Los hechos son juguetes con que se distraen los abogados, son peonzas y aros, siempre girando… Por desgracia, el historiador no puede abandonarse a semejante rotación ociosa. La historia no es cronología, eso queda para los abogados: tampoco es recuerdo, pues éste pertenece al pueblo. La historia ni puede aspirar a la veracidad de la cronología ni detentar el poder del recuerdo. A fin de sobrevivir, quienes se dedican a ella pronto deben aprender las artes del correveidile, del espía y del gracioso de taberna, para que siempre pueda haber más de una línea de comunicación que enlace con un pasado en el que a diario corremos el riesgo de perder para siempre a nuestros antepasados: no una cadena de eslabones individuales, pues un único eslabón roto podría perdernos a todos, sino más bien una gran maraña de cuerdas desordenadas, largas y cortas, débiles y recias, que se pierden en la profundidad mnemónica, y que sólo tienen en común su destino.
Reverendo Wicks Cherrycoke, Cristo y la historia.
—Hombre, basta examinar las pruebas —insiste el tío Ives—. El testimonio, toda la verdad.
—¡Al contrario! Es posible que el historiador tenga el deber de buscar la verdad, pero, aun así ha de hacer cuanto esté en su mano para no decirla.
—¡Bah!
—Lo mismo digo.
—No me refería a la historia a la que se dedica el señor Gibbon, excelente en todos los aspectos, sino más bien a la de Jack Mandeville, o a la del capitán John Smith, incluso a la del barón Munchausen, ya en nuestra época. Herodoto es el Dios Padre de todos ellos, pues se negó a pronunciar el nombre de cierta deidad egipcia…
—¡No lo digas!
—¿Cómo? ¡Buscar la verdad y no decirla! Vergonzoso.
—Esto es extraordinario. ¿Cosas que no pueden decirse? ¿No estábamos hartos de eso, por culpa del viejo rey Jorge?
—Precisamente. Quien proclama la verdad, la pierde. La historia se arrienda, o se constriñe, solamente por unos intereses que siempre resultan ser ruines. Es demasiado inocente para dejarla al alcance de cualquiera que ostente el poder; apenas el poder la toque, el crédito de la historia se desvanecerá al instante, si es que alguna vez lo ha tenido. Más bien necesita que la atiendan amorosa y honorablemente fabuladores y falsificadores, vendedores de baladas y chiflados de todo pelaje, maestros del disfraz que le proporcionen el traje, el tocado y el porte, y un discurso lo bastante ágil para mantenerla alejada de los deseos (o incluso de la curiosidad) del gobierno. De la misma manera que Esopo se vio obligado a contar fábulas,
Así los jacobitas en rimas infantiles se han de expresar,
como a veces los predicadores con parábolas tienen que hablar.
La Pennsylvaniada, de Tox, libro décimo, naturalmente…
—Monsergas —dice el tío Ives, a punto de irritarse con su hijo—. Los hechos son los hechos, y creer otra cosa no es sólo comportarse de una manera perversa, sino también, joven inexperto, correr el peligro inminente de ser pulverizado.
—No pretendía ofenderle, señor. Me limitaba a señalar que si sólo hay una versión, y ésta procede de una única autoridad…
—Ethelmer —le advierte Ives, enarcando una ceja—, aquí en la Tierra el tiempo vale oro. Nadie tiene tiempo para oír más de una versión de la verdad.
—Entonces limitémonos a alegres funciones teatrales que hablen del pasado, y asunto zanjado. Eso sin duda aligeraría mi trabajo escolar.
El rostro del señor LeSpark adopta una expresión amenazante.
—O a leer novelas —añade tía Euphrenia en un tono de desdén que se debe más a sus obligaciones de invitada que a sus auténticos sentimientos, pues consagra a las obras de los fabulistas más tiempo del que ella quisiera admitir.
Como si acabara de detectar una amenaza contra la firmeza moral de los reunidos, Ives anuncia:
—Nunca insistiré lo suficiente en el peligro que comporta leer esos libros de relatos, en particular los conocidos como «novelas». Y espero que la chica que me está oyendo me haga caso. En la institución Bedlam de Inglaterra, así como en la Salpêtrière francesa, hay un número alarmante de jóvenes, en su mayoría del sexo femenino, seducidos hasta más allá del umbral de la locura por esas narraciones irresponsables que no distinguen entre la realidad y la fantasía ¿Cómo van a juzgar nada esas frágiles mentes? ¡Ay!, todo lector de «novelas» debe considerarse un alma en peligro, pues ha hecho un trato con el diablo, y despilfarra su tiempo más precioso sin recibir a cambio más que unas excitaciones mentales de la clase más vulgar y despreciable. Comparados con las «novelas», los «libros de caballerías», que ya fueron bastante perniciosos en su tiempo, se me antojan saludables.
—El doctor Johnson dice que la historia que no se apoya en pruebas coetáneas es pura aventura caballeresca —observa el señor LeSpark.
—Mientras que Walpole, cuando yacía enfermo, se negaba a que le leyeran nada histórico, pues creía que por fuerza tenía que ser falso —añade Lomax, gesticulando con el vaso de brandy en la mano.
—¿Como si, al final, sólo deseara oír la verdad? —inquiere Euphie y toca una nota en mi bemol menor, mientras su mirada recorre a los presentes.
—¿Y qué me decís de Shakespeare? —interviene Tenebrae, quien aún está aprendiendo a ser insincera—. Esas tragedias sobre Enrique, y las otras, sobre Ricardo, ¿no son más que historia de mentirijillas, basura teatral? —Parece como si le encantara pronunciar nombres masculinos que no sean «Ethelmer».
—Sí, ¿y Hamlet? —sugiere el reverendo, mirando con detenimiento a cada uno de los jóvenes.
Los ojos de la muchacha se abren algo más que la anchura de una pestaña.
—Pero Hamlet no existió, ¿no es cierto?
Tenebrae no desea dar la impresión de que aguarda una respuesta de su primo, pero brinda a éste la ocasión de presumir de sus conocimientos. Y Ethelmer, por supuesto, no la desaprovecha. Está bien informado, naturalmente.
—De todos modos —dice—, fue un personaje con una interesante vida propia. Por desgracia, ese personaje de ficción lleno de nervio, burlón y letalmente irresoluto creado por Shakespeare nos ha ocultado por completo al Hamlet real que hubo de vivir las contradicciones de su vida terrena, sin que nadie se las imaginara por él o se las explicara.
—Entonces, ¿tuvo de veras Hamlet una prima lejana llamada Ofelia? —le pregunta Tenebrae, con voz lo bastante baja para que sólo la oiga Ethelmer—, ¿y es un hecho probado que Hamlet le rompió el corazón?
—Es más probable que ella se lo rompiera a él. En realidad, era hermanastra de Hamlet y estaba conchabada con los enemigos de éste, aunque nada logró. Es un personaje menor, que tal vez atrajo a Shakespeare, pues éste le concedió un papel más importante del que se merece, pero que no atrae al espectador desinteresado.
—Entonces, ¿amó Hamlet a alguien? Aparte de a sí mismo, quiero decir…
—La verdad es que acabó casándose con la hija del rey inglés, y más adelante, además, con la muy intimidante Hermuthruda, reina de Escocia.
—¿Y qué me dices del escenario sembrado de cadáveres? —pregunta el tío Lomax.
—¡Tuvo dos esposas!
—Los piratas de Berbería tienen tantas como desean —dice Euphie.
—Oh, Euphrenia, tía mentirosa —le espeta Tenebrae, alzando un dedo con fingida severidad.
—Por favor, Brae…, yo misma estuve a punto de convertirme en una de ellas. De no haber estado por allí el viejo Delusse, ahora me llamaríais Ayeesha. En aquella ocasión me vi obligada a hacer el truco de la serpiente invisible, que no siempre sale bien, ni siquiera en los mejores circos…
Toca una melodía sinuosa, llena de sostenidos y bemoles. Los reunidos se disponen a retirarse a sus habitaciones, mientras el tío Lomax, que tiene ganas de remojarse por dentro, vuelve a encaminarse al armario de las bebidas y regresa con una botella de licor de melocotón.
El reverendo, tras tomar el primer sorbo, se contorsiona en su sillón.
—Santo cielo, esto es de Octarara.
—Es asombroso lo informado que estás, Wicks.
—Cierta vez pasé quince días rodeado de nieve y con poco más que este licor para beber, y sobreviví —replica el reverendo—. Fue en casa del señor Knockwood, junto al arroyo de Octarara, durante el terrible invierno del 64 al 65, cuando, al cabo de cuatro años, los topógrafos y yo volvimos a encontrarnos…
Antes de la guerra había más tranquilidad, la gente tenía andares más pausados, incluso, aunque parezca mentira, aquí, en Filadelfia donde todavía era posible distinguir el apresuramiento del frenesí. No existían las sillas de mano y muchos se desplazaban a pie. Incluso San Nicolás podía repartir todos sus regalos y disponer además del tiempo suficiente para tomarse una jarra de cerveza en La Reina India.
Yo volvía a estar en América, y descubrí que, a pesar de todo, no podía alejarme de ella, de aquel lugar que insuflaba esperanza en los milagros, esperanza en que Dios todavía pudiera regresar y ocuparse de los asuntos humanos, en que se hicieran realidad todas las melancólicas ficciones que nutren la infancia de una especie humana…, la esperanza en la llegada de un tercer Testamento, por así decirlo. Me había demorado en el Susquehanna, pues me habían encomendado un ministerio que me permitió entrar en contacto con los presbiterianos más agrestes, radicalmente distintos a los místicos «mesopotámicos» de Kutztown o Bethlehem que había conocido. Un viaje desapacible y fatigoso, con el fastidio constante de los insectos. Aquellas personas, buena gente, a pesar de su tendencia a discutir acicateados por el whisky, no me depararon una buena acogida. Los perros ladraban al verme, la leche se agriaba, la masa del pan no se levantaba. Por otro lado, recorría entonces los campos un espíritu de rebeldía, inequívoco como la aurora boreal, dirigido contra Gran Bretaña y todo lo británico, incluido, inevitablemente, este desgraciado servidor. Lo que ahora llamamos «crisis de la Ley del Timbre» estaba en pleno apogeo. Todas las noches circulaba un número desacostumbrado de jinetes. La provincia parecía prepararse para la guerra abierta. Y siempre gravitaba la amenaza de una u otra banda criminal: los Muchachos Blancos y los Muchachos Negros, los Muchachos de Paxton y los marineros.
Por aquellos parajes llenos de turbulencias, un coche ocupado por variopintos viajeros, cada uno de ellos con una misión determinada, se dirige a Filadelfia. El señor Edgewise, un jugador empeñado siempre en mostrarse risueño y cuya bolsa contiene más notas de adeudo firmadas por mí de las que a él le gusta tener, me ha ganado a los naipes una suma que ambos debemos considerar no tanto una cantidad real sino una complicación que será preciso resolver en alguna fecha indeterminada. Pierdo una vez más. «Bueno, no importa, reverendo, redacte otra nota. ¿Qué le importa el color del papel a quien tiene algún dinero?». Así pues, en aquella provincia, los negocios, incluidas las apuestas, se llevaban a cabo las más de las veces por medio del crédito; el dinero que fluía no era tan importante como el carácter o el deber, y todo formaba una compleja estructura de deudas que se pagaban más con favores, indulgencia o ignominia que en especies. El señor Edgewise viaja con su esposa, la cual, cuando debe hacerlo, mira a su marido con un semblante que revela la gran cantidad de tiempo que ha dedicado —como si se tratara de una filosofía— a clasificar las numerosas variedades de la idiotez humana, idioteces más complejas que la común o charlatana, con la que todos estamos familiarizados; por ejemplo, la idiotez sanguinaria, reconocible por el peligroso mar blanco alrededor de los iris, o la variedad nerviosa, que se caracteriza por el uso infalible de la palabra «espantoso». Luego está la idiotez del señor Edgewise…
Hemos rebasado, aunque sin hacer comentarios, el dominio de las montañas occidentales y hemos penetrado en el de Chesapeake, pues no existe una «Maryland» concreta, sino más bien una abstracción, un marco de líneas rectas trazadas para encerrar y encuadrar la gran bahía y su asombrosa fertilidad, como tampoco existe, para ser justos, ninguna «Pennsylvania», salvo una crónica de los fraudes en serie que sufrieron los indios que moraban allí, refrenados tan sólo por las ambiciones de otras colonias situadas al norte y el este.
Nuestro coche es el último invento de los jesuitas, un vehículo cuyo interior es visiblemente más amplio que el exterior, aunque este hecho no se aprecia hasta que uno sube a bordo. Le interesará saber, DePugh, que la mayoría de expertos en las artes relacionadas con ese vehículo conocen los principios matemáticos y filosóficos en que se basa su diseño, por lo que no considero necesario abrumar a los presentes con una información que puede obtenerse fácilmente en otro lugar. Sin embargo, con objeto de afianzar mi autoridad en tanto que autor de mi historia, puedo revelar sin peligro que el diseño de ese vehículo se fundamenta en una idea logarítmica de las tres dimensiones del espacio, llevada a cabo en una compleja conexión con una serie de curvas analíticas precisas, algunas de las cuales soportan cargas, mientras otras son meramente decorativas, y unas terceras funcionan como superficies de leva que guían los movimientos de otras piezas…
(«Te creemos, Wicks, de veras, Prosigue, por favor»).
Cuando atravesábamos los campos sumidos en la oscuridad —la tierra dormida y el cielo bajo— y mientras yo perdía en una interminable partida de cartas, dispéptico a causa del condumio servido en la última posada, y presa de una inquietud que de vez en cuando me llevaba a escudriñar el oscuro exterior en busca de alguna luz, por lejana que estuviera, de pronto, la reducción de la velocidad y finalmente el frenado del vehículo, en medio de una noche en cuya atmósfera se notaba la inminencia de la nevada, me sacaron de mi malhumorado ensimismamiento. Había junto a la carretera dos mujeres, que resultaron ser madre e hija; sus vestidos eran de una elegancia que jamás tienen las prendas de confección casera, y sus rostros, aquella noche, incapaz de conciliar el sueño, me impulsaron a cometer excesos diarísticos a la luz de mi linterna. Sin embargo, ante aquellos dos seres, ¿cómo hablar de «luminosidad» en aquella penumbra previa a la nevada, o hablar de presencia «impecable» o, en particular, «ultramundana», cuando en la América de allende los montes Alleghenies prosiguen las apariciones y la vida es aún demasiado poco cristiana e insegura para que un viajero tardío no pueda encontrarse, incluso en esta época deísticamente manchada, a una mujer de hermosura etérea, una mujer que le prometa todo y que acabe por agraviarle? Lo cierto es que durante el viaje ya habíamos encontrado, inmovilizada y delirante en la maltrecha carretera, a gente que bien podía haber sufrido una de esas interceptaciones nocturnas. Cuando las dos mujeres hubieron subido al coche, me pregunté (y no digo «rogué» porque en aquellos días todas mis plegarias eran por fuerza preguntas): «¿Vienen estas dos a por mí, para ser mis guías más allá de los límites tras los que habita la locura?».
Mas para mí sorpresa, y tal vez decepción, las miradas de ambas no se cruzan con las de nadie. Cuando el coche adquiere de nuevo velocidad, queda patente que las dos mujeres se proponen permanecer durante todo el viaje en un silencio afable pero completo. Uno tras otro, empiezan a brillar dentro del vehículo farolillos particulares, mientras que yo, acostumbrado desde hace tiempo a hallar la belleza sólo entre los impuros y los caídos, y que por lo mismo atribuía una inmutabilidad moral a la belleza y la inocencia de las mujeres, cada vez me siento más aturdido por la conjunción de ambas cosas, innegable, abrumadora; cada una lleva el cabello recogido bajo un pulcro gorro de estopilla blanca, atado debajo del mentón, de modo que el rostro es la única parte del cuerpo descubierta, unos rostros desprovistos de toda pintura o colorete y no hollados por las pinzas, desnudos como el mismo rostro de Eva.
El señor Edgewise se inclina hacia delante para presentarse con una voz mucilaginosa que a él sin duda le parece más bien cordial.
—¿Y hasta dónde viajan en esta agradable noche, señoras?
El pulcro efluvio luminoso que tiñe el rostro de la hija demuestra que la joven se ha ruborizado, mientras la madre, con una mirada ecuánime pero sin sonreír, responde:
—Hasta Filadelfia, señor.
—¡Vaya, señora, aquello es Sodoma, sólo que a orillas del Schuylkill! —El rudo pero amable viajero lleva a cabo el expresivo gesto de poner los ojos en blanco—. ¿Qué es lo que podría llevar a una mujer devota a ese lugar tan poco recomendable?
—Mi historia, señor, sólo es para los oídos del abogado al que voy a contratar —se apresura ella a responder, en el mismo tono decidido.
Todos nos quedarnos mirándola, cada uno sumido en su asombro particular. La casualidad quiere que yo sea el primero que hable.
—Perdone, pero ¿pretende usted contratar los servicios de un abogado de Filadelfia? Sin duda, buena señora, debe de haber un recurso menos… extremo. Su familia, su congregación, los clérigos de su iglesia…
Ella contempla mi alzacuello, con el que debo de parecer aherrojado como un esclavo turco.
—¿Es usted uno de ellos? ¿Pertenece a la Iglesia anglicana?
¿Cómo iba a hablarle de mi «Iglesia» verdadera, del sincretismo a escala planetaria entre los deístas, los orientales, los cabalistas y los salvajes, es decir, de la Promesa del Hombre, el punto redentor, siempre en nuestro horizonte divino, hacia el que todos los credos, verdaderos y falsos, deben converger por igual? Así pues, sólo puedo balbucir, ante el resplandor de estas jóvenes pietistas, que están a punto de ascenderme, o algo parecido (mis pensamientos están en este momento tan confusos que he olvidado mi nueva misión y hasta el objeto de mi viaje), e incluso insisto en que estoy «entre prebendas», aunque había prometido a cierta deidad que me abstendría de hacerlo. Pero la atención inocente de la mujer ha llegado al vacío total que hay siempre en el fondo de mi alma, y mi humillación es absoluta.
El señor Edgewise, entusiasta de los artilugios, cuanto más nuevos mejor, muestra un frasco de formas y superficie curiosas, creado en Italia por un renombrado jesuita, y del cual, para asombro de los presentes, el jugador empieza a verter café humeante en una taza de viaje que lleva consigo y que después ofrece a la joven, quien se presenta como Frau Luise Redzinger, de Coniwingo. Como Frau Luise sigue tomando, con creciente avidez, más y más sorbos del refrescante líquido, que el señor Edgewise le sirve con placer del extraño y al parecer inagotable frasco, no transcurre mucho tiempo antes de que la mujer se ponga a hablar de buena gana.
—Filadelfia, señores, puede ofrecerme pocas sorpresas. Mi hermana vive en la Babilonia más licenciosa de América, aunque allí están encantados con el nombre de «Bethlehem» que le han puesto. Liesele se casó con un moravo, ahora panadero de esa ciudad, a quien conoció en el barco que nos trajo aquí. Estaba escrito que ella iba a ser una mujer extravagante, así como mi destino consistía en ser sencilla y en no distinguir un vino de otro. Liesele, ya entre la primera y la segunda carta que me envió, se había entregado a la práctica de un cristianismo estridente, lleno de pamplinas y vistosas distracciones, que se diferenciaba poco del de Roma, pues celebraba, en efecto, el mismo Carnaval que ésta, y tenía su glotonería y su lujuria, así como la banda de trombones, ¡imagínense! Me extraña que no se dirijan al ministro de la parroquia llamándole «Papa».
Al oír estas últimas palabras, la hija sofoca un gritito, pero Frau Redzinger está exaltada y alegre, como si esta perorata que dirige a los desconocidos pasajeros fuese el discurso más largo que ha soltado, salvo entre mujeres, desde hace quién sabe cuánto tiempo.
—Vamos, muchacha, sería mucho más juicioso que perdonara a su hermana —musita la señora Edgewise, tomando la mano de la joven—. Ambas tienen que superarlo, querida.
Su marido suelta un bufido y se inclina hacia delante con la intención de tener un gesto de cortesía similar, aunque centrado en la rodilla de la joven, pero se lo impide una mirada de su esposa, que da a entender que está de buen humor, pero que no permitirá bromas.
Frau Redzinger hace un gesto expansivo con la taza de café, que por suerte en ese momento está vacía.
—Oh, sí, soy una mala hermana, y también mala esposa y mala cristiana. Es a mí a quien, en cierto modo, hay que perdonar, pero… —mira a los pasajeros, uno tras otro, con la barbilla temblorosa—, ¿a quién le pediría yo perdón? Por supuesto, guardo rencor a Liesele, la envidio. Ella tiene a su marido.
Ante esta soltura verbal, la hija por fin protesta, pero lo hace demasiado tarde, pues su madre se ha apresurado a proseguir y habla a la misma velocidad con que el carruaje avanza ahora, y es que, allá arriba, el Jehú hijo de Nimsi que conduce se ha lanzado y está corriendo unos riesgos que nunca habría corrido en pleno día.
—Lo que ocurrió fue muy distinto a lo que sucede cuando a uno le alcanza un rayo. Sobre el Schuylkill caen rayos exactamente iguales a los rayos urbanos del señor Franklin, y personas alcanzadas por los nuestros afirman haberse sentido “presas de una exaltación atronadora”… Porque Peter, quien simplemente estaba echando lúpulo al foso de refrigeración, la tarea más ordinaria, resbaló en el polvo y cayó al foso, donde había una capa de lúpulo seco de casi veinte pies de espesor y que estaba caliente del horno, ya saben que es posible comprimirlo casi indefinidamente, y resulta fácil ahogarse en él, el año pasado le ocurrió a un clérigo en Kutztown, incluso el olor de la lupulina es letal, y la mujer del clérigo dijo que “le había sumido en un sueño envenenado”, pero ninguna de nosotras estaba con su marido cuando ocurrió, no es un lugar al que vayan las mujeres, yo estaba en el campo, con las demás mujeres, y con el resto de la cosecha, la verdad es que nosotras sólo trabajamos con las plantas vivas, así que cuidamos de los vástagos flexibles durante todo el verano, y una vez recogidas y secas las piñas, los hombres se encargan de lo demás, ¿comprenden?
»No sé qué podría haber hecho yo… El lúpulo le sostenía, pero no mucho. Los hombres que acudieron en su ayuda dijeron que sólo le veían la cabeza por encima de las piñas de lúpulo, que liberaban su polvo y sus terribles efluvios a medida que Peter, con sus frenéticos movimientos, las rompía. Cuando Jürgen pudo afianzarse para alcanzar a Peter, tan sólo emergía del lúpulo un dedo de mi marido, un pobre dedo que era lo único que lo unía a este mundo. ¡La fuerza que hizo falta para sacarle de allí!… En fin, ningún médico del mundo podría haberle colocado el dedo tal como estaba antes. Peter lo llamaba su dedo sacramental, el signo exterior y corporal de la otra cosa que le sucedió allá abajo, mientras sufría una atroz asfixia. Y enseñaba el dedo sin vergüenza, más bien… con asombro.
Al oírla, me creo en la obligación de asegurarle que desde hace mucho tiempo se conocen ciertas esencias herbales que, según dicen, si se administran en grandes cantidades, actúan de modo que quienes las toman tienen revelaciones de Dios. Ella asiente con vehemencia y nos dice que, en el transcurso de las semanas, lo que cuenta Peter Redzinger ha pasado de ser una simple exposición de lo ocurrido a la descripción del éxtasis que experimentó ante unos seres procedentes de otro lugar, situado «a gran distancia de Filadelfia», como él dice; y, siempre en el centro de la descripción, menciona una insoportable Luminosidad a la que no era juicioso aproximarse.
A medida que Dios ha retrocedido, a medida que el deísmo ha ido penetrando furtivamente para aprovecharse al máximo de Su progresiva ausencia, podemos contemplar más y más las variedades extremas del carácter humano emergente: Cagliostro, el conde de Saint Germain, Adam Weishaupt, magos que cuentan cosas al estilo de Munchausen y con efectos mágicos cada vez más extravagantes, iluminados, francmasones, cohens electos, muchos de los cuales, cosa que me resulta muy curiosa, han llegado a Pennsylvania. Deambulan por las calles de la ciudad, rondan por los lugares desiertos y suelen ser alemanes. ¡Desgraciado del crédulo campesino que cae bajo su influencia o que, como en el caso de Peter Redzinger, se transforma en uno de ellos!
Se ha producido otra iluminación americana, otro momento trascendente, presenciado por testigos de absoluta honestidad…, ¿y dónde existen, en Inglaterra, epifanías tan brillantes como éstas? Ofrecedle algo parecido a una de ellas (cualquier vela menor recortada contra el horizonte de nuestro exilio) a un clérigo establecido, y no provocará en él sino suaves reprimendas y cautelosas sugerencias que tarde o temprano habrán de incluir la palabra «médico».
Estos tiempos no miran con buenos ojos los mundos alternativos al nuestro. Miembros de la Royal Society y enciclopedistas franceses se reúnen en La Carroza, aprovechando mientras pueden cualquier ocasión de predicar los Evangelios de la Razón, denunciando cuanto en otro tiempo fue magia, aunque muy a menudo emplean para ello tropos risueños propios de la Iglesia de Roma (apariciones, imágenes sangrantes, hechos imposibles desde un punto de vista médico)…, no, no, todo eso se considera demasiado extraño. A uno se le puede conceder de vez en cuando un fantasma en Cock Lane, pero aparte de eso, si quiere algo más de ese género, debe recurrir a las ficciones góticas que se presentan, aceptablemente plegadas, entre las cubiertas de los libros.
—Dicen que ahora Peter está por Susquehanna, aus dem Kipp, errando de una cabaña a otra, dondequiera que puedan reunirse dos o más alemanes, y hablando de lo ocurrido en el foso. Él lo llama prédica, y lo mismo hacen otros, sin que nadie se sorprenda. Algunos incluso le siguen, son redzingerianos que consideran la iluminación de Peter, lograda casi a costa de asfixiarse, como la base de su credo. Ni que decir tiene, la visión del bautismo que postulan no se detiene en la inmersión total. Imagino que a estas alturas mi marido es una criatura del bosque. Tal vez he confundido mi propio destino con el suyo, y su elevación —exhala un suspiro— ha traído mi confinamiento en el suelo.
Poco después sabemos que se refiere al asunto de la granja Redzinger, una finca de cien acres cerca de Maryland, o quizá dentro de esa provincia, cosa que nadie sabrá hasta que lleguen los topógrafos. Los propietarios de ambas provincias han ofrecido tierras a precios más bajos, y a veces incluso exención de los impuestos que gravan la propiedad inmueble, a todo el que se establezca cerca de los límites disputados. Peter Redzinger siempre ha sabido distinguir la buena tierra, le basta echar un vistazo y decirte, si se lo preguntas, qué producirá en abundancia y qué arraigará. Esa finca, que Peter ha reconocido por las frecuentes visitas que le ha hecho en sueños desde su juventud, le daría cualquier cosa que deseara.
—Al caminar por el terreno, descubrió que sus pies eran como varas de zahorí, y percibían que allí debajo había algo más que agua. No pudo descalzarse porque las plantas de sus pies no resistirían die Krafte…, las fuerzas, ¿no? Ellas le susurraban, y él casi podía distinguir las palabras.
En ocasiones, Peter intentaba hablar de ello con Luise, pero le resultaba tan difícil que ella siempre terminaba pensando en su hermana de Bethlehem y en el baile que tal vez se estaba perdiendo
«… Y procede del viento que sopla entre los matorrales…, está en el viento, son palabras auténticas, y si uno escucha…».
La mujer supo sin duda muy pronto que les aguardaba el foso de lúpulo, o algo tan decisivo como eso. Entretanto, medraban el maíz y los dondiegos de día, los tomates y los cerezos, cada flor y comestible registrados por Linneo. Las estaciones se sucedían. Nació Mitzi y luego los muchachos, Luise y Peter construyeron un horno de pan, un ahumadero, un gallinero, un horno de lúpulo y un foso de refrigeración. Sus hermanos, y también las familias de éstos, viven cerca. Como tantos otros en el condado de Lancaster, todos tienen campos que producen lúpulo y cáñamo. Cada cosecha, ya sea por la paz que reina, ya por la guerra, tiene una rápida demanda y alcanza buenos precios.
Uno de los granjeros cuya tierra limita con la de los Redzinger, un tal Grodt, codicia desde hace tiempo la propiedad de los Redzinger, y además cree que ambas granjas están situadas en Maryland. Sabe que, según estipula la ley de esa provincia, puede obtener autorización para volver a medir su terreno, y aprovechar la ocasión para incluir cualquier terreno baldío anexo, pues se le permitirá extender el límite de la propiedad y absorberlo, de modo que, en virtud de la nueva medición, el terreno vecino será suyo. (Muchas fueron, en aquellos tiempos, las enormes extensiones de terreno que engulleron de un solo bocado los ratones de campo que andaban por allí). El concepto de solar baldío incluye tierras que han estado ocupadas pero ahora están «en reversión», es decir, que han vuelto al propietario, en general por impago de impuestos. Luise ha pagado siempre sus impuestos a Pennsylvania, pero Grodt, quien afirma que la finca se encuentra en Maryland y que la mujer debe tantos impuestos atrasados que jamás podrá pagarlos, cree que el terreno es revertible.
—No soy abogado —le digo, procurando consolarla—, pero el caso de ese hombre parece dudoso.
—Si Grodt sigue adelante —le advierte el señor Edgewise—, si obtiene una autorización, paga la fianza y se hace con la escritura, la tierra será de él, a menos que alguien demuestre que no es revertible.
Entonces se ponen a discutir sobre la especulación de que son objeto las tierras, una discusión que a veces se vuelve muy viva y personal. Parece como si, de repente, todos los pasajeros del coche se hubieran convertido en abogados.
—¿Por qué motivo este tema ha de despertar siempre tanta pasión? —quiere saber la señora Edgewise.
El abastecedor de engaño mira a su esposa con cierta expresión o mueca que, me atraería a decir, es tan antigua como las Sagradas Escrituras: una amplia gama de sentimientos comprimidos en un solo y melancólico movimiento ocular. De alguna bolsa de su equipaje, el hombre saca otro frasco, que no contiene la cerveza de abeto omnipresente en esta región, sino el estupefaciente favorito del comerciante presuntuoso, el clarete francés, y sin ofrecérselo a nadie, ni siquiera a su esposa, empieza a beber. El tahúr podría haber dicho: «Esa discusión se remonta al segundo día de la Creación, cuando “Dios hizo el firmamento y separó las aguas que hay debajo del firmamento de las aguas que hay encima del firmamento”, o sea, que trazó la primera línea limítrofe. Lo que siguió, a lo largo de toda la historia, no son más que subdivisiones».
Más tarde, el joven Cherrycoke se deseó a sí mismo las buenas noches, no sin antes plantearse lo siguiente: «¿Qué es esta máquina que nos lleva adelante de un modo tan implacable? Pasamos traqueteando un día más, un año más, como si cruzáramos a medianoche una innominada ciudad desierta… No tenemos más que los recuerdos de alguna pausa en los lugares en que nos divertíamos en nuestra juventud, de las doncellas, los naipes, el clarete. Nosotros tratamos de prolongar nuestra estancia, pero ahora un silencioso funcionario vestido con oscura librea nos indica que es hora de volver a subir al coche y reanudar el viaje. Por otra parte, mucho antes de llegar a destino, esta máquina se detendrá bruscamente… Llenos de temor, abriremos la portezuela para hablar con el cochero, y entonces descubriremos que no hay cochero ni caballos, tan sólo estará la máquina, que se desvanecerá mientras permanecemos ahí en pie, y una pradera cuya inmensidad nos desespera…».