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La ciudad de Lancaster se encuentra a treinta y cinco millas en dirección oeste. «Lo que me ha traído aquí», escribió Mason en su cuaderno de campo, «ha sido la curiosidad por ver el lugar donde el invierno pasado se perpetró el horrendo e inhumano asesinato de veintiséis indios, hombres, mujeres y niños, una masacre de la que no quedó nadie vivo para contarlo».

—A juzgar por el pronombre personal, parece como si Mason hubiera ido solo.

El reverendo asiente.

—Dixon me dijo que Mason se había propuesto ir solo, pero en el último momento Dixon consideró los peligros que acechaban a un hombre solitario en una población célebre por las atrocidades que en ella se cometieron, y se ofreció para aportar seguridad con su presencia, aunque Mason no parecía estar seguro de si quería que el otro le acompañara o no.

Así pues, cabe suponer que los dos llegaron a Lancaster el 10 de enero de 1765, y se alojaron en Las Llaves Cruzadas. Las tabernas están atestadas de abogados, funcionarios municipales, magistrados, mercaderes y dueños de talleres, y los topógrafos pueden mezclarse con gente de la mejor clase. No hay ningún rústico peligrosamente babeante a la vista, salvo su guía, al que han conocido cuando llevaban más o menos un minuto y medio dentro de los límites de la ciudad y que ha sufrido una o dos veces la pérdida del control salivar; Mason no tarda en comentar lo original y americano que es el guía, mientras que Dixon sospecha más bien que lo han contratado los Muchachos de Paxton para vigilar a dos mercenarios que trabajan para su patrón y enemigo, el señor Penn.

—¿Han venido para echar un vistazo al lugar de la matanza, caballeros? Los detecto a la legua. Unos traen cuadernos de bocetos, otros caballetes, otros sus bolsas de muestras, pero todos acaban viniendo a la ciudad atraídos por un mismo y peculiar magnetismo. Lo entiendo perfectamente, aunque otros que andan por aquí tal vez no lo entiendan… Es conveniente que vigilen sus pertenencias. Todo el mundo coincide en que la primera parada de la gira es El Fusil Holandés, adonde se dirigieron los Muchachos (no se pronuncie jamás su nombre) tras dejar los caballos a cargo del señor Slough, y antes de llevar a cabo su hazaña. Por aquí, tengan la bondad.

Cuando ven en qué consiste el cartel que pende sobre la fachada de la taberna, Mason y Dixon intercambian miradas. El arma representada, negra sobre fondo blanco, es notable por el dibujo que decora la culata, una estrella plateada de cinco puntas, invertida, dispuesta de modo que dos puntas señalan hacia arriba y una hacia abajo, signo evidente de acción maligna, pues esas dos puntas, como todo el mundo sabe, representan los cuernos del diablo. Nadie que no estuviera a sabiendas al servicio de ese príncipe adornaría un arma de fuego con semejante figura. Ésta no es la primera vez que los topógrafos la ven: en El Cabo, normalmente con el lado derecho hacia arriba, es una especie de amuleto de la buena suerte usado por los que se internan en los chaparrales. Pero en ocasiones, sobre todo cuando sopla un viento traicionero o cuando se cree que los malos espíritus andan sueltos, uno de ellos o los dos han visto en un fusil una estrella invertida, muy parecida a la que se recorta ahora contra el cielo, en esta mañana en la que no corre la menor brisa.

—Ya te lo dije la última vez, Jabez, y esa última vez fue definitivamente la última —les dice una voz que parece proceder de lo alto.

Mason y Dixon alzan la vista y ven al dueño de la taberna, cuya coronilla casi roza las vigas del local. Es evidente que está irritado.

—¡Tú y tus agudezas! —exclama Jabez, quien empuja a los topógrafos y avanza en la taberna detrás de ellos.

Los parroquianos los observan con escepticismo.

—No serán de la prensa, ¿verdad?

—Palabra que no —dicen al unísono los topógrafos.

—Yo diría que son alguna clase de representantes comerciales —interviene un paisano que tiene junto a él un fusil—. ¿Me equivoco, caballeros?

—¿Qué decimos? —apremia Mason a Dixon.

—Déjalo de mi cuenta —responde Dixon, y se dirige a los reunidos en la sala—: Pues sí, ha dado en el clavo, estamos aquí para negociar con cualquiera que necesite algún servicio de agrimensura al estilo de Londres, y ofrecemos una precisión astronómica, el último grito en material óptico y todo por un precio tan bajo que les sorprenderá. El comportamiento de los astros es el movimiento más perfecto que existe, y nosotros sabemos interpretarlo, de la misma manera que ustedes interpretan la esfera de un reloj. Tenemos lentes que jamás mienten y micrómetros tan precisos que podrían subtender la anchura de un cabello sobre el globo ocular de un marciano. Ésta parece una ciudad floreciente, llena de actividad en lo que atañe a las tierras. ¿Cuál creen ustedes que sería un buen sitio para comenzar?

Formula la pregunta con una amabilidad que Mason reconoce como peculiarmente cuáquera, esa zalamería de la que hacen gala en los tratos comerciales.

—Entonces, ¿por qué le preguntan a Jabez por la matanza? —inquiere un bobo desdentado que sostiene un vaso metálico vacío.

Dixon se apresura a llenárselo.

—¡Eso! ¿Cómo sabemos que no son ustedes otro par de petimetres de Filadelfia que van por ahí brincando entre los matorrales?

—Él nos abordó —protesta Mason.

—Somos hombres de ciencia —les explica Dixon—, y dado que lo ocurrido aquí es un ejemplo neoclásico de la resolución catastrófica de los propósitos discrepantes en la interacción entre diversas capas de la población, sentimos curiosidad por ver dónde se produjeron los hechos.

—No pueden ustedes venir bailando el minué desde Londres y pretender comprender lo que sucede aquí —les advierte el señor Slough.

—Es un asunto de familia, tan seguro como la historia de Inglaterra. Todos los miembros de cualquier tribu india están emparentados, ¿saben? Si usted mata a un delaware, agravia a toda la familia. Aquí, si la sangre que se ha vertido es mía, he de ir en busca de reparación…, claro que yo tendré mucha menos compañía que los indios.

—Puesto que cada uno de nosotros carece de una gran familia, nuestro único recurso es unirnos.

—He oído decir que esas gentes son inofensivas, desvalidas —señala Dixon, y lo dice de un modo que ni desafía a sus interlocutores ni provoca insultos, lo cual es un milagro.

Mason, que se siente inquieto entre esos hombres y que tal vez, de ser Dixon, hubiera empleado un adjetivo menos, dirige a su socio norteño una extraña mirada que roza el respeto.

—Eran parientes de unos hombres que mataron a parientes nuestros —explica Jabez.

—Entonces, si ustedes sabían quiénes lo hicieron, ¿por qué, en nombre de Dios, no fueron a por ellos?

—Esto les hace más daño —dice sonriendo cierto Oily Leon, mientras acaricia la yesca y el pedernal.

—Sí, siguen vivos, pero han perdido a sus queridas abuelitas. Eso es como un gran agujero en la manta, ¿no?

—Deben de odiarlos ustedes mucho —comenta Mason, fingiendo un interés filosófico que en realidad es mucho más débil que su interés por salir vivo de ahí.

—No, ya no —replica el hombre, mirando a su alrededor, como si estuviera perplejo—. Han pagado la deuda y me alegrará vivir en paz con ellos.

—¿Y no podría suceder que ahora se sintieran obligados a venir a buscarles a ustedes? —les pregunta Jere, solapado. Observa que Mason avanza disimuladamente hacia la puerta.

—No cruzarán el río, ni vendrán a este lado de York y la carretera de Baltimore. Ahora todo esto es nuestro. Aquí mandamos nosotros.

—¿De qué se quejan ustedes? —pregunta Oily Leon—. Aquí somos como un piquete de Filadelfia, les hemos despejado una buena extensión de tierra que ahora es segura, desde Delaware hasta el Susquehanna. Ahora pueden hacer tantas cabriolas alocadas como se les antoje.

—Cuesta imaginar a los Penn entregándonos, a nosotros y a nuestros hijos, como vasallos…

—¡Como esclavos para el campo, maldita sea!

—… Si se atrevieran a abandonar Inglaterra y venir aquí, los recibiríamos con más frialdad que a cualquier rey.

—Escuchad esta adivinanza. Si un gato puede mirar a un rey, ¿puede alguien de Pennsylvania apuntar al que impone la ley del rey?

—¡Señor!

Las opiniones se dividen a partes iguales, como si por un lado hubieran llegado demasiado lejos y, por otro lado, no lo suficiente.

—Las ciudades en las que viven permiten a los habitantes de Pennsylvania locuras que la dura vida en la frontera no perdonará —advierte a los astrónomos un alemán de tocado místico—. Los de la ciudad alimentan mutuamente sus pretensiones, viven de dinero y de tiempo prestados; sus vidas y sus muertes, bajo la apariencia de un consentimiento total, están en manos de otros mortales como ellos, en vez de estar sometidas, como deben estarlo las vidas y muertes de los campesinos, al Único Dirigente Eterno. Por eso los del campo hablamos lisa y llanamente, mientras que los de ciudad han aprendido a ser tortuosos como serpientes. Nuestro tiempo es mucho más precioso para nosotros.

—¿Qué dices? —replica entre risotadas un viajante de comercio—. ¿Que nuestro tiempo no es precioso? Pues mira, primo, estás invitado a pasar veinticuatro horas en Filadelfia: si esas horas no te matan, te curarán, por lo menos, de las ilusiones que te haces acerca de nosotros.

—Dispense —dice Dixon—. ¿Me permite una pregunta? ¿Qué es ese objeto humeante que tiene en la boca y del que chupa a menudo?

—No hay mucho tabaco en su lugar de origen, ¿eh, muchachos? Por debajo de Chesapeake no se cultiva otra cosa. Interminables acres, barcos y más barcos llenos que se tocan las bordas en la bahía. ¡El tabaco da dinero! ¡Uno se fuma la paga de la semana! Esto, señor, es lo que llamamos un «cigarro». Los hay de todas clases, y éste en particular es de Conestoga, por lo que los carreteros de allá lo llaman stogie. El secreto está en la forma de enrollar el puñado de hojas mientras lo aprietan para darle forma. Algo así como estriar el interior de un cañón de fusil, sólo que diferente. Hace que el humo forme volutas. Mire esto.

Frunce los labios para exhalar un anillo de humo convencional o toroidal, pero le sale algo parecido a un trozo de cinta metida en un círculo, con una sola vuelta, que por lo tanto no tiene más que un lado y un borde…

(—Tío…

—¿Eh? Ah, perdón…, es cierto, yo no estaba allí. No obstante, así era el original y puro stogie entonces…).

Si bien es poco lo que se ha dicho en El Fusil Holandés, los topógrafos se sorprenden al descubrir que aquellos hombres llevan diciéndolo varias horas. Lo que ha quedado más claro es el motivo de Jabez al ofrecerse como guía. Pronto encienden las lámparas, entran los clientes que van a cenar, y Mason y Dixon, que siguen sin haber visto el lugar de la matanza, mareados por el humo de tabaco, regresan a su alojamiento.

¿Sueña Gran Bretaña cuando duerme? Y, cuando sueña, ¿lo hace con América? Tal vez sea un sueño en el que a cuanto tiene cerrado el paso en la vigilia metropolitana se le permite expresarse en el sopor inquieto de estas provincias y hacia el oeste, esas tierras sin cartografiar, sobre las que nada se ha escrito y que la mayoría de la humanidad no ha visto, que hacen las veces de vertedero de esperanzas formuladas en subjuntivo, es decir, de todo cuanto «pudiera ser cierto» —el Paraíso terrenal, la Fuente de la Juventud, los dominios de Preste Juan, el reino de Cristo—, siempre detrás del sol poniente, un lugar seguro hasta que se vea y registre el siguiente territorio en el oeste, se mida y delimite, se una a la red de puntos ya conocidos que lentamente triangulan el continente, y por tanto pase todo de subjuntivo a enunciativo y las posibilidades «se reduzcan» y se tornen cosas sencillas que sirven a los fines de los gobiernos, arrancando así del reino de lo sagrado las tierras limítrofes, que luego incorporamos al desprotegido y mortal mundo que es nuestro hogar y nuestra desesperación.

«No obstante, es preciso nutrir al sensorio común», se dice Mason, insomne, en una especie de discurso gástrico que ha ideado para horas como éstas, «… como se nutre al cuerpo, y alimentarlo con sus propios deseos trascendentes, el principal de los cuales es la juventud eterna, y uno, ¡ay!, busca inútilmente en la feria de los entusiastas —que es lo más característico de los sábados en Filadelfia— la mejor oferta que se pregona, que es la de la resurrección de la carne, pero que, por desgracia, requiere la muerte como condición previa…».

Imagina que Rebekah está ahí, en alguna parte, y que le escucha. No le ha «visitado» desde que dejó atrás Santa Elena. Mason orbita de regreso a la isla, es un peregrino de la memoria y lleva un mapa con el itinerario bien señalizado, para reflexionar sobre los intercambios que tuvieron lugar en aquel bosque de ébanos, y recuerda el terreno vallado y yermo, las franjas de luz al amanecer, sobre el horizonte atlántico…

Al día siguiente sale con sigilo antes de que Dixon se despierte y se encamina solo al lugar donde el año anterior ocurrió la matanza. Mason no suele ser sensible a los restos metafísicos del mal (sólo los más notorios, es decir, los góticos, le llaman la atención), y no obstante, en el patio donde sucedió, sucio y sembrado de objetos, sin techo —Mason ruega que, por tanto, Dios lo haya visto y lo juzgue—, se siente «como una monja ante un sagrario», según le dirá más tarde a Dixon, quien ha dormido hasta bien pasado el mediodía, mientras cuadrillas y más cuadrillas de insectos pasean a sus anchas sobre él, inspeccionando su envoltura mortal.

—Era casi un olor —dice Mason en tono burlón, y a Dixon le parece que su rostro tiene una palidez desacostumbrada—, no huele así por los sumideros, ni tampoco por los efluvios nocturnos, no puedo explicarlo… Fue como si me hubiera tocado uno de esos peces eléctricos, un torpedo.

—¡Vaya! Se diría que merece la pena hacer una visita…

—Los actos tienen consecuencias, Dixon, es preciso que las tengan. Esos patanes creen que después de lo que han perpetrado están en paz, que pueden seguir viviendo como si nada hubiera pasado, como si no hubieran contraído una gran deuda. Eso es lo que olí: las aguas del Leteo. Una de las cosas que olvida el recién nacido es ese sabor y ese olor tan terribles. Con el tiempo, estos colonos serán capaces de olvidarlo todo. Espera un poco y verás cómo los embaucan una y otra e incluso cómo los llevan a su propia disolución. Por lo que veo, en América el tiempo es el verdadero río que fluye hacia el infierno.

—Pero no es posible que aquí todos sean así.

—Ve a verlo, y que me lleve el diablo si comparto contigo más momentos de ese jaez.

—¡Ah! Bueno, como gustes. La cuestión es saber lo que me conviene ponerme. Un atuendo cuáquero les causará un frenesí belicoso, mientras que la casaca roja les parecerá adusta y furtiva, indigna de la menor confianza.

—Podrías ir vestido de Arlequín —replica Mason, en absoluto calmado—, o de Polichinela.

Dixon sabe bastante bien qué afecto siente el menudo Mason por este continente. Él mismo procura mantenerse imparcial. Siempre ha sido cuáquero, su conciencia se despertó muy pronto y no ha vuelto a dormirse, y ahora cabalga hacia la cárcel como si fuese su puesto de servicio, con un sombrero y una capa que le ha prestado Mason. Ha decidido hacerse pasar por él.

Ve los lugares donde los golpes con las culatas de los fusiles no alcanzaron sus blancos y desconcharon las paredes. En algunos rincones ve sangre que no han limpiado. Por suerte, Dixon ya no es un niño, pues de lo contrario podría maldecir y llorar, y esparciría su cólera en vano. Ahora debe ser su propio tío severo y propinarse a sí mismo un coscorrón ante la menor señal de dispersión. ¿Quiénes son estas gentes, por todos los santos? Ni siquiera los holandeses de El Cabo se comportaban así. ¿Acaso semejante conducta se debe a la virginidad de estas tierras, y es algo antiguo que aguardaba a los colonos y que infectó sus almas cuando llegaron?

Nada de lo que conoció en su infancia y adolescencia, aquella Raby con sus techumbres de paja y su atmósfera de servidumbre idealizada y benevolente, le había preparado en absoluto para la férrea criminalidad con que se encontró en El Cabo: las ejecuciones y los azotes públicos, las carnes abiertas, la sangre que afloraba, los carnosos y satisfechos rostros de aquellos blancos… No obstante, Dixon está seguro —tan seguro como de la liviandad que experimenta ahora, una ligereza premonitoria del vuelo— de que cosas mucho peores les sucedieron a estas pobres gentes, cuando la sangre volaba y los niños gritaban, de modo que al final nadie comprendía lo que decían al morir. «Ahora no rezo lo suficiente», se dice Dixon, «y no me arrodillo porque me está mirando mucha gente, pero si pudiera arrodillarme y rezar, pediría, respetuosamente, que esto se repare, que los asesinos tengan el destino que se merecen, que no me vea en la difícil situación de tener que buscarlos yo mismo y matar a tantos como pueda, antes de que ellos acaben conmigo. Lo ideal sería que lo hiciera alguien que goce de un poco más de crédito que yo, y por otros medios…». Pero no se siente mejor tras este arrebato.

Cuando regresa a sus habitaciones, encuentra a Mason tumbado y fumando, con una deteriorada entrega de El lívido petimetre en las manos, de la que alza la vista con expresión culpable.

—¿Cuándo piensas abandonar este miserable lugar? —le pregunta Dixon.

—Mis alforjas están llenas. Mientras te esperaba, dedicaba mi tiempo libre a comprobar que Protasia Wofte, cuya corta edad me tiene asombrado, todavía no ha sucumbido a los malignos ataques químicos del lívido petimetre.

—¿Para quién estamos trabajando, Mason?

—Yo pensaba que algún día me lo dirías tú.

—Nunca descargo mis alforjas. ¿Podemos hacer esto sin apresuramiento evitando que se nos vea inquietos?

—Estoy tranquilo —replica Mason.

De pronto, ambos se sienten intensamente atraídos por la bifurcación de Brandywine, las empanadas de judías y las tartas de ruibarbo de la señora Harland, los edredones de pluma de ganso, el carácter amigable de las lecheras, la clemente rutina de la observación. Y, discretamente, se alejan de Lancaster. Cada mojón del camino es como un peldaño más de una escala por la que suben. Detrás, abajo, cada vez más quedo, oyen, y poco después pierden, un desconsolado vocerío de pesar por su huida.