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Los habitantes de la zona por la que pasa la línea no tardan en cobrar afecto a la pata del francés, porque es exactamente lo que desean que aparezca en sus vidas en estos momentos, algo que posea unos poderes sobrenaturales: invisibilidad, una fuerza inagotable y una velocidad en vuelo que le proporciona a la pata el ímpetu necesario para enfrentarse a adversarios mucho mayores, y ya se sabe que a los americanos, en general, les gustan las peleas limpias. Pronto circulan relatos de las hazañas de la pata en todos los lugares por los que pasa la línea. La pata derrota a un número considerable de indios. La pata allana una montaña situada al oeste. En una sola tarde, la pata ha arado con el pico todos los campos del condado, al tiempo que escarificaba con la cola. ¡Menuda pata!

En cuanto a si en verdad la pata está presente o no por esos pagos, las opiniones de los miembros de la expedición continúan siendo dispares. Los leñadores, para quienes las historias sobre desastres, estupideces y suerte ciega suelen ser motivos de regocijo, gritan a veces a sus compañeros: «¡Por ahí va!» o «¡Por poco te arrea!», mientras los más susceptibles a las variaciones de la brisa entre los mundos, sobre todo a la hora del crepúsculo, afirman haber visto a la pata, que adquirió ante sus ojos una trémula visibilidad durante unos instantes y volvió a desvanecerse.

—Podría haberle apuntado con mi fusil…, pero ella sabía que yo estaba allí. Se acercó andando y me miró a los ojos. Yo estaba tendido boca abajo, por lo que nos hallábamos al mismo nivel. «¿Dónde estoy?», quiso saber. «En Pennsylvania o Maryland, elige», le respondí. Tenía una especie de «expresión» en la cara, y parecía nerviosa. Intenté calmarla. Emitió esa vibración suya y fue haciéndose cada vez más etérea hasta que desapareció.

Mason y Dixon intentan, en la medida de lo posible, hacer caso omiso de todo esto. Ambos suponen que tan sólo se trata de otro episodio de locura colectiva, a la que este proyecto en particular parece proclive, y que pasará muy pronto, para ser sustituido por otro, y así sucesivamente, hasta que tal vez, algún día, el fenómeno se torne algo peligroso de veras.

—En esta época, estas gentes creerán lo que gusten —se lamenta Mason—. Es por su fe en el ingenio mecánico, cuyos procedimientos serán siempre misteriosos para ellos. Que Dios ayude a esta gente. Han de confiar en todos los proyectistas, y la mitad de éstos no tienen nada que vender, pero sí saben de esa necesidad irracional de creer en autómatas que tienen los leñadores: creen que los autómatas son capaces de cantar, bailar y jugar al ajedrez, y siguen creyéndolo incluso cuando la máquina deja de girar, cuando se abre el pestillo y se ve a la persona bajita que estaba dentro y las manos hasta ahora indomables se quedan inmóviles. Creen en ellos incluso cuando Monsieur Vaucanson pliega la última prenda de seda; no importa. Los leñadores tienen una necesidad de vida artificial tan perversa como la que pueda haber en el mundillo de la haute mode parisiense, y ese juguete francés, convenientemente invisible, parece…

—¡Cuidado! —grita Dixon.

El sombrero de Mason abandona su cabeza y asciende en línea recta hasta las copas de los árboles, donde se detiene y recibe los rayos del sol, que acaba de ponerse tras la cima de la elevación en cuya otra vertiente está el día siguiente. En lo alto se oyen unos débiles graznidos.

—¡De acuerdo! —exclama Mason—. Decir «juguete» puede haber sido poco delicado. ¿Qué te parece «artefacto»?

Armand llega corriendo.

—Es juguetona, nada más. Ah, chérie —canturrea alzando la vista al cielo—. Te garantizo la buena fe de estos dos, pero, por favor, devuélvele el sombrero al caballero, merci

El sombrero desciende planeando como una hoja, mientras el afán de recuperarlo hace correr a Mason de un lado a otro.

—¿Qué es lo que garantiza usted? —quiere saber Dixon.

—Si bien la pata ha progresado en ciertos aspectos, como el vuelo y la invisibilidad —les explica Armand—, en otros sigue siendo primitiva, sobre todo en la facilidad con que se ofende. Deben de haberlo observado: carece de vergüenza, y se irrita con cualquier pretexto. A medida que aumentan sus poderes metafísicos, también lo hacen sus rencores mundanos, reales e imaginados; la configuración de su destino es atraída por la tierra y, a la par, asciende hacia el cielo, y así alcanza un orden de magnitud mayor, pues pasa de lo personal a lo continental, si no a lo planetario.

Tal vez sea una suerte para él que ninguno de los presentes entienda una palabra de lo que está diciendo.

—Debería haberme sorprendido más —admite ahora Mason— que el doctor Vaucanson figurase en la relación de personas a las que se enviaron copias del mappemonde de Monsieur Delisle para el tránsito de Venus, en el que éste señalaba los lugares de preferencia para la observación del acontecimiento. Años después, cuando Vaucanson llegó a la Royal Society, por cuenta del padre Boscovich, supuse, como todo el mundo, y debido a la rivalidad que existía, que el gran automateur (que estaba interesado por el mecanismo celestial, y dado que la fecha del acontecimiento era precisa como un reloj) había ya anunciado su intención de observar la inminente alineación, o incluso, más sencillamente, supuse que el automateur tenía todo el apoyo de la Académie. Pero entre la invención de la pata y la observación del tránsito hay un abismo lógico (como lo es todo abismo temporal) de treinta años o más de amplitud, sin ningún puente de silogismo para que pueda cruzarlo la razón, con lo que ésta es condenada más bien a remar corriente arriba y abajo en busca de un camino, y su viaje queda retrasado indefinidamente en el lado más próximo…

—… El lado de la pata —le recuerda Armand.

—Muy bien —prosigue Mason—, ¿no sería posible que, en los años transcurridos desde que la pata desapareció (y a pesar de la presencia constante del duplicado que el mundo conoce), Monseuir Vaucanson, en sus observaciones del cielo, buscara en este unas maravillas más que meramente astronómicas? Pues, sin tener la menor idea de adónde o de cuán lejos la metamorfosis de esta criatura puede haberla llevado, ¿dónde buscar noticia de su condición con más probabilidades de éxito que entre los círculos celestes incorruptiblemente divididos?

—Un momento, un momento —le interrumpe Dixon con una amabilidad exagerada—. ¿Está usted diciendo que Mason… cree que la pata se ha convertido en un planeta?

—¿Por qué todos ustedes se apartan así de mí? —pregunta Mason en un tono embargado por la emoción—. Durante unos instantes, en el transcurso de los siglos, se nos permite observar la metamorfosis de esa pata, que de lumbrera se transforma en esferoide sólido… No sé qué pensarán ustedes, pero si me desapareciera una pata de ese modo, desde luego prestaría mucha atención a las categorías del cambio rápido, tales como el tránsito proporcionado, como prueba de la transformación de la criatura.

Aunque la aflicción no saturara el rostro de Mason, Dixon habría entendido esto como otra expresión simplona de pesar por su esposa.

—Creo que alguien la está armando.

Armand regresa a la tienda del cocinero y choca con el joven Hickman, quien sale con un montón de cazos y sartenes en dirección al fregadero. Pronto los cacharros vuelan en todas direcciones, y en más de una ocasión pasan tan sólo a unas pulgadas de las cabezas de los reunidos.

—No es nada personal —le aseguran Armand y Hickman a Mason, casi al unísono.

Es tal la influencia de la pata en el campamento que varios leñadores abordan al reverendo para consultarle sobre el tema de los ángeles en general.

—Por ejemplo —dice con voz cantarina el joven Nathe McClean, que últimamente anda prendado de una lechera de la vecindad—, aunque sabemos que la pata ha sido transformada por el amor, ¿qué me dice de los ángeles? Es decir, ¿pueden ellos…, eh…?

—Sí, hacen eso, muchacho, y también beben, fuman, bailan y practican juegos de azar. Creía que eso era del dominio público. Algunos podrían incluso definir a un ángel como un ser lo bastante poderoso como para no ser destruido por el deseo en todas sus verdaderas y terribles dimensiones. Hombre, una gota de su cerveza mataría al bebedor más resistente de entre vosotros, fuman sustancias cuyo aroma, incluso percibido de muy lejos, nos asfixiaría, sus salas de baile se extienden a lo largo de leguas, sus apuestas, incluso por una nimiedad, arruinarían a Clive de la India. ¿Y quién podría decir que el pecado humano que cometemos aquí no procede de esa misma insuficiencia nuestra, de ese error de escala que cometemos ante los mandatos soberanos del deseo?

—El pecado, tal como se practica, ¿no es lo bastante profundo para usted, señor? —le pregunta Dixon.

—¿Por qué será que honramos a los grandes ladrones en Whitehall, por actos que en Whitechapel merecerían la horca? ¿Por qué admiramos a una clase de ladrón y despreciamos a otra? En mi opinión, eso se debe a la escala del delito. Lo que nos gusta observar es a cualquiera de las grandes fuerzas motrices, la codicia, la lujuria, la venganza, fuera de toda medida, llevada más allá de la escala del mundo cotidiano, aproximándose a lo que siempre hemos sabido que eran las verdaderas dimensiones del deseo. Dejamos que Antonio pierda el mundo por Cleopatra, pero no, desde luego, que Dick pierda su jornal en la taberna.