Posteriormente se llegó a la conclusión de que el señor Dimdown, quien hasta entonces desconocía cualquier confinamiento más largo que el de permanecer oculto en el sótano hasta que el sheriff se marchaba, se había pasado los tres días anteriores bebiendo sin cesar cuantos licores tenía a mano, a fin, según explica, de «lograr que el tiempo pase de una manera diferente, eso es todo».
El señor Knockwood abandona su puesto detrás del mostrador, mientras su esposa busca las llaves y se dirige al armario de la loza, donde guardan el mosquetón.
—Y además —sigue el señor Dimdown, enfurecido—, ¿cómo te atreves, farsante, cerdo enano, a fingir que sabes algo de América, cuando has llegado a nuestra costa furtivamente, arrastrándote sobre tu asqueroso vientre? —y continúa diciendo cosas por el estilo.
—Vamos, vamos, cálmense, caballeros —dice el dueño, hablando con la mayor lentitud posible, mientras por el rabillo del ojo observa los manejos de su mujer con los cuernos de pólvora, el embudo y los proyectiles—. Tenga cuidado con lo que le hace a mi chef, señor Dimdown, pues ahora no puedo quedarme sin él. Y tú, franchute…
—¡Sucia rana! ¡Te voy a matar!
El señor Dimdown se apresta a tirar una estocada asesina hacia el corazón desprotegido del chef. De inmediato, cuando se halla a escasos centímetros del blanco, misteriosamente, el arma abandona la mano de Dimdown, atraviesa volando la sala, trazando lentamente un arco que algunos podrían considerar insolente, y se deposita entre los troncos llameantes de la chimenea, de donde en ese momento nadie hubiera podido sacarla.
—Ha sido… magnetismo o algo así —se excusa el señor Dimdown—, y además he tropezado, o alguien me ha hecho la zancadilla. ¿Cómo voy a recuperar mi hoja? El calor la estropeará. Maldito seas, Mesié.
El francés gira entre sus manos su gorro de cocinero y dice:
—Ésa es la pata en acción. Todos ustedes lo han visto, han sido testigos. Su capacidad de vuelo, en constante aumento a lo largo de los años, le permitía recorrer distancias cada vez mayores, hasta que un día ni siquiera el vasto océano pudo disuadirla y voila!, al despertarme la encontré encaramada a los pies de mi cama, graznando alegremente como una lechera. Sí, me ha seguido al Nuevo Mundo, movida por el afecto o por el odio, quién sabe (aunque indiscutiblemente se trata de una pasión), y una vez más me veo asediado, mientras ella sigue recorriendo su extraña órbita de escape del mundo conocido, al tiempo que se vuelve cada vez más poderosa dentro de su mundo.
Luise cree que todo eso empieza a parecerse mucho a lo de Peter Redzinger. Sin embargo, no sabe qué la impulsa a poner en el brazo del francés una mano algo más grande que una mano parisiense, una mano endurecida por el trabajo, llena de rasguños y pequeñas cicatrices, tostada por el sol, diestra en el peinado del cabello y en manejar la aguja. Si alguien de la sala los hubiera observado atentamente, quizás habría percibido en el francés un temblor momentáneo debido a la emoción.
—Entonces, Monsieur, ¿es la pata un ángel?
—Tal vez, Madame, la pata no sea más que el precio que debo pagar por haber abandonado Francia. Sin embargo, para hablarle con sinceridad, procedo de un lugar donde hay gente que se muere de hambre cada noche, así que, si he de soportar la presencia inescrutable de la pata a cambio de esta milagrosa abundancia, me parece ciertamente una ganga. Los días de mercado en New Castle o en Filadelfia mi corazón aún se exalta como en mis comienzos…, se me antoja un sueño… ¿No ha deseado alguna vez cocinarlo todo? ¡Tomates, tortugas, melocotones, róbalos, cangrejos, maíz, venado! ¡Oso! ¡Castor! Inventar el bourguignon de castor, y quién sabe, quizás el… el soufflé de castor, non? —dice, mientras gesticula, excitado.
—Sin duda los indios saben cocinar el castor —le dice ella—. Hay que extirpar ciertas glándulas y eliminar mucha grasa, pero una vez hecho eso, ach, es tan bueno como cualquier plato de la cocina alemana, sencillo o sofisticado. Él se queda mirándola.
—¿Ha llegado usted a…, a probarlo?
En los días que permanecerán aislados por la nieve, se establecerá un triángulo entre la pietista incorruptible, el chef exiliado y la pata enamorada. Extrañamente, dada la gran capacidad de la pata para hacer malas jugadas, ésta no intenta en ningún momento perjudicar a Luise, e incluso extiende a ella su protección invisible, como si percibiera en lo que ocurre una oportunidad para observar el «amor» de cerca y sin ser vista. Así pues, Armand y Luise nunca saben cuándo el ave mecánica puede estar ahí, mirándolos, y ello es un obstáculo más que se interpone en el camino de los deseos físicos.
—Se ha mostrado muy comprensiva con lo nuestro, ¿no crees?
—No sé, Armand. ¿Estás seguro de que me lo has contado todo?
—¡Por favor, querida!, ¿cómo puedes pensar…?
—Parece conocerte… tan bien.
Sin embargo, muy pronto la pata empieza a no estar tan segura de que desea siquiera tener una vida erótica. Entretanto, en el confinamiento que les impone la nieve, la conducta de los reunidos es cada vez menos predecible.
—Y allá en el cielo hubo un eclipse —dice el hacendado Haligast—, un vacío en el firmamento, y allí, con un trazo nuboso que podía formar palabras, estaba escrito: «Ningún rey…».
—Gracias por informarnos de ello —rezonga el siempre viperino señor Whitpot, la primera persona en quien el encanto oracular del hacendado empieza a no surtir efecto.
A medida que se suceden los días, presididos por la nieve y por las nubes cargadas de nieve, que muestran toda una gama nada prometedora de tonalidades azul oscuro, todos perciben que la facilidad con que los sentimientos inmoderados pueden manifestarse a la menor ocasión, o sin motivo alguno, está llegando a un extremo peligroso. Incluso el joven Cherrycoke ha de hacer un esfuerzo por dominarse cuando, el rostro sonrosado y reluciente, se sienta a una mesa hecha en la factoría holandesa local y escribe en su cuaderno de notas, mientras cae la nieve tras los vidrios romboidales de la ventana y su pluma emborrona velozmente el papel, utilizando tropos brillantes y cada vez más sangrientos, una especulación sobre el sacramento eucarístico y la práctica del canibalismo. El texto comenzó, sin pretensiones eruditas, como un comentario a un temprano ensayo de Brook Taylor (autor de la serie y del teorema epónimos) titulado Sobre la legalidad de beber sangre.
Desde el piso superior, el señor Knockwood observa que la nieve casi llega al alféizar de las ventanas de esa planta y, preocupado por el suministro de aire a las habitaciones inferiores, corre en busca de los astrónomos para hacerles unas preguntas. ¿Qué le ha ocurrido al sol? ¿Existen eclipses de nieve? Abajo, en la despensa, Armand y Luise se abrazan y su ardor supera incluso al de los jóvenes filadelfianos (claro que tal vez esos encuentros son tan sólo lo que la gente comenta los días en que escasean los temas de chismorreo, mientras el resto del tiempo se conducen de acuerdo con su manifiesta inocencia), mientras Mitzi, que ese día gris oscuro con ligeros tintes pardos ha salido de la casa, haraganea cerca de los mozos de cuadra y de los muchachos de la trascocina, sacude su cabellera y, con los ojos brillantes, entabla conversaciones que luego trata de prolongar hasta algún punto que ella misma no sabría definir con suficiente claridad. Ha crecido en una región cuyos bosques están llenos de indios sanguinarios, que llevan pintada la epidermis desnuda y van pertrechados con armas afiladas, y por tanto Mitzi tiene un sentido del peligro distinto al de esas apacibles almas de estuario que se alimentan de pescado, como si fueran una raza de gatos domésticos. No obstante, lo que ella realmente desea prolongar es ese estado en el que desconoce hasta qué punto está segura en compañía de los jóvenes pescadores ingleses, pues al principio, a cada nueva nevada, se emocionaba al saber que eso significaba por lo menos un día más de aislamiento con los Adonis que hay en la posada, o, como prefiere llamarlos Armand, que se siente cada vez más como un cabeza de familia, esos patanes embobados. Sin embargo, últimamente el invierno ha empezado a ahogar más que a estimular las esperanzas de la chica. Empieza a buscar algo en qué ocuparse, se ofrece a Armand para ayudar en la cocina, todavía ruborizada cada vez que hablan. Él se alegra al saber que Luise ha enseñado a la muchacha por lo menos los rudimentos. Pronto le permite preparar ensaladas y le confía secretos menores de la haute cuisine francesa: sus comienzos históricos, que se pierden en las artes del envenenador, la necesidad de practicarla con una actitud de desdén inflexible hacia cualquiera que mastique, trague, intente digerir y vuelva a por más, las mil primeras colocaciones de la tapadera del puchero, según el famoso artículo de Le Gastreau en la Encyclopédie, pues la tapa del puchero es uno de los temas favoritos de Armand, y en su colocación adecuada radica a menudo el éxito o el fracaso del guiso.
—Quitada, puesta, parcialmente retirada, semilunas de forma diversa, cada una para un fin apropiado. Tienes que acostumbrarte a considerar el puchero, cuando lo miras, como una especie de luna, con sus fases…, pero sin olvidar nunca el comentario que hizo Voltaire sobre los gastrónomos y los astrónomos.
El reverendo observa todo esto con interés. El francés le fascina. Dadas las severas críticas que ha escrito sobre la Última Cena, Cherrycoke presta ahora más atención a la comida y a las maneras de prepararla. «Creía haber zanjado», escribe, «las cuestiones de si el cuerpo y la sangre de Cristo se consustancian con o se transustancian en el pan y el vino de la Eucaristía, y al final he preferido sumarme a la creencia de doctores tales como Haimo de Halberstadt de que las formas externas del pan y el vino son un acto de la misericordia divina, pues de otro modo nos repelería la visión de la carne y la sangre humanas, por no mencionar la perspectiva de comerla y beberla. Así pues, es preciso añadir a los atributos de Dios el de ser un gran chef que disimula de esa manera una realidad aterradora. La cuestión que no puedo resolver es la de si la carne y la sangre reales son, a su vez, símbolos, ya sea símbolos de un cuerpo místico de Cristo, en el que todos los participantes en la Última Cena se convierten de alguna manera (mística, desde luego) en Uno, ya sea símbolos de un contrario terrible, una carnalidad definitiva, alguna manera de pertenecer finalmente a ese mundo condenado que no es posible eliminar, una condición, lo confieso ahora, que creía buscar en otro tiempo, cuando vagaba por la Tierra en pos de ella, casi asfixiado, prisionero de una tenebrosa inocencia que las generaciones posteriores quizá sean ya incapaces de imaginar plenamente.
»Pero desde aquellos días juveniles llenos de esperanzas y de amaneceres ilusorios, cuando jamás me abandonaba la misteriosa firmeza de ánimo, he frecuentado otros lugares de la Ciudad Terrestre, he visto y olido en mercados de pueblo, colgada con el resto de la carne animal, rodeada de moscas y sucia del polvo de la calle, carne humana ofrecida a la venta… En América, ciertos indios creen que comer la carne y, en particular, beber la sangre de los derrotados en combate, transfiere a quien lo come y bebe las “virtudes”, como podrían llamarlas los teólogos, del adversario difunto, una unión mística entre los contrarios, unión que ninguna de las personas a las que se lo he consultado ha sido capaz de explicarme satisfactoriamente. Eso plantea la posibilidad de que los salvajes que parecen enemigos entre sí tengan de hecho una relación profunda, como la que confiere un pacto de sangre, por lo que para ellos la guerra es una especie de sacramento. De ser eso cierto, y dado que ese canibalismo se practica comúnmente en estos lugares, es preciso considerar sagradas las sendas de los guerreros, y su transgresión, grave, de una gravedad inimaginable en las trilladas disputas británicas. O bien debemos cambiar nuestras ideas acerca de lo sagrado, o bien conciliarnos con esas naciones, y cuanto antes, mejor».
Horas después de que atacara a Armand, el señor Dimdown oye unos golpes en la puerta de su habitación, y al abrir se encuentra con Mitzi Redzinger, la cual sostiene con sumo cuidado su espada por la correa.
—La he limpiado lo mejor que he podido —murmura, con los ojos clavados en él—. Sólo tenía un poco de hollín, y la he afilado.
—¿Cómo dice?
—Armand me ha enseñado a hacerlo.
La joven ha entrado en la habitación y ha cerrado la puerta tras ella, y ahora permanece en pie observándolo, sorprendida de lo andrajoso que parece el petimetre a la luz del día.
—Sólo yo afilo esta hoja, ¡por el amor de Dios!, es auténtico acero de Damasco. En fin, démela, veamos el daño. —Se pasa largo rato examinando el filo reluciente y no tarda en dar estocadas y hacer floridas fintas en el aire; presenta varias veces cada una de sus piernas a la consideración de la muchacha, se ajusta sin cesar los puños y el corbatín—. Hummm, parece que entiende usted algo de hojas… —Efectúa un ataque complicado contra una palmatoria—. Da la sensación de que es un poco lenta, antes era más rápida. ¿Hay causa para un pleito fructífero? Sí, tal vez lleve a Knockwood ante los tribunales, si la primavera llega alguna vez. Oiga, Frolain…, ¿qué está haciendo con su gorro?
La muy boba está desatándoselo y después se lo quita lentamente, deja en libertad su cabellera y la sacude. La hace ondear ante él, y se las ingenia para que incida en el cabello la luz invernal que penetra a través de la ventana. Con tales movimientos aturulla al lechuguino hasta tal punto que él parece sumirse en una contemplación aturdida de las amplias ondulaciones, como un soñador a orillas del mar. En el exterior nieva de nuevo, y no tardará en anochecer. La muchacha recuerda las leguas de territorio cubierto de nieve que median entre el lugar donde se encuentra y la granja de Redzinger, y piensa en la oscuridad que avanza, en la ciudad que está ahí delante, aunque le cueste creerlo, en la resurrección y partida de su padre, en el visible cambio de su madre y, por último, en su propio cambio, que no puede controlar ni explicar: senos, caderas, flujos, extraños desvanecimientos, buen ojo para percibir ciertos deslices que cometen los muchachos… Su madre le ha dicho: «El señor ha dotado a la humanidad de juicio, aun cuando éste parece abandonar a los hombres. No es necesario que vayas hasta Filadelfia para comprobarlo. No tienes que ir mucho más allá del pueblo, eso sí, en día de mercado».
Él ha empezado a disculparse por su ataque al francés.
—Ha sido abominable por mi parte. Sé que usted es amiga suya. Ojalá hubiese alguna manera…
—Basta con que se lo diga. ¿Es que eso no se hace entre ustedes?
—¿Cómo voy a entrar en esa cocina? ¿Ha visto su arsenal, los cuchillos, las cuchillas de matarife? Mi madre no crio a ningún idiota, Frolain.
—Ah, si conociera a Armand… —replica ella, riendo alegremente.
—Me he convertido en posible blanco de sus utensilios afilados y puntiagudos. Nuestra relación parece estar atascada.
—Pero recuerde que aquí nadie ha visto jamás que Armand cortara nada. Por eso me está enseñando a cortar, para que yo haga lo que él ya no puede soportar. Tal vez sea cosa de mi madre, pero lo cierto es que Armand ha renunciado a la violencia en la cocina, no sólo hacia la carne, sino también hacia las verduras, pues no hay manera de lograr que pique una cebolla, o que corte en rodajas un nabo, ni siquiera quiere restregar un poco las setas para limpiarlas.
—Creo que no debería usted contarme esas cosas. Un hombre necesita su reputación.
—Pero como espadachín veterano, nunca aprovecharía usted su ventaja sobre él, ¿no es cierto?
El rostro del joven enrojece y se hincha, una señal que ella conoce bien, pues no sería el primero que le responde con cajas destempladas. Palpa a sus espaldas, en busca del pomo de la puerta, y se sorprende al ver que ella está en el centro de la habitación, a varios pasos de la puerta.
—¿Se encuentra bien, señor Dimdown?
—Llámeme Philip —musita él, y enfunda su espada en la vaina—. Ya que ha confiado en mí, debo admitir que nunca he…, bueno, que todavía no me he visto obligado a…
—Ah, comprendo, no se ha batido nunca en duelo —dice, y aparta unos cabellos que podrían tamizar el pleno efecto del brillo de sus ojos.
—¡He perdido mi buen nombre! ¡Ah! Debe usted de despreciarme.
Mitzi se encoge de hombros, con suficiente brusquedad para permitirle, si lo desea, interpretarlo como un temblor solidario.
—Allá donde vivimos —le dice ella— ha habido muchas luchas, y el duelo no tiene para mí la emoción que podría tener para alguna muchacha de Filadelfia, pues he visto ya muchos.
Coge un mechón de cabello que ha caído hacia delante, por encima de su hombro derecho, y lentamente se lo echa hacia atrás, a la izquierda, sacudiendo la cabeza de vez en cuando.
Dimdown, impaciente, hace caso omiso de esta oportunidad.
—¿Acaso lo ha visto como si lo tuviera grabado en la frente o algo por el estilo? ¿Es usted la única que lo ha visto, o todo el mundo sabe que jamás me he batido en duelo?
—No se preocupe, Philip. No se lo diré a nadie.
En ese momento entra el dueño, a pasos vacilantes.
—Su madre la está buscando, señorita —le informa, mirando a los dos con las cejas enarcadas.
—La que se va a armar —musita el joven Dimdown.
—Desea pedirle disculpas a Monsieur Allègre —se apresura a decir Mitzi con voz cantarina—. ¿No es cierto, señor?
—Sí, en efecto.
—Excelente, yo lo arreglaré —dice el señor Knockwood, y se marcha al instante.
—Pongo mí vida en sus manos —dice Philip Dimdown—. Nadie es lo que parece, ¿por qué habría de serlo usted?
Mitzi por fin se ruboriza, pues acaban de soltarle el primer auténtico cumplido de su vida, y pícaro, por cierto. De improviso el joven parece considerablemente más juicioso, si no mayor.
Y poco después, en la calma que cada tarde se produce entre la comida y la cena, los dos hombres hacen las paces, se estrechan la mano ante la puerta de la cocina y se ponen a charlar como dos cornejas en un tejado. Llega Luise con una bandeja de esos pastelillos llamados «besos holandeses» y suscita ingeniosas solicitudes, la mayor parte de las cuales, aunque no todas, rechaza con donaire.
—Qué impulsividad tan absurda la mía, Mesié. Jamás hubiera sido capaz de atravesar con mi espada al cocinero más admirable que tenemos en las colonias.
—Pero su movimiento con la hoja, tan elegante, tan professionel…
—No soy exactamente el gran Figg, siento decirlo. La verdad es que sólo me he limitado a tomar lecciones particulares en un establecimiento de Nueva York. Mi profesor se llamaba Tisonnier.
—¡Hombre, le conocí en Francia! Oui, cierta vez me hizo un comentario sobre hígado de cerdo con berenjena. Se ofreció a enseñarme el quite de san Jorge si le daba la receta del plato.
—Era muy estimado por ese movimiento, en efecto, y también por la guardia suspendida. Se la mostraría, pero no quisiera mellar la hoja.
—Acero de Damasco, ¿verdad? Es fascinante. ¿Cómo se consigue esa apariencia de muaré?
—Se entrelazan dos clases distintas de acero, o eso me han dicho, y entonces se procede a soldar el conjunto.
—Esa es una técnica empleada en pastelería y que el tiempo ha consolidado. Dicen que los armeros de las islas japonesas mezclan la carbonilla con el acero de sus espadas de un modo muy parecido a como nosotros mezclamos la mantequilla con la masa del croissant. Se extiende, se dobla, se golpea hasta que queda lisa, se extiende, una y otra vez, ¿comprende?, hasta conseguir centenares de esas capas prodigiosamente finas.
—Así se bate también el oro, ya que hablamos de ello —interviene el señor Knockwood—. Se alisa y dobla, ¿no es cierto?, y vuelve a alisarse entre el cuero, hasta que se consiguen esas hojas finísimas de pan de oro.
—Laminación —observa Mason.
—Mirad, la laminación abunda —dice el hacendado Haligast, que aparece unos instantes—. Sus finalidades son muy oscuras, pero siempre hemos intentado producir innumerables hojas delgadas, extender un volumen dado hasta convertirlo en pura superficie, y al mismo tiempo descubrimos diversas formas nuevas, como la pila de Leyden, barajas de naipes, artefactos que, como la palanca o la polea, multiplican las fuerzas aparentes, a menudo con resultados desproporcionados…
—El libro impreso —sugiere el reverendo—, delgadas capas de tinta dispuestas de determinada manera que alternan con otras delgadas capas de papel comprimido, a veces en rimeros compuestos por centenares de capas de papel.
—O un montón de pliegos sueltos —añade el señor Dimdown—, vendidos uno a uno, pero que multiplican su efecto al difundirse.
Por supuesto, el petimetre no es lo que parece, ¿quién de nosotros lo es? La verdad se sabe al cabo de unas semanas, cuando lo descubren manipulando una imprenta clandestina en un sótano de Elkton. Alza la vista de las hojas fragantes, tan nuevas que uno podría percibir incluso el olor de la orina de los aprendices —en la que sumergían los trapos llenos de tinta para que se ablandaran, y que aportaban a los olfatos sensibles mensajes solapados de juventud y anhelo—, rodeado de hojas en las que, en un tipo de letra grande, aparece repetida la palabra LIBERTAD.
Un civil está al frente de una pequeña cuadrilla de soldados.
—Es la última vez que ves esa palabra —le dice.
«No apuestes por ello la reputación de tu mujer», podría haber replicado el pendenciero petimetre. Pero Philip Dimdown, consciente de su situación, guarda silencio.
—Si decidimos abordar esa historia desde el enfoque romántico…
—Sí, hay que hacerlo —afirma Tenebrae— Dimdown pensaba en la muchacha, claro. ¿Cómo se separaron?
—De una manera honorable. Él interpretó el papel de petimetre hasta el final.
—Eso es imposible, tío. Debió de dejarle entrever…, de algún modo…, en el último momento, para que entonces ella pudiera llorar, decirle adiós y todo el resto.
—¿Todo el resto? —inquiere Ives, alarmado.
—Después de que conozca a alguien más.
—¡Aaaaaah! —exclama Ethelmer.
—¡Nunca tiene fin! —añade el primo DePugh.