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El cochero vislumbró a lo lejos, por entre las nubes bajas, unas ventanas iluminadas por luz de velas, y nos informó de que nos acercábamos a una posada. Las damas empezaron a salir de su sopor y a atusarse el cabello; se inclinaban unas hacia las otras y charlaban. Los hombres volvieron a encender sus pipas, consultaron los relojes y, con mayor discreción, los monederos. La acometida del viento contra la pulimentada superficie exterior del vehículo, lacada según un método tan secreto como el del mejor violín de Cremona, se reduce suavemente, cesa su estrepitoso bramido y lo sustituyen los gritos agudos de palafreneros y mozos de cuadra. Varios pajes de hacha aguardan en doble fila, como en una ceremonia de místicos alemanes, y sus antorchas chisporroteantes, de un color amarillo intenso en el centro, iluminan los copos de nieve que caen.

En esa semipenumbra, el inmenso edificio de troncos parece alzarse hasta perderse de vista, aunque las nubes no están muy altas, mientras que, hacia los lados, la posada se extiende y se convierte en una serie de patios y pasadizos, hasta perderse también de vista, formando una compleja estructura que recuerda mucho a la de los bazares y zocos de Tierra Santa (aunque estemos en invierno), salvo en que aquí nada es antiguo: por los troncos todavía se deslizan gotas de resina, las paredes interiores no están fijadas directamente a los troncos, y el edificio ni siquiera lleva una sola temporada funcionando. Los utensilios de cocina aún brillan, los cuchillos están afilados, las sábanas dobladas, y nadie ha retozado ni tampoco dormido entre ellas.

Esta posada nueva es una parada donde pernocta cualquiera que deba realizar gestiones a lo largo de la ruta, muy cerca de un transbordador que salva el Bloomery, uno de los mil ríos y afluentes que corren hacía Chesapeake. Aquí se acoge tanto a carreteros como a pasajeros de carruajes, y ambas clases de viajeros la encuentran por el momento aceptable. Hay un largo porche delantero y dos entradas, una que da acceso a la cantina y otra a la sala de la familia, y el pasillo que une las dos salas es intrincado, un laberinto interior lleno de puertas y escaleras más o menos visibles.

Entretanto, los astrónomos, que han regresado de Lancaster, contemplan el cielo diurno despejado con tanta atención como podrían observar de noche el cielo estrellado.

—No puedo decir que este tiempo me tranquilice —observa Mason.

—¿Te refieres a esos objetos parecidos a copos blancos que caen inclinados desde el nordeste?

—La verdad es que hace un cuarto de hora que he perdido los árboles de vista.

—¿Estamos otra vez metidos en un lío? ¿Estamos siquiera en la carretera?

—Espera…, ¿es eso una luz?

—Vamos, no intentes escabullirte.

—¿Acaso tengo yo la culpa de que nieve? ¿Es eso lo que insinúas? ¿Cómo podría provocar yo semejante cosa, Dixon? ¡Compórtate, hombre, te lo ruego!

—Predijiste un regreso agradable a las tiendas, y hasta nos hemos apostado un doblón…

—Tenías que mencionarlo, claro.

Enzarzados en una viva discusión, avanzan hacia las luces y, tras recorrer un largo trecho, entran en la misma posada donde vuestro narrador, que ha llegado hace poco, está ya, bien acomodado, con una pipa en una mano y una jarra de cerveza en la otra. Mason y Dixon se quedan mudos de asombro al verme, pues no habían sabido nada de mí desde su estancia en el Cabo de Buena Esperanza.

—¿Nunca nos libraremos de él? —pregunta Dixon.

—Es una alucinación causada por la nieve —le asegura Mason—, y por la progresiva difuminación de los detalles, la ansiedad del cerebro por llenar el vacío a toda costa…

—Bienvenidos sean, señores —replico yo—. La verdad es que las cosas pintan peor de lo que ustedes se imaginan.

Busco en mis bolsillos y saco y desenrollo mi nombramiento; los dos se apresuran a leerlo, y juntan tanto sus cabezas que están en un tris de chocar.

—¿Capellán de nuestra expedición?

—¿Quién ha pedido un capellán?

—Yo no, desde luego.

—Entonces, ¿deduces que he sido yo?

—Pero la mayoría de los expedicionarios serán presbiterianos, reverendo, cuando no sectarios alemanes o católicos irlandeses…

—Sin embargo, la Royal Society es decididamente anglicana.

—Capellán —dice Mason.

—Vaya por Dios —añade Dixon.

Cuando el sol poniente cede el paso a la luz de antorchas o velas, y los rostros se reúnen ante las ventanas, y todos brindan, preparándose para la noche que tienen por delante, ¿cómo no van a creer que sus vidas durarán eternamente? Cuando entran los viajeros, solitarios y en parejas, atraídos por los olores del tabaco y las chuletas, mientras los violinistas afinan sus instrumentos y los caballos sacian el hambre en el comedero del patio, mientras las jóvenes van de un lado a otro aturdidas por la fatiga, los niños de diversas edades corretean y llevan a cabo incesantes recados, resbalando en la paja, y el humo empieza a llenar la sala de fumadores…, ¿quién piensa que la muerte podría presentarse aquí?

El dueño, que se llama Knockwood, es un hombre bajo y rechoncho que dedica varias horas al día no a las fortificaciones terrestres, sino a estudiar el paso del agua por su terreno y a construir obras complejas para desviar su curso y atraerlo hacia su posada, cosa que también hace con sus posibles huéspedes.

—No se imaginan cómo es esto —explica—, ¡basta con que algún castor, a varios kilómetros río arriba, mueva un solo guijarro para que de repente aquí cambie todo! ¡El río se desplaza una milla y pasa por la cuadra de los caballos! ¡Desaparecen acres enteros de bosque! ¡Y ese castor ni siquiera sabe lo que ha hecho! —exclama, y lanza miradas furibundas, como si su paciente interlocutor fuese el culpable de la existencia de ese animal hipotético.

El tiempo sigue empeorando. Entran parroquianos habituales de la cantina y comparan ese invierno con el del 63 al 64, las heladas famosas y las inundaciones. Cada día se abren nuevos barriles de licor de melocotón. Los Knockwood empiezan a alzar las voces.

—¡Pero si ése lo tenía reservado!

—¿Para qué? ¿Para el día del Juicio Final? Estos clientes pagan.

La sala donde se reúnen los parroquianos no es precisamente Bath. Aquí se congregan representantes de toda la provincia: especuladores en tierras y reclutadores de obreros, vendedores de aperos y albañiles gitanos, así como gente acomodada, tipos curiosos, que vienen de más al este, incluidas las tierras del otro lado del océano. Los carreteros forman un grupo aparte, buscan o crean sus propios espacios, donde se sienten cómodos, y los hombres de negocios se reúnen en salas independientes. Los que quedan suelen ser hombres pendencieros.

—Aquí no puede uno respirar —se queja un lechuguino americano que luce chaleco amarillo—. En Nueva York, las tabernas disponen de salas donde está prohibido fumar.

—Aquí lo que hace falta es una zona donde se prohíban los idiotas —replica el señor Whitpot, vendedor itinerante de estufas, y aspira con vigor el humo de su pipa.

Al oír esto, el joven lechuguino, menos amenazante que irritado, hace amago de sacar la espada que habitualmente le pende en el costado, pero resulta que en este momento se encuentra sentado encima de ella.

—Y usted es un cerdo. ¿A quién le importa lo que piense un cerdo?

—No sea quisquilloso, señor Dimdown —le arrulla la señora Edgewise, cuya mano se desliza por detrás de la oreja del joven y bajo su peluca para extraer de allí una pistola plateada que, sin embargo, no tiene la menor intención de ofrecerle—, enfunde su arma y sea un buen caballero.

La señora Edgewise, poseedora de un entretenido repertorio de trucos mágicos con naipes, dados, monedas, hierbas, líquidos en frascos, relojes de caballero, pañuelos, armas, escarabajos y otros bichos y, esporádicamente, animales situados más arriba en la cadena de los seres vivos (incluso palomas, de vez en cuando, y ardillas), ha atraído hasta los patios enfangados de las posadas que hay en la otra ribera del Susquehanna a gentes que residen a varias millas de distancia y que se reúnen entre murmullos en el crepúsculo, pues no existe ningún telégrafo, por fabuloso que sea, tan veloz como la manera en que se difunde por aquí la noticia de que hay un mago en la vecindad. En este frío otoñal, bajo la lluvia y la ascensión —casi siempre invisible— de las Pléyades, la mujer ha viajado de un lugar a otro, poniendo alegremente en entredicho, u oponiéndolas a los hechos, las leyes familiares de la naturaleza y del sentido común.

A pesar de las habilidades en el campo de la prestidigitación que tiene su mujer, el señor Edgewise pocas veces o nunca permite que ella lo acompañe en sus salidas para practicar juegos de azar. Ella, con un recato siempre proclive a evaporarse, en ocasiones le pregunta a su marido por qué no puede ir con él, y recibe el equivalente dispéptico de una sonrisa galante.

—Me temo, señora, que la visita a mi colmenar lleno de miel, aunque se limitara usted a observar lo que hago ahí, resultaría un espectáculo demasiado turbador para una sensibilidad tan primorosa como la suya, ninfa mía. Así que te ruego, y con vehemencia, que no vengas.

—Conozco tu «vehemencia», y conmigo te sirve de poco.

—Entre mis conocidos —observa el señor Dimdown, acariciando su espada—, ninguna mujer se dirigiría de esa manera a su marido sin recibir un prolongado castigo.

—Puesto que esta última frase describe de manera científica lo que es vivir con el señor Edgewise, los conocidos de usted, por lo menos en esta ocasión, no quedarían decepcionados.

En un rincón alejado, Luise y Mitzi sostienen una conversación sobre el cabello.

—Lo quiero con diferentes longitudes, y no atado muy cerca de la cabeza. Tampoco quiero cubrírmelo, sino que la gente lo vea, que los muchachos lo vean.

—Es una noche invernal, ved si no la rapidez con que transcurre —anuncia el hacendado Haligast desde las sombras, y guarda silencio mientras todo el mundo calla también para escuchar lo que dirá a continuación.

Y es que el hacendado, que tiene pinta de gnomo, en las escasas ocasiones en que habla lo hace con una intensidad que, a más de un parroquiano, lo que dice le parece ya una útil profecía, ya una muestra de entretenimiento delirante.

Ésta es la sala en la que entran Mason y Dixon, donde todo es aún demasiado nuevo para que se hayan aposentado los aromas del lúpulo y la malta; flotan más bien los olores fugaces de gomas y resinas, humo de pipas y fogatas, de caballos que impregnan las ropas de los clientes que vienen y van, sin mezclarse. La luz invernal penetra con timidez por las ventanas e ilumina, confundiéndose con ella, la cristalería, una mancha brillante y rugosa.

—Ustedes son los astrónomos, ¿no? —les saluda el señor Knockwood—. El reverendo nos ha hablado de ustedes.

Cuando ellos explican los dos tránsitos de Venus y su trabajo en América, que rellena los años entre un tránsito y otro, el señor Edgewise exclama:

—¡Cielos, es como un «sándwich»! ¡Tengan cuidado, señores, no vaya a ser que se presente algo y se lo coma!

El placer que experimenta al poder pronunciar una palabra recién acuñada queda muy mermado cuando el veleidoso chef de cuisine, Armand Allègre, sale apresuradamente de la cocina y grita al tiempo que gesticula:

—¡Sond-wiich! ¡Sond-wiich! ¡Eso es un grave insulto al rito de la comida!

—¡Antibritánico! —le gritan los parroquianos—. ¡Qué vergüenza, Monsieur!

Mitzi se rodea a sí misma con los brazos.

—¡No, por favor! ¡Ah, qué guapo es!

El joven Dimdown está alcanzando un nivel de indignación que por lo menos le permitirá desenvainar de nuevo su espada y blandirla un rato.

—En el lugar del que procedo —comenta Dimdown—, a Lord Sandwich se le respeta tanto por su nobleza como se le admira por su ingenio, que le llevó a crear el gran avance moderno en dietética que lleva su nombre, y yo diría, sin el menor deseo de ofender, por supuesto, que sólo un maldito extranjero comesapos pronunciaría su nombre incorrectamente y sin el debido respeto.

—Si tuviera mi batterie de couteaux —replica el francés, con más valentía que sensatez—, antes de que desenvainara usted esa hoja ridícula podría deshuesarle… ¡como a una ternera!

—Basta ya, cálmense los dos —les advierte el reverendo—. No todos los aquí presentes están tan encallecidos como ustedes. El epónimo en discusión —dice mientras señala al lechuguino—, más conocido últimamente como Jemmy Sacudidor, es con todo un borracho soez, un necio jugador y un libertino sodomita que traicionó a su querido amigo[9] por…, digamos, cierta caricia que prodigó la débil mano de Jorgito, la patética criatura de Jack Bute.

—¡Cielos, un wilkesiano! —exclama el señor Edgewise—. ¡Aquí mismo, entre nosotros! ¡Imaginen, son mi cruz!

—La larga noche de juego del Señor está llegando a su fin —dice el hacendado Haligast—, el objeto de su viaje se acerca, entre las excursiones del azar, los pecados de los ministros, las inscripciones en muros y pilares de verjas…, el nacimiento del «sándwich» en ese momento preciso del cristianismo…, ¡uno de los nobles ángeles caídos! Discos de pan secular que encierran al tiempo, que ocultan rodajas de carne verdadera, pero empapada en sangre, bajo la apariencia terrena de vacuno británico, todo consustanciado, excepto para la humanidad, por supuesto, y así… el sándwich es la Eucaristía de nuestra era. —Dicho esto, esconde la cabeza entre los pliegues del pañuelo de cuello, que se ha puesto de cualquier manera, y guarda silencio.

—Eso es, precisamente —proclama el señor Edgewise, dando una fuerte palmada a su esposa en la pierna—, oh, perdona, querida, creía que golpeaba mi muslo… Bueno, bueno, nos espera a todos una larga noche de juego, ¿no es cierto?, aunque normalmente se juegue durante el día, y un día tras otro, ¿no es así, mi alegre corneja?

A la mañana siguiente, cuando está sentada a la mesa, en lugar de las vaharadas de humo cargado de grasa que esperaba percibir procedentes de la cocina, Luise Redzinger se lleva una agradable sorpresa al llegarle unas fragancias familiares, las mismas que despiden sus guisos cuando ella cocina, y además unas extrañas desviaciones de las recetas, una que más adelante identificará como ajo y, la otra, como un uso desvergonzado y excesivo de mantequilla en vez de manteca de cerdo. La mujer se dirige al reverendo Cherrycoke.

—¿No le parece un pecado, incluso para la Iglesia anglicana? En Bethlehem no encontraría usted esto ni siquiera por Navidad.

Señala un croissant, «una especie de panecillo que comen cada día los franceses, señora, quienes ponen mantequilla en todo lo que cocinan», le explica el mundano señor Edgewise; Mitzi, menos escandalizada que su madre, ya ha dado buena cuenta de media docena, y no hay dedos en la sala que no se pringuen con esas sabrosas pastas que siguen saliendo de algún horno lejano y que llegan en grandes y humeantes bandejas.

—Parece más obra del diablo que de cualquier francés —dice con desdén Luise, la bella sectaria, pero con una extraña elevación de la voz al final de la frase, cosa que más tarde se interpreta como un signo de esperanza.

—Pues bien —le dice el dueño mientras se apresura de un lado a otro—, ¿le gustaría conocerle en persona?

Luise reprime un grito. En el futuro, cada vez que cuente la anécdota, comentará: «Casi se me paró el corazón, pues creí que se refería al diablo». Pero el hombre se refiere al chef recién contratado, el bajito y atlético Mounsieur Allègre, cuyo gorro blanco, «que mide la mitad que él», ha entrevisto ella una o dos veces en el umbral de la cocina, pese a la penumbra causada por el humo de las pipas y la mañana sombría. De hecho, la escasa luz hace que resulte tanto más sorprendente la brillantez del gorro.

—¡Eh, francés! Venezisí! ¡Una de nuestras huéspedes desea cumplimentarle! —dice el dueño, y, encarnación del señor Afable, lanza un guiño a los comensales de las mesas vecinas.

—No se moleste, señor. —Frau Redzinger le dirige una mirada cuya serenidad es por lo menos precaria—. Puede cocinar lo que desee, no voy a sermonearle.

—Oh, es un joven muy atento, no se preocupe, ¡no es en absoluto tan francés! Aquí lo tiene…

El francés, presentado por el jocundo dueño, se quita el gorro —con lo que chisporrotea un momento un trío de velas— y permanece ante ella mostrando su verdadera estatura, sin respirar apenas, mientras la mujer, entretanto, como perciben con claridad algunos de los presentes, permanece también inmóvil, y del croissant que sostiene su mano alzada se desprenden laminillas, como los pétalos de una flor tardía. A juzgar por el barullo de la sala, que no disminuye lo más mínimo, se diría que la escena ha pasado desapercibida. Luise, como si se percatara de la pasta a medio comer que tiene en la mano, la sacude lentamente ante él, a modo de tributo rendido de mala gana.

—¿Cómo… ha hecho esto?

—Señora, en estos momentos estoy a punto de preparar masa para hacer más croissants. Sería un honor que observara nuestra pequeña cocina en plena actividad… —De algún lugar saca un sencillo cilindro de nogal de unas veinte pulgadas de longitud por quizá dos de anchura—. Mi rodillo —le dice, y le insta a tomarlo en sus manos vacilantes, a apreciar el peso, la suavidad, y a hacerlo rodar una o dos veces sobre la mesa.

La mujer obedece, llena de curiosidad y con el ceño fruncido. Entonces baja la voz y pregunta:

—¿Está bien pagado este trabajo?

Él se encoge de hombros, como ausente.

—Aunque ganara un dineral —dice suspirando, como si estuvieran los dos solos en la estancia, y se lleva enérgicamente las manos a las mejillas—, tendría usted delante el rostro de la melancolía. En otro tiempo, ¡ay!, fui el chef más célebre de Francia, y ahora estoy solo, entre campesinos extranjeros y primitivos vestidos con pieles, sin ninguna posibilidad de huida. Y aunque pudiera escapar, ¿adónde iría?, pues todo el suelo civilizado, quiero decir, naturalmente, francés, me está vedado; aunque fuera incluso hacia el Illinois, o a las lejanas montañas de Louisiana, «eso» me buscaría y la situación no cambiaría; le mueven unos motivos demasiado extraños para que cualquier ser humano los conozca jamás.

—¿«Eso»? Qué atroz modo de llamarlo. ¿A quién desagrada usted tanto?

—¿«A quién»?, ¡ay de mi!… Si fuese un perseguidor humano, tal vez podría eludirlo.

Fascinada, Frau Redzinger no se ha percatado en absoluto del efecto que el cocinero causa en Mitzi, quien permanece quieta, emocionada y aturdida, y su palidez anuncia tal indisposición que la señora Edgewise no ha visto otra igual desde su propia infancia. La dama se inclina hacia ella desde su mesa, contigua a la de la chica.

—¿Estás mareada, criatura?

Cortésmente, la muchacha baja los párpados y las pestañas, durante tanto tiempo como puede soportarlo, hasta que, presa de una languidez ingrávida, los alza de nuevo para dirigir otra rápida mirada a Armand. La señora Edgwise vuelve a enderezarse, sacude la cabeza y esboza una sonrisa que trasluce algo más que un regocijo ordinario, mientras que el señor Allègre, ante una sala atestada de los que, a su modo de ver, son sin duda bárbaros insensibles, procede a contar su Ilíada de desventuras.