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Cuando pueden hacerlo, beben, como todo el mundo. Pero pronto, a medida que van sometiéndose más y más a la jurisdicción del cielo nocturno, empiezan a beber menos una vez oscurece, pues de otro modo, por estrecho que sea el campo de visión, les resulta imposible contemplar «eso» con la vista fluctuante, así como trabajar con el micrómetro, efectuar lecturas, anotar el tiempo y realizar un centenar de otras tareas, la mayoría de las cuales requiere una exactitud absoluta. Las noches nubladas, al dar paso a excepciones de esta regla, son naturalmente bien recibidas por todos.

Cada diez minutos de gran círculo —más o menos cada doce millas—, se proponen hacer un alto, montar el sector, determinar la latitud a la que se hallan y calcular entonces las desviaciones de la línea verdadera en el tramo que acaban de recorrer, la línea verdadera que ha avanzado con ellos, a su izquierda, una compañera invisible, pero a varias yardas de distancia, en la vegetación, donde no llega la luz de las fogatas.

A doce millas del poste que señala el oeste, el grupo cruza la carretera que va de Octarara a Puente Christiana, cerca de una granja, en el lado de Pennsylvania. Allí establecen el campamento y dan comienzo a la tarea de determinar la latitud. Los leñadores parten en busca de alimentos. El mediodía es fragante y tan silencioso que se oye el ruido de los naipes al barajarlos… Es sábado, y a esas horas todos los vendedores que han ido temprano a la ciudad, y la mayoría de los compradores y familias que viven a unas pocas horas en carreta, todavía no han iniciado su regreso a casa. De vez en cuando, desmontan jinetes ante la taberna que se encuentra a unas pocas cadenas de agrimensor, carretera arriba, mientras otros salen tambaleándose de ella, y a veces deciden pasar la noche en el campamento.

Después de que media docena de esos hombres se hayan sumido en el sopor del mediodía, Mason se plantea una pregunta en voz alta, que llega a oídos de Dixon:

—¿Acaso estamos fomentando esto? Supongamos que uno de estos hombres es un agente francés que finge estar borracho y que tal vez incluso se propone acabar con nosotros.

—Como cristianos, no tenemos más elección que permitir a cuantos lo deseen que entren libremente —replica Dixon.

—Ah, bueno, si lo planteas así…

En los primeros minutos de arco, el grupo, formado ahora por treinta hombres, ha cruzado tres arroyos y un río y ha pasado por una casa. Ahora se disponen a gozar de un alegre fin de semana, aunque las mañanas del sábado y del domingo, unas mañanas en que las exigencias de recompensa por todo el trabajo realizado se hacen más insistentes, no son del todo reparadoras, tan cerca está la carretera de Octarara. Carretas que transportan objetos de hierro (barras, varas, clavos, hachas y cuchillos), tiradas por yuntas de bueyes, pasan lentamente durante todo el día, produciendo tintineos y crujidos, cada paso es un drama, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de un lado a otro de la perspectiva. Cuando anochece, los carreteros desenganchan y desuncen a los bueyes, encienden fogatas y permanecen levantados y bebiendo hasta bien pasadas las culminaciones de las estrellas más tardías, pues Mason y Dixon, ocupados con el reloj, la plomada y los cielos eternos, los oyen discutir, a menudo sobre algún tema religioso.

—Cantidad desconocida de hierro en la carretera —comenta Dixon—. Esto hace que se desmande mi vieja aguja.

—Sí, como si el ejército prusiano estuviera en alguna parte —conviene Mason, en absoluto complacido con lo que ocurre.

Lo primero que hacen todos el lunes por la mañana es salir tambaleándose de los camastros portátiles y de las letrinas y colocarse en hileras más o menos ordenadas para proceder al recuento. El capataz Barnes lee el plan de la jornada, el reverendo acude para decir una breve plegaria, y entonces se presentan peticiones especiales, unas pocas por escrito, pero la mayoría en voz alta y con la esperanza de que sean atendidas sobre la marcha. Hay mañanas en que la fase de las peticiones resulta muy agitada, y sólo el sonido de la campana que anuncia el desayuno es capaz de interrumpirla.

—Está contando otra vez chistes del loro.

—¿Quién?

—Ya sabes…, él.

—¿Quién, Ehud? ¿Es cierto, qué dice?

—Señor Barnes, capitán, señor…, lo único que he dicho es: «Un marinero entra en una taberna con un loro en el hombro, y la muchacha le pregunta…».

—¡Ya lo ven! ¡Otra vez con eso!

—«“¿Qué va a ser?”, y el loro responde…».

—Dos horas de trabajo extra, Ehud. ¿Sí, señor Spinney?

—Son las gachas de nuevo, capitán. No puedo tolerar la avena molida de esa manera, y en el economato todos lo saben, pero cada mañana, ahí, en mi cuenco, puaf, otro insulto a propósito. Los cocineros se ríen disimuladamente… Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que empiece a vomitar.

—Entonces debes molerte tú mismo la avena, muchacho, como lo hacen los indios, con unas piedras. Hay agua hirviendo en la tienda de la cocina, pídela cortésmente y puede que te den un poco.

—Gracias como siempre, capitán, pero aún queda la cuestión de la sal.

—Hablaré con ellos, Spinney. ¿De qué se trata exactamente, demasiada sal o demasiado poca?

—Pensándolo bien, capitán, no importa.

—Si estás seguro de que no hay ningún problema, estupendo… Vaya por Dios, ¿quién está aquí? Señor Sweet, de nuevo nos vemos, ¿eh?, qué murga. Déjeme adivinar cuál puede ser su petición.

—Mi compañero…, que fue abogado en Filadelfia, pero lo abandonó todo por la libertad del bosque…, pues bien, mi compañero dice que, como una expedición por tierra equivale a la travesía de un barco por el mar, el señor Mason, como el capitán de un barco, puede ejercer ciertas prerrogativas…

—Ah —dice el señor Barnes, alzando una mano enorme—, y estoy seguro de que no se ha visto jamás a una doncella más encantadora a este lado del establo de las vacas. Sin embargo, ¿hasta cuándo vas a continuar así, muchacho? Si fueses mujer, diría que no eres más que veleidosa y asunto terminado. Pero tratándose de un joven, ¿sabes?, me inquietas. Supón que te casas con una de ellas. ¿Qué ocurrirá cuando te guste otra? ¿Qué harás?

—Hummm…, espere, que se lo pregunto a mi compañero…

—Hablaremos de ello mañana, ¿eh? Y dale recuerdos a tu prometida y a tu compañero, claro. ¿El siguiente? Señor McNutley… Ha pasado casi un año, no me digas que ya hay otro en camino, ¡y eso que eres un anciano bien escuálido! En fin, mi enhorabuena.

—Creo, capitán, aunque algunos dicen «pon manos a la obra en cuanto termine la cosecha», para que así ellas den a luz y vuelvan a estar en condiciones cuando llegue la siguiente cosecha, creo que es mejor antes de la siembra, para que ellas puedan ayudar a sembrar, pero no estarán tan adelantadas cuando llegue la cosecha para que no puedan prestar también una ayuda considerable. En fin, creo que a mi Gwen le faltan uno o dos meses, y debería estar con ella muy pronto…

—Déjate crecer tetas —le aconseja el señor Barnes— y aprende a hablar durante una hora sin tomar aliento, y tal vez, a medida que ella esté más aturdida por su embarazo, te confunda con otra mujer y pueda obtener de ello gran solaz. Por lo demás, lo que necesita es la compañía de otras mujeres, y no la del autor de su estado moviéndose pesadamente a su alrededor.

Siguen presentándose hombres ante Barnes, todavía demasiado mal avenidos, demasiado recién llegados al grupo como para saber lo que pueden esperar que les concedan y lo que jamás les permitirán, aunque algunos le cogerán gusto a los exquisitos malestares que produce el rechazo. Alguien protesta, y no es la primera vez, del molesto hábito que tiene la señora Eggslap de exigir una tarifa más elevada cuando está en plena prestación de sus servicios. Esta vez es Stig, el leñador sueco. No habla inglés, ni el señor Barnes conoce el sueco, pero todos han oído antes el deprimente relato. Por lo menos una vez en cada frase, Stig grita: «¡Naca, ñaca! ¡Ñaca, ñaca!», lo cual denota… En fin, algo de importancia para él.

—Aquí está el joven señor McClean, precisamente la persona con la que deberías hablar, Stig.

Nathanael, el más joven de los McClean, está trabajando con ellos durante sus «vacaciones» de verano de la Universidad de Williamsburg. Al principio, los miembros del grupo lo insultaban en susurros, que es siempre la suerte del novato, por lo menos hasta cierto punto, pues su padre y sus hermanos también están aquí y controlan todos los aspectos de la expedición, desde los recodos que hay que doblar hasta las patatas que hay que pelar. Pronto —aunque nadie puede decir cómo— los leñadores adjudican a Nathanael un carácter, más cercano al de un chulo que al del diligente factótum por el que él mismo se tiene, por más que éste ha intentado explicar lo que es y lo que no es en este grupo. Esperan de él que acepte sobornos, haga guiños en el juego y tenga satisfechos a los jueces de paz y los sheriffs locales. Por encima de todo, siguen considerándolo el rufián que protege a la señora Eggslap y a sus bellas colegas, cuyo número, ciertos días, ha llegado a contarse por docenas. De ahí el manifiesto alivio del señor Barnes cuando ve llegar a Nathe.

—Nathe tan sólo parece un crío, pero es peligroso, demasiado peligroso para mí —comenta Moses Barnes, juzgado en general como demasiado peligroso para todos los demás—. Hola, señor McClean, otro día asfixiante, ¿verdad? Espero que lo encuentre todo a su entera satisfacción.

—Bueno, vamos —dice Nathe—. En cualquier caso, quiero ver a Mo.

Entran en la tienda comedor, donde Moses McClean está sentado con el ceño fruncido ante un montón de cuentas.

—Puesto que Stig sólo está empleado a prueba, es legítimo no hacer constar sus gastos en los libros —supone Moses.

Y así pueden apaciguar a Stig con una suma cuya inmediatez disimula su modestia. No obstante, Nathe no se ve totalmente libre del asunto, pues la señora Eggslap le aborda en la zona umbría y embarrada detrás de la tienda que alberga la cocina.

—Desearía que dejaras de emplear la palabra «extorsión» —le pide ella una vez más.

Nathe comete el error de preguntarle a ella qué cree entonces que es.

—Sabía que llegaríamos a entendernos —dice la mujer, tomándole la mano y colocándola sobre su cadera, como si fuesen a bailar.

—Ese Stig… —suelta bruscamente Nathe—. Sabes que ni siquiera habla inglés. Te has aprovechado injustamente de él.

—Nathanael, dulzura, ese chico se trae el hacha a la cama, habla con ella y quiere que yo haga lo mismo. «¿Qué tal, cómo está?», saludo al hacha, como lo harías tú si te la blandiera ante la cara una especie de máquina taladora con el miembro erecto. Entonces él empieza con el «¡Ñaca, ñaca!», ¿sabes?, «¡Ñaca, ñaca!». Conozco bien ese acento, es de los aledaños del manicomio de Bedlam. ¿Te sonrojas, Nathe, o es el efecto del sol en esa cara inocente? ¿No has oído hablar de la prima por peligrosidad? Pues eso es lo que sumé a la tarifa.

—¿Lo dejamos en el cincuenta por ciento? —es tan incauto él de preguntarle.

—Por ti, tórtolo mío, lo dejaría en…, digamos la mitad de eso. ¿El veinticinco por ciento?

—Sigue siendo ext…, bueno, exorbitante.

—Hum. El cinco para ti, por supuesto.

—¿El cinco por ciento?

—De acuerdo, que sea el diez, nunca he podido resistirme a una cara bonita.

Le da un rápido beso, al tiempo que le pone en la mano una especie de letra de cambio, y se aleja dejando tras de sí una vaharada de jazmín.

Como si hubiese esperado en una cola invisible, a continuación se presenta Cuy Spit, el rufián que dirige la banca en el juego de los dados, con otra oferta de participación en los beneficios. Ahora ofrece un aumento del 12 al 15 por ciento. Cree que Nathe es un regateador de cuidado e insiste en recibir más, cuando lo cierto es que éste sólo trata de evitar una nueva cordillera de preocupación en el terreno que ya le han dado y por el que se mueve con gran dificultad. Pero su postura echa por tierra los cálculos del señor Spit, y éste asegura a Nathe que la negativa de alguna participación «sería una amenaza para el mismo convenio».

A pesar de que a Nathe le han advertido de que evite la tentación, lo cierto es que no vio directamente el género auténtico hasta que obtuvo el puesto de ayudante, gracias al favor del que gozaban Mason y Dixon por parte de su familia.

—Será la salvación de Nathe —aseguró Archibald McClean a los astrónomos—. Desperdicia demasiado tiempo leyendo libros. Vive en un mundo donde nos sentiríamos muy afortunados si habitáramos en él, pero resulta que no habitamos en él.

—¿Y entonces tampoco debe habitarlo él? —replica Dixon, con fingido asombro—. Hombre, los libros no le harán daño y, en cualquier caso, ya los ha descubierto, así que es demasiado tarde. Sea como fuere, es de suponer que leerá lo que necesite.

El señor McClean, chasqueado, ladea la cabeza.

—¿Cuántos hijos tiene usted, señor?

—Verá, amigo, sólo he sido hijo único…

El señor McClean se encoge de hombros y busca la mirada de Dixon.

—En fin, lo importante es que aquí necesitamos a una persona más, ¿no?

Así pues, con despreocupación por parte de su padre, Nathe se ve arrastrado de improviso en la alocada vorágine de la codicia que reina allí, como cualquier joven escritor nababascente en Bengala. La lectura no puede competir con eso, aunque él lo intenta: le han prestado una serie selecta de libros de cubierta flexible, arrugados y manchados, que contienen textos e imágenes eróticos, roba horas al sueño para terminar la lectura de un capítulo más de El lívido petimetre, intrigado por el desenlace, y al final no tiene tiempo para leer, ni siquiera para mirar los grabados. Para cuando recuerda cómo se desabrochan los calzones, se ha quedado dormido. Ahora, más que quedarse, se cae dormido, en general de bruces, sin previo aviso, y no sólo en el cuenco de sopa, sino también en el de las gachas. También se cae de árboles y taburetes, se desploma sobre las mesas de juego, esparce las manos de cartas y las monedas, y eso suele valerle una tunda. Durante días seguidos, apremiado por continuas exigencias, puede limitarse a comer a toda prisa un mendrugo, aderezado con el poso de alguna jarra de cerveza y ceniza de pipa. Pero de repente, como cuando sobreviene una inundación primaveral, empieza a devorar sin pausa, durante toda la jornada laboral, cualquier cosa que tenga a mano o incluso que se le acerque demasiado. El señor Barnes asegura que ha visto a Nathe comer mientras duerme, aunque esto tal vez no sea más que otra muestra del gran ingenio que posee el capataz.

«Hola, Murray», escribe Nathe a su compañero de escuela, que está en la costa de Virginia. «¿Nos dieron alguna vez un sermón sobre la codicia? ¿O acaso me dormí mientras nos lo daban? Nada me ha preparado para enfrentarme a ese poder suyo que no mengua, a su desbordante fertilidad, pues son numerosas las ocasiones en que se presenta: con cada muesca en la tarja, cada botella extraviada, favor sincero, douceur de lechera, entretenimiento con el tabaco, intercambio de metálico, cada numeral expresado, ya sea sobre el papel o pronunciado en voz baja y dejado que caiga en el olvido con la siguiente espiración…

»Me hacen constantes favores que no necesito, recibo ristras de truchas iridiscentes, cestos de cerezas ya deshuesadas, consejos sobre las transacciones de tierras que me permitirían poseer una mansión en Rappahannock con centenares de esclavos y un futuro sin ninguna preocupación, es decir, me recompensan como a los alcahuetes, de todas las maneras excepto con dinero contante, que es un bien más bien escaso en la costa y que, más al oeste, se convierte al final tan sólo en otra legendaria sustancia americana.

»¿Qué me está sucediendo, Murray? Este sórdido regateo al aire libre, leñadores que pasan furtivamente lanzando sonrisas de complicidad, muchachas que se asoman aprensivas a las esquinas, que salen inesperadamente de entre los arbustos para lanzarme, como si soplaran vilanos, besos de estímulo, incluso el señor Mason, con el sombrero hasta las cejas, y el señor Dixon, que silba tonadas de La ópera del mendigo. No soy el macarra siniestro por quien me toman. ¡Cómo deseo cierta comprensión, aquí, en este bosque interminable! Podríamos montar en nuestros cerdos alados, uno al lado del otro, a través del éter y charlar de todo eso.

»¡“Cara bonita”! Claro, sin duda se trata de eso. Me hablan alzando la voz, con sonsonetes. O bien parezco más joven de lo que soy, o la gente me supone más o menos idiota. ¿Es esto lo que los libros llaman «lisonjear»? He oído mi primera lisonja y ha sido como descubrir una nueva especie de ave. Es esta maldición de ser un joven adulto, bien sujeto a los arreos de la vida, pero con el mismo aspecto que tenía a los tres años. Los hombres no confían en un hombre que tiene ese aspecto, y más mujeres de las que jamás habría imaginado lo encuentran deseable. Me veo obligado a comportarme de un modo tan poco naturalmente masculino hacia un sexo, como querúbicamente neutro hacia el otro. ¿Cómo es que, sin embargo, codicio a cada hermosa criatura que, un día tras otro, aparece en el camino de esta línea que estamos trazando? Mientras ésta avanza veloz como un coche por la carretera del deseo —donde creamos continuamente ante nosotros el camino por el que debemos viajar—, los leñadores, tan diligentes y discretos como el sastre de los ratones de Gloucester…».