«Confío en poder disfrutar de la compañía de ustedes en el Puente…», escribe Benjamin Chew a los agrimensores. Se refiere al local de Mary Janvier, en Puente Christiana, donde los encargados de trazar la línea encuentran alegre pretexto para reunirse, chismorrear, intercambiar baratijas, jugar al whist, beber Madeira, entonar canciones de moda, dormir hasta muy tarde o bien quedarse levantados hasta que llega el coche correo del norte, a las siete de la mañana, y los pasajeros entran desordenadamente en La Reina India para desayunar. Uno nunca sabe con quién va a encontrarse. El coche correo hace allí una pausa de una hora, durante la cual quienes se levantan temprano pueden practicar a diario con un grupo distinto de viajeros. ¿Coqueteo? ¿Naipes? ¿Café y charla? Confiar en que sea una hora productiva, o al menos divertida.
En este agradable lugar ribereño de recreo, las gaviotas parecen posadas permanentemente en los postes, los patos gozan de un respiro, libres de las atenciones que les dedican los cazadores de aves, la neblina se espesa y se diluye, llegan bocadillos y cerveza de una manera lenta e imprevista, y se despachan con rapidez los asuntos oficiales, a fin de tener más tiempo para beber, fumar y regocijarse. No obstante, mientras los habitantes de Maryland, familiarizados con el ocio, se toman las cosas tal como vienen, sin importarles el tiempo, los caballeros de Filadelfia, cuyos relojes suenan al unísono con misteriosa precisión cada cuarto de hora o, cuando están silenciosos, son objeto de continuas consultas y reintroducciones en los bolsillos, deben plantearse y examinar, con vistas a la productividad, cada uno de sus momentos de vigilia, de un modo tan minucioso como algunos examinan sus conciencias, incapaces de prescindir, cuando se alejan de su ciudad, de la agitación y las prisas que la caracterizan, y que encuentra su mejor expresión en los dichos que recoge el almanaque del doctor Franklin.
En verano, hacia el anochecer, desde los montes Alleghenies llegan nubarrones de tormenta y los relámpagos iluminan las nubes que pasan bajas, casi rozando los árboles, y éstas descargan sobre el Juniata y luego sobre el Susquehanna, y la lluvia azota las ventanas de Harris’s Ferry, se desliza sobre los inestables tejados de Lancaster, empapa la ciudad, y luego el temporal sigue hacia Chesapeake y hacia un millar de afluentes, que quedan revueltos por el aguacero, y azota la posada, y los caballeros se divierten en su interior mientras toda clase de patos, que están a la intemperie como si brillara el sol, emprenden un vuelo frenético cada vez que relampaguea y truena, pero al instante olvidan la tormenta y se posan de nuevo tranquilamente bajo la lluvia.
Aunque aquí todo el mundo es bien recibido, el local de Janvier, como sucede en otros lugares de Filadelfia, siempre ha sido un punto de reunión donde se ejercita la política de los propietarios, y el ejercicio corre a cargo de un curioso surtido de anglicanos y presbiterianos de la ciudad, así como alemanes renegados o cuáqueros que se presentan de vez en cuando. Sobre todo en las noches previas y posteriores a la votación, se celebra en las salas una gran mascarada de esperanzada codicia. Se observa con suspicacia a los desconocidos. Más de una vez se brinda por la confusión mental del señor Franklin. Corren rumores de que los que se oponen a las propiedades tienen un instrumento jesuita para ver y oír a través de las paredes.
El mostrador parece desvanecerse a lo lejos. Es una pieza tallada de algún gigantesco árbol tropical, de color castaño intenso y reluciente, desbastada y encerada hasta darle una suavidad grata para los brazos, cómoda como un lecho, y si bien nadie ha contado todavía cuántos pueden acomodarse a su alrededor, algunos han jurado que pasan del centenar. Rodeado por el empapelado de la sala, de estilo colonial y colorido inmoderado —flores tropicales con pétalos bermejos y largos y contorsionados estambres y pistilos de color añil, sobre un fondo verde pato, por no mencionar un magenta incuestionable—, el pulso de la provincia intercambia sin cesar una chuchería por otra, una ronda por otra, y siempre hay una oportunidad de recuperar el dinero que uno ha perdido en el juego. Y, con toda seguridad, en algún lugar se alzan voces enzarzadas en una discusión política.
—No hace falta observar más allá de los muros de Londres. «Un invierno duro, una primavera fría, un verano seco y ningún rey». No Boston, señor, sino Londres. Su preciosa dispensa teutónica…, ¡maldita sea, significa incluso menos en estas costas, señor! Que el diablo se la lleve, diría yo, si no la poseyera ya.
—¡Traición, señor!
—¡Vamos, vamos, señor! —tercia cordialmente Dixon.
—Paz, astrólogo.
—Astrónomo, si no le importa —le corrige Mason, sin reflexionar.
—Por lo menos me ocupo de mis cosas a la honesta luz del día del Señor, pero ¿qué puede decirse de unos hombres que con tanta regularidad están fuera de sus casas a media noche?
El piadoso caballero es presa de un enojo que traspasa los límites del comedimiento. ¿Es acaso el inocente grano tostado el causante de su desabrido estado de ánimo? Nadie más en la sala presta mucha atención, pues cada uno está absorto en su propio drama, no menos apremiante. El humo de las pipas pálidas y brillantes se cierne en el aire como si la niebla se hubiera colado en el local, y en esa niebla entrechoca y tintinea la loza y la plata. Jóvenes servidores en constante movimiento acarrean a hombros desde el sótano los sacos de café, o dan vueltas a las manivelas de molinillos de café gigantescos, mientras la clientela clama por una taza tras otra del vigorizante líquido. Al final de cada jornada, grandes cantidades del fino polvo de café habrán penetrado por las fosas nasales de esos jóvenes despiertos y habrán llegado a sus cerebros, dando así un sesgo febril a cuanto dicen y hacen.
Conversar sobre política con semejante estímulo ya habría sido lo bastante animado, a lo que debe sumarse los efectos del alcohol, del tabaco (cuyo humo se inhala aquí irremediablemente al respirar) y del azúcar, que se encuentra en todas las manos, ora en forma de relucientes conos marrones grandes y pequeños, ora en forma de bandejas llenas de pastelillos escarchados y con la figura de una taza, de toda clase de ponches y mezclas de vino o ron con azúcar y especias, bizcochos de la localidad, buñuelos, molletes y natillas, y es que no hay una sola mesa sin algún dulce, un recuerdo, para aquellos a quienes les importa, de las espesuras de caña, las cadenas, las crueles islas azucareras.
—Una dulce preciosidad fruto de la inmoralidad y la corrupción —sentencia un caballero cuáquero de Filadelfia—, comprada con las vidas de esclavos africanos, de innumerables negros exhaustos en los codiciosos ingenios de las Barbados.
—No deseamos mal a nadie, señor, somos personas corrientes, nuestra tarea es tan ardua como la de cualquiera, y hay días en los que ayuda pensar que al final de la jornada uno podrá lamer un poco de melaza.
—Si podemos negarnos a escribir en papel timbrado, si podemos encontrar en la sanguinaria Nueva Jersey un sucedáneo tolerable del té que traía la Compañía inglesa de las Indias Orientales, ¿no podría también la filosofía descubrir alguna alternativa patriótica a estos abominables cristales que nos corroen tanto el alma como los dientes de una manera tan horrible?
Todos los días, durante varias horas, en la sala están a punto de producirse disturbios. ¿Es posible que el consumo desmedido de todas esas sustancias modernas, un hábito sin precedentes en estas costas, esté creando una nueva clase de europeo, menos respetuoso con las formas que hasta el momento han mantenido unida a la sociedad, más propenso a decir lo que piensa sobre cualquier tema que elija, y dispuesto a defender su postura con tanta violencia como sea necesario? Dos jóvenes dandis, que están en el suelo de madera, insisten con denuedo en arrojarse mutuamente, mediante golpes y patadas, alguna luz con respecto al tema de la virtualidad en la representación. Un individuo vestido con costosa indumentaria, y que desea pasar por caballero, se yergue sobre una mesa e insta a cometer ofensas sodomíticas contra el soberano, jaleado por un grupo de menestrales en absoluto reacios a expresar sus propias sugerencias. Unas mozas salen de la penumbrosa trascocina, se sientan a las mesas de los discutidores, y con acentos espesos cual gachas de avena recitan una lista de pecados británicos de su cosecha.
Prosigue el intento de socorrer Fort Pitt y hay reverberaciones de las matanzas de Conestoga y de Lancaster. Hacia el oeste todo está agitado y en llamas. Carretas que vienen desde más allá del Susquehanna aparecen a todas horas del día y de la noche, cargadas con cacerolas y teteras, sacos de grano, los bebés y el cerdo. Es como un retorno al año 55 y a la era del pánico tras la derrota de Braddock. Vuelve a ser familiar el olor que desprende una cabaña incendiada, el olor de las cosas que no deberían arder. Objetos femeninos, domésticos. Detectarlo, en el viento que viene de allí, es siempre lo primero que debe hacerse.
Los astrónomos se hallan muy lejos del escenario de estos acontecimientos. El 8 de enero, a unas treinta y una millas al oeste del extremo más meridional de Filadelfia, empiezan a instalar su observatorio en la granja de John Harland.
—No quiero que me estropeen mis verduras —les informa la señora Harland.
—Nuestro contrato, buena mujer, nos prohíbe expresamente dañar jardines y huertos. Nos instalaremos en un lugar seguro, y le pagaremos el alquiler correspondiente, por descontado.
—¡Bienvenidos sean! —exclama el señor Harland—. Si les gusta el huertecillo, quédense con él. ¡Ya compraremos las verduras!
Ella amenaza juguetonamente a su marido con la pala.
—¿Por qué ha de ser aquí, señores?
—Porque su granja se encuentra situada tan al sur del Polo como el punto más meridional de Filadelfia —les informa Mason.
—Quieren decir que está en la misma latitud, pero también lo está una larga hilera de granjas, al este y al oeste. ¿Por qué han elegido la mía? ¿Por qué no la de mi vecino Tumbling, que tiene más tierra y, además, no sabe qué hacer con ella? —pregunta.
Dixon replica, amable:
—Exactamente a quince millas justas al sur de aquí queremos establecer otro puesto, que señalará el punto cero, o el comienzo, de la línea en dirección al oeste. El punto de su campo dirá cuál es su longitud, así como la latitud del límite sur de Filadelfia. Une esos dos aspectos, ¿sabe usted?
—No le había preguntado eso.
—El señor Turnbling nos disparó con su fusil —dice Dixon.
—¿Y qué les hace pensar que yo no haría lo mismo?
—Bueno, hemos corrido el riesgo.
—Iré a buscar el fusil —se ofrece la señora Harland.
Harland frunce el ceño.
—Espera. A ver, muchachos, ¿por qué no miden primero hacia el sur desde Filadelfia y después vienen al oeste?
—Si vamos primero al sur, tendríamos que cruzar el Delaware y entrar en Nueva Jersey —le explica Mason—, y cuando llegara el momento de girar hacia el oeste, quince millas abajo, ese río sería mucho más ancho, y la tarea de cruzarlo demasiado peligrosa para los instrumentos, y no digamos para nuestras vidas… Todo eso se evita si nos mantenemos en tierra. De ahí que primero vayamos al oeste y luego al sur.
—Y aquí, en el extremo de su última cadena, estamos nosotros —dice la señora Harland.
La mujer se marcha agitando los brazos, y está claro que no tardará en calentarle los cascos a su marido.
De todas formas, de la noche a la mañana aparece en el campo de John Harland un grupo organizado de hombres, quienes llevan a cabo rituales desconocidos con unas máquinas que bien podrían proceder de algún otro mundo habitado. («Sí», asiente Dixon, «del planeta Londres. Y de su satélite principal», añade, señalando con la cabeza a Mason, «Greewich»). El granjero los oye en plena noche, cuando un susurro se oye a una milla de distancia, y encima los hombres conversan como capitanes de barco, como si fuera de día, por medio de bocinas. Cifras, palabras inglesas pero que carecen de sentido. Por supuesto, el hombre empieza a encontrar motivos para volver allí y echar un vistazo. Cuando llega, los astrónomos están escribiendo a la luz de una vela, ante una tienda levantada bajo un montículo que parece una ola, una buena pendiente para deslizarse en trineo, en parte campo y en parte bosque, pues ésta es una región donde se dan tales declives de aspecto marino. Han alineado el instrumento con el meridiano.
—Debido a la rotación terrestre —le explica Mason—, las estrellas viajan trazando arcos por el cielo. Cuando cada estrella llega al punto más elevado de su arco, lo mismo le sucede a quien la observa en ese instante, y mira perfectamente al norte a lo largo del meridiano.
—Entonces el truco consiste en saber cuándo llega a ese punto más alto.
—Y para ello tenemos el método de igualación de altitudes… Estamos esperando el momento preciso de la estrella Cabra. ¿Quiere mirar?
Harland se agacha y mira a través del visor.
—Creía que esto era para verlas más de cerca.
—La luna y los planetas —replica Dixon—, pero no las estrellas.
—De una estrella, sólo deseamos saber dónde está y cuándo pasa por algún punto de referencia —añade Mason.
—¿Eso es todo?
—Bueno, hay que manipular con precisión varias roscas, leer el nonio y otros cien detalles que le aburrirían…
—Parece bastante sencillo. Esto se mueve arriba y abajo…
—Ponga la Cabra en el alambre horizontal —le sugiere Dixon.
—¡Eh! —exclama Mason, en un tono menos irritado de lo que cabria esperar—. ¿Quién es aquí el astrónomo titular?
—Es un juego de niños —musita el señor Harland, que maneja las roscas y las palancas de ajuste con un respeto que Mason y Dixon perciben de inmediato.
—Hay que anotar el tiempo que tarda en cruzar el alambre al ascender, y luego el tiempo del cruce cuando se pone. Exactamente a medio camino, ése es el momento en que ha cruzado el meridiano.
—Ésta no ha subido…, no, está por debajo de la línea.
—Se debe a la lente. Todo lo que vemos en la imagen está invertido.
—¿El cielo puesto del revés? ¡Increíble! ¿Están ustedes autorizados para hacer semejante cosa?
—Nos pagan por ello —responde Dixon.
—Los reyes nos pagan por hacer esto —añade Mason.
—Es como si uno trabajara de cabeza para abajo —se maravilla John Harland. Retrocede, alza la vista y compara la Creación, tal como se ve a simple vista, con su contrapartida telescópica—. Esto me hace titubear.
—Si conocemos el momento de la culminación, teniendo en cuenta la rapidez o lentitud del reloj, podemos calcular el momento en que se producirá la próxima de tales culminaciones, salir a la noche siguiente y, en el momento justo, inclinar el instrumento hacia el horizonte, dar instrucciones a un ayudante provisto de un farol hasta que la llama quede dividida en dos partes por el alambre vertical, decirle que deje caer ahí una plomada y marcar el sitio. Eso es el norte.
—¿Eso es lo que rugían ustedes durante toda la noche a través de las bocinas?
—Claro, ¿qué otra cosa…?
—¿Adivinan el futuro?
—¿Es eso lo que creen sus vecinos?
—Bueno, es lo que esperan.
—Ojalá pudiéramos adivinarlo.
No obstante, el granjero deja de mirarles abiertamente, como si pudiera ser peligroso hacer algo más que lanzar miradas de soslayo.
Hacia febrero conocen su latitud con la suficiente precisión como para saber que el sector está montado a 356,8 yardas al sur del paralelo que pasa por el punto más meridional de Filadelfia, lo cual significa un desvío de unos diez segundos y medio de arco.
—¿Entonces van a trasladar el observatorio? —les pregunta el señor Harland.
—No es necesario, bastará con que nos acordemos de compensar el desvío.
En marzo, un grupo de leñadores, que se guían por la estrella Polar para mantenerse en el meridiano, despejan una perspectiva en la finca de John Harland, quince millas exactas en dirección sur, hasta la finca de Alexander Bryant. ¿Cómo no iba Harland a aceptarlo? Su esposa se muestra menos contenta.
—¿Te has vuelto loco, John? Te pasas el día soñando despierto, y ya se ha pasado la época de la siembra. En la granja de Tumbling ya han vuelto a arar la tierra.
—Siembra tú, Bets —replica el señor Harland—, y alquila la tierra que no siembres. Te daré cinco chelines por día de trabajo, de plata, británicos, de buena ley. Vamos, hazlo. Ese trabajo no tiene ningún secreto para ti, lo haces muy bien, te he visto, tan sólo has de evitar una cosa: plantar demasiadas de esas dichosas flores.
Cuando regrese al norte descubrirá que su mujer ha destinado todo un acre cuadrado a plantar girasoles, y éstos no tardarán en extenderse desvergonzadamente por la ladera y en cubrirla de un amarillo escandaloso que la gente verá desde muy lejos. Pero ahora, en un extremo, al fondo del resplandeciente campo, han instalado un trozo de cuarzo rosa que brilla de una manera extraña. En ciertos momentos del día, el sol incidirá de lleno en esa forma rosada, y entonces, ¡oh, sorpresa!, uno podría verse transportado al mundo submarino, bajo el hielo nórdico… Y ahí está Harland, entre los girasoles, y por primera vez en su vida le vienen a la mente pensamientos románticos. Bets se da cuenta de ello. Su marido ha cambiado (ha estado por ahí fuera, trazando líneas cada vez más lejos, cuando antes el pueblo de Brandywine se le antojaba muy distante) y ahora quiere ir al oeste. En consecuencia, la noción de hogar también ha cambiado para ellos, y tienen la sensación de que sus campos, con una indiferencia y una suavidad tremendas, han empezado a moverse, incrementando sus posibilidades.
En abril, Mason y Dixon, provistos de varas de abeto y niveles de burbuja, miden con exactitud las quince millas al sur, descontando diez segundos y medio en el extremo norte. En mayo encuentran la nueva latitud en el campo del señor Alexander Bryant, y vuelven a medir la línea hacia el norte. Dixon sugiere a su compañero que lo considere como la operación de girar el sector, pero con una cadena de agrimensor en vez de ese instrumento. En junio, tras haber encontrado por fin la latitud de la línea de este a oeste (39° 43’ 17,4”), reciben instrucciones para trasladarse al punto medio de la península entre Chesapeake y el océano, a fin de iniciar el trabajo con la línea tangente. A fines de mes han medido con la cadena, en dirección norte, desde el punto medio al Nanticoke.
Una de las razones que se esgrimieron para lograr que Mason y Dixon intervinieran en el debate de los limites fue que nadie en América parecía haber tenido ni pizca de suerte con el endemoniado problema de la línea tangente, que ha absorbido las energías de los mejores geómetras de las colonias y durante más años de los que les queda a algunos por vivir: sus vidas son una prenda reclamada por la Marisma del Gran Ciprés. En los años 50, 60 y 61, partieron equipos para llevar a cabo trabajos de campo, los cuales terminaron al este y el oeste de los puntos tangenciales anteriores hasta en cuatro décimas de milla. Era irritante, como hacerle cosquillas a una mosca bajo el ala con un objeto largo y oscilante, una caña de pescar, por ejemplo.
Tenían la intención de empezar desde el centro exacto de la península de Delaware (definida, ya al comienzo de la querella, como el «punto medio») y trazar una línea al norte hasta que tocara el arco de un círculo con un radio de doce millas, centrado en la torrecilla del Palacio de Justicia de New Castle, girar desde la costa de Delaware, en el sentido contrario al de las agujas del reloj, hacia el oeste, hasta que se encontrara con su tangente, suponiendo que existiera ahí una línea tangente, pues hasta entonces no se había encontrado. El problema parecía irresoluble. Desde el punto medio, había que proyectar una línea a unas ochenta millas al norte, a través de la marisma y sus habitantes, que en el extremo tocara en un solo punto tangencial al arco de doce millas, formando un ángulo de 90° con el radio, trazado desde la torrecilla del Palacio de Justicia hasta ese punto. Alguien debía de haber imaginado la tangente como una línea perfecta que unía el norte con el sur, un trozo de meridiano que pasaría por el punto medio y, al mismo tiempo, estaría a doce millas de New Castle, pero era imposible que la línea hiciera tal cosa y también que se extendiese realmente hacia el norte: otro ejemplo de la Geometría Real, tan caprichosa siempre. Toda línea desde el punto medio que se deseara terminar tangencialmente con el arco de doce millas debería trazarse a unos tres grados y medio al oeste del norte verdadero. No sólo ese arco pasaba demasiado al oeste, sino que tampoco llegaba a suficiente distancia al norte para alcanzar los 40° de latitud, que era el límite septentrional de la concesión de Carlos II a los Baltimore, con lo que los condados del sur se convertían en una parte de Pennsylvania emplazada en el interior de Maryland. No obstante, ¿cómo podría haber previsto cualquiera de los reyes que el William Penn más joven desearía algún día que los condados del sur lindaran con la región norteña de Pennsylvania?
Así pues, se trazó la línea, y luego todo el mundo esperó que llegaran los astrónomos de Londres y examinaran el burdo trabajo que habían realizado los colonos.
Por cada agrimensor que abandonaba el calor del hogar en las frías semanas que sucedieron a la recogida de las cosechas, cuando las hojas habían caído y la vista llegaba más lejos, por cada agrimensor que salía al campo y, simplemente para especular, se instalaba en un lugar donde hubiera unas pocas pulgadas cuadradas de terreno seco e intentara cambiar los ángulos y orientarse por las estrellas, sufriendo además picaduras de serpiente, viéndose atrapado en arenas movedizas, perdido en la niebla, helado hasta el tuétano, hostigado por los agricultores y visitado por los sheriffs…, por cada uno de esos profesionales, había docenas de aficionados entusiastas, muchos de ellos miembros del clero, que desde la comodidad de sus salas caldeadas por la lumbre del hogar enviaban a los comisionados un incesante vendaval de otoño lleno de soluciones, y éstas llegabais en grandes hojas de papel, algunas timbradas y otras con filigranas de, particulares, y se arremolinaban en las puertas para luego amontonarse en los rincones. Cualquiera hubiera dicho que aquello era el último teorema de Fermat y no una línea de condado, que, por cierto, parecía un florón en un mueble del señor Chippendale.
—Bueno, sí, claro, es una cuestión de gusto, pero… fijaos en cómo se inclina, lo justo para ser patente. Honestamente, Cedrid, es tan predeciblemente colonial…, a buen seguro han dicho: «Allá ni siquiera saben encontrar el norte; en fin, tendremos que enviar a nuestros astrónomos reales para que pongan las cosas en orden, ¿no les parece?», cuando lo cierto es que, una vez más, la mano muerta de Jacobo II fue la que concedió todo este territorio geométricamente imposible, y tan irreal, desde el punto de vista de la topografía, como algunas de las demás ficciones que rigieron la vida de aquel monarca desdichado.
O bien:
—Érase una vez —como el reverendo vuelve a contar para Brae— una tierra mágica llamada «Pennsylvania». En pago de una deuda, el duque de York, quien más adelante se convertiría en Jacobo II, la cedió a William Penn. Y a Jacobo le había concedido esa tierra su hermano Carlos, quien a la sazón era el rey.
»Sin embargo, para comprender lo que lo movió a hacer eso habría que acceder al rincón de la biblioteca del Vaticano que alberga la sección herética y buscar allí el concepto, del que sólo se habla en voz baja, de la stupiditas regia, o la estupidez de los reyes, y de las reinas, naturalmente, si, alarmada Tenebrae, y también de las princesas… En efecto, incluso esas criaturas a las que uno consideraría perfectas pueden ser estúpidas.
—¿Cómo es posible? —Tenebrae expone sus reflexiones sobre el particular—. Estoy segura, tío, de que ha habido princesas que no eran estúpidas, y no unas pocas, sino muchas. En cambio, los reyes y los príncipes sí son estúpidos, tanto como para trazar unos mapas imposibles y llamar a esos territorios «Pennsylvania». —Toma un puntero y se inclina hacia el mapa colgado de la pared, un procedimiento que en el transcurso de los años ha zanjado nadie sabe cuántas disputas similares—. El rey Carlos comienza en un meridiano que pasa por alguna parte de los bosques inexplorados, aquí, a cinco grados de longitud oeste de la bahía de Delaware. Entonces su hermano, que no tiene demasiadas luces, encuentra el punto en que su desolado meridiano cruzaba el paralelo 40° de latitud norte. Por supuesto, está situado en un enorme espacio en blanco en el mapa, aquí, ¿lo veis?, en el ángulo sudoccidental, el punto menos accesible de la concesión. Este remoto cruce de paralelo y meridiano será la base de todo el plan. Los regios hermanos esperan que, yendo hacia el este desde ahí, la línea de los 40° se encontrará en algún lugar, más o menos por New Castle, con el arco de doce millas de Jacobo.
—Bueno, doce millas debería bastar. No queremos decir trece porque ese número trae mala suerte.
—Con catorce, abarcaría Head of Elk —observa Charles—, pero esta línea vertical se extendería demasiado al oeste…
—La línea tangente, señor.
—Ya lo sabía.
—Carlos y Jacobo —dice suspirando el reverendo— y su maraña de esperanzas geométricas… Los dos creían que, de alguna manera, el arco, la tangente, el meridiano y la línea occidental coincidirían en el mismo punto perfecto, pero, en realidad todo falla. El arco no se encuentra con el paralelo en los 40° norte, la tangente no forma parte de ningún meridiano, y la línea occidental no empieza en el punto tangencial, sino que está a cinco millas al norte de ese punto.
En efecto, un espíritu caprichoso inspira la historia de estos límites de Delaware, como si hubiera un travieso rechazo a admitir que América pueda ser seria en algún aspecto. Los agentes del gobernador Calvert exigían una extravagancia tras otra, no se sabe si para retrasar y obstruir en la medida de lo posible la colocación de los marcadores, o porque —como dirían algunos— estaban entusiasmados ante la idea de aplicar en este Nuevo Mundo una geometría más permisiva que la euclidiana. Durante las negociaciones, los habitantes de Maryland toman una hoja de papel donde hay dibujado un plano de la ciudad y proponen que se indique en él el centro exacto de New Castle; así pues, recortan el mapa con tijeras hasta que sólo queda la población, colocan luego el recorte sobre la punta de un alfiler y lo mueven a un lado y a otro hasta que queda en equilibrio. Entonces perforan ese centro de gravedad y lo consideran el verdadero centro de la ciudad.
No obstante, si el arco de doce millas fuera la expresión geométrica del deseo expresado por el duque de York de evitar que usurpen su puesto en el gobierno, entonces debe proyectar una esfera literal de poder desde la aguja en lo alto de la cámara legislativa, cuya intersección con la Tierra es el arco, inalterablemente circular, y que ni siquiera necesita ajustarse por un eslabón de cadena de agrimensor para coincidir con cualquier línea tangente.
Mason y Dixon, que a causa de sus reuniones con los comisionados se ven obligados a pernoctar en New Castle una o dos noches, descubren qué movió al segundo Jacobo. Al sur, aunque no demasiado lejos, están la bahía y el mar. Antes de que se inicie la que tal vez sea la única hora de quietud —tan sólo interrumpida por el croar de las ranas y los ligeros movimientos en los marjales—, los sonidos que dominan en la noche son los gritos de los marineros tras las puertas de las tabernas, junto con los sones tintineantes y monótonos de la música que les gusta. En su duermevela, los ciudadanos yacen en sus camas y se preguntan si esos marineros, algunos de cuyos barcos están armados con cañones, defenderían la ciudad en caso de que avanzaran hacia ellos uno o más buques de guerra católicos, envueltos en la negra humareda que desprenden sus antorchas y en medio de exclamaciones en lenguas insondables…
—Hace años, algunos corsarios españoles y franceses navegaban río arriba, audaces como cuervos, para atacar los pueblecitos y las plantaciones —se complacen en relatar sus anfitriones—. Por la noche nunca nos sentíamos tan seguros como ustedes se han sentido en Filadelfia. Todo ataque por mar contra esa ciudad significaría primero la conquista de New Castle, pues ésa es la llave que da acceso al río. Ahora nadie lo recuerda, pero hace quince años, en la época de don Vicente López, en cuanto el sol se ponía la ciudad era presa de una angustia que no se desvanecía hasta el amanecer. Si bien de día New Castle era la bulliciosa capital de la de facto provincia de Delaware, cuando oscurecía nos convertíamos en un grupito de luces temblorosas, procedentes de faroles, velas y chimeneas, y cada una de ellas era un blanco fácil en la húmeda ribera. Muchos de nosotros nos comportábamos al caer el día como si viviéramos en Nueva York, famosa por su ambiente nocturno, y nos pasábamos la noche levantados, no tanto por el deseo de transgredir como por el temor de dormir en cuanto se ponía el sol.
El gran cetro que hay en lo alto del Palacio de Justicia sigue irradiando su misteriosa fuerza en la oscuridad. El ganado duerme. El pescado y el vino han sido excelentes. Las salas se llenan de humo de tabaco, la gente sufre con frecuencia insomnio y dolores de cabeza. Salen los naipes de los muebles de cerezo en que estaban escondidos. Los que viven en las casas que se alzan a lo largo del río se mueven entre las protuberancias de sus colchones, preparados para levantarse al oír la menor alarma. Sueñan con visitantes españoles que, inesperadamente, resultan ser joviales, de modales corteses, a menudo ponen los ojos en blanco, tocan con la guitarra melodías apasionadas y no albergan un solo pensamiento homicida. Todo el mundo acaba por participar en una fiesta que dura hasta el amanecer y en la que se degustan cientos de misteriosos y sabrosos alimentos mediterráneos, «sándwiches» hechos con hogazas de pan rellenas con salchichas fritas y pimiento verde, y berenjenas, tomates, queso fundido por doquier, melones frescos conservados por medios desconocidos durante la travesía y vinos cuyas uvas descienden de las que abastecieron al mismo Baco. New Castle sueña, babea en las almohadas y las empapa, impotente ante la flota rapaz y festiva.
¡Oh, cuán veloz desciende el católico flagelo!
Es otro don Vicente, amigo del saqueo,
otro señor infame con los bucles revueltos,
otro insulto a la tierra del soberano nuestro.
Timothy Tox, La Pennsylvaniada
En julio prosiguen hacia el norte, atraviesan las marismas llenas de serpientes, fustigados por la espantosa humedad, las frecuentes tormentas nocturnas, y se topan con árboles de tronco tan grueso que precisan de treinta leñadores para talarlos… Cada eslabón de cadena de agrimensor parece ganarse con un esfuerzo descomunal. Se despiertan al alba glauca y silenciosa e inician otra fatigosa jornada, sin la menor confianza en que, por más que lo intenten, puedan pasar cerca del punto tangencial y, mucho menos, tocarlo.
Sobre el papel, la línea tangente le recuerda a Dixon el camino entre Catterick y Binchester —en realidad, llega hasta Lanchester, si bien por allí habría que buscarlo un poco—, un camino que sigue el trazado de la Gran Carretera Septentrional de los romanos. Por diversión, libre de cuidados, Dixon solía encaminarse a las ruinas romanas que se erguían por encima del Wear y dirigir la vista hacia el sur, hacia el centro del camino, que discurría en una línea recta perfecta. Sin embargo, en Delaware no había nada tan claro o tan sencillo. Dixon habla para sí mientras avanzan: «Si nos instalamos ahí, nos toparemos con ese condenado y enorme árbol que está en medio del camino, pero si deseamos librarnos de ese obstáculo y ver más allá de un brazo extendido, nos meteremos en sucio barro de profundidad incierta, mirando además desde la luz hacia la oscuridad…».
—Aprecio de veras estos momentos en que compartes conmigo tus pensamientos más profundos —le dice Mason—. Es casi como si, por extraño que parezca, confiaras en mí.
—¿Y quién no lo haría al cabo de tantos meses?
En agosto, por fin las mediciones con la cadena sobrepasan la marca de ochenta y una millas, y suponen que han rebasado por un poco el punto tangencial, dondequiera que ese punto esté, por allá atrás. Dedican los meses de septiembre, octubre y noviembre a encontrarlo, con tanta precisión como les permite su arte, calculando las desviaciones y midiéndolas, mejorando la línea tangente en lo posible, con un pellizquito aquí y un alisamiento allá, hasta que por fin pueden informar de que el ángulo de 90° requerido, entre la línea tangente y el radio de doce millas que va desde el Palacio de Justicia hasta el punto tangencial, es lo más perfecto posible, lo cual significa, como se demostrará en su momento, que presenta una desviación de dos pies y dos pulgadas, más o menos.
En diciembre prescinden de los operarios y se disponen a pasar el invierno en Brandywine, en la casa de los Harland.
—Por un buen año de trabajo —dice Dixon, alzando una jarra de peltre rebosante de cerveza nueva—. Y roguemos porque haya otro.
—Por la repetición y la rutina, desde ahora hasta que acabe todo esto —dice Mason por su parte, y brinda, a regañadientes, con un vaso de clarete…, aunque, de todos modos, se le ve más jovial que hace un tiempo.
—¿Rutina? ¡No es probable! ¡No habrá tal cosa en la línea del oeste! ¿Quién sabe lo que vamos a encontrar allí? Es imposible predecir lo que ocurrirá cada día. Será toda una aventura, ¿no?
—Gracias, Dixon, tus palabras son un consuelo, como siempre. Sí, la ceguera absoluta con que debemos internarnos en ese desierto podría haber desaparecido de mi mente, concediéndome unos pocos y lastimosos momentos de respiro, si nadie me hubiese recordado cómo nos irán las cosas por allí, pero ¡ay!, no ha podido ser, ¿verdad?, por lo menos el tono de tu voz no me permite olvidarlo.
—Vaya, creía haberlo dicho en un tono de lo más alegre, siento que te haya afectado de este modo…
Ha sido otro arranque de ira en un día festivo, al que han precedido muchos otros arranques; al principio, cuando se producían, los miembros de la familia Harland se pegaban a las paredes y se apresuraban a subir por la escala más próxima, pero las disputas no han tardado en reducirse a un ruido más de la naturaleza indomeñada al que es preciso acostumbrarse, como al trueno o a ciertas «imitaciones burlescas de sonidos de animales» que se oyen de noche, procedentes de un arroyo. En cada ocasión, Mason y Dixon piden disculpas por su comportamiento, y al cabo de un rato vuelven a gritarse. Disculpas, gritos, disculpas, gritos… La vida cotidiana en casa de los Harland resulta cada vez más desagradable. Mason y Dixon pactan una tregua navideña, pero aún les aguarda el resto del invierno, y ese tiempo que queda tal vez sea demasiado largo para que los dos sobrevivan si no se plantean seriamente la posibilidad de hacer una pausa —una por lo menos— en su manera de comportarse, y los topógrafos deciden viajar a Lancaster, quizá con la esperanza de que allí los duendes de la discordia dejen de perseguirles.