37

—Yo era el menor de cuatro hermanos. Cada uno de nosotros, uno tras otro, alcanzó una buena posición en la vida, hasta que llegó mi turno. Mi padre sufrió un revés imprevisto, y sólo quedaba suficiente dinero para enviarme a París, donde iba a ser aprendiz del chef más famoso de Francia, lo cual significa del mundo entero.

Estas palabras suscitan varias respuestas, todas ellas contundentes:

—¡No me diga, Monsieur!

—¡Será el mundo de los anfibios!

—¡Eh, francés, prueba un panecillo con una buena salchicha británica!

—Dios mío —murmura el señor Knockwood, que espera el siniestro chirrido que producen las patas de las sillas al desplazarse sobre el suelo de tablas nuevas.

Durante años (sigue diciendo el francés), tuve que cargar miserablemente agua y leña, sacos de harina y artesas de mantequilla. Tenía que comer todo lo que el maître consideraba que no alcanzaba el nivel correcto, y así aprendí, del modo más directo, los aspectos buenos y malos de la comida. Transcurrió un año más antes de que me permitieran asir un batidor. Nadie se ofrecía a enseñarme nada, yo era el único responsable de lo que pudiera aprender. Un año tras otro, insomne y muy a menudo cariacontecido, fui aprendiendo las artes de la cuisine, hasta que un día, por fin, me convertí en chef Y llegó un momento en que, como sucede con estas cosas, París se echó a mis pies.

Lo diré por ustedes: ¡pobre París! Grandes casas se disputaban violentamente mis pâtés, la reina hablaba de mi blanquette de veau. Pronto me volví demasiado vanidoso para comprender que lo que les atraía era la novedad que yo representaba, no mi cocina, algo que debí comprender antes…

Un día me visitó cierto caballero, un detective famoso en aquel tiempo, llamémosle Hervé du T., cuando me hallaba en la fase más crítica de la preparación de una salsa que exige una elaboración muy ardua. El hombre no tenía idea de lo que había hecho peligrar. Una de las habilidades más útiles en la cocina consiste en saber cuándo es indicado y cuándo no desplegar un accès de cuisinier, el cual, si se ejecuta como es debido, es capaz de detener a unidades enteras del ejército. Sin embargo, la obsesión iluminaba los ojos de mi visitante, y brillaba de un modo que jamás había visto. Me sentí intrigado y, que Dios me ayude, Madame, le escuché…

En ese momento Armand repara en que Mason y Dixon intentan dirigirse con sus desayunos a un rincón tranquilo de la sala.

—¡Vaya! Qué curioso, caballeros. En este mismo instante estaba a punto de referirme a su hermano en la ciencia, a quien tal vez incluso hayan conocido, el inmortal Jacques de Vaucanson.

Mason entrecierra los ojos, pensativo. Dixon se toca varias veces el sombrero, y al cabo de un rato asiente.

—Pues claro que si, el hombre del pato mecánico, ¿no?

—Demasiado cierto, por desgracia. Un experto en mecánica cuyo genio deslumbra y sacude al mundo, caballeros, pero la posteridad sólo lo conocerá gracias al pato. Los dos están unidos de un modo tan inextricable como… ¿Mason y Dixon? ¡Ja, ja, ja! El hombre a quien Voltaire llamó un Prometeo sólo será recordado por rebasar de manera muy ingeniosa los límites del gusto, pues dotó a su autómata de un proceso digestivo cuyo resultado final no podía distinguirse del que se encuentra en la naturaleza.

—¿Un pato mecánico que caga? —El señor Whitpot, tras quitarse la peluca, la manosea, irritado, como si amasara pan—. ¿A quién puede importarle? ¿Quién, aparte de un campesino, distinguiría siquiera el excremento de pato de una imitación, por muy fiel que fuera ésta? Y, para empezar, ¿qué rústico puede llegar a ver esa maravilla, si sus únicas demostraciones a buen seguro tienen lugar en hôtels parisienses?

El francés, ofendido, alega:

—Algunos señalarían más bien que se trata de un esfuerzo inventivo sin precedentes, un empeño en que todo sea auténtico. Personas de mentalidad más científica podrían argumentar que esta misma atención al detalle, esta sutileza, superado cierto valor crítico, provocó en el pato esa extraña metamorfosis y lo llevó a cruzar el umbral de lo inanimado para emprender el viaje que hoy lo lleva por todo el mundo.

Revelar lo que oí después (prosigue Armand) todavía es hoy delito de alta traición. Aquello era más inaudito que lo del Hombre de la Máscara de Hierro. Reinos y hasta imperios habían empezado a tambalearse desde el fatídico momento en que uno de los sirvientes de Vaucanson entró en el taller y halló al pato suspendido a varios pies por encima de la mesa y aleteando. No había necesidad de gritar, aunque pato y sirviente lo hicieron de todos modos. Se había descubierto el secreto. Al cabo de una hora, el pato había desaparecido.

—Entonces, ¿no se trataba del artefacto del señor Vaucanson?

—¡Ja, ja, ja!, qué observación tan graciosa. Debo repetírsela a Madame la Marquise de Pompadour la próxima vez que nous faisons le déjeuner, ¡cómo se va a divertir!… No, candoroso señor, el «diseño» era de un orden totalmente distinto, en realidad estaba desempeñando una función corporal nueva por completo, y nadie, ni siquiera el mismo gran ingeniero, sabe qué ocurrió…

El presuntuoso intento de Vaucanson había consistido en repetir, para las funciones del sexo y de la reproducción, los milagros ya logrados en cuanto a la digestión y la excreción.

—¿Quién sabe? Tal vez esa última maquinaria erótica añadida tuvo el efecto de empujar al pato a través de algún umbral de complejidad propia, provocando un explosivo paso de la inercia a la independencia y al poder. ¿No es acaso como un relato antiguo? Quizás ese pato automático fue devuelto a la vida, como la Bella Durmiente, gracias al beso de… l’amour.

Oh, la, la —dice una voz desde el rincón—, a otro perro con ese hueso.

—Estos franchutes son asombrosos —comenta otro—, siempre pensando en lo mismo, tanto de día como de noche.

—¡Salvajes! —sisea el diminuto galo.

—Le ruego que prosiga, Monsieur —le pide Frau Redzinger, lanzando una mirada de reproche a toda la sala.

—Lo haré porque usted me lo pide, Madame.

El francés hace un amplio gesto con su gorro gigantesco y sigue adelante con su relato.

Por entonces mi visitante estaba muy agitado.

—La culpa la tuvo la arrogancia de Vaucanson. Es la consabida historia del viejo y loco filósofo, que se entromete donde no debe, hasta que intervienen las leyes de lo imprevisto. Ahora el pato es un fugitivo y vuela por donde se le antoja. A menudo visita la Academia de las Ciencias, donde han comprobado que, cuanto mayor es su velocidad, menos visible resulta, hasta que, cuando alcanza las mil toesas por minuto, se desvanece por completo, pero ése no es más que uno de los numerosos nuevos poderes adquiridos, por lo que cada vez es más urgente hallarlo, antes de que esta metamorfosis se lo lleve allá donde no podamos controlarlo. Y en este punto, señor, es donde puede usted hacernos un servicio.

—Pero mis habilidades… no se orientan precisamente en esa dirección.

—Recuerde, cher maître, como lo recuerdo yo con los sentidos aún temblorosos, su Canard au pamplemouse flambé, que es único en el mundo civilizado, por no mencionar el sublime Canard avec aubergines en casserole… ¡Mmmmmmm! ¡Qué delicia! La inmortal Fantaisie des canettes

Y mencionó muchos platos más, incluidos algunos que casi he olvidado. Debería haberme mantenido impasible, pero me ruboricé.

—Ah, aquellos buenos patos —murmuré.

—Mire, cuando uno examina los archivos de los ministerios, y también los de otros detectives, invariablemente, bajo el encabezamiento «pato», los dos nombres que aparecen con mayor frecuencia son el de Vaucanson y el de usted. Una y otra vez. ¿Es posible que exista una relación? Al parecer, el pato autómata así lo cree, pues de alguna manera, y desde hace muy poco, ha reparado en usted. Desde entonces, su rencor, en nombre de todos los patos, no sólo por los que usted puede haber cocinado personalmente, ha aumentado de un modo alarmante. No hay duda de que trama un plan, cuyos detalles tal vez no quiera usted saber.

—¡Pero si esto es muy peligroso! ¿Y dice que su cerebro está ya afectado? ¿Y si me culpa de ofensas que he cometido sin querer?

—¡Ah! En ese caso vendría a por usted, ¿no es cierto? Y la obsesión con que le atacaría sin duda le hará ser lo bastante descuidado para permitir que mis agentes por fin lo prendan. En cualquier caso, ése es nuestro plan. Cierto que debe usted considerar la mejor manera de defenderse, como por ejemplo llevar ropas que no pueda atravesar con el pico, de cuero, o, lo que aún es más seguro, una cota de mallas. Dado que su pico es del más fino acero sueco (no sé si se lo había mencionado), cuando el pato, presa de frenesí homicida, vuela a alta velocidad, es capaz de atravesar todo tipo de fortificación conocida, los muros macizos son como de papel para ese monstruo destructivo… Uno puede agazaparse en el interior, pero no puede evitar le bec de la mort, el «pico de la muerte».

—Espere, espere —le dije, procurando no irritarle más—. ¿Desea que yo actúe como una especie de… señuelo? ¿Para atraer la venganza de un autómata poderoso y asesino? Bon, eso requiere una pequeña gratificación por anticipado, ¿no le parece?

—Naturalmente. Aquí tiene su pequeña gratificación. ¿Ve usted esta pistola? Pues no voy a pegarle con ella un tiro en la cabeza. ¿De acuerdo?

Me salvó, si ésa es la palabra, un fuerte y aterrador zumbido que se oyó en el exterior. El detective, asustado, lanzó un grito y salió rápida y definitivamente de la estancia, dejándome muy inquieto, tan reacio a seguirle, pues el hombre iba armado, como a quedarme allí y enfrentarme a algo tal vez más peligroso. Salí a la terraza y eché un vistazo. El ruido trazaba círculos en lo alto, como si el que lo producía, con toda seguridad el pato, estuviera considerando la acción que iba a emprender.

¡Y allí estaba la que iba ser mi Némesis en el futuro! ¡Ah! Mientras yo lo observaba, inició su largo descenso directamente hacia mí…, el depredador que se abatía sobre mi cabeza era de una pequeñez y lentitud poco razonables. Yo mismo era una presa fuera de lo ordinario, pues aunque disponía de mucho tiempo para huir, me quedé allí contemplándolo mientras la maravilla mecánica desafiaba a Newton y descendía suavemente…, hasta que aterrizó cerca de mí, sobre una balaustrada de la terraza, sin hacer apenas ruido. Me miró, con el amenazante pico abierto y cierto brillo en los ojos, graznó y se puso a hablar con un acento curioso que rebosaba flexiones de fricativas linguo-picales, al tiempo que emitía una fina bruma de algún líquido digestivo, en cuya inocuidad me vi obligado a creer.

—Bueno —dijo el pato, esparciendo rocío—, aquí tenemos al terrible Barba Azul de la cocina, que ha alcanzado la celebridad a costa de las vidas de mis congéneres. Ahora no eres tan valiente, ¿eh?

—En Francia hay miles de personas que matan, cocinan y comen pato a diario. ¿Por qué me has elegido a mí?

—¿Qué enemigo más natural del pato más célebre de Francia que el chef más célebre?

¿No había hecho Monsieur du T. casi la misma observación acerca de los dos expedientes? ¿Habría tenido el pato acceso a ellos? ¿Cómo?

—No soy tu enemigo —protesté—. Incluso podría ser amigo tuyo.

—Eso hasta que te las ingenies para preparar un plato conmigo, ¿no? Te advierto de que tengo incorporado un dispositivo de alarma por todo el cuerpo, y bastará con que me toques una sola pluma para que ocurran cosas desagradables. ¿Te gustaría intentarlo? ¿Eh? Adelante, el aire desplazado al mover tu mano será suficiente.

—Puedes estar seguro de que, en mi presencia, ninguna de tus excelentes plumas correrá el menor peligro —le dije, y me sorprendí al notar una extraña galantería en mi voz—. Tus plumas, sin duda, no son corrientes…

Attend, flatteur, quizás exista una manera de librarte de mi ira. Hay una tarea insignificante que podrías hacer para mí. Debo pedirle algo a Vaucanson, y las manecillas del reloj avanzan.

—¿Por qué no vuelas hasta donde él está y se lo pides?

—No me desea ningún bien, aunque desconozco los motivos. Tengo entendido que ha contratado a un abogado, lo cual, a mi modo de ver, es una inequívoca señal de odio.

—Entonces tal vez tú también deberías contratar a uno.

El pato extendió las alas como si me invitara a inspeccionarlo.

—No pretenderás que entre en el despacho de uno de ellos, le dé mi tarjeta de visita y le diga: «¿Cómo está usted? Tengo un problema con el humano que me diseñó», ¿no? Además, yo quedaría en una posición muy débil, y sin duda el abogado me presentaría como una pobre e infeliz criatura que, gracias al célebre aparato que lleva en su interior, siempre está conectada a la Tierra, pero no a algo tan trascendente como —un aleteo que debe de equivaler a un encogimiento de hombros— l’amour… El abogado, en cambio, se presentará como si me hiciera un gran favor, sin considerar que tal vez yo no echaría en falta la capacidad que nunca he poseído.

(—Oíd esto, oíd —dice Mason, golpeando su tazón de café con la cucharilla de la mermelada.

Dixon le mira.

—Vaya…, ¿ya has enloquecido, Mason?

Las cejas del cocinero francés se mueven sobremanera.

—Eso fue lo que dijo, Messieurs —les asegura—. Y por entonces mi curiosidad podía más que la prudencia y…).

—Entonces, ¿por eso puedes volar y hacer todas esas cosas que haces ahora?

—Eso parece, en efecto, si bien, en lo que se refiere a este «amor», todavía ignoro por completo de qué se trata.

—Claro, entonces, ¿no te encuentras con otros patos en tus…?, quiero decir…

—Exactamente. —Eriza todas sus plumas, excitado—. Aparte de los gallos que están en las torres de reloj de Estrasburgo y Lyon, ¿entre cuántas otras aves mecánicas puedo elegir? Excepción hecha, bien entendu, de esa otra, fatal…

—Perdón, ¿a cuál te refieres?

—A mi duplicado, ese otro pato que Vaucanson siempre ha tenido a mano, dispuesto a salir a escena para convertirse en el «pato de Vaucanson» que el mundo llegaría a conocer si fracasara el experimento que hizo conmigo. A menudo nos hemos cruzado en el taller. La verdad es que nuestros pensamientos no se han mantenido tan philosophiques como para evitar que surgiera cierta… fascinación mutua.

»Por eso te encargo ahora que vayas a ver a mi creador y le pidas en mi nombre permiso para salir con ese pato por la noche. Tengo entradas para la Opera, ponen Margherita e don Aldo, de Galuppi. Podríamos hacer un alto en L’Appeau para tomar un bocado, tengo reservada una mesa allí, supongo que conoces los Insectes d’étang a l’étouffée de Jean-Luc.

—Espera, espera, ese otro pato…, ¿es macho?, ¿hembra? Por cierto, ¿qué eres tú?

Moi? Resulta que soy hembra. El otro, como aún no ha sido sexualmente modificado, no es ni una cosa ni otra, o, si lo prefieres, es ambas cosas. ¿Algún problema?

—Esa gestión que deseas que realice en tu nombre…, en fin, me temo que caería en una esfera de lo erótico en la que, por desgracia, carezco de experiencia.

—Muy interesante, tratándose de un francés. Por desgracia, puesto que mi metamorfosis es irreversible, tengo tan pocas alternativas para elegir intermediario como pareja.

—¿Por qué habría de acceder Vaucanson? Si es enemigo tuyo, también podría exigirte algo a cambio, por ejemplo, el de que regreses a su taller.

—Ya resolverás esos detalles. En las óperas italianas, al guardián de la joven soprano siempre hay que camelárselo.

La pata aleteó, se alzó en el aire y, con un zumbido, entonando unos compases de «Calmati, mio don Aldo irascibile», tomó velocidad y desapareció.

—¡Pero si esto es una tragedia francesa! —le grité cuando se alejaba.

¿Acaso la conmoción que había sufrido la criatura al adquirir un yo erótico la había hecho enloquecer? ¿Sería eso? Yo era un chef, no un casamentero de patos mecánicos. Merde!

Sin embargo, con un desconocimiento casi total del camino que elegía, sin saber siquiera cómo llegar hasta Vaucanson, me dispuse a ver qué favores podía lograr, y así entré en el mundo, para mí poco conocido, de la comunidad automatófila, y me informé enseguida de que la curiosa metamorfosis de la pata era un tema corriente de chismorreo en la corte, y que, como Hervé du T. había dado a entender, tenía vivamente interesada a la marquesa de Pompadour. Había espías por doquier, algunos al servicio de aquella dama temible, con su camarilla de jansenistas y philosophes; otros trabajaban para gentes cuyos destinos podrían acabar ligados más o menos naturalmente al de cualquier autómata volador (jesuitas, desde luego, británicos, militares prusianos), y también detectives que realizaban misiones para Borbones y orleanistas, aventureros corsos, iluminados martinistas, en suma, un grand mélange de motivos… Como ninguno de ellos era lo que cada uno (y, deliciosamente, cuando ocurría, cada una) afirmaba ser, tampoco ninguno decía la verdad ni esperaba que se la dijeran. Largas eran las noches, alborotadas con la hepatomaquia y la disipación libertina, tanto como los días eran una maraña de rumores e infidelidades —por no mencionar birlochos descarriados, chablis mezclado con opio en meriendas campestres imprevistas, pendientes perdidos y hallados, cantores callejeros invisibles cuyos ecos resuenan por las esquinas, la melancolía de la ciudad cuando se pone el sol—, un descenso, como sumirse en el sueño, inquietos y aterrados hasta que, una vez más, nos hayamos establecido en la noche, como en el primer sueño de la noche…

Mis esfuerzos por encontrar a Vaucanson no dejaron de tener repercusiones. Cesaron los encargos gastronómicos, la gente cruzaba al otro lado de la calle para evitarme. Hombres que yo no conocía haraganeaban apoyados en las casas de mi barrio, como a la espera de instrucciones. Pasaba mucho tiempo en el Soupçon de Trop, un local repaire para operarios de cocina de todas las categorías, los cuales, al agruparse en buen número, se hallaban seguros durante algún tiempo y por lo menos estaban a salvo de enemigos humanos… Pero muy pronto la pata se enteró de mi paradero. En ese breve intervalo la pata había aprendido que, si aleteaba con mucha rapidez mientras permanecía inmóvil, producía el mismo efecto de invisibilidad que si avanzaba linealmente, y, al principio para regocijo y más adelante para irritación de mis colegas, empezó a visitarme con regularidad. Aparecía para darme una reprimenda tras otra, anunciada tan sólo por aquel inquietante zumbido.

Solamente a esas horas de la noche en que la ebriedad predominaba y lo que importaba se reducía al mínimo, me atrevía a replicarle:

—¿Por qué me acosas así? Estás empezando a obsesionarme. Ve tú misma en busca de Vaucanson. Sé que es peligroso, pero, por Dios, eres invisible, más rápida que ningún otro ser u objeto que conozca, puedes atravesar las paredes, eres mucho más poderosa que él.

Mientras persuadía de este modo a la pata, no se me ocultaba que cualquiera hubiera dicho que me mostraba provocador hasta la insensatez, pero era tal mi grado de desesperación —hasta el punto de que cada amanecer yo esbozaba una nueva definición de vergüenza— que aquello que en otro tiempo pudo afectarle a mi orgullo ahora con frecuencia ni siquiera me llamaba la atención. Cada vez que empezaba a enumerarle a la pata los obstáculos, las intrigas cotidianas, los ataques y engaños que una y otra vez retrasaban mi misión, ella declaraba, a través de su rocío vocal, iridiscente a la luz de las velas: «Vamos, ¿coacción? Eso no es un problema, pues la vida es coacción».

Tiempo atrás, tal vez le hubiera preguntado fríamente qué podía saber un autómata de la vida, pero ahora me limitaba a permanecer sentado y en silencio, adoptando sin darme cuenta lo que más tarde supe que era esa asana hindú o postura conocida como «el loto». ¿Quién, salvo el Anotador del Tiempo, sabe en qué momento partió la pata? Sin embargo, el tiempo poseía ahora unas propiedades adicionales.

A partir de entonces, misteriosamente, me encontré bajo una protección invisible pero potente. A los malhechores que se me acercaban en la calle algo les golpeaba en el pecho o en el abdomen con la fuerza suficiente para arrojarlos a varias toesas de distancia sobre los adoquines, donde yacían encogidos, tratando de recordar las oraciones que conocían. Un barril de vino que, de una manera espontánea, cayó desde una ventana y se dirigía directamente a mi cabeza, fue desviado por algo invisible y se estrelló sin causar daño alguno en el pavimento, donde sus listones manchados de rojo se abrieron como radios. Cierta vez me vi en el camino de un coche cuyos caballos se habían desbocado, y de repente me tomaron por el cuello, me alzaron en el aire, sobre los sombreros y rostros de la multitud que se agolpó con rapidez, y me depositaron en un lugar seguro. Sólo podía atribuir semejante grado de protección (no logré ver, hasta demasiado tarde, qué componente amoroso había en todo eso) a la pata, la cual no tardó en confesar sus sentimientos y me dio una clara oportunidad, mas para mi vergüenza no pude decirle nada. ¿Quién habría podido? Me refugié en un alocado razonamiento: si los ángeles son los siguientes seres superiores que hay después de los humanos, tal vez la pata se había metamorfoseado en algún equivalente palmípedo de los ángeles y actuaba como mi guardiana, exactamente como podría hacerlo un ángel… O tal vez, de la misma manera que los patitos, cuando su madre no está disponible, siguen a cualquier criatura que pase por su lado, ¿no sería posible que el autómata, recién adquirida la conciencia de su destino como pato, se apresurase a unirse al primer ser humano dispuesto a quedarse junto a él y charlar, por así decirlo, en vez de salir corriendo aterrado, y llegase a definir ese apego como amor? ¿O era algo que la pata había espigado de alguna ópera italiana, por aquello que había dicho, lo de que un intermediario al servicio de una soprano pronto podría encontrarse también entre los brazos de ésta? Esas y otras especulaciones me llevaron con rapidez a un peligroso éxtasis, en el que el «aparato erótico» de Vaucanson no se me ocurrió como una posible causa. Por supuesto, mis colegas habían sido testigos de todo.

—Armand, Armand, has arruinado una carrera notable, te has creado enemigos en las esferas más altas…

—… ya no puedes trabajar en esta ciudad ni siquiera como pinche de cocina.

Voilá, y sin embargo ahí está sentado, sumido en ese extraño supernaturalismo. París ya no es para ti, amigo mío, perteneces a otro lugar, ¡a China!, ¡a Pennsylvania!

Por lo menos todo el mundo conoce China, pero imagínense, hasta entonces jamás había oído hablar de Pennsylvania. Resultó que se referían a un lugar de América donde toda clase de excentricidad religiosa no sólo se toleraba sino que también se permitía en público, un lugar donde

los schwenkfelders pasarían rozando a los unitarios

y los wesleyitas no harían sonrojarse a los cuáqueros,

como ha escrito el gran Tox. Lo milagroso estaba al alcance de cualquiera, y en los días siguientes me entretuve mucho con relatos de tierras fértiles, mujeres salvajes, verduras gigantescas, bosques interminables, marismas rebosantes de moluscos, manadas de búfalos del tamaño de París. Cada vez más a menudo me preguntaba si en algún lugar de aquella naturaleza virgen americana habría algún sendero no hollado que me condujese a un lugar donde se desvaneciese mi perplejidad y en el que estuviera a salvo de la que ya era una larga lista de perseguidores, entre los que desdichadamente figuraba la pata, cuyo afecto hacia mí se había incrementado a causa de las dificultades cotidianas. En una época en que yo necesitaba a toda costa un empleo, ella se tomaba a mal incluso las pocas horas en que me ausentaba para preparar el creativo almuerzo de algún ricachón vulgar —en el que, si erraba, pagaría mi error a un precio muy alto—, estaba celosa e imaginaba que yo buscaba la compañía de otra pata…

—Nos hemos unido para toda la vida. ¡Ay, mi pobre Armand!

—Como tú misma has señalado, sólo hay otro pato en el mundo…

—¡Ajá! Mi doble virgen, que está en alguna parte, en un estante de uno de los numerosos talleres clandestinos de Vaucanson, oh, sí, y por cierto, ¿qué avances has hecho con respecto a ese sencillo recado? Espera, déjame adivinarlo, ¿se ha alzado otra barrera? ¿Se ha extraviado otra nota? O es algo más siniestro, ¿como el deseo de quedarte con el pato para ti solo? ¿Eh? Mirad cómo suda, cómo tiembla. Admítelo, traidor.

Mi vida social se había ido al garete. Ya no podía asomarme al Soupçon. La pata me seguía día y noche como si fuera mi sombra. Empezó a despertarme para criticar alguna pieza del atuendo que había usado días atrás, para meterse con las compañías que frecuentaba y al final, algo del todo inaceptable, con mi cocina. A las tres de la madrugada nos poníamos a discutir sobre mi quiche de remolacha… Por debajo de todo ello estaba su férrea confianza en el poder que le confería el hecho de no ser comestible, de ser artificial e inmortal, de la misma manera que yo era de carne y debía volver a la tierra… Mi única esperanza era que, de alguna manera, su metamorfosis la llevara pronto lejos de mí. Entretanto, como la vida en París se había hecho imposible, resolví secretamente partir hacia América.

Sintiéndome como el joven protagonista de una fábula, a quien sólo le queda un deseo que expresar, envié mi última carta pidiendo ayuda a alguien influyente, contuve el aliento y la suerte me acompañó: gracias a una mousse de sesos fría, inventada para celebrar la paz de Aix-la-Chapelle, conseguí un pasaje para la Martinica, y desde allí, tras pasar varios meses haciendo transbordos en toda clase de embarcaciones, desde piraguas a barcos piratas, por fin llegué a New Castle, junto al Delaware, donde desembarqué en una noche sin luna, pues decían que los habitantes de la zona no obstaculizaban tales desembarcos nocturnos, siempre temerosos de los franceses y de los corsarios españoles…

—¡Ahora verás, ranita desgraciada! —grita alguno de los reunidos.

Es el señor Dimdown, que esgrime su espada. El francés toma entonces su hachoir y enarca una ceja.