierno, y todos los elementos de cada mundo están fielmente reflejados en los otros.

—¿Quieres decir que en el infierno hay un Mason y un Dixon? —pregunta Ethelmer—. ¿Y que intentan trazar eternamente un arco perfecto de círculo considerablemente menor?

—Es imposible —aventura el reverendo— porque, según este razonamiento, ¿no es el infierno un punto sin dimensión alguna?

—Claro, pero supongamos que el infierno sea casi un punto —argumenta el esforzado DePugh, dispuesto ya a discutir—. Entonces inscribirían su eterna línea en la superficie interior del esferoide más pequeño que quepa imaginar, e incluso aun menor.

—Ya estamos. Más de esos… —Ethelmer finge buscar un calificativo que no ofenda a los demás— curiosos infinitesimales, primo. A los señores de mi purgatorio los hechizan esos malditos elementos, generalmente epsilones, unas cosas —traza unos garabatos en el aire— de pequeñez despreciable, ¿eh?

—Las veo a menudo —suspira DePugh—, este semestre más que nunca.

—Lo que me desconcierta, DePugh, es que si el volumen del infierno puede ser considerado tan pequeño como gustes, entonces las almas que estén ahí deben de ser todavía más pequeñas, ¿no es cierto?, y a estas alturas habrá millones de ellas.

—En efecto, si damos por sentado que una de las condiciones de la condenación es conservar el suficiente tamaño y peso para sentirte sofocantemente apretujado, tomando como modelo el Black Hole de Calcuta, si quieres, entonces el volumen del alma es sin duda un épsilon un grado menor, un subépsilon.

—«La epsilónica de la condenación». Bien, bien, he ahí mi próximo sermón —observa el tío Wicks.

Tenebrae, transformada por la pálida luz de la vela en una hermosa costurera de alguna pintura antigua, les dice:

—Observo que esa fascinación por el infierno que sentís vosotros dos sólo es equiparable al desinterés que mostráis por el cielo. ¿Por qué no podrían estar los topógrafos ahí arriba —hace un gesto con la aguja, trazando una curva con el hilo de bordar, de un gris apenas visible, que permanece suspendido gracias a las corrientes producidas por la conversación, por los pasos, por el movimiento de los abanicos, por la aproximación, el retroceso y por todo cuanto constituye la vida bajo techo—, flotando de un lado a otro, midiendo con la cadena de agrimensura las infinitas leguas aéreas, mientras ellos se aproximan a un estado de pura geometría?

—Por razones de simetría —objeta DePugh—, en vez de «infinitas leguas» deberíamos decir «casi infinitas leguas».

—¿Quién ha dicho que nada tenga que ser simétrico? —susurra Brat.

Los jóvenes, perplejos, intercambian una rápida mirada.