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Hoy, muchos pensadores filosóficos, yo incluido, están convencidos de que es posible alcanzar el movimiento rápido a través del aire a lo largo y por encima de ciertas líneas rectas invisibles que cruzan el paisaje terrestre, sobre todo en Gran Bretaña, donde estas líneas reciben el nombre de ley. Innumerables devotos entusiastas, peregrinos que acuden anualmente a Stonehenge y a Avebury, curanderos, traficantes y bedlamitas cuentan historias de vuelos llevados a cabo en el campo, por encima de esas líneas ley. Además, se puede pasar de una de ellas a otra, y así, en teoría, viajar hasta los rincones más remotos del reino sin pisar el suelo ni una sola vez. Y es que hay algo ahí que lo permite. Nadie sabe qué es, pero son millares los que especulan sobre ello.

Ahora partimos para trazar la más prodigiosa de tales líneas jamás intentada (y lo hacemos aquí, en América, donde son posibles las empresas de esta índole, astronómicamente precisas), y colocamos con esmero oolitos prismáticos de cuarzo rosa en el término oriental. En este caso, cualquier discusión sobre el propósito debe incluir el anhelo de volar, volar tal vez incluso a mayor altura y rapidez de lo que es habitual a lo largo de las líneas ley que conocemos. Procuro no hacerme preguntas al respecto, pero no puedo evitarlo. Cada vez que los topógrafos se separan, se topan con espesuras, ciénagas, pesadillas, pero cuando están juntos avanzan por el aire, están unidos a las estrellas, a esa precisión inhumana, y por ello reciben muestras de deferencia, aunque también suscitan temor y rencor…

Reverendo Wicks Cherrycoke, Diario espiritual

La nieve y el hielo se suceden en marzo, las noches claras escasean y los topógrafos necesitan cada una de esas noches a fin de observar el acimut, encontrar la dirección exacta hacia el oeste y avanzar por ella. En abril, cuando se disponen a iniciar el trazado de esa línea hacia el oeste, ven cuanto se alza del suelo a través de la vegetación, ahora resucitada, que forma como una calina.

—Allí no sólo habrá estrellas a las que mirar —les dice el señor Harland, a quien han contratado como portador de instrumentos por cinco chelines al día—. En el Susquehanna, una vez hayan cruzado el York y lleguen a la carretera de Baltimore…, ya verán.

—Crecí al oeste de esa carretera —añade la señora Harlan—, y les digo que mi marido no está tarareando una canción de El amor en una casita de campo. Eso no es para todo el mundo. Partí al este cuando era lo bastante alta para entrar en la taberna con mi tío, y así conocí también a este montañero alocado, que nunca ha estado más allá de Elk Creek. Tal vez tampoco tú estés preparado para eso, Johnny.

—Aunque comprendemos sus sentimientos, señora —le dice Mason—, legalmente no podemos intervenir en los asuntos familiares de nadie.

—Bueno, es una lástima, he hecho cuanto estaba en mi mano, el sino es el sino, el Señor proveerá —dice ella con un canturreo alegre, y se apresura a entrar de nuevo en la casa.

—Creo que se lo ha tomado muy bien —dice Mason.

—Puede que no —replica John Harland, moviendo la cabeza mientras la sigue al interior—. Será mejor que entre y vea qué le ocurre.

—La verdad es que ella no ha dicho una sola palabra en contra de que él forme parte del grupo —observa Dixon.

—Y, sin embargo, eso es lo que quería decir. Tienes que entenderlos, Dixon, emplean ese lenguaje silencioso que sólo las personas con experiencia hablan fluidamente.

—¿Por qué he perdido entonces la cuenta de las veladas que me has echado a perder con tu charla sobre el canibalismo, el suicidio o las peleas entre los liberales, sobre cualquier cosa excepto lo que «ellos» desean oír?

—Este golpe me ha cogido por sorpresa.

Robert Boggs llega corriendo con un pesado arnés colgado de cada hombro.

—Allá, junto al monumento, hay un desconocido que se comporta de un modo raro —les dice, y echa a correr de nuevo.

Van a ver qué sucede, y ahí está el desconocido, en un ángulo del campo de Harland, curiosamente prosternado ante el trozo de cuarzo rosa que cruza la latitud en el borde meridional de Filadelfia y la longitud del poste que indica el oeste, el único punto al que se remitirá finalmente todo el trabajo en la línea occidental (y su prolongación al este, hacia la costa de Delaware). A mediodía, los carreteros y porteadores de instrumentos andan ajetreados, preparándose para el traslado hacia el sur, al campo del señor Bryant y el poste que señala el oeste. Bandadas de vencejos invaden de improviso el campo, pero evitan la piedra luminosa. Los perros han aprendido cuál es la distancia segura y aguardan alejados de ese objeto.

—Muy potente —les dice el desconocido cuando por fin logran que el hombre salga al régimen de luz de los demás—. ¿Dónde habéis encontrado ésta? ¡Vaya! —Ha intentado encontrar lo que en su profesión se llama el «fantasma», otro cristal dentro del visible, formado con más o menos claridad—. Ahí aparecen las imágenes, aunque dependen de quien lo manipule. Algunos manipuladores necesitan un espacio profundo y sin ningún obstáculo, por lo que no pueden distinguir nada en el «fantasma» del cuarzo. Otros, si la claridad es excesiva, se vuelven ciegos al otro mundo. En cuanto a mi propio cristal —se busca en los bolsillos y saca un espécimen del tamaño de una mano y de una leve tonalidad violeta—, las simetrías no siempre son fáciles de ver…, observen, estos heptágonos gemelos…, centren la mirada en el lado común y miren a su través.

—¡Aaaaaah! —exclama Mason, al tiempo que retrocede y casi deja caer el cristal.

—¿Ojos enormes y oscuros? —pregunta el hombre.

—Sí, ¿quién es? —pregunta Mason, aunque ya lo sabe.

—La cara que veo es un poco más amistosa, claro que así debe ser, ¿no creen?, pues de lo contrario me dedicaría a otra profesión.

Se llama Jonas Everybeet y mientras viaje con el grupo localizará, aquí y allá, ciertas islas en el campo magnético de la Tierra, anomalías que nadie puede explicar por qué están precisamente donde están, a no ser que se atribuyan a la intervención consciente de quien, o de aquello que, estuvo aquí antes que los indios.

—Nadie sabe qué hacen ahí esas islas. Pero ahí está esa larguísima hilera de oolitos perfectamente alineados con la rotación de la Tierra. Muy sugerentes, en cualquier caso.

—¿Qué es lo que sugieren?

—Piensen en la armónica del señor Franklin. En ella, en vez de que un dedo se deslice sobre el borde quieto de un vaso, tenemos un dedo que permanece inmóvil mientras el borde gira. Mientras se dé cierto movimiento entre los dos, se produce una nota. De manera similar, esta disposición de oolitos, en esta latitud, gira a más de setecientas millas por hora, gira a través de la luz solar y del medio, cualquiera que sea, que nos trae la luz. ¿Qué surge de esto? ¿Qué música?

Todo el mundo tiene una opinión, y cada uno intenta persuadir a los topógrafos de que la suya es la correcta.

—Unas veces eres la pizarra y otras la tiza —observa Mason.

Dixon frunce el ceño.

—¡Vaya! Aquí está de nuevo O’Rooty, ese fastidioso enganchador.

El reclutador de mano de obra les ofrece sus servicios y asegura que puede organizar «cualquier fuerza de trabajo de cualquier categoría o dificultad, en cualquier lugar que ustedes deseen y cuando quieran».

—Por ejemplo, supongo que necesitarán algunos leñadores, ¿no? ¿Conozco este negocio, se dirán? Veamos, lo primero que hay que decidir es cuánto quieren gastar; los jóvenes de la zona cobran tres chelines y seis peniques per diem o, en algunos casos, unos cuartos de penique más. —Coge un par de cuernos de pólvora y se los aplica a ambos lados de la cabeza—. ¡Escandinavos! Sí, los famosos taladores suecos, y cada uno de ellos vale por diez de los leñadores oriundos de estas colonias. Y con las mejores hachas de doble filo, todo forma parte del trato, garantía vitalicia de las palas, póliza de recambio en setenta y dos horas, mango personalizado para cada leñador, pues «Bjorn quizá no golpee como Stig, ni Stig como Sven», como podría decir el famoso Timothy Tox. Las hachas son de acero sueco, fabricado con una fórmula secreta, pena de muerte por revelarla, y permiten una perfecta tala del bosque, el cual quedará rápidamente despejado mientras ustedes se disponen a tomar las medidas con la cadena. Son piezas que forman una única y gran máquina: el músculo y el vigor humanos se transforman en meros anexos de las realidades más profundas de un acero que nunca necesita ser afilado, que jamás se oxida…

—¡Oh, vamos, señor! —exclaman los topógrafos al unísono.

—Tomen entonces a uno solo, tomen a Stig, aquí presente, sólo a modo de prueba, y si no les convence, páguenle lo que estimen justo y despídanlo.

Después de O’Rooty, se presenta un «promotor» o proyectista de parcelas.

—Mátalo —aconseja Dixon a su colega antes de que nadie pueda decir palabra. (Mason se arriesga a echar una ojeada de soslayo, pero no puede ver ni oler signo alguno de ebriedad). Y hazlo lo más pronto que puedas, pues cuanto más tiempo pase, más difícil te resultará hacerlo.

Desde el inicio de su relación, los dos han aprendido a musitar de manera que no puedan oírlos más allá de la longitud de una pipa. El proyectista, que lleva anteojos, es demasiado brioso, no se está quieto, empeñado en dar saltitos adelante y atrás.

—¿Lo conoces? —inquiere Mason, aún no muy alarmado.

—Sólo un poco, pero he trabajado lo suficiente para los proyectistas, ¿sabes? No me siento orgulloso de eso, pero necesitaba el dinero.

Tan breve es esta respuesta que Mason conjetura que hubo un largo y probablemente enmarañado rosario de desgracias, allá en los estuarios y páramos ingleses, del que Dixon no salió bien parado.

—Bien, pues tú escoges —prosigue Dixon.

—¿Cómo?

—¿A cuál de los dos corresponderá la acción?

—¿La acción?

—Ya sabes. —Señala con un dedo rígido al visitante, el cual por fin se da cuenta de que los topógrafos están hablando de él.

—Humm…, Dixon, ve un momento a la tienda, ¿quieres?, sí, sí, hay ahí un buen amigo, sólo unos segundos… Disculpe usted, por favor, una pequeña cuestión técnica, del todo trivial, por cierto. Venga aquí, bien, vamos a ver…

Mason, que ha visitado Bedlam y frecuentado Tyburn, interpreta a la perfección él papel de un hombre sereno y paciente. Dixon representa su papel con idéntico vigor, utilizando como modelos a los numerosos lunáticos que uno puede encontrar en Bishop cualquier día de mercado.

El primer día del trazado de la línea occidental, el 5 de abril, cae en viernes, el día menos favorable de la semana para iniciar cualquier empresa, como zarpar de Spithead, por ejemplo.

Permanecer junto al poste indicador del oeste y volverse hacia ese punto cardinal puede resultar penoso para quienes tienen una inclinación sentimental, así como para cuantos están cerca. Es posible percibir la fuerza combinada, en perfecta enfilada, de cada segundo que debe transcurrir, cada cadena que aún debe extenderse, cada acontecimiento desconocido que debe suceder. Es el terror inalterado de mantener la propia latitud.

El mal tiempo los ha retenido: primero la nieve, que hacia el cuarto día, aunque no se ha amontonado, ha alcanzado dos pies y nueve pulgadas de espesor; luego el cielo cubierto de nubes, con lo que siguen sin poder observar el cenit. La noche del jueves, día 4, por fin el cielo está lo bastante claro para que sea posible determinar exactamente la latitud. El buen tiempo se mantiene al día siguiente, por lo que deciden no desperdiciar el viernes sino aprovecharlo, sin hacer caso de la amenaza de mala suerte.

Quedan algunos asuntos por decidir. Los señores Darby y Cope han ido aplazando hasta el último momento la cuestión de quién ha de ir delante y quién detrás para tender la cadena. Hay que dejar bien claro desde el principio que expresiones como «bastante bien» y «más o menos» son inadmisibles. Es necesario establecer unas reglas de precedencia con respecto a la brújula de agrimensor de Dixon, y sobre todo la regla según la cual, en caso de conflicto, el sector tiene prioridad: la astronomía antes que el magnetismo.

Por fin el señor Cope alza el peso, recoge y guarda el cordel de la plomada y separa así su extremo de la cadena del poste que señala el oeste. Avanza entonces en esa dirección, a través del campo nevado, hasta el lugar donde antes se hallaba el señor Darby. Separación, el comienzo del oeste.

Se ponen en marcha en medio de una gran algarabía —el tintineo de la cadena, el estrépito de las carretas, los graznidos de los gansos en las granjas—, y se dirigen a unas tierras de labor suavemente onduladas, bajo la mirada de ciervos y del ganado, y siguiendo las órdenes habituales de no pisotear parcelas cultivadas ni dañar los huertos; luego están los instrumentos, que cuentan con una tienda propia y que son más extraños que cualquier cosa que el grupo espera ver entre este lugar y Little Christiana, la verdad es que no hay mucho que ver, debido a los árboles, para los que, la segunda semana, contratan a otros once leñadores.

—Cualquiera diría que estos instrumentos están vivos —refunfuña Matthew Marine—, viajan en carreta sobre colchones de plumas mientras nosotros tenemos que ir a pie detrás.

—Tal vez estén vivos, Matty.

—Sí, Matty, y también han venido de muy lejos.

—Eso explica el aspecto que tienen, todo metal y vidrio…

—No me digáis esas cosas, muchachos. ¿Lo juráis?

Los otros asienten seriamente.

—Vienen de muy lejos, Matt.

—De un sitio remoto y extraño.

—¿Nueva Jersey?

—Necesitan un manejo más suave, chicos —advierte el joven Nathanael McClean, procurando mostrarse severo, a los hombres contratados por cinco chelines.

—Como el coño de tu madre —replica uno.

—¿Mi madre? —dice el joven ayudante sin alterarse—. Pues mira,

acabo de ver a tu madre haciendo puntería

contra uno que pisó sus botas de infantería.

—¿Si, eh? Bueno, pues yo

he visto a tu madre, no te lo tomes a mal,

bebiendo ginebra barata de un orinal.

—Señoras, por favor, que hay caballeros presentes —los reconviene el capataz de los leñadores, Moses Barnes («¿Es que aquí todo el mundo se llama Moses?»), siete chelines con seis peniques a la semana, acercándose a pasos tan pesados que a menudo se le oye minutos antes de que aparezca—. Vaya, ¿es eso poesía? A ver, Cedric, ¿dónde he dejado mi pluma?

Quienes están deseosos de trabar amistad con él saludan esta ocurrencia con risas prolongadas. Barnes es un hombretón que obliga a cumplir las reglas, de ojos saltones que no se dejan engañar, y poco dado a alejarse demasiado de la tienda del cocinero. Lleva largo tiempo intimidando a los encargados para que le sirvan gigantescas raciones de comida, y ha adquirido un volumen que dejaría chiquita a una carreta militar. En su trato con los leñadores a menudo está implícita la amenaza de que, si no obedecen como es debido sus deseos, esa móvil pero ágil mole, de alguna manera tácita (y, además, les da a entender, indecible), se abalanzará contra ellos.

Tardan menos de una semana en trazar la línea a través de una finca. Más o menos a milla y media al oeste del arco de doce millas, veinticuatro cadenas más allá de Little Christiana Creek, el miércoles, 10 de abril, queda registrado en el cuaderno de agrimensura: «A 3 millas 49 cadenas, pasado a través de la casa del señor Price».

—Los dos nos limitamos a hacer una conjetura, del todo infundada —dice la cordial señora Price—. Claro, mi marido no es agrimensor ni nada de eso. Por cierto, ¿qué lado va a ser Pennsylvania? —En sus ojos hay un resplandor malicioso que Barnes, Farlow, Moses McClean y otros recordarán más adelante. El señor Price está en la ciudad, en busca de socios para una empresa colectiva—. ¿Quieren entrar en casa, caballeros, y enseñarme el sitio exacto por donde pasa la línea?

Mason y Dixon, sintiéndose ya violentos, la siguen. Dixon sube al tejado provisto de una plomada y Mason aplica el ojo al visor del instrumento. Entretanto, la señora Price cubre la mesa con fuentes de buñuelos rellenos de guindas, empanadillas, un gigantesco budín indio, jarras rebosantes de sidra casera, y después saca unas hebras de cáñamo indio recién rastrillado y las extiende en línea recta, de acuerdo con las instrucciones de los topógrafos, las fija aquí y allá con tachuelas, de un lado a otro de la habitación, en las escaleras, en medio de la cama, por supuesto…, así que, más o menos, en el momento en que el señor Rhys Price regresa por lo visto de sus negocios en la ciudad, el hombre se encuentra a unos alegres leñadores haraganeando bajo su árbol de sasafrás, a unos caballos desconocidos que se mezclan con los suyos y beben el agua de su arroyuelo, su casa invadida de agrimensores y a su esposa vaciando la despensa y agitando su jarra al tiempo que le grita:

—¿En qué provincia nos casamos, marido? ¡Ja! Miren qué pasmado se ha quedado, ¡no lo recuerda! Fue en Pennsylvania, galápago mío, no en Maryland. Así que, a partir de ahora, cuando me encuentre en este lado de la casa estoy en Maryland y, por tanto, legalmente no soy tu esposa ni estoy ya sometida a tu autoridad. ¿No es cierto, caballeros?

—Pregúntele al reverendo —responden los invitados al unísono, tal vez tras reparar en que el señor Price lleva un largo fusil de Pennsylvania, dos cuernos llenos de pólvora y una buena cantidad de balas.

—¿Eh? —El reverendo, a todas luces desconocedor del lío en que los caballeros le están metiendo, sonríe al hasta ahora sólo perplejo rústico—. Sólo sé celebrar la ceremonia. Tal vez necesite usted consultar a un abogado.

—La separación entre vecinos es una cosa —dice Rhys Price—, pero separar marido y mujer… No es de extrañar que les peguen a ustedes tiros continuamente, como tampoco que a estas cadenas las llamen las entrañas del diablo.

Ha de esforzarse para enfadarse, pues hasta ahora ha estado poco expuesto al mal y a la aflicción, y sigue siendo un joven que confía en que todas las personas con las que se encuentra se mostrarán tan amables como él.

—Lo que ocurre —le informa Alex McClean— es que habrá de pagar los impuestos por duplicado, recibirá continuas visitas de los sheriffs de ambas provincias, en busca de la renta fija sobre la propiedad inmueble, de los recaudadores de impuestos de Filadelfia y Annapolis, y tarde o temprano tendrá que decidirse a montar la casa sobre unos troncos y hacer rodar todo el edificio hacia un lado o hacia otro; supongo que eso dependerá de la dirección en que se extienda su propiedad.

—Puesto que hacia el norte el terreno es demasiado empinado —considera el señor Price—, ciertamente costaría mucho más hacerla rodar hacia arriba, en dirección a Pennsylvania, que hacia abajo, hacia Maryland.

—Donde ya no soy tu esposa —le recuerda ella.

—Sí, ése es otro motivo —dice él, asintiendo tranquilamente—. Bueno, iré en busca de los chicos y nos pondremos manos a la obra. ¡Nos vamos a Maryland!