41

—La verdad es que me tropecé con Mason y con Dixon en cierta ocasión, en una mascarada —reconoce el señor LeSpark—. Debió de ser aquel primer año, o el segundo.

—¡John!

—Mucho antes de que nos conociéramos, tesoro mío.

—Pero tú sabes, mi dechado, que me ofende e incluso me irrita la menor alusión a la vida que llevabas antes de que nos conociéramos.

Al oír esto, el reverendo parpadea y hasta parece encogerse un poco, atemorizado, pues conoce a su hermana.

—Privándome así —comenta LeSpark, por lo menos animoso— de todos los años excepto…, ¿cuántos llevamos ya juntos? ¿Diez años, veinte?

—Quince, mi robusto castaño. Como antes de conocerme no tenías una vida verdadera, quince años es tu edad real, por lo que estás en la flor de la juventud…

—Vaya, Zab —el reverendo no puede abstenerse de preguntarle—, ¿consideras a tu marido como una especie de… retoño?

Ella finge reflexionar en ello durante un rato.

—¡Zabby! —exclama el señor LeSpark, dolido.

—Dígame, señor, esa mascarada, ¿tuvo lugar por casualidad en el castillo de Lepton?

—En ese mismo oasis, Wicks. Su Señoría y yo habíamos hecho ciertos negocios. Me habían invitado a asistir siempre que lo deseara.

—No sabía que me hubiera casado con un hombre tan distinguido, ¿y tú? —gorjea Elizabeth.

—Esa fue una parte de la expedición que me perdí, Zab, pero, como los topógrafos hablaron de ello durante semanas, tenía presente a menudo la infame mascarada de Lepton.

En aquellos días, fuera del alcance de las cívicas linternas, así como de los faroles colgados en los cobertizos, de las bujías de sebo y de la última y débil luz de las velas de junco…, más allá, en el bosque, donde lo sobrenatural era algo más serio que un tema de conversación o de diversión en lugares públicos, el señor LeSpark, según cuenta él, solía visitar a clientes potenciales, así como entrevistarse con sus proveedores (armerías, forjas, planchisterías y tonelerías), y cruzaba el país como si se deslizara, pues se sentía a salvo, en la creencia, tan incondicional como las de cualquier forma de pietismo que uno pueda encontrar por ahí, de que a él, sí, al pequeño JWL, también lo protegía una potencia superior, no Dios, en este caso, sino más bien el Negocio. ¿Qué giro de la historia terrenal, por perverso que sea, se atrevería a inmiscuirse en la acción de la Mano Invisible? Incluso los salvajes eran criaturas de ese poder: eran la ensoñación fantástica de un mercader, y, si se les considera como una clase de compradores al por menor, en fin, eran más admirables incluso que las amas de casa holandesas, con esa alegría sincera con que curioseaban y elegían…

En sus primeros viajes, LeSpark contrató a guías locales, que se mantenían en las sombras y no hablaban, a fin de que le mostraran el camino hasta la bien protegida y, según algunos, perversa «plantación» de hierro de los señores Lepton. Cada vez era como dejar atrás el difícil mundo y entrar en esa luz enciclopédica atemporal, donde los aprendices guardaban un silencio monacal, absortos por completo en sus tareas, no se dormían a media tarde ni soñaban despiertos durante horas en estado de erección. Los humos y gases nocivos salían por algún lugar distante, invisible. Los perros vagabundeaban, bien alimentados, por los callejones. Allí se producía hierro en cien formas diferentes, y todas tan exactas como se habían planeado. Las mujeres charlaban mientras trabajaban en un pequeño taller propio, donde moldeaban el acero en pequeños crisoles, previamente preparado y mezclado según una fórmula especial. El sol penetraba a través de las ventanas abiertas, los obreros permanecían atentos, el rostro inmóvil, los ojos fijos en el trabajo. Así, debía de decirse LeSpark cada vez que pasaba por un recodo de la senda (ramas de avellano que hacía a un lado, súbito rumor del río en el aire, perros que trotaban y corrían), así debería ser el mundo. Ver las cosas sólo con esa sencillez, respirar únicamente ese aire incontaminado, abandonar el taller cuando se ha puesto el sol, con el rostro tan gustosamente libre de aflicción como lo está al amanecer; era un momento, difícil de encontrar fuera de ahí, en el que las cosas se veían en su totalidad, y el señor LeSpark confiaba más en ello cada vez que hacía una visita.

Eso es algo que LeSpark no puede explicar a mucha gente, pues sabe que pocos distinguen entre el metal y las formas que éste acaba adquiriendo, los usos que se le dan y por los que es ampliamente conocido, pues se utilizan contra cuerpos vivos (cortar, encadenar, una serie de acciones caracterizadas por la penetración), y un considerable sector del mercado del hierro se orienta a las ofensas contra la carne humana y, por supuesto, animal… «Todo eso es muy cierto», puede imaginarse que argumenta, «pero, no obstante, cuando has notado la invisible capacidad de adherencia del hierro imantado, o has contemplado cómo lo transportan, cuando la ganga cae ante la brillante masa fundida, veteada y ondulante, ah, qué pureza cegadora…».

«Oh, señor LeSpark», es la réplica probable.

Más tarde el reverendo escribe en su diario: «Lo que no aparece en esta descripción es el trabajo de los esclavos negros, que sin duda es lo que posibilita tales momentos exquisitos, ni tampoco el maltrato inhumano, la despreocupada abundancia del dolor infligido, la coacción sin precio necesaria para obtener unos beneficios anuales que rebasan incluso los planes del orgulloso Satán. En las sombras, allí donde no alcanza el resplandor de la forja, o en el exterior, incómodos en la vaporosa atmósfera diurna de Chesapeake, doblados bajo las cargas de combustible que traen desde los cercanos bosques de madera dura cada vez más esquilmados, o respirando los vapores mefíticos de las planchisterías, en silencio y, como algunos podrían creer, pacientemente, los esclavos aguantan en todas partes esos términos seculares no declarados en las ecuaciones de la felicidad del propietario».

Mason y Dixon se pierden al anochecer (como contarán ellos más adelante) y, cuando apenas queda luz, se encuentran una cabaña, un mísero cobertizo con el tejado combado, de madera vieja, fragante y curtida a la intemperie. Carece de ventanas, por lo que no se ve si hay luz en el interior, y por su aspecto se diría que lleva años abandonada. Sin embargo, cuando cruzan el añoso umbral, los agrimensores descubren que su interior es más espacioso de lo que imaginaban, pues creían entrar en una triste ruina.

La potente iluminación les alarma: arañas de luces, candelabros de pared plateados, velas de esperma de ballena… Todo eso les sorprende desagradablemente y les obliga a entrecerrar los ojos. Los abren poco a poco y, para su sorpresa, contemplan el techo, donde, pintados en todos los colores del espectro, hay unas figuras que no representan a los seres alados del cielo, sino más bien a los habitantes del infierno, y además entregados por completo a sus placeres…

—Sí, sí, muy interesante —se apresura a decir Dixon—, pero si no te importa, ahora que ya hemos visto lo que hay aquí…, en fin, en mi opinión, creo que ha llegado el momento de cambiar de aires, ¿y tú?

—No hay luna —le recuerda Mason—. Salir ahora sería tan peligroso como saltar al mar abierto. Debemos refugiarnos aquí, no tenemos alternativa.

En ese momento oyen la música, aunque, cuando la perciben, tienen la sensación de que ha estado sonando desde el principio. Entonces comprenden que han irrumpido en un acto que había empezado hace largo rato, que no cuenta con ellos, ni para su beneficio ni para llamar su atención. Unos veinte o treinta músicos, a juzgar por el sonido (música nueva, avanzada, tan alejada de las ensoñaciones oboicas de los Besozzis como de los melismas imperiales de Quantz), con unas modalidades que parecen proceder de una parte del globo distante de Gran Bretaña, una peligrosa inharmonía que, no obstante, arrastra, hipnotizándolos, a los topógrafos.

Con cautela, atraídos por la música, siguiendo como pueden una gradación de sonido ascendente, cruzan puertas, atraviesan antesalas llenas de superficies lujosas y complicadas chucherías ornamentales que no pueden detenerse a examinar dado el brío de sus pasos, y empiezan a oír el murmullo de una reunión, cimas de insinceridad en falsete, y de repente ven una espléndida arcada sobre la cual, tallados en brillante mármol rosado, hombres y mujeres desnudos, junto con animales, se contorsionan y entrelazan formando una sola curva de lujuria. Los topógrafos la han contemplado durante más tiempo del que se consideraría refinado, cuando una voz, desde algún lugar fuera del alcance de su vista, les anuncia.

—El señor Mason y el señor Dixon, astrónomos de Londres.

Mason suelta un bufido.

—Felicidades —le dice a su compañero.

Dixon finge mirar a su alrededor en busca de la persona que ha hablado.

—La verdad es que sólo soy un agrimensor de condado. El astrónomo es él…

—Exageras el punto rústico —musita Mason—, y procura no mover tanto la cabeza de un lado a otro, ¿quieres?

Tropiezan así con lo que en Londres se denomina un «huracán», una densa humedad de intriga y de máscaras confeccionadas con pieles y plumas locales, donde predomina el ruido de chácharas y de lo que ahora se parece más a música bailable, reflejado todo ello en el gigantesco espejo rococó que pende de una pared, Chippendale británico para ojos inocentes, y que alcanza fácilmente la centésima parte de un acre. Dixon intenta quedarse donde está, aunque su colega ha empezado a retroceder a toda prisa y por un instante en su rostro se pinta una expresión de alarma que nadie le ha visto desde el incidente del Seahorse, durante lo peor de aquel combate.

—No puedo explicarlo —le dice a Dixon cuando éste le da alcance, me ha entrado una especie de pánico moral.

—Los modales son lo primero, y debemos quedarnos para no ofender a nuestra anfitriona, porque sin duda habrá una anfitriona, ¿no? —Dixon, acalorado, recurre a lo que sabe sobre el discurso de los arribistas—. Si la ofendemos, en el mejor de los casos se comportará de una manera inconveniente con su marido, e incluso podría hacer algo un poco peor: aconsejarle que nos expulsen de la provincia. ¿Te das cuenta? Darán instrucciones a los sheriffs para que nos hagan la vida aún más difícil. Los niños nos gastarán bromas pesadas, los barqueros se las compondrán para echarnos al agua…

—Mi peluca —dice Mason, al tiempo que se lleva las manos a ella y, con un movimiento frenético, la cambia de posición—. No la noto del todo… simétrica, no, y la casaca, nada más levantarnos te lo dije, ¿recuerdas?: «¿No debería ponerme la de brocado azul?». Pero entonces habría tenido que cambiarme los calzones.

—Domínese, señor —le sugiere una voz junto a él—, si no quiere que otro se vea obligado a hacerlo.

—¿Cómo? ¿Otro qué?

El irascible Mason, conocido en todo Stroud por la rapidez con que, en ocasiones como ésta, propina patadas en las espinillas, ya ha empezado a buscar un punto de apoyo en el suelo reluciente cuando, un poco tarde, reconoce al célebre capitán Dasp, agente de Calvert; hasta los que poseen un grado de idiotez mucho más avanzado que el de Mason sólo necesitan unos pocos segundos para percibir la peligrosidad de ese individuo.

—Caballeros —les dice la siniestra sombra—, lo quieran o no, se hallan entre una raza que no sólo considera a los astrónomos como parte de su dieta habitual y los devora, sino que también es capaz de hacer con ellos abominables sándwiches en miniatura, depositarlos en un aparador de caoba cuyo precio jamás sabrán y después olvidarse de comerlos. La única esperanza que tienen de sobrevivir en esta sala estriba en que representen perfectamente lo que los aquí reunidos imaginan que son ustedes, y tan perfectamente que los instintos depredadores se vean superados por los del hastío.

—Eso precisamente estaba a punto de decirle a mi amigo —asiente Dixon.

Lady Lepton ha aparecido. No hay duda de que la anfitriona pertenece a la raza que acaban de mencionarles.

—Qué gran placer, capitán —dice lanzándole una mirada, a la que responde con serenidad la mirada del agente, cosa que invita como mínimo a hacer conjeturas.

Dixon hace caso omiso de la juiciosa advertencia del capitán y mira a la dama de arriba abajo.

—¡Vaya! Qué casualidad, señora, nos vimos hace años, en el castillo de Raby, cuando usted fue allí de visita. Ambos éramos más o menos de la misma edad, todavía unos niños. Se acercaba el invierno, y usted iba ataviada para montar, una especie de estilo Brunswick, escarlata y azul, con botones dorados —en ese momento el capitán alza las manos hacia el cielo y se aleja, meneando la cabeza—, amplia falda, enaguas y unas hermosas botitas de cuero fino color rojo oscuro, con esos tacones tan en boga en la corte francesa…, sí, y un sombrero ladeado, con plumas color verde loro, todo ello sobre un fondo de cielo invernal, y el cabello, que llevaba suelto, casi le llegaba a la silla de montar…

De ordinario, todo el mundo se habría esperado de su anfitriona que replicara: «Y usted era aquel muchacho cubierto de barro que estaba en la cuneta con la mano en la pichulina», y todo el mundo se habría reído alegremente, excepto Dixon, por supuesto. Sin embargo, ella se limita a mirarle a los ojos y susurra lentamente:

—Cierto, es usted. Al principio, en Raby, pensé que era uno de los fantasmas del castillo, que me seguía y rehuía la luz. Incluso cuando no le veía, percibía su presencia. Me dijeron que era salvaje, y pobre, un disidente, un fugitivo, para que no le prestara atención, pero sin duda los desobedecí, pues han pasado muchos años y todavía le recuerdo.

Al oír estas palabras, el placer bisecciona con su filo dorado a Dixon de abajo arriba, desde el escroto hasta el corazón, lo cual es en estos días un largo viaje.

Esta noche, la orquesta de esclavos cuenta con los mejores músicos, británicos y de otras procedencias, que pueden ofrecer las colonias, pues el potentado del hierro, loco por la música, los ha sacado de sus escondrijos: un virtuoso del clavicordio de Nueva Orleans, un maestro de la viola neoyorquino, flautistas llegados directamente de las selvas africanas…, y ha comprado todos sus contratos como otros podrían comprar objetos de arte. Los instrumentos de cuerda proceden de talleres de Cremona, los de viento de Francia, y la música que están tocando ahora para los invitados al castillo de Lepton, aunque por el momento se reduce a una suite de tonadas callejeras muy de moda, es capaz, pese a todo —tal vez gracias a la desvergonzada frecuencia de la modalidad británica, es decir, frigioide, si no frigia—, de dar importancia (si de hecho no ennoblece) incluso a la más estúpida de las conversaciones que tienen lugar en la gran sala, las cuales en general pueden oírse cerca de Su Señoría, aunque por el momento no cerca de Dixon, quien encuentra todo esto, con notable placer, peligrosamente interesante.

Cuando los dos eran muy jóvenes, Dixon percibió que la dama era audaz como un muchacho y orgullosa, un orgullo que él ya había observado, a distancia, sólo en las mujeres. Él había permanecido fuera, apartado de los demás, acechando entre las torres y los pórticos, y en las sombras del otoño, oscuro incluso por la mañana, su obsesión había ido agradablemente en aumento. Su tío abuelo George, quien tomaba a la muchacha por una bruja, dirigía al joven Jeremiah miradas de pesar y de reproche. Pero él la había contemplado en el páramo, cabalgando con tal rapidez que su asombrosa cabellera volaba en línea recta tras ella, y el viento le cerraba los párpados, le desplegaba en abanico las pestañas y le obligaba a abrir la boca… Familiarizado desde hacía tiempo con los caballos que el conde permitía montar a la muchacha, por la noche Dixon buscaba su compañía en los establos, se dedicaba a acariciarlos, los alimentaba y les susurraba palabras cariñosas. Un día de cellisca temprana, cuando deambulaba furtivamente por los pasadizos, que olían a humedad y roedores, miró a través de los ojos pintados y perforados de Nevilles y Vanes, disfrazados de pastores ante un castillo aureolado por la luz irreal de primera hora de la tarde, y la vio besar a una de las doncellas, que permanecía inmóvil, como hechizada, mientras el hielo trataba de entrar y azotaba el alto ventanal. Al anochecer la oyó a lo lejos, en los corredores, cantando en italiano: «Bellezza, che chiama…», cuyas dulces notas producían un fuerte eco en los pasadizos de piedra…

Por alguna razón, aquella muchacha de valerosa independencia se había casado con Lord Lepton, hombre de mala fama, de piel salpicada con múltiples erupciones pustulosas, despectivo y con tendencia a decir necedades, un jugador insaciable que no pagaba si perdía, siempre riéndose, incluso cuando se arruinó en una de las burbujas bursátiles más extravagantes del periodo y fue expulsado sumariamente de los clubes, tanto elegantes como rastreros, y todos, amigos y enemigos, le dijeron que lo único decente que podía hacer era arrojarse por el borde del mundo. Creyendo que con eso querían decir que se marchase a América, resuelto y alegre, se puso la casaca y los calzones más recios de su vestuario, adoptó un nombre falso, tomó un vehículo público que le dejó en los muelles, donde se ofreció como aprendiz a un maestro fundidor, y cuando hizo buen tiempo zarparon (viajó con los demás esclavos, muy por debajo de la línea de flotación del barco) y llegaron a la lejana Chesapeake, enturbiada por las fiebres palúdicas, desde donde le llevaron al interior para cavar y abrir la tierra con cargas explosivas, alimentar y atizar los fuegos perpetuos, oler sin remedio a azufre, dirigir a los esclavos africanos con tanta vileza como cabía esperar de un hombre como él, recibir un día el encargo de custodiar la pólvora de las voladuras (un acontecimiento que, dado su estado anímico, significaba un salto importante en su redención) y al cabo de tres años, al otro lado del océano, llegó a ser oficial, y transcurridos otros dos, cuando se había independizado, amasó una fortuna y regresó a Inglaterra sólo una vez, y no a las mansiones donde le habían rechazado, sino al Durham de cielo oscuro, para llevarse a América a la mujer que, por algún misterioso motivo, permitió que eso sucediera, y esa mujer se encuentra aquí ahora, convertida en dueña y señora del castillo de Lepton, y está casi igual a como Dixon pudo antaño haberla visto, allá en lo alto de una de las viejas y deterioradas torres de Raby, y finge todavía, mientras contempla el complicado despliegue que tiene lugar ahí abajo, no el de los elegantes hombres y mujeres del lejano pasado, sino el del encaje de Bruselas y la mignonette del presente, el de los brocados, gasas floreadas y desarreglados arcos iris de satén que se desplazan sobre el parqué de la esposa de Su Señoría, mientras la música se lamenta inconsolable de amores que, en el peor de los casos, entrañan grandes esfuerzos y, en el mejor, son imposibles.

—… un lunático delirante, por supuesto —dice Su Señoría, Lord Lepton, fijando en los astrónomos sus ojos brillantes—, ¿no es así?

—Oh, sí. —Dixon asiente con entusiasmo mientras trata de darle un golpe a Mason con el pie, oculto por el vestido de Lady Lepton, cuyo adornado festón se las ha ingeniado para aproximarse al norteño más de lo que él imaginaba que la etiqueta permitiría.

—Imbécil —le dice Mason, y Dixon cree que amigablemente.

Lord Lepton reacciona como si le hubieran acuchillado.

—Ésa fue exactamente la palabra que empleó él…, ¿o fue «idiota»? Eh, Dasp, tú estabas presente. ¿Qué fue lo que dijo?

—Si la memoria no me engaña, Milord, fue Su Señoría quien le llamó ambas cosas.

Hace una pausa tras cada palabra, de un modo que al oyente se le antoja inequívocamente extranjero, si bien la extraña lengua que subyace bajo su inglés sigue siendo un misterio. También él mira fijamente a Mason y a Dixon, como para que no quede duda alguna de que éste será el último favor que les hace de balde, y que a partir de ahora los astrónomos, a menos que el precio les convenga, tendrán que espabilarse.

Entretanto, Lord Lepton no ha dejado de hablar:

—Pero, vamos a ver, todo el mundo habla de eso, que si la gran cadena de los seres por aquí, que si la gran cadena de los seres por allá, bueno, sinceramente, soy el primero en decir que eso está muy bien, pero…, esta cadena es ya bastante larga, ¿no?, y, en fin, qué diantre, ¿para qué sirve? ¿Eh? ¿Qué es lo que hace? ¿Hay algo, por ejemplo, que cuelgue de ella? ¿Algo que penda de su extremo inferior? ¡Bueno! ¿Y qué ocurre si no hay nadie que siga sujetándola? Es evidente que cae, pero no sabemos dónde ni…, ni a qué distancia.

—Tal vez —dice el sibilante capitán Dasp, siguiéndole el juego— no se trate de una línea recta vertical. Puede que sea una hélice —hace un gesto en el aire para ilustrar a Lord Lepton— y que gire alrededor de algo, manteniéndolo digamos que… encadenado. Algo que no forma parte de la gran cadena, pero que es tan grande como ella, algo que debe ser refrenado. Por eso rogamos que sólo durante el sueño, a lo largo de la extensa cadena, se note de vez en cuando su movimiento…

—¡Sí! —exclama Su Señoría con un extraño estremecimiento—. Se flexiona, se contorsiona, tal vez empieza a gruñir un poco, como una podría suponer, en lo profundo de su propio pecho…

—Bien, para mí se trata de una cadena horizontal —dice Dixon, sonriente, alzando su taza de ponche en dirección a Lord Lepton, con lo que su colega vuelve rápidamente la cabeza, como preguntándole: «¿Por qué intervienes en esta sarta de disparates?»—, una cadena como la que usamos los agrimensores. Me pregunto cuál irá delante y cuál seguirá…, sí, y en qué dirección apuntará.

Un recién llegado podría haber imaginado que hablaba de la línea limítrofe y que la respuesta era el oeste. Pero el potentado se sintió atacado personalmente.

—Parece usted uno de aquellos parlamentarios niveladores —musita.

«Parezco una brújula de agrimensor, más que un nivelador», está a punto de replicar Dixon, cuando Lady Lepton se interpone, suspirando.

—Ah, sin embargo, yo recuerdo esa cadena, más atenazadora que la del capitán, más implacable y fidedigna que la del señor Dixon.

Mira con fijeza a cada uno al pronunciar su nombre, y después, de una manera significativa, a Lord Lepton, pero sin ningún efecto, pues éste, a quien le estaba dirigida su insinuación, se limita a seguir charlando, con una extraña mordacidad destinada a Dixon.

—En el lugar al que irán ustedes hay carbón, ¿sabe? Existe ya un animado comercio por medio de los indios, aunque los pobres tipos no pueden traerlo en grandes cantidades. Para ellos es una bonita y mágica piedra negra. Aquí, sin embargo, no todas las chimeneas son de carbón, también tenemos coque. Producimos nuestro propio combustible, incluso para las habitaciones, aquí en la hacienda…

La vida en estos bosques no debe de haber sido muy estimulante para la dama, porque si bien su cutis es todavía pálido como una luna de verano recién salida por encima de las montañas, su rostro, en cambio, ha ido impregnándose en el transcurso de los años de una decepción permanente. Así, aunque —como le sucede a su marido— puede reírse de cualquier cosa, el tono de su voz es muy bajo y cada una de sus inflexiones es severamente comedida, tanto como el tono de Milord es agudo y sus inflexiones desenfadadamente espontáneas. Cuando hablan a la vez, forman un curioso dúo.

Ciertas personas de agudo ingenio afirmaron en su día que se había casado con él porque era miembro de aquel infame Círculo de Medmenham conocido como el Hellfire Club, con lo que por lo menos ella se aseguraba la animación en el dormitorio. Pero los gustos de Milord apenas se salían de lo ordinario y ella no está satisfecha: una mirada atenta a los movimientos del vestido y que sepa traducirlos en los verdaderos movimientos que se producen por debajo de la costosa tela y las enaguas interpuestas, puede detectar un ritmo, una pulsación en el damasco, que revelan que la dama siente grandes deseos de probar lo prohibido.

En estos días en que se estila el atuendo ajustado, resulta difícil imaginar los enormes volúmenes de espacio vacíos que en otro tiempo hubo entre la envoltura externa de una falda y el cuerpo de la mujer, a considerable distancia en el interior.

—¡Hombre, ahí puede ocultarse cualquier cosa! —exclama el capitán Dasp como si estuviera de veras alarmado—. Té de contrabando, los frutos del espionaje, los destinos codificados de las naciones, un amante de tamaño moderado, una bomba.

—Sin embargo, el corpiño de hoy no puede esconder secretos fácilmente —observa Lady Lepton—. Una llave, tal vez, o un brevísimo billete de amor. Ciertamente, no es más que una superficie efímera, surgida de los espacios que se ondulan ambiguamente por debajo de la cintura, hasta que se funden por encima…, aquí, en el décolletage, produciendo un efecto, ¿os habéis fijado?, de alguien que intenta ascender a su estado natural y desnudo, salir fuera de una crisálida hilada con la misma tela invisible de la red social, y a quien la gravedad del vestido le impide emerger y adquirir su verdadera identidad alada, tal vez incluso irse volando.

—Bah, tonterías —comenta su marido—. Los corpiños son para desgarrarlos, y eso es todo.

Esta noche, los sirvientes son esclavos negros con peluca blanca y librea de satén de cierta calidad y encaje refinado. Mayordomos negros y camareras negras. Una de las últimas pasa con una bandeja de bebidas.

—Ponche preparado con la receta de Milord —informa la bonita sierva, mirando fijamente a Dixon—. Hará que se caiga usted sobre su culo blanco.

—Me hubiera traído uno negro, pero nadie me avisó…

Ella parece conocerle y, por un momento, también él, alarmado, parece conocerla.

—Sí, encantadora, ¿verdad? La compré la última vez que estuve en Quebec. Es de Las Viudas de Cristo, un convento muy conocido en ciertos círculos, consagrado al mundo. Ayudan a las novicias a descender a unas formas cada vez más exactas de moralidad carnal, adiestrándolas…, ¿cómo decirlo?, convirtiéndolas no en putas ordinarias, si bien como putas deben de estar muy bien dotadas, sino en afanosas practicantes de todos los pecados. La lujuria no es más que uno de sus sacramentos, como también lo son el asesinato y la gula. De hecho, esos dos se combinan de la manera más repulsiva en su ritual de la Sagrada Comunión.

—¿Te satisface la manera de hablar de este hombre? —susurra Dixon al oído de Mason, y no sólo lo ensordece con su tono, demasiado alto, sino que también se lo humedece.

—Atrapar un catarro de oído no figuraba en mis planes, Dixon.

—Ah, bueno, tomo nota. Aviado estás si esperas que vuelva a confiarte nada.

—Prosiga, señor, se lo ruego. No es más que su idiotez, que recurre como una fiebre intermitente, pero es del todo inocua… ¿Y les van bien las cosas? —Mason se cree en la obligación de preguntar.

—¿Si les va bien? —contesta el capitán Dasp—. ¡Ah!, se vuelven violentas, codiciosas, traicioneras. Ni que decir tiene, innumerables hombres se enamoran de ellas, les pagan repetidamente sumas enormes y se arruinan, mientras Las Viudas de Cristo siguen floreciendo y prosperando.

En ese instante, confesará Mason más tarde, supo que el capitán era un espía francés. La Paz de París había desorientado a varios de ellos, la pérdida de territorios en Canadá obligó a muchos a trasladarse al sur y el oeste, al Illinois y más allá. Según dicen, vieron por allí a Pépé d’Escaubitte y a 2-A Lagoo, a Marthioly Máscara de Hierro y también a los muchachos de Presque Isle. Pocos excepto los temerarios —por admirables que fuesen— permanecieron en Pennsylvania, y también se quedaron los que se encontraban a una distancia de Maryland salvable al galope, pues había en esta región una red de refugios católicos, aunque allí nadie esperaba ilusionado que le pidieran cobijo.

«¿Cómo? ¿Otra vez ese maldito franchute?».

«Por favor, Chauncey, ¡no hables así delante del niño!».

«Mamá, ¿va a visitarnos otra vez ese hombre que habla de una manera rara?».

«Sí, pero ni una palabra o Dios te dejará clavado donde estás, y probablemente también con la boca abierta».

«¡Lo prometemos! ¿Y cocinará para nosotros?».

Con frecuencia, las vidas de esos renegados dependen de unas expectativas tan débiles y fugitivas como el saber cocinar.

En algún lugar más allá de la curva de una gran escalera, suenan gongs, cada uno de distinto tono.

—Por fin —mascullan varios invitados mientras se dirigen apresuradamente a otra ala del castillo de Lepton, y convergen en la entrada de una gran sala abovedada cuyo techo es un hemisferio de vidrio de considerable tamaño, hecho a partir de una burbuja, soplada primero hasta que alcanzó el tamaño de un establo mediante una ingeniosa bomba de aire inventada por los jesuitas, a la que luego dejaron enfriar con sumo cuidado y cortaron por la mitad. El hemisferio hermano se encuentra en algún lugar de América, aunque ni el señor ni la dama están dispuestos a revelar su ubicación exacta. Puesto que en estos momentos nadie piensa más que en una u otra clase de juego, no tardan en abandonar el tema.

Esto es el paraíso del azar: una ruleta grande como un tiovivo, bolas de lotería en jaulas que giran sin cesar, billares y bacará, besigue y juegos cuyas sotas y reinas son de carne y hueso, todo sobre alfombras flamencas, entre mesas de juego importadas, de perfecto estilo Chippendale, bajo arañas de luces cuyas facetas han sido talladas de una manera secreta y astuta para que amplifiquen la luz de las velas…, podrían ser niños jugando a magnates en miniatura, cuya mesa es el ancho mundo, tierras y mares, y las sumas que apuestan, demasiado a menudo, cuando el juego por fin se ha detenido, deben ser satisfechas entre lágrimas…