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—Muchos cristianos —comenta el reverendo— creen que el juego es pecado. Entre los eruditos, el juego plantea serias cuestiones acerca de la predestinación y la voluntad de Dios, pues Él anota cada detalle de cada vida en una especie de libro mayor divino, distribuyendo suerte, buena y mala, a cada uno, y al tiempo que desencadena la tormenta en el mar, permite que se sitúen a barlovento los oscuros galeones piratas, o provoca el ataque del mohawk contra el puesto del mercader, pues es el Señor de Todos los Peligros. No obstante, otros, los que se sienten seguros en sus casas, apuestan contra Su voluntad; y esa apuesta se expresa en las acciones de esos hombres de empresa, exactamente como si repartieran las cartas o echaran los dados.

—Hombre, Wicks. ¿Sólo nos consideras unos vulgares tahúres? ¿Parásitos de las fortunas de quienes están dispuestos a arriesgarlo todo? Te ruego que, dejando aparte aquellos en cuyo hogar siempre eres bien recibido, nos lo cuentes todo.

—Lo que más me alarma, Wade —sigue diciendo el reverendo Cherrycoke—, es la posibilidad de hacerse con unas sumas tan cuantiosas con tanta rapidez. Si un marinero puede acabar con un matón por una moneda de seis peniques, entonces ¿qué maldad desproporcionada, incluida la guerra global, implica la salvaguarda de fortunas que se cuentan por millones de libras esterlinas?

—No se lo estás preguntando al mercader apropiado. Me consideraré afortunado si este año gano mil libras.

—Lo que sucede es que todos ellos llegan a un punto en que no pueden seguir confiando en su suerte, así que engañan.

—Su audacia es increíble.

Luego, en sus habitaciones, cuando los dos experimentan, demasiado tarde, el remordimiento típico del jugador, Mason se acalora.

—Marcó las cartas. Los dados eran de hierro y estaban astutamente lacados, con la superficie magnetizada. Maldita sea, nos debe veinte libras, ¡o más! ¿Qué vamos a hacer? ¿Vivir de raíces? Es dinero de la Royal Society, dinero del rey, ¿no?, salido de la bolsa de Jorge Rex, ¡y cómo no va a sulfurar eso a un auténtico inglés!

Es un insulto que Mason no puede dejar sin respuesta. Ese salvaje de nariz goteante y con título nobiliario había entregado los fondos de la expedición, como generosas propinas, a los esclavos que se habían pasado la noche cuidando de que los carbones brillaran siempre y eliminando con unos fuelles el humo de la atmósfera inmediata, a fin de que los jugadores pudieran ver sus cartas. Era insoportable.

—¿Debemos quedarnos entonces con algo que valga veinte libras? ¿Y dejar que el tunante nos persiga? —Dixon ajusta el ángulo de su sombrero—. Echemos un vistazo. Aquí, en la pared, este grabado, ¿qué representa? Una escena turca o algo por el estilo…, espera, Mason, ¿no son personas entregadas al goce carnal? ¡Vaya! Y mira esto… Bueno, bueno, decididamente no podemos vender estas cosas en Filadelfia… ¿Qué es esto? ¿Un orinal? Tal vez no. ¿Y qué me dices de la cama?

—También podríamos llevarnos ese armatoste que hay ahí —propone Mason, y señala una bañera gigantesca con patas, en concreto patas de oso, de hierro local procedente de la Fundición Lepton.

—¡Hombre, claro! ¡La bañera!

—Pesa por lo menos media tonelada, Dixon, no podremos moverla… Y aunque pudiéramos, ¿adónde la llevaríamos? Y después…

Mientras examina la bañera, Dixon musita:

—Las leyes de la fuerza mecánica… William Emerson enseñaba cosas que no conocía nadie más en Inglaterra, técnicas secretas del arte mecánico, rescatadas de la Biblioteca de Alejandría hacia el 390 de nuestra era, antes de que los cristianos alborotados lo destruyeran todo, y han sido desde entonces celosamente custodiadas y transmitidas con solemnidad a lo largo de los siglos, de maestro a discípulo.

Mason entrecierra los ojos.

—Entonces no deberías enseñarme esos «secretos», ¿no te parece? Ya viste lo que sucedió con aquel reloj.

—Bueno, como es natural, deberás hacer el «juramento de silencio», que es un tanto siniestro…, pero podemos dejarlo para más adelante. Ven aquí y mira.

Apenas toca Dixon el pesado objeto, de repente, como si levitara, un extremo efectúa un movimiento de rotación y hacia arriba, y la gran bañera queda en precario equilibrio sobre una especie de reborde o saliente que tiene en el otro extremo.

—¡Asombroso! —exclama Mason.

—Es una simple cuestión de equilibrio, centros de gravedad reales y virtuales, momentos de inercia…

—Los tengo continuamente.

—… masa estimada…

—¿El amasador se lo pasó bien la noche anterior? —Pero, a pesar del tono bromista, Mason sigue con los ojos entrecerrados—. ¿Qué ocurre? ¿No deberías mencionar también el «magnetismo»? ¿Acaso lo has omitido a propósito?

Dixon no responde enseguida, ni tampoco más adelante, pues está absorto en empujar con suavidad pero también de manera constante la gigantesca concavidad de hierro a lo largo de la sala y hacia la puerta, a través de la cual no se vislumbra con claridad cómo va a pasar la bañera. La empuja con tanto cuidado que la madera del suelo apenas cruje.

—Bueno, estupendo, de veras. Ahora sólo he de echar un vistazo a la escalera, y si no te importa…

—¿Qué? —inquiere Mason.

Su compañero señala la masa que se alza por encima de ellos.

—Es preciso mantener esto exactamente en el ángulo en que está, no sólo el ángulo que forma con el suelo, ¿comprendes?, sino también este ángulo de rotación exacto alrededor del eje. Procura no considerarlos dos ángulos distintos, sino uno solo. ¿Me sigues?

—¿Quieres… que… espere… mientras…? No, no, ¿por qué no la apoyamos contra esta pared?

—¿Esta pared? ¡Hombre, no! ¡La atravesará! No, lo único que te pido es que mantengas la bañera alzada sólo durante un minuto, mientras yo reconozco el terreno.

—Prométeme que no será más de un minuto.

—Dos minutos como mucho. Es muy estable, siempre que no la muevas demasiado de un lado a otro… Mira, tú entra aquí, eso es, y ahora pon las manos…, aquí, un punto de descanso único para todo, amigo. La bañera está perfectamente inmóvil, ¿no?, con la máxima alineación propia, mientras adquiere potencia en silencio. Nos ayudará a salir de aquí, es ideal. Bueno, no te muevas. Vuelvo enseguida.

Dixon desaparece, dejando a su colega metido debajo de la bañera. Mason no tarda en percibir un olor a tabaco de pipa, la mezcla que fuma Dixon, sin lugar a dudas. Está ahí afuera, fumando tranquilamente, mientras Mason, nervioso, mira hacia arriba y se esfuerza por mantener la bañera sobre sus ejes. Al cabo de un rato, como si hablara consigo mismo, dice: «Han pasado dos minutos y treinta y un segundos». Las palabras suenan como golpes de gong, parecen entrarle dolorosamente por un oído, atravesarle la cabeza y salir por el otro oído. En la reverberación posterior cree oír la voz de Dixon, seguida de otra voz, la de Lady Lepton, si no se equivoca; sin embargo, las palabras pronto cesan, aunque los rumores continúan. Una silla volcada, suspiros, tela rasgada, un chillido alegre. De improviso, acompañado por una campanilleante armonía en dos partes y un tempo acelerado de una manera antinatural, oye con toda claridad: «Oh, más rubicunda que la cereza». Es el infame corpiño musical, ideado por un fabricante de instrumentos londinense, que tiene unas púas cosidas al cierre, de modo que, al abrir éste, empiezan a vibrar, una tras otra, una hilera de varillas metálicas, cada una afinada para que dé una nota específica; cuanta más fuerza se aplica, más fuertes son las notas. «¡Excelente tonada!», exclama Mason. No sabe cómo librarse de la condenada bañera de Dixon, aunque no parece éste el mejor momento para hacerlo, a menos que…, pues ahora que está escuchando, hum…, ya no parece percibir tanto ruido procedente de allí… De hecho, ningún ruido.

—Bueno, menuda casa de orates…

Un silencio poco prometedor va estableciéndose; las reverberaciones, como las de un gong, decrecen poco a poco, y en ese silencio Mason oye unos golpes discretos en el exterior de la bañera, directamente sobre su coronilla. Los golpes avanzan alrededor del borde de la bañera, hasta que aparece ante sus ojos el rostro enrojecido de un individuo que lleva una anticuada peluca de manufactura extranjera y hace oscilar una brújula fantástica, de latón y caoba, provista de tornillos micrométricos, cuadrantes y enigmáticas adujas de alambre de cobre.

—Buenos días tenga usted —saluda a Mason—. ¿Es el responsable de este imán absolutamente pasmoso?

—¿Se refiere a esto? Es una bañera, señor.

Mason confía en que el eco dé a su voz el tono adecuado.

—Vaya, es casi el tercer polo terrestre —murmura el desaliñado filósofo—. Observe. —Cruza la sala, toma un clavo y lo suelta. La pequeña pieza de metal vuela trazando un curioso arco, que parece «dirigido», y choca contra la bañera con un fuerte bong. La punta del clavo se achata, se reduce una octava de pulgada, y el clavo no cae al suelo—. Se parece mucho al vampirismo húngaro —retira el clavo y procede a formar un aro gigante con otros clavos que va uniendo a partir del primero—, esta cualidad puede transmitirse de una masa de hierro a otra. Ah, pero discúlpeme, soy el profesor Voam, operador filosófico, y en la actualidad huyo de las autoridades del rey por haber electrocutado en Filadelfia a uno de esos petimetres americanos que ni siquiera pueden obedecer una simple advertencia, como por ejemplo: «No toquen el torpedo». Mire que es fácil hacer caso de ese sencillo aviso, ¿no? Pero, en fin, tal es la mocedad que abunda en estas costas, y el condenado petimetre ha de experimentarlo todo por sí mismo. ¡Bah! A pesar de que el tipo se lo buscó, varios ciudadanos armados decidieron que lo mejor sería que me marchara… Oiga, ¿va a estar mucho más tiempo ahí debajo? Tal vez podríamos ir a buscar un poco de café.

—No sé muy bien cómo me he metido aquí debajo —dice Mason, un tanto quejumbroso—, y aun menos cómo podría salir. Su mención del café, por cierto, incrementa mi desdicha.

—¿Alguien le ha metido debajo de este prodigio férrico?

—Mi ayudante, el señor Dixon.

—¡Pues claro! ¡Los astrónomos! ¡Dixon y Mason!

—La verdad es que somos Ma… —replica Mason.

—Espero que no hayan reñido ustedes dos, muchachos.

—Él me estaba demostrando el principio de la estática, y se aturulló. Parece ser que esta bañera descansa sobre un eje invisible para todo el mundo excepto para Dixon.

El profesor efectúa un examen rápido, trazando con su aparato unas curvas místicas aunque regulares ante la bañera.

—Fascinante. El eje sobre el que está situada es magnético. Menos mal que no ha tratado de equilibrarla mecánicamente. ¡Uf! Habría quedado usted como un pancake.

El profesor palpa cuidadosamente el borde.

—¿Y para qué, quiere decírmelo? ¿Para mirarme mientras me frío, y decir: «ah, qué circular eres, tus burbujas de aire son tan intrigantes…»?

—Vamos, vamos… Se acabó el castigo. Ayúdeme a bajarla. Quod erat demonstrandum y amén. Una bonita bañera, ¿eh? Bien mirado, podría ser el recipiente apropiado para Felipe.

—¿Felipe es su…?

—Es mi torpedo. De momento se aloja en el estanque de los jardines árabes, pero pronto llegará el momento de partir, y entonces…

Mason se estira y mueve el cuello y la cabeza.

—Le estoy muy agradecido, señor. Tal vez pueda llevarle en breve a un lugar seguro, pues gran número de refugiados se han unido a nuestro grupo. Todos ellos viajan bajo la garantía conjunta de los propietarios y de los gobiernos provinciales. Que yo sepa, aunque hay entre ellos sastres, agoreros, pasteleros, músicos, jugadores, cantantes de ópera y exhibidores de dioramas, todavía no contamos con ninguna anguila eléctrica.

—Es usted muy amable, pero en las salas públicas de Filadelfia nos insultan a los dos a placer, y no estoy seguro de que esa práctica remitiera si nos trasladásemos hacia el oeste.

—Sin embargo, suponiendo que el avance hacia el oeste fuese un viaje de retorno a la inocencia, cuyo límite sería la aproximación a la inocencia de los animales con los que esa gente ha de relacionarse a diario…, yo diría, señor, que su torpedo puede tener para ellos un atractivo mayor del que usted imagina.

—La electrificación rural —suspira el profesor—, semillero de lo imprevisto. ¿Qué alternativa nos queda? Venga y conocerá a Felipe.

Después, cuando Dixon se reúne con ellos —surgido, coprofágicamente y risueño, de algún panel falso en un muro—, deciden abandonar el edificio, llevándose la bañera. Cerca de los jardines árabes, por un corredor que arranca de allí, aparece la esclava que antes ha hablado con Dixon y se planta bruscamente ante Mason, obligándole a detenerse.

—¿Me abandonas otra vez, Charles?

—No es por ti.

—Me raptaron unos malayos, mercaderes del sexo. Iban por el mercado con pequeños matamoscas, mirando de arriba abajo a chicas y chicos, y golpeaban con aquel objeto a uno, a otro…, nadie se libraba, tarde o temprano nos tocó a todos. También yo noté los golpes livianos del matamoscas. Estaba destinada a unos amos jesuitas, como pago de una deuda que nunca me explicaron, pero en cuanto llegamos a Quebec me enviaron a la Hermandad de Las Viudas de Cristo. Después del noviciado, tuvo lugar el rapprochement entre el amable capitán Dasp y yo.

—Tu francés ha mejorado —susurra Mason—. Sé quién eres, no he de esperar a la próxima medianoche para que te quites la máscara. Ah, en cuanto a lo de «amable», ese hombre es por lo menos un flagelador, muchacha impúdica.

Los labios de la joven esbozan una sonrisa en absoluto enigmática. Da media vuelta y se aleja, moviendo las semiesferas: la comunidad de flagelantes de la región sin duda lamentará que la hayan arrendado aquí por poco tiempo, y dentro de quince días las meneará en otro lugar. Hasta ahora, por lo menos, está llevando una fascinante vida internacional. ¿Quién dice que la esclavitud es tan terrible?

—Adiós, Charles —le dice ella con una voz que empieza a ser confusa, y se aleja siguiendo, la larga curva del muro.

Mason, Dixon y el profesor examinan un panel secreto tras otro, pero la muchacha no está en ninguna parte… En cambio, encuentran un fusil holandés —con una estrella de cinco puntas en la culata, una estrella invertida, de plata muy pulimentada, brillante sobre el complicado veteado de la madera—, abandonado sobre una chimenea accesoria en una habitación poco frecuentada. Una estrella polar del mal…

—Y resulta que yo estaba tendido allí, en el sofá, descansando por un rato del jolgorio impenitente —relata el señor LeSpark.

—A solas, por supuesto —dice su esposa, con un parpadeo peligroso.

—En efecto, a solas una deprimente noche tras otra, vida mía, como siempre descansé durante la negrura del vacío premarital, pues las exigencias del comercio se imponían sobre todo lo demás, incluida la compañía de las de tu estimable sexo.

Así pues, en ese lastimoso estado dormita el señor LeSpark, y se despierta en medio de la disputa en que están enzarzados los topógrafos sobre la procedencia del fusil. Mason insiste en que es un fusil de El Cabo y Dixon en que es americano.

—No es un arma para cazar elefantes. ¿No has visto ya muchos así por aquí? El cañón es más corto y la madera de la culata es de una clase distinta.

—Claro, los de tu credo son famosos por la precisión con que distinguen las armas.

—Eso no tiene nada que ver. Aquí todo campesino posee un fusil, es una herramienta esencial, como un hacha o un arado. ¿Es posible que no te hayas dado cuenta?

—Rodeados noche y día por la plebe americana, cada hombre portando armas de fuego…, pues sí, naturalmente, no me ha pasado desapercibido.

Wade LeSpark se incorpora lentamente para mirarlos por encima del respaldo del sofá.

—Buenas noches, caballeros. Estaba ahí acostado, y ya le había echado un vistazo a eso. Un bonito ejemplar, ¿no es así? Normalmente puede saberse de dónde procede un fusil por la caja. —Toma el fusil y dirige el lado derecho de la culata hacia la lámpara—. Cada armero pone en sus armas un acabado ornamental característico, una especie de firma personal… Miren, aquí está de nuevo su estrella invertida, como un criptograma… No obstante, este metal no es corriente, se diría que es pálido, con un alto contenido de cinc, a pesar del embargo británico, y fundido en arena, no cortado de una lámina… Lord Lepton es un experto en armas, ya lo creo.

No puede soltar el arma. El cañón octogonal tiene un color azul logrado al fuego, en vez de pardo debido al ácido; se ha dejado el cerrojo brillante, pese a su longitud bellamente equilibrada cuando pende del guardamonte; todas las piezas están concentradas, el giro de las estrías interiores algo más rápido que una vuelta en cuarenta y ocho pulgadas, lo cual sugiere en su vórtice más prieto una carga más pequeña y un alcance más corto…, un arma para el bosque, en suma, destinada a una sola presa, más pesada que una ardilla, pero no tan grande como un ciervo. En la pureza de su intención, por así decirlo, es americana, como supone el señor Dixon, pero no obra de ningún armero al que conozca el señor LeSpark.

—¿Ha visto usted, señor —le pregunta Mason—, otra de tales estrellas invertidas, en la ciudad de Lancaster, en el cartel de El Fusil Holandés?

—Sí señor, y con la clara intención de representar una pieza local, con el florón, si mal no recuerdo, en forma de margarita, la flor preferida por los armeros de Lancaster…, si bien continúa vigente la discusión acerca de qué fusil pudo haber servido de modelo, si es que hubo alguno, por supuesto, pues en este país no se señala nunca muy claramente el límite entre la realidad y la representación. El cartel de la taberna fue encargado a un artesano viajero, un desconocido que abandonó la ciudad cuando se produjeron los disturbios del 59, y tan misteriosamente como había llegado. Tal vez se dirigió al sur, tal vez pereció. Dicen que, como el hombre carecía de pincel, salió de caza y mató una ardilla, con cuya cola pintó el mismo fusil que había usado para abatirla. Es posible que esa estrella se añadiera más adelante, por puro capricho, y es posible que él ni siquiera distinguiera entre poner dos puntas hacia arriba o dos puntas hacia abajo.

Mason le mira furibundo y le dice:

—Sin embargo, una vez más, señor, podría darse el caso de que tales hechos, como otros tantos, estén relacionados de una manera invisible. ¿Cómo puede usted descartar tan a la ligera la posibilidad de que sea la insignia del diablo, tanto si es una representación como si no, una insignia que sólo los agentes del diablo que se encuentran entre nosotros están autorizados a esgrimirla?

—Muchos creen que cualquier arma de fuego es obra del diablo, por muy decorada que esté —replica LeSpark con suficiente aplomo en la voz como para darles a entender que está muy familiarizado con el negocio—, mientras que otros afirman con igual ardor que estas bellezas de Pennsylvania son sin duda obra de Dios. Así pues, el asunto queda en tablas. ¿Qué importa?

—Pero estos pequeños artilugios —tercia el profesor Voam pueden tener unos efectos desmesurados. Sin duda este pentáculo, si se valora tan sólo por los silenciosos actos de reconocimiento que provoca, ha devuelto con creces lo que ha costado.

—Mientras que las bañeras demasiado pesadas quizá no devuelvan jamás a sus dueños el coste de su transporte, las lleven a donde las lleven —replica el señor LeSpark—. ¿A qué distancia se proponen trasladar ésta, por ejemplo?

—De haber visto primero este fusil —dice Dixon, al parecer sinceramente—, tal vez hubiéramos cargado con él en lugar de este trasto…, es decir, a menos que nuestro anfitrión, el tahúr, sea amigo suyo…

Mason, con los ojos fuera de sus órbitas a causa de su alarma, tira de la manga de Dixon.

—Por el amor de Dios, Dixon —le susurra—, ¿no te das cuenta de que sobre el fusil pesa una maldición?

En el intercambio de miradas que se produce a continuación entre Mason y Dixon —y que el señor LeSpark recordará incluso varios años después—, los dos revelan pronto una honda admiración hacia el fusil hasta entonces inconfesada, a pesar de la desgracia que podría sobrevenirle a cualquiera con sólo tocarlo, tanto por la brutal lejanía casi clásica que trasluce el objeto, como por la fidelidad sacramental con que encarna el estado de gracia propio de todo asesino. Ningún objeto que no lleva la muerte dentro de sus contornos terrenales puede despertar un deseo tan agudo o inmediato…

El señor LeSpark ha negociado con muchos cuáqueros y conoce el idioma sin palabras que habla Dixon. El punto clave es que llevarse el fusil será mucho más peligroso que llevarse la bañera.

—Y en cuanto a la bañera —dice el señor LeSpark al cabo, sonriente—, ¿a qué bañera se refieren?

—¿No es arriesgado dar alojamiento a unos desconocidos como nosotros? —pregunta Dixon, perplejo—. Suponga que fuésemos unos forajidos desesperados…

—En este país he visto cosas de todos los colores: sobornos, tipos que se hacen pasar por otros, fraudes con los terrenos, robo de cueros cabelludos… Cada día trae consigo un espectáculo cada vez más descorazonador. Ustedes tres son sólo unos muchachos juguetones.

—Muy amable, señor, usted siempre tan amable… —dice Mason, con un servilismo innecesario.

—Y además —Wade LeSpark se ríe entre dientes—, Lepton es uno de mis clientes importantes… Tal vez debería ir a verle enseguida para hablarle de la enajenación de su bañera. Quizás él envíe a Dasp con unos jinetes tras ustedes. Puede que este fusil pertenezca a uno de ellos.

—En ese caso, será mejor que sigamos nuestro camino.

—Váyanse alegremente, muchachos.

Y el señor LeSpark, como contará más tarde, vuelve a tenderse en el sofá, buscando una vez más la comodidad del amodorramiento solitario.

La última puerta se abre ante ellos. Se encaminan a los jardines árabes, y Dixon hace avanzar suavemente la bañera por el suelo embaldosado; tras tranquilizar a las mujeres del harén, recogen el torpedo (cuya expresión denota impaciencia, como si hubiera estado esperándoles), junto con agua del estanque, y prosiguen hasta una rampa que juzgan conveniente, por donde desplazan la bañera, con el torpedo dentro, hasta una carreta que han descargado hace poco y a la que han enganchado caballos descansados.

—¡Iiaaaa! —grita el profesor, tomando las riendas, y parten como una exhalación.

Mason, zarandeado con violencia en su asiento, se sujeta el sombrero y grita contra el viento:

—Oye, Dixon, ¿no crees que se parecía a Austra?

—Si lo es, ha cambiado, ¿verdad?

—Una mujer asombrosa. Me ha gustado, como habrás visto. No es en absoluto como la Austra de antaño, que no podía soportarme…, qué va, no puede ser ella, uno lo percibe, pues el desagrado de una mujer es incontrovertible: es la emoción que transmite con más claridad.

Llegan sin incidentes al bosque y no tardan en dar con el camino que conduce al transbordador. Oyen un ruido de cascos a sus espaldas.

—Es cuestión de tiempo —dice Mason, abatido.

—¿Por qué querrían prendernos? Se han quedado con las veinte libras, ¿no?

—Nada de «prendernos», Dixon. No, no. Sólo te buscan a ti. Yo estaba debajo de la bañera, ¿recuerdas?

—Un bonito espectáculo —dice riéndose el profesor Voam.

—¿Usted no se amilana, profesor?

—A mí siempre me ocurre lo mismo. —Ha viajado de posada en posada con ese espécimen gigante de torpedo de la Guayana a cuestas, dando conferencias y haciendo demostraciones de las misteriosas cualidades eléctricas de la criatura, que con frecuencia llegan a alterar la vida—. Se le llama «torpedo», aunque, desde el punto de vista científico, el auténtico torpedo es una especie de raya. —Unos hombres con sombreros de piel de mapache aguardan a que termine, contemplando al torpedo en su recipiente—. También se le conoce como anguila eléctrica, aunque el señor Linneo llegó a la conclusión de que tampoco se trata de una anguila, sino de un gymnotus. Raya, anguila o gymnotus, para mí siempre ha sido y será «el torpedo». «Acuérdate de alimentar al torpedo…». «¿Ya ha cargado corriente ese torpedo?». (No lo ha hecho, claro). Aprendí a determinar el nivel de electricidad tan sólo mirándole a los ojos. Sí, sí, cariño —dice en español mientras sumerge las manos en la gran bañera y empieza a moverlas con suavidad cerca del cuerpo de la criatura, de la cabeza a la cola.

El torpedo permanece sereno, y al cabo de un rato se muestra más satisfecho, y esboza una ligera sonrisa, que conocen bien los amantes de los torpedos, con esos hoyuelos en forma de V que presentan las comisuras de su boca, como si, en su vida sombría y limitada, hubiera encontrado un instante de relajación y hubiese dejado que un ser no eléctrico le aportara, para variar, las emociones.

Cuando el profesor lo compró, Felipe respondía al nombre español de «el Peligroso». Es muy grande para ser una anguila de Surinam, cinco pies y dos pulgadas, y aún está creciendo. A medida que aumenta de tamaño, las dimensiones de sus órganos eléctricos crecen en proporción. De particular interés son los discos agrupados a lo largo de su cuerpo, cada uno de ellos parecido a una placa eléctrica, cuyo efecto general es que la cabeza adquiere una carga positiva y la cola negativa. Así pues, basta con tocar al animal en ambos extremos para completar el circuito y permitir la descarga del fluido eléctrico, tras lo cual su destino depende en gran manera de la persona que lo maneja, a fin de ofrecer a los espectadores una variedad de espectáculos pirotécnicos.

—El torpedo que ven aquí, totalmente cargado, aturdido, como drogado por el elemento eléctrico que satura cada corpúsculo de su ser, es “el Peligroso”. —Al oírlo, la anguila gigante adopta una nueva postura, como si posara para un retrato—. El torpedo que el mundo ve, en cambio, es un cómico de la legua, que de noche, durante la función, descarga su abrumadora acumulación diurna, si bien los misterios del flujo eléctrico que corre por su interior siguen desafiando a las mentes más agudas del mundo filosófico, incluido un grupo de jesuitas italianos dedicados al estudio de los torpedos.

»Ustedes y yo podríamos considerar que lleva una vida repetitiva, de una rutina insólita, pero “el Peligroso” no es más que una criatura cíclica. Sí, una criatura cíclica, así eres —le dice en español al gymnotus, el cual parece prestarle atención—. Su vida está dotada de partida y regreso. Si tuviera que vivir como nosotros, preocupado por los horarios de los coches, por las citas a las que no hemos podido asistir y por el sheriff Thickley —aplausos por la referencia local—, créanme que sería un torpedo desdichado. ¿Que cómo lo sé? Pues porque lo he observado: Felipe, para vivir, necesita un ritmo.

»Y creo que nosotros también. ¿He visto mi banjo en alguna parte? Ah, helo aquí. —Empieza a tocar una melodía sincopada y canta:

Pasad, mozas y mozos,

y ved al célebre torpedo.

En Londres lo colman de elogios

y hasta lo admiran en Edo.

Reyes, nobles, potentados,

nadie cree lo que está viendo,

por dos peniques contados

comprobaréis que no miento.

¡Sed testigos de primera,

el torpedo os espera!

Sin duda, todos los petimetres que residen entre este lugar y Filadelfia han acudido a verlo esta noche, y lucen chalecos color verdemar brillante, trajes con brocados que revelan una falta de gusto asombrosa, pelucas con peinados extravagantes, zapatos de tacón más alto que el pie de una copa de vino, medias desparejadas de colores que no casan en absoluto, como violeta y verde, extraños anteojos opacos de estos dos tonos y de muchos otros. Sacan cajas de rapé y frascos de bolsillo, y sueltan una risita tonta tras otra. En cuanto a los sombreros, mejor no abordar siquiera el tema. Es como si cruzar el río Schuylkill fuese también pasar un Rubicón del estilo, dejar atrás la sencillez cuáquera y entrar en la perplejidad del mundo después del Edén.

—¡Me temo que va a ser muy difícil impresionar a semejante público! —exclama el profesor.

A todos les satisface ser de la misma opinión, y aplauden. A un gesto de su exhibidor, Felipe se alza en el recipiente y hace una reverencia a derecha e izquierda. El profesor toma un cigarro antillano, arranca el extremo de un mordisco, saca dos alambres y, con un poco de goma, los adhiere con precisión al cuerpo del animal. Felipe se deja hacer, aunque, como cualquier bestia adiestrada, de vez en cuando se abalanzará con desgana hacia el par de manos en movimiento, abriendo las mandíbulas lo suficiente para que los espectadores puedan maravillarse y estremecerse al ver las hileras de dientes afilados como dagas. El profesor mueve lentamente los extremos libres de los alambres hasta juntarlos. De repente salta entre ellos una chispa gigantesca, de un blanco cegador, a la que el intrépido Voam aplica el extremo del cigarro; luego aspira afanosamente por el otro lado, hasta que por fin lo retira bien encendido.

Mason no puede apartar los ojos de la escena, deslumbrado. Tarda en reaccionar a la mano de Dixon que le sacude el hombro.

—No es buena idea mirar fijamente esa chispa, Charles.

—Dixon —dice su compañero con una inflexión apasionada en la voz, dirigida a algo que está detrás de sus párpados—, he visto…

—Está bien, está bien.

—He visto…

—La chispa era demasiado brillante, Mason. Todos han desviado la vista menos tú.

En su diario secreto, en el que escribe tan raras veces que debería llamarlo «mesario», Mason anota:

«Vi en el corazón del fuego eléctrico, más allá del color, más allá incluso de la forma, una abertura que daba a un espacio, sí, y a un tiempo muy distintos a aquellos con los que astrónomos y topógrafos están acostumbrados a trabajar. La abertura me invitó a entrar, o más bien dio la bienvenida a mi espíritu, pero mi cuerpo era muy reacio a aproximarse más; de hecho, mi cuerpo deseaba que la visión desapareciera. Entretanto, la criatura que estaba en el recipiente me dirigía una “mirada personal”, como la de un desconocido que, desde alguna orilla lejana, inaccesible, afirmara conocerme, una mirada dulce y nostálgica, y temí que enmascarase sangre o jungla, mientras la luminosa profundidad de la gran chispa no cesaba de llamarme…

»No puedo dar a eso ninguna explicación, al igual que ocurre con los demás episodios. No elijo esos momentos, ni sabría cómo hacerlo. Es algo que me sobreviene, sin premonición de ninguna clase. ¿Debería hablar con Dixon? ¿Es un síntoma de una melancolía más avanzada de lo que creía y que provoca alucinaciones? ¿Debería buscar el consejo, Dios me proteja, de ese pelma querúbico, Cherrycoke? Él anotará cada palabra que pueda recordar. (¿Sería útil, con vistas a cualquier solicitud de compensación en el futuro, que dejara constancia escrita, sin duda de longitud apabullante, de que he buscado ayuda espiritual?).

»¿Cómo explicar la ininterrumpida fascinación que me producía el torpedo? De hallarme en su lugar, sé que me habría inquietado cada vez más al tener que realizar la misma serie de trucos una noche tras otra, y tal vez incluso me habría irritado. Pero la expresión facial de la anguila es de una benevolencia y una prudencia extrañas. Cada mañana pasamos unos minutos juntos, mientras tomo café. El animal me mira en silencio, relajado, las aletas ondulantes, gozando de esas horas tranquilas de su eléctrica jornada tanto como pueda…».

—Pues muy pronto la carga —como el profesor declama cada noche—, aumentará hasta hacerse casi irresistible, la notará a todo lo largo del lomo, y enseguida aparecerá el otro, «el Peligroso», y el Felipe de maneras suaves que veis aquí será totalmente incapaz de impedir su llegada.

Sus comidas consisten sobre todo en pescado de la localidad, aunque Felipe está lejos de ser exigente, y últimamente, por ejemplo, se ha aficionado a la carne de vacuno salada.

—Regresa a su hemisferio nativo —masculla el profesor— debido a las extrañas variaciones en la salinidad de su dieta, pero tal vez se trate de un fenómeno magnético, pues, como recientemente se ha descubierto, el desvío de la aguja sigue, como Felipe, un ciclo diurno…

No obstante, detrás de esta cháchara, acecha la posibilidad no expresada de que en el exterior, tal vez incluso en el exterior más inmediato, la esfera de los intereses alimenticios cada vez más amplios de Felipe abarque la carne humana.

El profesor desecha la bañera, construye un depósito circular y más grande, y lo monta sobre dos ruedas, de modo que pueda situarlo cada día sobre la línea que están trazando. Entonces Felipe gira lentamente hasta que su cabeza señala el norte. Al cabo de poco se ha convertido en la brújula del campamento, y lo consultan tan a menudo como al termómetro o al reloj.

—Según este torpedo, el norte está por ahí.

—Será mejor que mañana estemos atentos, a ver si el viejo Felipe varía la dirección de la cabeza. Tal vez la triangulación nos coloque encima de un gran filón de hierro y podamos abandonar este trabajo de esclavos y hacernos ricos con más rapidez que si nos dedicáramos a la explotación forestal o al cultivo de cáñamo indio…

—Sí —comenta el hacendado Haligast, que se ha unido al grupo—, pues sin hierro los ejércitos son sólo hombres uniformados y armados con arcos, y las fuerzas navales no son más que bonitas amalgamas de vegetación labrada.

—Jefe, cuando seamos ricos, podrá escribir usted nuestras cartas comerciales.

—Lo pondremos en una especie de garita, delante mismo de la mina, con un gran letrero encima que diga: AVERIGUACIONES.

—¿Tendré una pistola? —pregunta el hacendado con tono juguetón.

—Claro, y un cañón si le place. Le fabricaremos uno en la forja de la Compañía.

—Chicos, chicos —refunfuña el capataz Barnes, siempre alerta—. No bromeemos otra vez con el hacendado. Conocemos bien las consecuencias que eso tiene, ¿no es cierto?

—Son jóvenes que sueñan juntos en voz alta —dice el hacendado—. No hay nada malo en ello.