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Los porteadores de los instrumentos esperarán hasta el lunes para regresar al lugar donde se encuentra el señor Bryant y recoger el sector.

—No ha estado tan mal hasta ahora, ¿no crees? —le dice Robert Farlow, que conduce la carreta vacía, a Thomas Hickman, sentado a su lado.

—No ha estado mal, al fin y al cabo siempre hemos trabajado en estos campos.

Hickman, quien esta semana gana un chelín más que Farlow, parece preocupado. En un momento determinado, el otro jornalero que cobra seis chelines, Matt Marine, echó a correr en la oscuridad por la carretera del puente, y desde entonces no lo han visto. Ha dejado sobre los hombros de Hickman la responsabilidad de que al sector no le ocurra ningún percance. A sus espaldas, bajo el polvo y el humo de leña, el sonido de las hachas disminuye a medida que se alejan. John Harland, John Hannings y Kit Myers se tienden en la caja de la carreta, entre los cojines que protegen el sector. La brisa irregular que levantan al avanzar les trae los gratos aromas primaverales, mientras ruedan por la carretera de New Castle, a dos o tres millas al sur de la línea y más o menos paralela a ella. Los pájaros vuelan en lo alto acarreando ramitas hasta destinos secretos. Los niños corren por la cuneta de la carretera para mirarles, con las gorras ladeadas, y dejan en el suelo bieldos y mantequeras. Los campesinos que avanzan en carretas en dirección contraria les saludan agitando las manos o a veces, sabedores de quiénes son, los miran furibundos.

Cada vez parten ligeramente al norte del oeste, siguiendo una orientación que describirá diez minutos de gran círculo antes de cruzar nuevamente la verdadera línea hacia el oeste. Los caballeros saben por sus cálculos que el ángulo de desvío debe ser de 0° 08' 18" hacia el norte del oeste. Durante algún tiempo realizan observaciones del cielo para confirmarlo —Dixon lo hace como por deferencia hacia el astrónomo que es Mason—, pero acaban por desviar el ángulo directamente desde la placa del instrumento, un hábito de agrimensor con el que Dixon puede sentirse más cómodo y que practican sin decir palabra, pues empiezan a aprender, cada uno a su propio ritmo, que si se elige no discutir, a veces se ganan minutos e incluso horas, desperdiciados de otro modo en inútiles querellas. Pero cuando ocurre, ninguno de los dos lo ve de ese modo.

Cuando llegan al extremo de cada segmento de doce millas, más o menos, se detienen y montan el sector para buscar las distancias, en grados, de diversas estrellas que se encuentran en sus puntos más elevados en la noche, desde el cenit. El catálogo estelar de Bradley les facilita la declinación, o latitud celeste, de cada estrella. Este valor, más la distancia del cenit, es igual a la latitud terrestre del punto de observación.

Debido al error en la orientación que siempre acompaña al trazado de un arco real sobre la Tierra, cuya esfericidad no es perfecta, el sector no se coloca nunca exactamente en la latitud de la línea verdadera. Por ello se calculan las desviaciones en cada milla, y éstas oscilan desde cero, en el extremo oriental, a cualquier diferencia de latitud que resulte en el otro. Entonces hay que añadir estas desviaciones a las diferencias puramente geométricas, en cada milla, entre los diez minutos del gran círculo realmente trazado y su cuerda, la misma línea, cada vez aumentando desde cero hasta unos veintiún pies en el punto medio y luego disminuyendo de nuevo hasta cero.

De la misma manera que la fortuna había situado sus primeros diez minutos de arco cerca de la carretera de Octarara, así su siguiente etapa hacia el oeste les permite instalar el sector a sólo veintiséis cadenas de la ribera oriental del Susquehanna: una milla y media de tabernas que se suceden, cada vez más próximas entre sí, por el camino que conduce al transbordador de Peach Botton. El domingo, 12 de mayo, reanudan las observaciones del cenit y las prosiguen hasta el 29. Pasarán pues una ajetreada y agradable quincena al lado del ancho río, cuyas aguas corren y ondean alrededor de dos islitas situadas en la línea de la perspectiva. En los días nublados, se esfuerzan por proyectar la línea al otro lado del río, y aprovechan la ocasión para medir la anchura de éste, aunque la tarea recae sobre todo en Dixon, pues, como Mason informa a todo el mundo, se trata más bien de un trabajo propio de un agrimensor.

Dixon y el señor McClean, junto con Darby y Cope, se abren paso por el abrupto terreno hasta el río para echar un vistazo. Lo corriente consistiría en trazar una línea de referencia sobre la otra orilla, instalarse ahí, desviarse noventa grados, poner una señal en la orilla en la que se encuentran, cruzar a la otra orilla, colocarse en la señal y buscar el ángulo entre los dos extremos de la línea de referencia, y entonces, con la ayuda de un libro de logaritmos, que incluyen los de las funciones trigonométricas, bastará sumar y comprobar durante un minuto y medio para obtener la distancia de un lado a otro del río.

—Así es como aprendimos en Durham a medir lugares a los que preferíamos no ir —recuerda Dixon—. No eran tanto ríos, por supuesto, como tramos inesperados, repentinas sierras formadas por montones de desperdicios, o un bosquecillo en un páramo desierto, nada parecido, por supuesto, a esta diabólica cantidad de árboles.

—No me gustan mucho estas situaciones —dice el señor McClean. Mientras, Darby y Cope se miran y hacen gestos de asentimiento, silenciosos como actores suplentes entre bastidores, sin mover los labios más de lo necesario. Sudorosos y farfullantes, recorren la orilla arriba y abajo, alzando nubes de mosquitos, pisoteando plantas silvestres en flor, buscando una línea de observación que les permita usar un ángulo recto, lo cual se revela como una pérdida de tiempo—. En fin —concluye el señor McClean—, tendremos que usar los ángulos que podamos, ¿os parece bien?

Más que bien les parece a los encargados de tender la cadena de agrimensura, aunque el señor McClean menea la cabeza y dice:

—Pero nunca obtengo las cifras exactas.

—Entonces convenzamos de alguna manera al señor Mason para que revise nuestros cálculos, pues supongo que los ángulos son iguales aquí que allá.

El señor McClean se hace cargo del cuadrante de dieciocho pulgadas de Hadley, y Dixon repite sus observaciones con la brújula de agrimensor, obteniendo al fin un desmañado triángulo oblicuo a partir del cual calculan que la anchura del Susquehanna es de unos siete octavos de milla.

Entretanto, a Mason le ha correspondido la tarea de proyectar la línea de un lado a otro del río y establecer en la ribera oriental un punto del que puedan partir de nuevo. El último sábado que están en el Susquehanna escribe: «Hacia el ocaso, regresaba del otro lado del río y, más o menos a milla y media de donde yo estaba, vi que los rayos de la tormenta caían en líneas perpendiculares (parecían tener un pie de anchura) desde las nubes hasta el suelo. Eran los primeros rayos que veía dispuestos en líneas continuas, sin la menor interrupción, desde las nubes al horizonte».

Con menos formalidad, llega corriendo y lanzando gritos a la tienda de Dixon, cuando éste se dispone a encender la pipa vespertina.

—¿Has visto eso?

—Brillante como el día… —asiente Dixon.

—Dios mío, ¿en qué satánicos suburbios me has metido esta vez? Aunque no voy a poner en tela de juicio tus procedimientos, por supuesto.

El viento ha empezado a azotar las tiendas. Los agrimensores oyen el golpeteo de las gotas de lluvia contra la tensa lona. Las velas semejan flores silvestres de cera cuyas llamas son los pétalos que arranca el viento.

—Supongo que aquí estaré seguro —dice Dixon, aspirando el humo de la pipa—, pues tu amigo, el doctor Franklin, ha resuelto el problema de los rayos en América. Él los atrae a voluntad, tan fácilmente como si extrajera cerveza de un barril… No me equivoco, ¿verdad? Desde luego, éste es el lugar perfecto para atraer a los rayos. ¡No hay nada parecido en Staindrop! Lud Oafery afirmó que cierta vez, en Low Dinsdale, le había alcanzado uno, pero no hubo ningún testigo.

—Dime, Dixon, ¿corren peligro nuestras vidas?

—No tanto, ni mucho menos, como para interrumpir una perfecta… —Se calla al oír un trueno que retumba directamente encima de sus cabezas, al tiempo que una luz atroz blanquea el frágil prisma en que se hallan—… velada de sábado, ¿no crees? —Por fin asoma la cabeza, que había ocultado bajo una manta—. ¿Mason? Eh, Mason, ¿estás ahí…?

Mason, que ha salido de la tienda, aparta la pieza que cubre la abertura, pero no entra.

—Voy a buscar refugio debajo de esa carreta, ¿la ves, Dixon? Si quieres venir conmigo, hay espacio suficiente.

—Ahí hay demasiado hierro para mí, pero gracias de todos modos.

—Muy interesante. Pero haz lo que quieras, desde luego.

Cae del cielo otro gran rayo cegador. Para cuando Dixon puede ver de nuevo, Mason ha desaparecido. Cada rayo cae un paso más cerca; el insecto eléctrico que está a millas de altura, y cuyas pisadas son truenos, avanza a un ritmo irregular e incomprensible hacia Filadelfia y hacia el mar y, tras su paso, el cielo recupera su claridad implacable y permite obtener una buena distancia cenital de la Cabra.

Las últimas órdenes que han recibido, llegadas por correo urgente al galope, son que deben regresar al punto de la tangente y recorrer las tres millas y media de meridiano, o línea septentrional, necesarias para cerrar los límites de los condados más bajos. Ahora es preciso trazar una línea hacia el norte, desde el punto tangencial, tocando todavía la línea occidental en ángulos rectos, definiendo así el ángulo nordeste de Maryland. Para obtener estas últimas cinco millas de límite, las partes implicadas han accedido —como si al acercarse al final de una larga vida llena de errores empezaran a arrepentirse— a trazar por fin la línea en dirección norte y sur.

«Querido Murray:

»Además de todo lo que ocurre en esta expedición, estoy conociendo a una cantidad extraordinaria de lecheras. Cada mañana y cada noche, esas jóvenes se alinean entre nuestras tiendas, en los callejones de lona, con sus cubos y cacerolas tintineantes, susurrando entre ellas y riendo. ¡Ah, la risa al comienzo de la jornada! La pluma de este pobre aprendiz es incapaz de describir la belleza de algunas de ellas. Otras… Pero incluso un aprendiz debe abstenerse de comparaciones. Gustoso recibiría la atención de cualquiera de esas lecheras. ¡Ay!, ¿qué voy a hacer?».

Entretanto, las muchachas, por su parte, a menudo con todo descaro siguen mezclando la leche con agua de pozo, le echan caracoles para producir espuma y la mantienen caliente nadie sabe cómo. «Las esquivas lecheras» es un juego, tan elegante como cualquier otro, al que se entregan en la metrópolis y, al igual que un baile, ambas partes lo practican con desenvoltura y deleite.

Un cazo de amor cremoso por la mañana

y otro cuando empieza a oscurecer,

te mueves sigiloso como una araña

a la que la cuajada y el suero pudieran apetecer.

(Estribillo)

¡Leche! Dame esa miel que obtienes de la ubre.

¡Leche! Por ella haría fantásticas hazañas,

de esas que sólo imaginas cuando el sueño te cubre,

dulce muchacha.

—El paso es así, ¿lo veis? Y entonces…

Cómo babeo

si una vaca veo,

y delante de un queso

actúo como un obseso.

La leche y la mantequilla,

¡Cómo me maravillan!

Polly está en el cobertizo,

a Molly le da el capricho,

todo el mundo va al encuentro

de ese láctico alimento.

¡Ah, productos de la leche vacuna,

por más que cambien las estaciones,

cualquier hora será oportuna

para que me llenéis de satisfacciones!

El joven Nathe está enseñando los pasos de una danza de moda en Williamsburg a una larga cola de abastecedoras de leche, cuando tiene una brusca revelación.

«¡Milagro! Tras pasar noches atroces en unas chozas al lado de la carretera a las que llaman “posadas”, las puestas de sol sin compañía, una vuelta del planeta tras otra, los días entregado a la contemplación de las hijas e incluso de las esposas de los colonos, con una mirada que en otro tiempo creía sentimental (no siempre fácil de distinguir, por parte de quien la recibía, de una mirada ofensiva), de pronto me la encuentro, con el primer rocío del día, momento en que la claridad aumenta con tal rapidez que en cualquier instante puede revelarse en ella ese defecto decisivo que el crepúsculo disimulaba (aunque a la luz su belleza no hacía más que afirmarse), me encuentro, digo, a la que llamaré “Galáctica”, pues es una de las abastecedoras de productos lácteos para la expedición.

»“¡Bah!”, te oigo exclamar, “otra historia de amor de lecheras”. Pues bien, sí, desde luego, quién no lo ha practicado, el Edén de la leche. Sin embargo, Galáctica, aunque forma parte de esa hermandad ladronesca, no pertenece realmente a ella. Estoy metido en un apuro de marinero, pues muy pronto debemos extender la línea hasta una distancia que ella no podrá recorrer sin riesgo, o no tendrá tiempo suficiente para hacerlo. Por supuesto, tampoco puede unirse a nuestra caravana. Ella tiene aquí un trabajo muy exigente, como lo sería el mío si ella viniera, pues yo tendría que desviar de su persona las atenciones de hasta un centenar de hombres, incluido el implacable Stig… Así pues, debo rogarle que espere hasta el invierno, cuando regresemos al este, y después hasta que nos encaminemos de nuevo al oeste en primavera, y así sucesivamente. Los momentos son demasiado escasos y la espera me temo que será excesiva para la hermosa Galáctica, pues aunque no sé casi nada acerca del sexo, mi experiencia me dice que la reputación de pacientes de que gozan estas muchachas está muy exagerada, y que la fiel novia del marinero de las canciones y las novelas románticas es tan mítica como una sirena…».