48

El 29 de mayo giran de nuevo hacia el este, y a medida que avanzan miden las desviaciones y las marcan. Ahora inician la jornada mirando detenidamente el sol, y al anochecer observan sus propias sombras: de alguna manera, agrimensor, trípode e instrumento retroceden, van hacia el pasado, hacia unos yoes más juveniles. Seguir la dirección del oeste, aunque no fuese más allá del Susquehanna, ateniéndose a los sencillos ritmos diurnos, yendo siempre con el sol, no era lo mismo que avanzar, como ahora, contra el astro.

—Sí, ciertamente es muy distinto —observa Dixon.

Mason intenta despertarse. El café más cercano está en la tienda de la cocina.

—Te ruego —susurra a Dixon— que procures no mostrarte siempre tan sumamente…, ¿he dicho sumamente?, quería decir tan puñeteramente animado, amigo mío.

Sale tambaleándose de la tienda, tratando de recogerse el cabello en una especie de cola. Preparan el café con la ayuda de un termómetro Fahrenheit, sin señalizar, excepto en un punto, exactamente a medio camino entre la congelación y la ebullición, a 122°, allí donde en la madera está pintada una flechita que señala también una incisión en el tubo de cristal. Esta es la temperatura del agua a la que se echa el café molido, luego la mezcla se agita una o dos veces, el cazo se aparta del fuego y entonces se procede a la decocción. Aunque aclarar el café es algo habitual, aquí es un lujo, y no siempre hay cáscaras de huevo a mano. Dixon ha observado que, si se prueba pronto, la fina materia suspendida en el café le presta un innegable sabor rústico. El líquido que permanece más tiempo en la cafetera, socarrándose casi hasta la abominación, atrae más a quienes buscan en él estímulo físico, como Dixon, que es capaz de tomar el veneno más degradado y atroz que queda en el fondo de la cafetera y, no obstante, sonreír como un idiota.

—¡Mmmm! ¡El mejor Jamaica al oeste de los Alleghenies!

El capataz Barnes pronuncia a menudo esa frase, aunque ninguno de los dos topógrafos acaba de entenderle, sobre todo porque la expedición se encuentra todavía al este de los Alleghenies. No obstante, en ese punto del ciclo vital de la cafetera, Mason prefiere pasarse al té, y entonces le toca a Dixon el turno de menear la cabeza.

—No comprendo cómo esa bebida puede gustarle a nadie.

—¿Por qué? —replica Mason, incapaz de no reaccionar.

—Es repugnante, ¿no? Unas hojas medio podridas, cocidas con agua hirviente y dejadas ahí para que se empapen e hinchen.

—¿Repugnante? Esto es té, amigo mío, cha, lo que beben todos los londinenses de buen gusto. Eso —señala la cafetera— es lo repugnante.

Au contraire —dice Dixon—, el café es un arte donde lo que más cuenta es la precisión: la temperatura del agua, el diámetro medio del grano, la proporción de café y agua, y varias decenas más de variables técnicas que mencionaría si no estuvieran tan claramente fuera del alcance de tu comprensión.

Mason finge una afable curiosidad.

—¿Cómo es que de cada cafetera sólo la primera taza es bebible y cuando yo me presento ya se la ha tomado otro?

Dixon se encoge de hombros.

—Has de ser más rápido. En cuanto a lo otro, bueno, sí, sólo la primera taza es buena, debido a la naturaleza sacramental del café, un sacramento que es penitencial, algo por completo ausente del mundo soleado del té. Así pues, el resto de la cafetera, que a menudo contiene docenas de tazas, es el precio que debe pagarse por gozar de esa primera taza perfecta.

—Absurdo —dice Mason, atónito—. En el caso del té, cada taza es perfecta.

—¿Para qué? ¿Para curtir pellejos?

Durante las tres semanas siguientes vuelven a estar ocupados con la enigmática zona alrededor del punto tangencial, tratando de cerrar los límites orientales de Pennsylvania y Maryland. Parece ser que los comisionados tienen un interés especial en esta tarea.

—Todos ellos viven a este lado del Susquehanna —conjetura el señor McClean—. No quieren que crucéis todavía el río. Al otro lado las cosas no son tan civilizadas, tan anglicanas, usted perdone, señor, ni tan cuáqueras, perdone usted también. Al otro lado del Susquehanna se extiende una provincia totalmente distinta, y, a partir de las montañas, otra muy distinta a ésa, y así sucesivamente. Más allá de Monongahela, más allá de Ohio…, bueno, en las tabernas todos apuestan a que no pueden ustedes llegar tan lejos.

—¿No dependerá eso de la distancia a la que los propietarios deseen que llegue la línea? —inquiere el señor Mason.

—Si por los «propietarios» se refiere usted a quienes la poseen realmente… —observa John Harland.

—Los indios —sugiere Dixon.

—El ejército —dice el señor Harland.

—Me refería más bien a los Penn —aclara Mason, un poco rígido—. El extremo de la división territorial de Maryland está justo después de Laurel Hill, y desde allí, en dirección hacia el oeste, la línea es sólo de los Penn, y divide sus tierras de las de Virginia, que no se hace cargo de ninguna parte del coste.

—Cinco grados desde la costa atlántica —opina el señor McClean— incluirán Fort Pitt y las primeras cinco millas de Ohio antes de que la línea se curve hacia el sur…, depósitos de hierro y también de carbón, cordilleras subterráneas de carbón que ha ardido ahí durante siglos… Los indios conocen el carbón y quizá lo hayan usado en algo relacionado con las misteriosas minas de plomo que tienen en las montañas. Precisamente su especialidad, señor Dixon.

Los agrimensores no tardan en descubrir que el meridiano trazado hacia el norte desde el punto tangencial pasará ligeramente por dentro del arco de doce millas, lo cruzará dos veces, en puntos que distan aproximadamente una milla y media; eso producirá, así pues, dos líneas limítrofes, una «recta» y la otra, alrededor de una milésima de milla más larga, «curva» (que un día será declarada la línea limítrofe legal, arrancando así una delgada franja de Maryland). Las tres millas y media que quedan hasta la línea occidental pueden extenderse como un fragmento de puro meridiano y darle el nombre de «la línea norte».

—Todo lo que sé —dice Mason, encogiéndose de hombros— es que debo alinear Alioth y la estrella Polar con la llama de una vela, que sostendrás tú a una milla de distancia, y al mismo tiempo deberás dividir perfectamente la llama con el cordel de la plomada.

—A menos que queme el cordel, por supuesto.

Así pues, Dixon se interna en una oscuridad variable como la luna, llena de depredadores animales y humanos, indios con misiones siempre secretas para los ojos europeos, todos moviéndose fácilmente entre este universo nocturno, interrumpidos tan sólo por algún idiota que no figuraba en el plan. Incluso los animales llegan tarde a las charcas, y tropiezan con otros de la manada —los rezagados habrían preferido mantenerse alejados de estos últimos—, y la política de la manada toma otro giro extraño e imprevisto. Y, entretanto, ahí está el ayudante de Mason, inseguro, además de desvalido, moviendo su farol en el aire, mientras una voz lejana, que habla mediante una bocina, le ordena moverse a la derecha y luego a la izquierda.

—Francamente —dice Mason con una risita, que él imagina estimulante—, si yo estuviera observando desde la oscuridad, no querría acercarme demasiado a alguien que lleva un sombrero peculiar y grita con voz metálica. Podrías asustar a los salvajes, como le ocurrió a la gente del condado de Cecil el invierno pasado.

—No fui yo quien asustó a esa gente. Sólo me tomaron por el aprendiz…

—Yo te vi, así que es inútil que te empeñes en negarlo, te vi conversando con aquel torpedo.

—¡Qué va, Mason, eso no fueron más que visiones tuyas! Por entonces las tenías a cada hora, y asustabas a todo el mundo. Unos días más de mal tiempo y… —extiende las manos mientras le mira con semblante compasivo.

Por fin, el 6 de junio, en un prado perteneciente al capitán John Singleton, a unas cincuenta cadenas al este de la casa del señor Rhys Price, donde se cruzan el paralelo y el meridiano, los topógrafos colocan un poste con la letra O en el lado occidental y N en el septentrional: el límite está cerrado.

Aquí, en el ángulo nordeste de Maryland, es muy posible que el peregrino geómetra desee quedarse en compañía de sus pensamientos, sí, en esta intersección, la más pura de todas las que se han marcado hasta ahora en América. No obstante, ten cuidado, geomántico, pues si tu mirada se vuelve hacia el este tan sólo el diámetro de una pestaña, verás por fuerza la notoria cuña resultante de que el punto tangencial no esté exactamente en este ángulo de Maryland, sino más bien a unas cinco millas al sur, por lo que se forma una semicúspide o espina de esa longitud y propiedad dudosa, no tanto reclamada por cualquier provincia como apreciada por su ambigüedad, ocupada por todos aquellos cuyo deseo, bastante habitual en esta era de identidad inestable, es el de no residir en parte alguna. A medida que una apacible perspectiva, con el aspecto de un prado, se extiende hacia el sur, la línea y el arco se van aproximando, y uno diría que lo hacen casi conscientemente.

Avanzando desde cada limbo de la perspectiva

cual aves que aletean con tesón y sin fatiga,

como ha escrito el gran Tox en su Pennsylvaniada.

No obstante, en la cuña hay aún un mundo invisible —más allá de la resolución— de transacciones jamás registradas, sí, allí, a orillas de arroyos y bajo los setos, en establos, desvanes y pequeñas despensas junto a manantiales, para que se conserven frescos ciertos alimentos, en los maizales durante el largo verano, donde uno puede perderse a los pocos minutos después de penetrar en la densa vastedad de cañas, se han creado, así pues, toda clase de senderos secretos, calveros y huecos, formados al apartar la vegetación o al pisotearla, sin tejado, como unas ruinas, sólo durante unas pocas semanas de calma pasajera antes de que vuelvan a surgir las responsabilidades otoñales. El sol quema, los bosques pequeños y grávidos hacen señas. El suelo, cuando se revela una porción suficiente, se convierte en otra extensión arenosa. Ahí podría estar cualquiera, desde amantes clandestinos a contrabandistas de armas, contrabando de buhoneros (hebillas, medallones, té, encajes de Francia), cierta señalización de «parcelas» para su uso en una futura especulación de tierras. Casi intimidan a las plagas de insectos para que se alejen, pero éstas, tarde o temprano, regresan.

Y no lejos de aquí, además, se encuentra Iron Hill, una famosa y semimágica anomalía magnética, bien conocida por las comunidades de trasgos vecinas y lejanas; quienes arriesgan capitales ajenos hace años que desean cavar en Iron Hill, pero son reacios a recompensar a más de un grupo de funcionarios provinciales a la vez, y aguardan a que se haya aclarado la situación legal de la cuña. ¿Forma parte de Pennsylvania, de Maryland o de esa nueva entidad llamada «Delaware»? Esta, por lo menos sobre el papel, pertenece a Pennsylvania, pues William Penn la recibió en arriendo del duque por un plazo de diez mil años, si bien durante cincuenta de ellos ha gozado de una legislatura y de un consejo ejecutivo propios.

Por el momento, no pertenece a nadie. Una pequeña anomalía geográfica que bulle de apetitos altos y bajos, las ofrendas y aceptaciones de los expedicionarios.

Completada con rapidez la línea septentrional, los topógrafos reciben la orden de regresar al Susquehanna, esta vez para continuar la línea occidental «en toda la extensión habitada del campo». Desde el punto de vista legal, esto abarca hasta la línea de Proclamación, en la cima de los Alleghenies. Incluso antes de que la expedición llegue al río, como si eso obedeciese a un sino que ninguno de ellos puede evitar. Darby y Cope fingen que son Mason y Dixon, aunque no siempre respectivamente. Todo eso comienza cuando alguien, tras observar la cadena, supone algo que es evidente.

—¡Señor Mason! Y usted debe de ser el señor Dixon, ¿no?

—No exactamente —dijo Cope.

—Quiere decir —se apresura a intervenir Darby— que él es Mason y yo Dixon, ¿no es cierto, «Mason»?

—Preferiría ser Dixon —sisea Cope.

—La próxima vez, ¿de acuerdo?

Los eslabones de la cadena tienen barro seco adherido y su chirrido es casi doloroso…

—Deberán tener cuidado —acaba por advertirles un tabernero amistoso—, hay por ahí un par de muchachos que se hacen pasar por ustedes dos.

—Prosiga —dice Darby.

—¿Y para qué querría alguien hacerse pasar por nosotros? —se extraña Cope.

Algunas doncellas, que llegan allí impelidas por la indignación y la curiosidad en distintas proporciones, se presentan en el campamento y exigen ver a Mason, a Dixon o a ambos.

—Pero usted no es él…, ni usted el otro —dicen al conocer a los verdaderos topógrafos.

—Claro que no —replican Mason y Dixon.

Cuando tienen un momento para hablar del asunto, Mason aventura:

—Sin duda es alguien del campamento. Imagino que se trata de Darby y Cope.

—¿Por qué lo crees así?

—¿No te has fijado en que nunca están presentes cuando toda esa gente viene a quejarse? Y sus nombres, como los nuestros, suelen pronunciarse juntos… No obstante, tú conoces mejor a los hombres que manejan la cadena. ¿Qué opinas?

—La pesadumbre de esos profesionales —le parece a Dixon— se debe a la prohibición, salvo consentimiento del jefe del grupo, de tocar cualquier instrumento excepto la cadena, palabra que suma a su peso siglos de asociaciones poéticas. Los agricultores de Durham no son los únicos que la llaman «las entrañas del diablo»… Los hombres de la cadena la transportan, la odian, la cuidan con esmero, albergan hacia ella sentimientos confusos… y no pueden evitar lanzar curiosas miradas llenas de codicia a los demás instrumentos. Comprenden la orden del agrimensor, pero han de tocarlos y los tocarán, unos obedeciendo a un honesto deseo de aprender más, otros sin más intención que jugar con el material. Esos Messieurs Darby y Cope ejercen aquí, en América, de agrimensores, y manejan con competencia todos los instrumentos, ¿y deben ahora trabajar pesadamente como operarios de la cadena, y además bajo supervisión británica? Así es como surge la envidia, ¿comprendes?

—¿Deberíamos entonces romper con la tradición y tal vez permitirles usar nuestros instrumentos de agrimensura? Bueno, más bien «tus» instrumentos, pues yo no poseo ninguno.

—¡Cómo! ¿Mi brújula de agrimensor? Ese instrumento es para mí como un sentido más. Sería como permitir que otro oliera por mí.

—Ya veo, tú y ese… instrumento tenéis una relación muy íntima. ¿Le llamas por un nombre propio?

—Mira, Mason, la sola idea de que los globos oculares de Darby o Cope viertan fluidos sobre las lentes de mi vieja bruju…

—¡Ja! «¡Vieja bruju!». Qué encantadores sois, qué infantiles en vuestros apegos.

—Si las herramientas de tu oficio siempre te hubieran pertenecido, en vez de ser propiedad del rey, tal vez hubieras experimentado por lo menos en una ocasión este sencillo vinculo sentimental, que en verdad es muy habitual entre la gente, aunque supongo que se da poco cuando uno se halla rodeado de todos esos grandes sectores cenitales, de esos telescopios públicos y de todos esos aparatos, a un paso de figurar entre los hombres más importantes del país…

Mason inclina la cabeza con una falsa expresión de disculpa.

—¡Otro defecto! ¿Cuántos más encontrarás antes de que mi carácter esté agujereado de tantos defectos? Sé que no soy digno de transportar tu estimado instrumento, Dixon. Mis bendiciones para los dos y que gocéis mucho de vuestra relación.

—Gracias, Mason, y te lo digo sinceramente. En cuanto a los operarios de la cadena, puesto que son profesionales cualificados de la lente, ¿no podríamos permitirles que pasen algún tiempo con el sector? Ese instrumento no pertenece a ninguno de los dos.

—Por mí que no quede. Pero yo sólo he de informar a sus guardianes, y tú, en cambio, debes responder ante su creador.

—Estoy seguro de que John Bird sería de mi misma opinión.

—¡Ah!, esa costumbre tuya de remitirte siempre al parecer de otro cuando se trata de cuestiones de esta índole… —Mason imita burlonamente floreos franceses con su sombrero.

—Vaya, aquí están los caballeros en persona, un milagro. Tráeme el telégrafo jesuita, pues debo informar al Papa. ¿Qué tal, muchachos?

—Demasiada insolencia —musita Mason—. Señor Cope, señor Darby, bien hallados sean.

—La verdad es que preferimos «Darby y Cope» —dice Darby.

—Él es el jefe, claro —añade Cope.

—Por supuesto, eso sólo rige de este a oeste.

—En realidad depende de quién acaba con las estacas.

Empiezan entonces a describir, mediante una mala imitación de esticomitia, su práctica de intercambiar diez pequeñas estacas de madera para que la cuenta con la cadena sea exacta; sin embargo, entre el hábito que tiene el señor Darby de rodearse de estacas, llevándolas incluso al cinto, en las polainas y el sombrero, y el descuido con que el señor Cope cuenta, han llegado a temer la pérdida de estacas hasta el punto de que han empezado a intercambiarlas tras once cadenas en lugar de diez, con lo cual el señor Cope sólo devuelve diez de las suyas y se queda una. Sin embargo, uno u otro suele olvidarse y vuelven al antiguo método de las diez cadenas…

Mientras les escucha, Dixon ha ido abriendo los ojos hasta ponerlos redondos como platos.

—A estas alturas podemos tener una desviación de varias millas —comenta.

—Salvo que, por algún oscuro milagro de mathesis, nuestros errores se hayan eliminado mutuamente —dice Darby.

—De lo contrario, el Susquehanna, medido como si fuese el Potowmack, tal vez perturbaría completamente la loxodromia del que viajara por él…

—Con leguas fantasmales, muchas o demasiado pocas, o también como si hubiera un agujero en el espacio.

Se hace un silencio. En ninguno de los dos rostros aparece un hoyuelo malicioso.

—Por lo demás, ¿estáis satisfechos? —les pregunta Mason, imaginando que lo hace con un tono congraciador.

—Calma, Mason, no los trastornes.

—¡Él me obligó a hacerlo! —grita el señor Cope, como si sucumbiera a una presión repentina.

—¡Bobo! —le espeta el señor Darby—. ¡Fuiste tú el que empezó!

—Menudo jefe debes de ser, dejando que el pobre y desgraciado Cope se las arregle como pueda.

—¿Qué te obligó a hacer? —inquiere Dixon.

—¡Ajá! —exclama Mason—. ¿Lo ves? Ahora confiesan.

Lo cierto es que los operarios de la cadena están a punto de pasar a las manos, mientras Mason y Dixon los miran.

—Volviendo a lo de antes —dice confidencialmente Mason, cubriéndose la boca con la mano—, me parece que en estos momentos no sería aconsejable que tocaran el sector.

En éstas, se produce una conmoción en la perspectiva de la línea. Una delegación de leñadores recién contratados se acerca a ellos.

—¡Aquí están esos sujetos! —grita uno de ellos.

—Quietos, salvajes, no es así como los cristianos solucionamos nuestras diferencias.

—Sin embargo, parecen hombres blancos.

—Están astuta y diabólicamente disfrazados, aunque «Darby» y «Cope» no son nombres muy británicos, ¿no es cierto?

—¿Cómo? Son tan británicos como todos los que estamos aquí —apunta Dixon.

—No lo son según la lista de los pagos. Miren lo que dice aquí: «Darby y Cope, chinos de las cadenas».

—Hombre, han querido decir «chicos de las cadenas».

—¡Ah!

—No es lo mismo.

—Señor, Señor…

—¿No será que el señor Barnes ha querido gastarnos una broma?

—Pues es una pena, de veras. Hasta ahora ninguno de nosotros ha visto jamás a un chino.

—No tardaréis en verlo —les promete el oracular hacendado Haligast, y con tal vehemencia que al instante todos, excepto los leñadores más desesperanzados, le creen.

La noche del 22 de junio, otro sábado, vuelven a estar junto al transbordador de Peach Bottom, dispuestos a ponerse en marcha de nuevo hacia el oeste. Las aguas del río bajan impetuosas, y ambos topógrafos comprenden que no es sólo un río, sino también la línea fronteriza con otro país. Al día siguiente miden hacia el sur unos cuarenta y cinco pies para corregir su error de latitud, «… y pusimos allí una señal, y en esa dirección, y en dirección de la señal en el lado este del río…, procedimos a trazar la línea».

Poco antes de que crucen el Susquehanna, llega un paquete por correo urgente: un nervioso joven, montado en un negro caballo berberisco que, como su jinete, no muestra trazas de fatiga. El joven lanza un grito terrible, saluda quitándose el tricornio, da media vuelta y vuelve a internarse al galope en la vegetación. El paquete contiene el libro del padre Boscovich titulado De Solis et Lunae, por fin publicado, defectibus, y enviado a través del Atlántico por Maskelyne, quien en la nota adjunta les llama su atención sobre la gran variedad de datos que contiene la obra, en la que se incluye una advertencia sobre la atracción que ejercen las montañas: «(…) en Italia se observó que los Apeninos de Umbría provocaban en la plomada una desviación muy considerable hacia el norte, y que aumentaba a medida que el grupo se acercaba a dichas montañas».

—Primero los filones de hierro me inutilizan la aguja —se queja Dixon—, ¿y ahora las montañas están a punto de desviarme la plomada?

—Además, eso nos obliga, como a Maskelyne y a mí en Santa Elena, a realizar lecturas simétricas en los lados opuestos de las cimas, y a confiar en que los dos errores se anulen mutuamente. Ojalá las vertientes orientales de los Alleghenies sean menos perturbadoras que el lado de barlovento de aquella desgraciada isla…