Tras observar con recogimiento el sexto aniversario del fallecimiento de Rebekah, Mason abandona la bifurcación de Brandywine, se encamina al norte y llega a Nueva York en el transbordador de Staten Island. A medida que se aproxima, comprueba que la silueta de la ciudad, que se recorta contra el cielo, es insignificante, salvo por una gran aguja, muy a babor, que pertenece a la iglesia de la Trinidad, en la entrada de Wall Street, donde el domingo asistirá a la misa. Pero hoy todavía es lunes por la noche.
«Hay que ir a la Batería», le informan todas las personas con las que se encuentra y que conocen bien la ciudad. Esta recomendación, como comprobará cuando vaya allí, responde a un Deseo generalizado, pues a altas horas de la fría noche y con un viento que apaga las llamas de las antorchas y arroja las olas contra el dique marítimo, a lo largo de esa orilla a sotavento, avanzando con cautela debido al pavimento mojado, hay un nutrido desfile de ciudadanos necesitados —los rostros inclinados para protegerse del ataque de ese viento uniforme como la luz— que se dirigen hacia el sendero desierto; hay allí unas sombras a la que no es posible aproximarse, unas acciones indeterminadas. Sin saber por qué, y pese a sus reticencias, Mason se une a ellos. No hay ningún intercambio de palabras, como en un grupo de patinadores. Al cabo de un rato camina al lado de una muchacha llamada Amelia, lechera de Brooklyn, que se encuentra sola y sin blanca en Nueva York. «Da la sensación de que hoy no has comido», le dice él, y está en lo cierto. En una taberna de Pearl Street la joven engulle varias chuletas, una fuente de patatas asadas, su cuenco de sopa de pescado y el de Mason, todo eso antes de que éste haya terminado de untar el pan con mantequilla. Un reloj da la hora. «¡Oh, no!». Deben correr para tomar el último transbordador que llevará a la muchacha de regreso a su granja, que está en Long Island. Es una travesía agridulce, hay muchos transbordadores en esta Estigia fría y cubierta de nubes, las campanas repican lastimeras en la oscuridad, se ven por doquier extraños barcos de cabotaje con vela cangreja y gabarras que viran, con la carga apilada muy por encima de la cubierta, un infierno de prosperidad.
Amy viste de negro, toda una gama de negro, desde las botas al gorro, y a Mason se le antoja curiosa la elección de ese color por parte de una lechera, si bien, cosa que le han recomendado que no olvide, se encuentra en Nueva York, donde rigen otras costumbres.
—¡Ah, sí!, en casa me critican sin compasión por vestir así —le dice—. Insisto en que me gusta el negro, pero mi tío se empeña en que los forasteros me tomarán por no sé qué. ¿Y por qué me van a tomar, eh? Pues no lo sé. ¿Lo sabe usted?
—¿Cómo podría…?
—Usted es un forastero, ¿no? Así que, dígame, ¿por qué me tomaría?
Al cabo de unos días, cuando cabalga de regreso a Brandywine a través de los Jerseys, Mason se preguntará una y otra vez si ella le dijo «por qué me tomaría» o «por qué me toma», y de qué maneras podría haber mejorado él su réplica, que se limitó a un «Hum…». Ella le mira con una expresión que Mason ha observado a menudo en las mujeres que se relacionan con él, aunque nunca ha sabido con certeza qué significa.
Se halla ahora ante el «tío» de Amelia, que parece demasiado joven para ser tal; el cabello le brilla a causa de una pomada perfumada, tiene las patillas afeitadas de modo que terminan en ángulos agudos y su mano se desvía continuamente para acariciar la empuñadura de la daga de tamaño exagerado y en absoluto ornamental que lleva enfundada al cinto. Con Mason se muestra cordial pero reservado. Sin embargo, incluso Mason percibe indicios de la reprimenda que está a punto de soltarle a Amy.
—¿Todo el dinero? ¿Incluso los peniques que te dio el pequeño Ezequiel para que le compraras dulces? Oh, Amelia, por el amor de Dios. Nuestra Amelia no ha tenido ningún cuidado, ¿no? Se ha detenido ante el escaparate de alguna tienda inglesa y ha visto un vestido que le gustaba, ¿verdad? O tal vez ha pasado volando por su lado uno de esos descuideros de la gran ciudad y le ha robado el monedero, quizá para ejercitarse, ¿no? ¿Es eso lo que ha ocurrido, Amelia?
Pronuncia su nombre con tal irritación que Mason se enfrenta a la incómoda coyuntura de tener que intervenir como un caballero, pero por una persona que ha cruzado con él un río bajo un nombre que, ahora resulta patente, es falso. ¿De qué modo ha de manifestarse su lealtad? No es como si hubieran tenido una relación de las llamadas íntimas, ¿verdad? Por suerte, en este punto de sus deliberaciones, Amelia murmura en un tono sugerente:
—Ya sé que siempre he sido muy mala, tío…, pero el caballero ha sido muy amable…
Sus palabras hacen que la mirada del tío vuelva a fijarse en Mason, por razones que éste no comprenderá hasta más adelante, cuando Dixon se las explique en el campamento, acompañándose de gestos, algunos de ellos impacientes.
—Aquí todos apreciamos a un amable caballero —afirma el joven, al tiempo que entran en la sala, por detrás del «tío», un grupo de bribones de lo más dispar y con unas pintas como Mason no ha visto jamás, ni en Portsmouth, ni en El Cabo, ni siquiera en la ciudad de Lancaster.
—Mirad lo que ha traído ésta —dice un mestizo con coleta trenzada y mirada impúdica.
—Británico, a lo que parece —comenta un marinero bajo y pecoso; su estatura y su belicosidad guardan una relación inversa—. Lejos de casa estamos, ¿no es cierto, perillán?
—¿Quién te hace las pelucas, primo?
—Vamos, vamos, muchachos, pensad en la impresión que estamos causando, cuando deberíamos mostrar a nuestro invitado que aquí, en Brooklyn, podemos ser tan cordiales y amistosos como lo son en Nueva York. Al fin y al cabo, no somos campesinos. Hemos visto todo tipo de viajeros, santos y pecadores, bisoños y espabilados, unos que podrían enseñar a las anguilas a contorsionarse y otros que eran dignos de toda confianza, y os digo que éste…, no sé. ¿Qué opinas, Patsy? Por más que lo miro no acabo de… Tú que eres experto en los viajeros del transbordador y conoces a todos los tipos, ¿qué dices?
Un hombre que, de llevar una indumentaria distinta, podría tornarse fácilmente por un pirata del siglo anterior, mira a Mason de arriba abajo.
—Éste es nuevo para mí, capitán. Los globos oculares de distinto tamaño sugieren una vida dedicada a mirar por pequeñas aberturas. Sin embargo, ni es alguacil ni ayudante de tal. Carece de, ¿cómo lo diríamos?, de frío desinterés.
—¡Amén a eso! —exclama el mestizo impúdico.
—¿Cuáles crees que son sus intereses? —inquiere el tío.
Todo el mundo mira a Amelia.
—¿Cómo voy a saberlo? —dice ella al cabo de un rato—. ¿Creéis que le he preguntado así por las buenas a qué se dedica?
—¿Qué es entonces lo que atisba con esos ojos? —grita el marinero belicoso.
El regocijo vuelve a ser general.
—Observo los cielos —les informa Mason, y, mediante la fuerza de la mirada que dirige hacia arriba, trata de darse cierta dignidad—. Soy topógrafo catastral, con un encargo bajo contrato —añade en un tono que invita a un silencio respetuoso.
Pero no se produce tal silencio, pues Amelia lanza un chillido de alarma.
—¿Cata qué? ¡Eso no me huele nada bien!
La joven retrocede para refugiarse en los brazos acogedores de su «tío», y aquellos perros empiezan a gañir, al parecer decepcionados. Un robusto irlandés dice con un tono de lo más agradable, al tiempo que carga su pistola:
—Yo le mataré, si es que vosotros preferís no hacerlo.
—Vamos, vamos, Pólvora Negra, aparta eso. El muchacho está confuso, señor, odia al rey inglés y también a sus súbditos… Sería mejor que usted le dijera que es francés y hablara con ese acento, si puede imitarlo… —le dice a Mason—. No, Blackie, nada de matar a Mesié Mason, que, como ves, es un astrónomo de renombre.
—Por el amor de Dios, no he venido para valorar la inteligencia de nadie —replica Blackie con aire pensativo—. Si no fuera por su sobrina…
—Ah.
—Se lo ruego, Capitán —dice Blackie—. Tengo treinta y siete años bien cumplidos.
—Eso es exactamente lo que pienso. Ya ves cómo es ella. Una gota de rocío temblorosa en la mañana del despertar femenino, aún no asaltada por el día que tú y yo conocemos bien, y, por supuesto, aún no ha sido mancillada, utilizada y dejada de lado.
—¡Venga ya! A mí me parece más bien una joven llena de recursos, y bien independiente, aunque a su manera.
—Otros dirían que es obstinada. No tardará en llegar el día en que alguien tenga que pedirle que no siga vistiendo de negro, pues todo ese paño procede de Inglaterra. No obstante, ¿quién entre nosotros está dispuesto a pedírselo? La oirán gritar desde el otro lado del río.
—¿Que va a enojarse si se queda sin paño negro? Es curioso que persista en una costumbre tan rara.
—Se trata de lo siguiente —refunfuña Drogo, el mestizo—. Los británicos sólo nos quieren para que les compremos sus géneros. Si les servimos para algo es para que nos utilicen como a un rebaño de animales, como la vaca, el contenido de cuyas ubres, como el de nuestras bolsas, pueden ordeñar periódicamente. Pues bien, si todo lo que podemos hacer es negarles unas despreciables monedas, hagámoslo, confiando en que otros puedan pagar la diferencia.
«Que otros puedan pagar…» Mason, inclinándose hacia la neutralidad, reflexiona sobre ello. Por un lado, en ocasiones ha visto a salteadores deseosos de robar a unos viajeros que se dirigían a éstos en tonos no tan directos, y por otro lado, si quieren llamar a esto soborno, Mason ciertamente está dispuesto a discutir la cuantía…
—Resulta, señor, que su ayuda podría ser precisamente la que necesitamos. ¿Está usted familiarizado con cualquier aspecto de la reparación de telescopios?
—Lo suficiente como para no dañarlos demasiado.
En el silencio que sigue, todos excepto Mason intercambian miradas.
—Bien, podemos fiarnos de él —decide el «tío», cuyo apodo, pues aquí son pocos los que usan nombres cristianos, es Capitán Volcán—. Si este hombre suele leer los periódicos, ya sabe qué somos… Señor, ¿le importaría echar un vistazo cuando haya bastante luz?
El telescopio tiene para él solo un observatorio con ventanas, situado en lo alto de la casa. Desde la parte delantera se divisa la ribera del río, y desde la trasera una llanura verde salpicada de bosquecillos y casas. Aquí y allá ascienden ondulantes columnas de humo: sus anhelos son muy semejantes a los nuestros… El instrumento parece señalar hacia los astilleros que hay al otro lado del río. Desde esa ventana se dominan todos los muelles a lo largo de Water Street y, más oblicuamente, los barrios ribereños hasta la franja de White-Hall, en el extremo meridional de la isla, y, aun más allá, la isla del Gobernador y el canal Buttermilk. Ese paisaje es el sueño de todo mariscal de campo.
—Miren —musita Mason—, en primer lugar este aparato se ha diseñado para mirar hacia arriba, no hacia abajo. Todos los pertinentes ajustes de tornillos de este modelo terminan, efectivamente, en el horizonte, pues, como sucede con nuestros pensamientos, al apuntar hacia abajo se corre el riesgo… —Aplica el ojo al visor—. Vaya, algo ha desenfocado por completo estas lentes. Hay que ajustar de nuevo la visual.
—¿Cuánto tiempo llevará arreglarlo?
—La verdad es que este trabajo sólo puede hacerlo un francés, es decir…
—¡Eh! Usted ha dicho que es francés.
—Oui, quiero decir que, por supuesto, soy el hombre que necesitan. ¿Qué herramientas tienen?
No son muchas. El sutil e ingenioso Mesié Mason debe desatornillar los aros que sujetan las piezas con unas tenazas de herrero, almohadilladas con los restos de un sombrero que ha sufrido alguna desgracia violenta en la que, casi con toda seguridad, ha intervenido el fuego. Ovejas y gallinas entran y salen a su antojo del taller. Pólvora Negra se presenta a menudo, cada vez esgrimiendo un arma distinta.
—¿Le pongo nervioso, señor? ¡Estupendo!
Mason trabaja durante toda la jornada, pero no se siente del todo como un prisionero. Desde el otro lado del río llegan los ruidos de mazos contra estacas, exclamaciones de obreros que trabajan en los astilleros, el chirrido de las cuerdas agavilladas, chasquidos sordos y gritos que se propagan hasta muy lejos, campanas de barcos, perros de las tiendas de abastecimiento que se pasan el día hambrientos, botes de vivandero cuyos tripulantes pregonan su mercancía. Varios miembros de la colectividad suben por la escala, afables y al parecer sólo para curiosear, y pronto la habitación se llena de jóvenes, hombres y mujeres, que se enzarzan en una viva discusión. Alguien trae sándwiches y alguien más una botella, y mientras la noche extiende su manto sobre Nueva York —como la capa de paja y estiércol que extiende el campesino sobre la tierra—, aunque deja escapar brotes de luz, algunos de los cuales se reflejan en el río, los reunidos entre los que Mason trabaja debaten el tema de la representación.
—Sin pagar impuestos…
—Sin impuestos, sí, sí, pero ¿no puedes ver, Drogo, muchacho, incluso a través de las nieblas republicanas que hay siempre por estos pagos, que todo esto es una cuestión ficticia, ya que América ha estado representada desde hace mucho tiempo, perfecta y totalmente, en la Cámara de los Comunes británica, gracias al principio de la representación virtual?
—¡Aaaaj! —grita alguien.
—¿Otra vez con eso? —dice otro.
—¡Si estas tierras forman parte de Gran Bretaña, entonces también Bengala es británica! Pues hemos arrebatado ambos territorios a los franceses. Sólo con la noche del Black Hole compramos la India muchas veces, de la misma manera que hemos comprado Norteamérica con las vidas de los nuestros.
—Ni siquiera los tontos de pueblo se dejan ya convencer por esa cháchara —murmura el diminuto gaviero McNoise—. No es más virtual que virtuosa, y no más virtuosa que los miembros más abyectos de esa exigua sala a la que te refieres, llena de patanes rollizos que avanzan a empujones y cuyo honor compran y venden tantas veces que ya nadie se molesta en llevar la cuenta. ¿Acaso insinúa, señor, aunque sea en broma, que esa chusma idiota de imbéciles repugnantes nos representa? ¿A nosotros? ¿Y que América no es más que una emanación mágica, sin sustancia, que por milagro ha llegado a sus manos? Creo que no, diantre. El infierno sería un destino mejor.
—¡Hombre! —exclama el Capitán—. La doctrina de la transubstanciación tiene un curioso parecido con el principio del que hablas, es decir, que podríamos considerar a los miembros del Parlamento como el pan y el vino de la Eucaristía, pues ellos, en lugar del Espíritu de Cristo, llevan en su interior la voluntad del pueblo.
—Entonces, ¿esos que se reúnen en parlamentos y congresos no son mejores que los fantasmas y los espíritus?
—O no son peores —dice Mason, pues no puede resistirse a intervenir—, quiero decir que no son peores que los espíritus si los consideramos desde el punto de vista de la consubstanciación (en la que el pan y el vino siguen siendo pan y vino, mientras que la presencia espiritual se revela en una forma paralela, por así decirlo), una imagen más cercana al Parlamento con el que estamos familiarizados aquí en la Tierra, pues al margen de lo que los parlamentarios puedan representar, lo cierto es que también, por muy desalentador que sea, siguen siendo humanos.
Todo el mundo deja de comer y de beber para mirarle.
—Quesque vu parlé? —inquiere Blackie—. ¿Eh?
—Con todo mi respeto, señor, la cosa no es, ni mucho menos, tan complicada. Nos daríamos por satisfechos con que hubiera alguien en el Parlamento de Londres que apoyara la línea trazada recientemente por el señor Franklin, alguien que, desde este otro lado del océano, mirase por los intereses de la provincia, entrara en esa Junta de Comercio diciendo: «Bien, aquí estoy, en carne y hueso», y desplegara ese condenado hechizo.
—Sí, un agente para la actividad parlamentaria, que trabajase para nosotros, no un símbolo del pueblo a quien le importan un bledo sus representados, pues venderá a sus votantes por la oportunidad de medrar y sacar provecho, por mínimo que sea, en el mundo de la intromisión mundial, que él imagina que es real.
—No obstante, la representación debe extenderse, ir más allá de los simples agentes —protesta Patsy—, hasta que incluya por lo menos al señor Garrick, quien al «representar» un papel se convierte en el personaje de la obra en cuestión, como si se diera una transferencia de alma…
—¿Quieres que alguien vaya a Londres y finja ser un americano que odia el papel timbrado, o algo por el estilo? ¿Enviar allá actores? ¿Plenipotenciarios que sean cómicos de la legua? Pasmoso.
—No es tan mala idea, y pensad también en los predicadores. Dicen que el señor Garrick envidia esa habilidad que tiene Whitefield para arrancar lágrimas a la congregación tan sólo pronunciando la palabra «Mesopotamia».
—Si hubiéramos tenido allí a alguien como es debido, es posible que ahora no cargásemos con ese mezquino impuesto del timbre, y esa persona incluso podría evitar el próximo atropello… En fin, la Ley del Timbre es pura y simple tiranía, y nuestro deber es resistirnos a ella.
Tras estas palabras, Mason espera oír murmullos escandalizados, y el hecho de que no haya ninguno le parece aún más grave y le permite un breve atisbo del alcance que tienen las cosas y la rapidez con que se están moviendo: algo que se llama a sí mismo «América» ha nacido y madura como un árbol cuajado de cerezas durante un próspero verano, casi mientras uno permanece de pie mirando, y nadie en Londres, por bien situado que se encuentre en la red de privilegios, por muy bien informado que esté, parece saber gran cosa al respecto. ¿Qué está ocurriendo?
—Incluso los naipes… Quieren cobrar un chelín por baraja. Si su Parlamento sigue adelante con esto, vamos a tener un verano como el mundo no ha visto jamás.
—No es mi Parlamento —dice Mason, poniéndose en guardia.
—¿Debo entender entonces, señor, que no tiene usted ninguna propiedad en su lugar de origen, sea el que fuere?
—En mi vida adulta, cuando no he alquilado habitaciones ha sido porque estaban incluidas en las condiciones de mi empleo.
—Entonces es usted un siervo, un esclavo, como los llaman aquí.
—Me han contratado para que realice un trabajo, señor.
—Entonces tiene usted un amo, que le paga la manutención y el alojamiento y le presta a terceros. ¿Cómo llaman a eso en su lugar de procedencia?
—Hombre, si está usted libre de tales ataduras —dice Mason encogiéndose de hombros—, le felicito, tal vez pueda enseñarnos algún día a los demás cómo lo ha conseguido.
—Así lo haremos —dice el otro, con un tono que se halla, como en equilibrio en el filo de una hoja, entre la conmiseración y el desprecio.
Mason, que no desea mirarle a los ojos, se dedica a raspar cuidadosamente la mugre acumulada alrededor de un tornillo a presión, y luego va desatornillándolo con la punta embotada de un cuchillo de caza, un cuarto de vuelta cada vez.
—También en Filadelfia me han prometido esa libertad… —dice—, intrigantes de café y gente por el estilo.
—Todos nosotros estamos comunicados, lo mismo que todas las provincias entre sí. Tal vez desee informar de ello a Londres. Lo que está sucediendo es de alcance continental.
Amelia, aferrada a la manga de su tío, mira a Mason con interés renovado.
—No sabía que fuera usted famoso —murmura—. Dice el Capitán que trabaja directamente para el rey… Bueno, estoy asombrada.
—Eso ya no es cierto, por desgracia. Ahora estoy por ahí, en los bosques, trazando líneas para un par de señores que se disputan…
—¡Una actividad totalmente inútil! ¡Son ustedes increíbles, amigos! Dentro de poco esa línea que están trazando quedará abandonada a su suerte, la vegetación volverá a cubrirla y no se trazará de nuevo nunca más, porque en el mundo que ha de venir se borrarán todas las fronteras.
—Usted cree que el regreso de Cristo es inminente, ¿no? —replica Mason, con una jovialidad fingida—. ¡Sin duda ésa es una gran noticia, hermano! Los de mi fe creemos lo mismo, excepto, tal vez, eso de que sea «inminente».
—¿Merece la pena explicárselo? —pregunta Drogo al Capitán.
—Grados de esclavitud, señor. ¿De qué parte de Inglaterra es usted?
Mason exhala un suspiro que le desenmascara.
—De Stroud.
—Entonces conoce usted la esclavitud.
—La he visto en el Cabo de Buena Esperanza y en América, y les aseguro que compararla con la condición de un tejedor británico es pura sofistería.
—¿Ha tenido usted el placer de tropezarse en su localidad con soldados del cuerpo de dragones? Sí, ellos prefieren las culatas de los fusiles a los látigos, que causan daños distintos, pero por lo demás, ¿cuál es la diferencia entre ambas formas de regulación? Los amos se creen mejores que quienes están a sus órdenes, que son a su vez los que se enfrentan a las auténticas fuerzas y distancias del mundo, por muy bien pagados que estén. Cuando los tejedores intentan poner remedio a la desigualdad formando asociaciones, los dueños de las fabricas textiles llaman a la infantería para que mate, incapacite o aprese a los perturbadores, y luego sustituirán fácilmente a éstos por otros que estarán satisfechos de trabajar en silencio y que además cobrarán jornales aun más bajos.
—Sin embargo, a los esclavos no les pagan, mientras que a los tejedores…
—Puesto que es usted de Stroud, señor, creo que sabe cómo pagan a los tejedores, aunque Wolfe prefería pagarles con plomo y acero, a fin de ejercitarse en los intervalos entre sus gloriosas victorias. Sí, a aquel repugnante hombrecillo, que por cierto odiaba a los americanos, se le ocurrió que, para practicar, podía usar a los tejedores como blancos. «Despreciables y cobardes perros que se caen muertos en su propia mierda», creo que así los definía…
Mason recuerda bien el otoño del 56, cuando el célebre futuro mártir de Quebec, con seis compañías de infantería, ocupó aquella desdichada ciudad después de que hubieran reducido los jornales a la mitad; los oficiales tejedores empezaron a manipular los telares para aumentar la producción, y un tejedor tenía suerte si ganaba dos peniques por ocho horas de trabajo. Por entonces Mason se disponía a abandonar el Valle Dorado para iniciar su trabajo como ayudante de Bradley, mientras los soldados golpeaban a los ciudadanos, mataban a las ovejas por placer y echaban veneno en los torrentes antes prístinos. A veces, su padre, cuando los soldados se llevaban hogazas a docenas sin más pago que la sonrisa de un sargento, maldecía a su hijo y le llamaba cobarde. Ante las opciones que se le ofrecían, Mason eligió a Bradley y su mundo, cuando debería haberse quedado junto a su padre y su pequeño y condenado paraíso.
«¿Quiénes son esos», pregunta el reverendo en su diario, «que lanzan a jóvenes y violentos soldados contra su propio pueblo? De sus bocas surge siempre la misma cantilena sobre la libertad, la tolerancia y todo lo demás, mientras que Roma ocupa sus tierras, como siempre ha hecho. Esas fuerzas parecen inglesas, son hombres que nacieron en Inglaterra, hablan impecablemente el lenguaje del pueblo, comen entusiasmados anguila con jalea, carnero asado y tarta de melaza, esa dieta repugnante y malsana que en más de una ocasión lleva al americano involuntario a bendecir su exilio, y sin embargo la relación que mantienen con la gente, llena de sospechas y desprecio, es tan fría como la de cualquier invasor extranjero».
—Todos nosotros sabremos quiénes son —dice el Capitán Volcán con semblante melancólico—, y muy pronto.
El miércoles por la mañana Mason se despide de ellos en el muelle, adonde han acudido todos, y Patsy sube con él al transbordador para acompañarle al otro lado, dejando atrás las incomodidades de Nueva York. Llegados por fin a los Jerseys, Patsy le da unas palmadas en el hombro.
—Dentro de un año podríamos estar en guerra. Menuda idea, ¿verdad?
—No suelo asistir a las comidas que me ofrece esa gente, pero los conozco lo suficiente como para decirle esto: no están dispuestos a admitir que se equivocan, confían en locos pintorescos y en matones contratados para que les lleven a través de los lugares peligrosos, y siguen actuando a tontas y a locas. Prevéngalos.
—Gracias, señor. Debe usted de haber creído otra cosa durante algunos años, y lo aprecio. Todos nosotros lo apreciamos.
Cuando desandan el camino a través de los Jerseys, Mason y su caballo se separan bruscamente. El domingo, día 24, Mason anota en su cuaderno de agrimensor: «Me topé con unos muchachos que salían de una reunión cuáquera como si acabaran de ver al diablo. No había manera de pasar por su lado con el caballo. Le di a éste un ligero golpe en la cabeza con la fusta y cayó al suelo como fulminado. Salí despedido por encima de su cabeza, el sombrero se fue por un lado y la peluca por otro; los muchachos se lo pasaron en grande». En el borrador había escrito: «el diablo y los muchachos se lo pasaron en grande», pero eso no aparece en la copia en limpio que verán los propietarios. Se pasa el lunes en cama, atormentado por el dolor de cadera, un dolor que, adopte Mason la postura que adopte, no remite. ¿Qué había sucedido? ¿Qué situación no había previsto, qué deber había descuidado? ¿Qué era lo que había intimidado a su caballo? Es bien sabido que los caballos detectan espíritus que pasan inadvertidos a los sentidos humanos.
—Ese incidente que sufrió Mason es esencial —opina el tío Ives—. Sabe que los muchachos, tras salir de la silenciosa reunión y recuperar esa exuberancia que para espíritus más serenos es siempre una señal de lo infernal, no fueron, sin embargo, los causantes del comportamiento del caballo. ¿Qué había allí que impidió que el caballo permaneciera en el camino? ¿Había algo que el sensorio común de Mason, demasiado tosco, o mal codificado, era incapaz de detectar?
—El diablo.
—No se le mienta en esta casa, Ethelmer —le advierte su tío Wade.
—Se sabe que los cerdos husmean el viento —comenta tía Euphrenia, atareada con las válvulas y espitas de la cafetera.
—Saulo, llamado también Pablo —añade el reverendo—, en el camino de Damasco, impresionado por la gloria y la voz de Cristo resucitado, se convirtió al instante a la fe de Cristo. Muchos de nosotros anhelamos ser llamados de la misma manera, y muchos lo son.
Mientras se recupera de su caída, por cierto, Mason pasa muchas horas leyendo la primera epístola a los corintios, en particular el capítulo 15, en el que Pablo aplica sus argumentos sobre la resurrección a los cuerpos humanos, y también a los cuerpos celestes y terrestres y a las glorias propias de cada uno, hasta que, en el versículo 42, dice: «Así también en la resurrección de los muertos».
—Un momento —dice Mason en voz alta—. ¿«Así también»? No veo la relación, nunca la he visto.
—Pues claro que no, cariño mío, eso es por pensar demasiado, pues, llegados a cierto punto, el pensamiento es de escasa utilidad.
No se trata exactamente de Rebekah, aunque Mason pudo haber tenido una de esas nítidas ensoñaciones que nos conducen a los serpenteantes pasadizos del sueño, pero él insistiría, como le insistió mil veces a Dixon, en que no dormía cuando se produjo la visita.
Si bien Mason aún no atesora estas revelaciones menores, tampoco las desprecia y abandona, por poco valiosas e insuficientes que sean; algunas han surgido de manera espontánea, otras las ha buscado y obtenido, y todas ellas forman un montoncillo dentro del cofre de sus esperanzas, y son parte de una suma desconocida con la que se propone comprar su salvación.