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—Muy bien, entonces, si de veras quieres saber mi opinión…

—Claro que sí.

Los topógrafos discuten desde el mediodía. El hacendado Haligast predice el fin del encarcelamiento general para el día siguiente. Quienes no han caído todavía en la demencia ruegan para que sea así, pues nadie puede seguir soportando durante mucho más tiempo la compañía de los demás.

—Mira, no te lo tomes a mal, pero esto es contrario a la naturaleza.

—¿Qué? ¿Lamentarme por la pérdida de mi mujer?

—No buscarte otra.

Mason dedica un momento a examinar las espinillas de su ayudante. Después desvía la mirada y ya no la posa en nada concreto.

—Si estuviéramos en Gloucester, esperaría, como es natural, escuchar un consejo tan útil como ése. Sería lo normal, el sencillo procedimiento del campo. Por desgracia, he pasado en Londres demasiado tiempo, respirando sus aires mefíticos, viviendo demasiado cerca de su insomne malignidad. Sé que me han corrompido, pero es posible también que todo eso me haya desvirilizado.

—¿No se deberá todo a que no sales lo suficiente?

—¡Salir! ¿Para ir adónde? —Señala la ventana—. Una blanca desolación mineral, inmutable y helada.

—Me refería a salir de tu melancolía.

Por mucho que intente descubrir algo más, Mason sólo puede detectar en la insistencia de su amigo una intención amable.

—Sólo espero que no me estés sugiriendo alguna de las personas entre cuya compañía estamos ahora. Quiero decir, ¿no has estado…? En fin, que, naturalmente, tú…

Su mirada se posa casualmente en el abdomen de Dixon, cuyo tamaño y curvatura le parece que han cambiado un tanto (su figura está transformándose, en efecto, de un día para otro, y los demás observamos no sin cierta alarma su transición de un esferoide en posición vertical a uno más ancho que alto).

—Ah. Hay alguien muy experto en la cocina, ¿me equivoco?

—O eso o estoy preñado. —Dixon se aplica las manos al vientre y lo contempla—. En ese caso, sería de Maureen, pues sólo a ella le he sido fiel. Recordarás que es la que hornea…

—… los pasteles —dice Mason, y enumera jovialmente—, las tartas, las…, las rosquillas rellenas de mermelada, el largo surtido de cremas y mousses francesas, los pasteles de fruta macerada en brandy, sea día festivo o no…

—¡Basta! —exclama Dixon—. Me está entrando hambre.

—Pues cuidado… —le advierte Mason.

—¿No te gustaría volver a la pastelería, a ver si está ella, y comprarle uno o dos de esos barquillos cubiertos de azúcar, sí, a ella o a su amiga Pegeen, seguro que la has visto, aquella pelirroja con rizos, siempre vestida de verde?

—¡Y dale! Cómo te gusta insistir, diantre. Cuando empiezo a creer que ya lo hemos superado, vuelves a las andadas. No me importa que me sueltes una o dos bromas maliciosas, las encajo bien, pero dame un respiro, por favor, nada de Pegeens.

—A lo mejor sólo quiero llevarte allí para que comas algo. Esta abnegación que te has impuesto tiene sus límites. Estás en los huesos, sufres un achaque sentimental en el que la melancolía ha disminuido tu apetito de cualquier clase de placer.

—Un momento. ¿Estás aquí sentado con la panza de un Enrique VIII y te atreves a aconsejarme sobre cuestiones dietéticas? Mírate, hombre. ¿Cómo vamos a hacer un trabajo de precisión en el campo si subtiendes tantos grados de panza, incluso en el horizonte? ¿Qué es este esferoide que llevas —da unos golpecitos al abdomen de Dixon—, o más bien, que arrastras por ahí, como un Atlas que no tiene intención de llevar el globo demasiado lejos?

—Aún es oblongo, más largo que ancho —protesta Dixon con un dejo de desaliento—. ¿No es cierto?

—Soy astrónomo, así que confía en mí: ya está muy achatado por los polos. Te agradezco tu preocupación por mi estado de ánimo, pero lo que buscas en realidad es un cómplice para satisfacer tus vicios diversos y caprichosos.

Así pues, cuando la nieve remite lo suficiente para permitirles reunirse de nuevo con los Harland, los topógrafos, que han decidido viajar por separado, uno hasta el norte y el otro hacia el sur, para ver el país, devuelven a los Harland el edredón de su luna de miel para que puedan usarlo ellos y dejan amablemente que John Harland lance al aire uno de sus nuevos chelines de plata, que sale cara: Mason se encaminará al norte y Dixon al sur. Convienen en que la próxima vez invertirán las direcciones.

—A lo mejor por fin encuentro un lugar cálido —comenta Dixon, demasiado alegre.

—En fin, confío en que saldremos adelante. Quiero decir que esto ha sido como un guiñol lleno de títeres que atizaban garrotazos por todas partes.

—Lo sé. Estoy tan inquieto como tú. Bueno, hay que separarse. Lo único que sabemos de este sitio es que tiene una extensión enorme.

(—Dixon fue el primero en partir —relata el reverendo— y no dejó ninguna indicación en su cuaderno de agrimensor de adónde fue o en qué lugares se detuvo, así que supongamos que se dirigió primero a Annapolis…

—¿Cómo que «supongamos»? —objeta Ives—. ¿No existe ningún documento, Wicks? Tal vez Dixon se quedó en la finca de los Harland y luego los llevó a todos ellos al sur, acosando, borracho, a cada lechera aceptable, es decir, a todas ellas, en la bifurcación de Brandywine.

—También podemos postular que hay dos Dixons, uno sumido en un estupor irremediable y el otro, para simplificar, supongamos que ha cabalgado, como Mason lo haría al año siguiente, hasta Nelson’s Ferry, a orillas del Susquehanna, y tras cruzar el río, tal vez, aunque no necesariamente, siguió hacia York, tomando la carretera de Baltimore en dirección al sur, en vez de la de Frederick, como haría Mason, y llegó a Baltimore, y atravesó esa ciudad, siempre yendo hacia el sur, hacia Annapolis y, más allá, hacia Virginia. No obstante, como ya tenía fuertes sospechas acerca de Calvert, tal vez Dixon evitara pisar Maryland, para no tentar al destino).

Llega a Annapolis por los caminos de rodamiento, que no han sido trazados tanto para los transeúntes como para que rueden por ellos los toneles de tabaco, transportados así al mercado desde las lejanas plantaciones, noche y día, dos o tres hombres por tonel, esclavos africanos, porteadores irlandeses, alemanes que pagan con este trabajo el pasaje del barco que les trajo aquí y similares, gentes que comprenden muy bien que a otros también pueda interesarles viajar por esa ruta. Una vez en Annapolis, Dixon deambula sin rumbo, visita desde las tabernas de carreteros a los tugurios del puerto frecuentados por los marineros. «Sólo en busca de ese juego de cartas», replica si le preguntan qué hace en la ciudad, y si le dicen: «¿Qué juego de cartas?», sonríe como disculpándose y se retira del barrio en que está, fingiéndose confuso excepto para encontrar la salida, pues una taberna ofrece tantas oportunidades de discordia como cualquier otra taberna.

Desde luego, y en más de una ocasión, ha soñado que le habían encargado una oscura misión cuyos detalles nunca puede recordar del todo, sintiéndose a merced de unas fuerzas de las que nadie le hablará, sirviendo a unos intereses que no ve. Se despierta más indignado que temeroso. ¿No está haciendo aquello para lo que le han contratado y nada más? No obstante, sucede que eso es exactamente lo que ellos querían, y su pecado es no haber rechazado el trabajo desde el principio.

Posteriormente, cuando vuelven a reunirse en la casa de los Harland, Mason por fin le pregunta a Dixon qué propósito tenía al entrar en Maryland.

—Quería provocar, estar visible. Como el amigo Franklin cuando salía en medio de una tormenta.

—¿Deseabas que arremetieran contra ti, que te atacaran?

—Me conformaría con decir «que me abordaran». Sin embargo, no se han anunciado agentes franceses ni jesuitas disfrazados, ni tampoco los francmasones me han hecho señales crípticas. Pero supongo que quien me vigila podría estar oculto en nuestro grupo, ser uno de los leñadores, un cocinero, o cualquiera de los que van con el grupo, y quizá lo anota todo.

Por fin, en Williamsburg, a Dixon le parece que ha llegado a lo más profundo de la tormenta. Viajar más al sur no puede beneficiarle en nada. Tendrá que conformarse con lo que ha aprendido hasta ahora.

En las plantaciones de tabaco no hay actividad alguna. A estas alturas, la cosecha de la última temporada ha sido transportada a Glasgow, y las semillas de la siguiente aún no se han plantado, mientras los jóvenes, que parecen estar por todas partes, se reúnen y celebran fiestas junto al río, bailes y bodas. Otros, más avisados, se apresuran a explorar por fin los valles del sueño, esos valles donde no hay estaciones, y sus esclavos africanos de confianza, como no podía ser menos, forman cordones a su alrededor y velan por la seguridad de cada durmiente. Dixon cabalga hasta la ciudad, una laberíntica serie de empalizadas, todo un astillero de tablas de chilla traslapadas, un sereno derroche de ladrillos dispuestos al estilo flamenco que forman toda clase de superficies verticales, desde pocilgas a palacios. De los árboles de catalpa cuelgan las últimas vainas, negras y sin abrir. Junto a los muros de los jardines los enamorados ensayan las artes del malentendido. Ciertas noches, el viento, a medio galope, helará tanto las lágrimas que corren por rostros sin arrugas como las yemas de unos dedos en los botones del chaleco. Este año flota en el aire algo que estimula a la aventura romántica y que los jóvenes que caen bajo su influjo aún no pueden reconocer.

La Ley del Timbre ha repartido de nuevo los papeles de la comedia que va a representarse, y el público está alborotado. De repente los padres de muchachas deseables ya no constituyen pequeños inconvenientes, sino que algunos se revelan como verdaderos enemigos, capaces de gran maldad. Jóvenes que se imaginaban rivales inflexibles de por vida, descubren ahora que son casi compañeros de armas. Las enérgicas exigencias del honor interrumpen cada vez más a menudo las lánguidas ocurrencias del amor. En los caminos helados, este invierno, hay mucho movimiento: jóvenes jinetes que cabalgan en grupos de doce y montan caballos alquilados, mensajeros urgentes que aman la pura velocidad, pretendientes irritados con pistolas escondidas en las polainas, carretas herméticamente cerradas que ni siquiera a un Muchacho Negro del oeste se le ocurriría detener… Tan sólo faltan unas semanas para la sesión de mayo de los Burgueses (representantes de Maryland y Virginia en la cámara baja de la legislatura colonial), que traerá el elocuente desafío del señor Patrick Henry y las resoluciones de Virginia (con las que se iniciaría una legislación norteamericana independiente de la británica, una especie de Rubicón al otro lado del cual se extendía un futuro incierto). En el Colegio, Dixon puede oír una profecía juiciosa, en la cámara legislativa escucha una oratoria interesada, pero descubre que no existe ningún lugar como la taberna de Raleigh donde le informen mejor de las novedades de la historia que se está forjando ante los ojos de todos. En la taberna, virginianos viejos y jóvenes brindan por la condenación del rey. Dixon, cuando le toca el turno, prefiere hacer honor a lo que siempre le ha importado, y alzando su jarra de cerveza, dice:

—Por la búsqueda de la felicidad.

—¡Ah, eso es excelente, señor! —exclama un joven alto y pelirrojo sentado a la mesa vecina—. Y es… tan cierto, ¿verdad? ¿No le importa que use la frase de vez en cuando?

—En absoluto, señor.

—¿Tiene alguien un lápiz? —El joven busca un trozo de papel y Dixon le presta el lápiz de agrimensor que utiliza para hacer bosquejos en el campo—. ¿Topógrafo? —inquiere, y mientras garabatea cae en la cuenta—. Oiga, ¿es usted Mason o Dixon?

—Tom tiene cierto interés por las líneas occidentales —se mofa el dueño—. Su padre ayudó a trazar la que forma nuestro límite meridional.

—Con respecto a las líneas occidentales —le dice Dixon—, cualquier información, cualquier clase de datos será muy bien recibida.

—Fue el coronel Byrd quien la inició. Mi padre, con el profesor Byrd, la prosiguió. Supongo que el profesor se ocupó de la mayor parte del trabajo matemático, pues sé que eso impacientaba a mi padre; desgastaba los libros de tablas, tal era la vehemencia con que los consultaba.

»El segmento del coronel Byrd es el más antiguo, trazado antes de mi época. Anotaba lo sucedido cada día en el cuaderno de agrimensor, no sólo las distancias recorridas sino también algo más útil: los aspectos humanos, los mezquinos rencores, los insultos que recibía y lanzaba, las enfermedades, las curas, los alimentos que tomaban, los licores que bebían, las damas de toda índole que de vez en cuando eran objeto de sus miradas…

—¿Está impreso y a la venta?

—Todavía no. Cuando lo esté, espero que todo topógrafo lo lea como algo esencial en su aprendizaje. Mi padre lo consideraba uno de los grandes textos preventivos acerca de la profesión.

—¿Preventivos con respecto a qué?

—A las empresas colectivas, sobre todo cuando la mitad de los comisionados vive en el norte y la otra mitad en el sur. Según el texto del coronel Byrd, los naturales de Carolina integrados en su grupo eran todos unos envidiosos, unos glotones y unos haraganes degenerados, debido a la diferencia de latitud, que influye de alguna manera. No me sorprendería que los habitantes de Pennsylvania tuvieran opiniones similares sobre sus vecinos del sur, incluida Virginia, esta tierra de bestias sensuales.

Tres jóvenes damas se asoman a la puerta de la taberna, cual aves marinas en la orilla del agua, y entran y salen graciosamente de ese aura de humo de tabaco que, durante siglos, los hombres han supuesto que mantiene a las mujeres alejadas como si fuesen insectos.

—Voy a entrar —dice la más audaz de las jóvenes, y da dos o tres pasos en el interior, antes de lanzar un grito y retroceder.

Entonces otra lo intenta, lanza un grito similar y retrocede. La escena se repite, mientras ellas sostienen una animada e ininterrumpida discusión, pues el deseo de cometer travesuras románticas entra en conflicto con el aborrecimiento femenino del tabaco.

Dixon sonríe y les hace una seña para que entren.

—¿Tienen todas las damas virginianas una disposición tan alegre?

—En todas partes menos en Norfolk, donde la conversación sobre la pasión supera con mucho a la práctica de ésta. Por cierto, los marineros tienen un proverbio con respecto a ese desdichado lugar: «Si el arpón quieres clavar, en Norfolk con las ganas te vas a quedar».

—Creo que desearán bailar —juzga el joven Tom—. Ya hace rato que oímos esa música.

—Pero si el duelo no es su pasatiempo preferido, señor, cuidado con sus modales, pues un error en un paso de danza y no faltarán hojas de Virginia dispuestas a defender el honor de una dama. Tendrá que batirse al amanecer.

En efecto, cuando no ha dado más de veinte pasos en la sala y bailado ocho compases de una animada giga con una tal Urania, Dixon nota un roce perfumado en una mejilla, que resulta ser el guante de Fabian, el prometido de la dama.

—¿No le han dicho que soy cuáquero y no peleo, señor?

—Me han informado de ello, señor, y por lo tanto le sugiero que arreglemos esto jugando a los tejos. Lanzaremos los herrones a cuarenta pies de distancia.

—Ah, muy bien —dice Dixon, aunque, como insistirá después, quería decir: «Si le han dicho tal cosa, le han gastado una broma, señor, porque en realidad soy un canalla de la peor especie y para mí, en el gran festín del pecado, el asesinato no es más que un entremés…».

—Hemos observado que, para satisfacer los agravios, jugar a los tejos es muy similar al duelo con pistola —le explica Fabian—. El mismo campo largo y estrecho, la rencontre, si así se desea, al alba, con ambos tejos fijados al suelo a una distancia negociable, el metal lanzado a través del aire, y si escucha con atención cierto silbido…

—Vaya, entonces, ¿eso era negociable? ¿Podría haber dicho yo treinta pies? ¿O hubiera quedado demasiado manifiesta mi intención de seguir con vida?

Al amanecer, todos ellos se dirigen a un terreno utilizado para jugar a los tejos cerca de la orilla. Cuando hay suficiente luz para ver el otro tejo, comienza la competición. Después de que cada contrincante haya ganado un juego, y tras convenir en no jugar un tercero, cada uno recibe con idéntica vivacidad un beso del bello pretexto, y van a desayunar en buena compañía fumadora y bebedora.

De regreso al norte —caminos embarrados, ramajes negros y húmedos, como revelaciones de la tierra en medio de la nieve—, Dixon, silencioso, mientras el golpeteo de las herraduras va marcando el paso de las millas, aguarda el momento en que se le revelará qué sentido tiene ese viaje que se le antoja del todo inútil. En algún lugar entre Joppa y Head of Elk, sin que se haya hecho la luz dentro de su cabeza ni en el exterior, se pone a silbar y al cabo de un rato entona:

Mofeta en el salón,

sabueso tronco arriba,

las damas de esta región

son para mí un enigma…

Aunque en su viaje por toda Virginia han pasado esclavos ante sus ojos, no ha visto ninguno. Eso, eso era precisamente lo que no había ocurrido. Se trataba de algo distinto, que no tenía que ver con los Calvert, ni con los jesuitas, ni con los Penn, ni con los chinos.