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—Y entonces la emprendieron a mamporros —dice Pitt.

—¡Hurra! —añade Plinio—. Rodaron una y otra vez por el suelo, destrozaron los muebles y Mason acabó con un ojo morado.

—¡Y Dixon con la nariz sangrando!

—Y los leñadores acudieron corriendo, con las monedas tintineando en sus bolsas, y un recaudador apuntaba apresuradamente las apuestas en tiras estrechas de papel de barba.

—Lomax… —le regaña Euphie.

—¡Chicos! —exclaman sus padres—. Es hora de acostarse.

—¿Nosotros? —pregunta Pitt—. ¿A la cama?

—¿Quién debería escuchar un relato de geminidad si no unos gemelos? —explica Plinio.

—Tus topógrafos eran gemelos, ¿no es cierto, tío?

El reverendo reflexiona un momento.

—Hasta cierto punto, mis ruidosos diablillos, pues me parecía que Mason y Dixon habían ido convergiendo y llegaron a tener, en efecto, cierta similitud, hasta que algo…, algo ocurrió entre ellos, en el 67 o el 68, que dividió sus destinos irremediablemente…

—¿Los separó? —exclaman al unísono los gemelos.

—Sí, tal vez sea éste un buen momento para abandonar la narración —dice Pitt.

—Es mejor recordarlos así —conviene Plinio—, antes de que trazaran una sola pulgada de esa línea.

—Es la hora de dormir para los sujetalibros —les dice su hermana.

Desde el buque correo Ganso Abatido avisan con el silbato para que todos los adultos desembarquen, de vuelta a su espigón destrozado por las tormentas, a su gris y poco prometedora ciudad portuaria, para esperar allí hasta muy entrada la noche, exiliados de la tierra a la que sus hijos viajan y que recorren sin esfuerzo.

—¿Qué hay de los indios? —pregunta Pitt, apoyado en la jamba de la puerta.

—Has mencionado a los indios —murmura Plinio, cerca del hombro de su hermano.

—¿Por fin los topógrafos lucharon contra alguien?

—¿Hubo algún muerto?

—¿No os basta con una batalla de fragatas, monos de salón? —replica el reverendo, golpeándose las mejillas, consternado.

—¿La conspiración de Pontiac? —inquiere Pitt, esperanzado.

—Desbaratada, ¡ay!, mientras los topógrafos estaban en Delaware, trazando la infame línea tangente, con los segmentos correctores correspondientes.

—¿Los Muchachos de Paxton?

—No, no lo creo. Mientras ellos cabalgaban voceando y pegando tiros hacia Filadelfia, los topógrafos estaban en la bifurcación de Brandywine, muy al sur de la ruta de invasión. Habían levantado un nuevo observatorio y las estrellas saltaban ágilmente sobre los alambres, mientras ellos las contemplaban desde algún lugar de la superficie terrestre, pero ¡cuán imposible era cartografiarlas en sus pensamientos!…

—¿Habrá indios mañana, tío?

—Claro que sí, Pitt.

—Plinio, señor.

—El Joven.

Los muchachos se van. Tenebrae, ahora la más joven de los presentes, trae velas nuevas, llena la a tetera y la pone sobre el hogar. DePugh y Ethelmer la observan disimuladamente mientras mueve, al parecer ignorante del efecto que su nuca flexionada, su oreja descubierta y rápidamente oculta de nuevo por una trenza y sus manos a la luz del fuego ejercen sobre ellos.

Si los detallados relatos que cuenta Mason constituyen su manera de ser fiel a las penas de su propia historia (prosigue el reverendo Cherrycoke al cabo de un rato), una manera de mantenerlas a salvo y no traicionarlas nunca, en particular las que afectan a Rebekah, en cambio los relatos de Dixon, todo lo relativo a Emerson y a los fantasmas de Raby, parecen surgir del mero compañerismo práctico. ¿Quién, si no Mason, en cualquier momento dado, necesita que le animen? Un alegre jefe de grupo significa un grupo alegre.

—Poco antes de que zarpara el buque de Falmouth —cuenta Dixon una noche, mientras esperan la aparición de una estrella—, William Emerson me dio un misterioso paquetito… «No será un viaje fácil», me dijo, «habrá días en que la aguja de la brújula se volverá loca, sumiéndose a sí misma y a ti en la perplejidad, o tal vez las estrellas estén ausentes durante quince días seguidos, y tu propio pulso será, como siempre, una suite, de compases cambiantes. Entonces te será de utilidad un reloj digno de confianza. Este, como ves, está demasiado deslustrado y lleno de rasguños como para que cualquier ladrón inglés o francés crea que merece la pena hacer un esfuerzo… No obstante, como los americanos no son tan refinados, me veo obligado a ordenarte, Jeremiah, que cuides de este reloj hasta la extravagancia, si es necesario, pues contiene un mecanismo secreto que revolucionará la ciencia de los relojes.

—¿Ah, sí? ¿Acaso calcula si la moza cobra demasiado? ¿Algo por el estilo?

—Lo que hace, plutoniano —respondió el paciente Emerson—, es no detenerse jamás.

—Vaya. Y cuando da la hora, ¿canta Yankee Doodle?

—Ya lo verás. Todo estriba en el diseño de la corona.

—Lo primero que aprende un alumno de Emerson —dijo Dixon— es que el movimiento perpetuo no existe. Eso es algo que, al cabo de todos estos años, todavía me desconcierta, señor, y tal vez, en cierta manera y aunque parezca extraño, le considero a usted responsable.

—¿Qué le vamos a hacer? Es una ley del universo: Prandium gratis non est. Sin embargo, si aceptamos el teorema «mano y llave son al muelle principal lo que el tren del reloj es a la corona», entonces la solución depende siempre de que se eliminen las proporciones temporales de las cuestiones relativas a la acumulación de potencia. Con el despliegue apropiado de las constantes de los resortes y la regulación magnética, la potencia se puede tomar prestada, según se necesite, con fechas de reembolso indefinidamente postergables.

—Dígame, señor. ¿Por qué me confía un objeto tan valioso cuando parto hacia un país tan turbulento? Si acabara en un bolsillo inadecuado…

—Si alguien intentara desmontarlo para ver cómo funciona, al aflojar cierto tornillo, inevitablemente todo el instrumento se descompondría en una miríada de piezas, y el secreto quedaría preservado.

—Pero el reloj…

—Es fácil construir otro. El truco es de una sencillez pasmosa, una vez le coges el tranquillo.

—Entonces, ¿por qué no están estos relojes por doquier? ¿No hemos trascendido la era de Newton? ¿No es el movimiento perpetuo un lugar común? ¿Por qué es todavía un secreto?

—El interés —replicó Emerson, crípticamente—. ¡El interés compuesto, de hecho! ¡je, je, je!

Lo que ahora le parece a Dixon curioso es que, hace diez años, en La mecánica, o la doctrina del movimiento, Emerson se expresó con claridad y pesimismo con respecto a cualquier esperanza de construir un reloj que permitiera señalar siempre el tiempo en el mar, pues los «diez mil movimientos irregulares» de éste acabarían con la regularidad de cualquier reloj, ya sea de resortes como de péndulo. ¿Por qué, pues, le hizo ese préstamo dudoso, de un instrumento en el que no creía? Durante el tiempo que pasaron juntos en Durham hubo muchos de tales mensajes, no necesariamente claros y a veces ni siquiera verbales, que Dixon sigue sin entender. Sabe muy bien que es poco probable que Emerson sea el artífice del reloj, lo cual significa que actúa como intermediario. ¿De quién? ¿Quién posee en el mundo las artes avanzadas y goza de los fondos liberales requeridos para la construcción de semejante instrumento? Sí, ¿quién?

En el buque de Falmouth, a solas por fin con el enigma, Dixon lo inspecciona detenidamente, pero es incapaz de encontrar la manera de darle cuerda. Sin embargo, debe de estar escondida en algún lugar.

—Maldita sea —musita al viento, pasado Black Head—. Otra vez las intrigas papistas, espesas como hongos alrededor de la tumba de la alegría.

Y es que como a esos jesuitas los expulsan de un reino tras otro, tienen mucho tiempo libre para dedicarse a esa clase de juguetes caros. Dixon, que es newtoniano, quiere devolver todos los préstamos de energía y equilibrar toda ecuación. El movimiento perpetuo es una afrenta directa. Si este reloj es un mensaje, no parece, en suma, un mensaje muy amable.

Finalmente, con los ojos enrojecidos y, a estas alturas, tan deseoso de someterse a cualquier prueba como de evitarla, entrega el reloj al capitán Falconer, para que lo guarde en la caja fuerte del barco hasta el final de la travesía, y al llegar a Filadelfia observa que el instrumento hace tictac con tanta energía como siempre y que los contrarritmos de la corona son tan precisos como los pasos de un bailarín español. Confía en que, con eso, tal vez el reloj le esté confesando que su apariencia de fidelidad perfecta, como la de una mujer inteligente, es tan sólo una ilusión complicada y minuciosa en la que, si Dixon quiere creer, ha de ser bajo su responsabilidad.

—¿Te gustaría escucharlo? —le ofrece Dixon a Mason un día en que están en la línea tangente.

—De acuerdo, te creo —replica Mason, con un movimiento de las cejas que es un gesto de cortesía.

—¡Es cierto, Mason! ¡Nunca tengo que darle cuerda! Dime, ¿me has visto hacerlo alguna vez?

Mason se encoge de hombros.

—Podrías darle cuerda mientras duermo, o cuando, como a menudo nos sucede, no podemos vernos porque los árboles se interponen entre nosotros. Podrías pedirle a uno de esos rústicos que le diera cuerda con regularidad a escondidas. ¿Es preciso que siga?

—Vamos, amigo, ¿crees que bromearía sobre una cosa tan seria? Todas nuestras suposiciones acerca de la conservación de la energía, los Principia, en fin, nuestra misma fe de hombres modernos, todo ello se pone repentinamente en entredicho con este reloj…

—Si me hubieran dado dos peniques cada vez que abordé a Bradley sobre el tema del movimiento perpetuo, estaría ahora en otra parte, imagino que tumbado en alguna playa de las islas Amistosas, tocando mi eukalely y agasajado por doncellas del lugar, a las que a veces permitiría que lo tocaran para mí.

—No seas suspicaz, vamos. Escúchalo por lo menos…

Mason se aplica el reloj al oído. Frunce el ceño de modo cada vez más burlón y, al cabo de un rato, empieza a cantar.

Ay, señorita,

no hay otra más bonita,

¿qué haremos, pues?

Menuda fiesta

y tan poca siesta,

¿no le parece a usted?

Mire, la luna ha salido,

usted no entiende lo que le digo,

pero no importa, de verdad.

Porque hechizado me tiene

y me dice cuanto conviene

saber, ¡ay, señoriiiita!

—Sí —añade—, este reloj tiene un ritmo divertido, aunque no lo bastante fuerte para tocar en un conjunto, desde luego.

—Perdona, amigo, una vez más he supuesto que íbamos en el mismo barco. He cometido un craso error.

Mason responde meneando la cabeza, como si presenciara algún acontecimiento lamentable en la calle, mientras la irritación de Dixon va en aumento.

—¿Imaginas acaso que ha sido fácil para mí? Tener esa evidencia ante mis ojos, verla confirmarse cada día que pasaba sin que yo le diera cuerda al maldito reloj… Y, aun así, no puedo creer en ello. ¡Sé cómo las gasta ese hombre! Estoy sumido en un tormentoso mar de dudas.

El reloj sigue con su complejo tictac, y para Dixon, que ha jurado no perderlo de vista, es una carga cuyo peso aumenta cada día que pasa sin que el reloj necesite que le den cuerda. Por fin, en alguno de los lugares donde se han detenido, sumergidos hasta los tobillos en las ciénagas de los condados bajos, en medio de la atrocidad que caracteriza a esos parajes, Dixon es capaz de enfrentarse a la posibilidad de haber sido objeto de una maldición. Emerson, muy versado en maldiciones, cierta vez le confesó a Dixon que, a medida que envejecía, usaba ese don no tanto para conseguir una brusca e impetuosa venganza, sino como una primorosa diversión cuyo blanco era cualquiera que, según creía él, le había ofendido. ¿Ha entrado Dixon finalmente en esa lista? ¿Cruzó un día alguna línea, tal vez durante una conversación que ha olvidado pero en la que desde entonces Emerson ha reflexionado, quizá morosamente? ¡Eso es! La pesadilla de todo el mundo en estos tiempos: un desaire olvidado y vengado sin previo aviso.

—¿Qué he hecho para merecer semejante represalia? —le pregunta por fin a su maestro en un sueño—. Si me hubiera portado tan mal con usted, sin duda lo recordaría.

—Violaste tu contrato —dice Emerson, y saca un fajo de papeles oficiales; en cada página hay un complicado sello en relieve, y si los sellos no se leen correctamente, ocurrirá algo que Dixon no puede expresar, pero no duda que será aterrador…—. ¿Por dónde te gustaría empezar, plutoniano?

Entonces Dixon recuerda el consejo que el negrito Toko le dio a Mason en El Cabo, el de enfrentarse siempre con firmeza al enemigo que se aparece en un sueño. Sabe que dejarse arrastrar al ejercicio propuesto por Emerson es luchar con una desventaja fatal y en terreno de su enemigo. La única solución consiste en destruir el documento enseguida, a ser posible quemándolo, aunque la chimenea más cercana se encuentra en la habitación contigua, demasiado lejos para tomar los papeles y echar a correr con ellos… Emerson está leyéndole los pensamientos. «Mira, un signo de fuego que no puede encender fuego». El desprecio es abrumador. Dixon siente que la derrota lo acecha por todas partes. Le parece que el reloj desea hablar, pero éste se debate en vano, y tiene la voz paralizada, como la de quien tiene un sueño agitado. Sin embargo, la salvación de Dixon radica en la comprensión del mensaje. Entonces se despierta, malhumorado.

Aunque ha jurado garantizar la seguridad del reloj, pronto descubre que sólo piensa en la manera de librarse de él. De día, aquella voz, tan trabada y críptica en el sueño, ha empezado a aclararse. A Dixon no le basta con beber para librarse de ella.

—Cuando me aceptes en tu vida —le susurra el reloj mientras adopta una forma que poco a poco resulta indiscutiblemente vegetal, tendido en su estuche de viaje abierto, de falso cuero sin curtir, reluciente, sí, un vegetal siniestro que Dixon no podría nombrar, ni quizá podría hacerlo el gran Linneo, y su superficie pasa entretanto por una gama de agradables colores, a medida que recibe percusiva y fatalmente sus órdenes implícitas— me aceptarás… en tu estómago.

—Hum…

Tembloroso y con el semblante en absoluto rubicundo, acude a la tienda del naturalista del campamento, el profesor Voam, quien le dice que, «como el destino de los vegetales es ser comidos, y por lo tanto el éxito y la reputación del reino vegetal deben medirse por la cantidad de vegetales que son comidos, cada clase de vegetal debe tener el aspecto más apetitoso posible, o arriesgarse a morir allí donde ha crecido, por no mencionar la obligación de quedarse ahí, escuchando el vilipendio y las quejas de sus vecinos. Ahora bien, pobre de mí, los relojes y similares, como objetos de artificio…».

—Dígame, señor, con toda sinceridad. ¿No cree que este reloj trata de mostrar una apariencia no sólo apetitosa sino también…? ¿Cómo podría decirlo?

—Los vegetales no hacen tictac —le recuerda amablemente el profesor a Dixon.

—Sí, claro, las criaturas que no son más que vegetales no hacen tictac. Pero estamos hablando de una forma de vida superior, ¡un vegetal con un latido!

—Eso rebasa mis capacidades. Pregúntele a R.C., le encantan los acertijos.

Aquello también rebasaba las capacidades de R.C., un agrimensor local, contratado para la resolución del enigma de la tangente; pero R.C. no reconocerá que el asunto le rebasa. En cuanto ve el reloj, es presa de la mens rea. Lo codicia, sueña con él, no lo llama «el reloj» sino «el cronómetro», y en su mente lo fusiona con el maravilloso instrumento del señor Harrison, tan maleable ha llegado a América la historia de la rivalidad entre Harrison y Maskelyne para conseguir la longitud, así como el premio en metálico que se puede obtener de la Junta de la Longitud.

—Un cronómetro como éste —pregunta R.C. a Dixon—, ¿no conferiría cierto valor a su propietario de cara a esos caballeros de la Junta?

—Según Mason, son muy cicateros. A lo mejor tendría que abrirles el puño con una palanca de hierro para que soltaran el dinero.

—De ahí debe venir eso del «premio en metálico» —dice R.C.—, pero apuesto a que le parece a usted tentador, ¿no es cierto?

—No sé con seguridad a quién pertenece el reloj —replica Dixon con cautela—. Lo tengo como en depósito.

—Un depósito gratuito, sin duda —comenta R.C., esforzándose al máximo para no parecer mezquino.

Como miembro del grupo de observación del tránsito, Dixon conoce muy bien los motivos de queja de R.C.: los numerosos años pasados entre adversarios irreconciliables, incapaz, para salvaguardar su honor, de tomar partido por uno u otro aunque las emociones amenazaran con desbordarse, atacado tarde o temprano por todos, hasta ser finalmente presa de un letargo moral con respecto a las exigencias de la ley y, de hecho, peligrosamente expuesto a ser confundido con un abogado, en fin, un bonito lío.

—¡Mmm! ¿Habéis visto eso, muchachos? Está como para hincarle el diente. —El ingenio del leñador, que bromea a expensas del reloj, hace que R.C. alce las cejas y se aproxime en exceso.

—¿Por qué se me echa encima, R.C.?

—Procure no ofender a quienes no debe —le aconseja R.C.

Nadie sabe qué significa esta frase, pero una cosa ha dejado bien clara: que está demasiado loco y que los demás han de andarse con cuidado.

Una medianoche se produce un alboroto. Los perros ladran, los leñadores suplican silencio. Los topógrafos habían salido de sus tiendas y están en algún lugar camino arriba, haciendo observaciones del cenit. Se ha congregado una multitud ante la tienda de Dixon. La luz de la vela de sebo de Nathe McClean ilumina a R.C. en el preciso instante en que en la boca de éste desaparece el último eslabón de la cadena de oro, succionado entre sus labios como un fideo chino.

—Vamos, R.C. ¿te estás volviendo tan ruin que ya no puedes pensar a derechas?

—Me pareció que oía venir a alguien.

—Éramos nosotros. ¿No deberías haber dejado eso en cualquier parte, en vez de tragártelo?

—No tenía tiempo.

—Pues ahora tienes tanto dentro que no sabrás qué hacer con él —se mofa Moses Barnes, para el regocijo de sus compañeros.

—¿Sabes lo que te has tragado, R.C.? —le pregunta el socarrón McClean, que mueve la cabeza, atónito—. Pues sesenta años de longitud, todo el trabajo invertido en ese único problema, desde que Sir Cloudsley Shovell perdió su flota y la vida en las crueles rocas de Escila.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —replica R.C., casi sin aliento. Aquel objeto, o bien había sido embrujado por las campesinas en plena noche (fuego, sangre menstrual, invocaciones del poder) o bien había sido perfeccionado, como podría haberlo sido cualquier reloj, en el transcurso de los años, una minúscula pieza tras otra, hasta su estado mecánico actual, por hombres que trabajaban en talleres y a la luz del día. Tal era la alternativa sexual que se le presentó, esas dos clases de magia—. Tenía menos de un tictac de la criatura para decidirme, así que lo agarré y lo engullí. —Empieza a enfurruñarse al tiempo que agita belicosamente los puños rosados—. ¿Alguno de vosotros tiene algo que objetar?

—Yo sí, desde luego, como representante que soy del orden y la disciplina en este lugar —responde el señor Barnes, capataz de los leñadores—, y debo decir que en una expedición por el campo, lo mismo que en un barco en alta mar, nada mina tanto la moral como el robo, y eso es lo que has cometido, en términos legales.

—Sin embargo, cualquiera puede aplicarle el oído al estómago, y tampoco ha ocultado lo que ha hecho… Podríamos decir, para ser más exactos, que se trata de una confiscación, pues R.C. niega a su propietario el uso de…

—Sí, pero sin apropiación ilícita para uso personal…

—¡Ah, Filadelfia! —exclama el señor Barnes—. ¿Es que los abogados han envenenado con sus discursos incluso a las rudas gentes que viven en este yermo? ¿Qué vamos a hacer? —Puesto que estas palabras constituyen la manera críptica que tiene el señor Barnes de solicitar silencio, los reunidos lo guardan—. ¿Alguien ha reflexionado sobre dónde estamos?

Todos saben que quiere decir «allí, precisamente en el punto tangencial, allí donde aparecen de noche extrañas luces, figuras no del todo humanas emergen de la oscuridad y desaparecen en ella, y durante el día algunos animales de granja que se extravían se desvanecen y no se les vuelve a ver, ¿y qué tiene de extraño que un hombre se haya tragado el reloj de otro?». Hay quien llama a este lugar «el Triángulo de Delaware», pero los agrimensores lo conocen como «La Cuña».

Nacer y criarse en La Cuña es ocupar una posición singular en una geometría moral emergente. En efecto, la rareza de la demarcación por estos pagos, las inscripciones efectuadas sobre el cuerpo de la tierra, primitivas como los dibujos que traza un iroqués con una espina vegetal y un poco de hollín sobre su cuerpo (sea como fuere, un impulso irresistible que los instrumentos científicos más avanzados de su época apoyan), proporciona a los abogados suficientes litigios sobre la propiedad en La Cuña como para dar empleo a un pequeño grupo de ellos, una generación tras otra, hasta el año 1900 y más allá.

En los primeros años de su juventud, R.C. se había convertido en la clase de tipo mezquino y terco que sus vecinos asociaban a la madurez. «Por ahí viene R.C., y vaya si no parece avinagrado». La causa radicaba en su profesión. Cuando era un joven agrimensor, las conmociones que acompañaron a su primera disputa por los límites le hicieron comprender que debía practicar su arte entre las gentes más litigiosas de la tierra: los ciudadanos pennsylvanos, de todos los credos, pero sobre todo los presbiterianos, que se llevaban unos a otros ante jueces de paz, sheriffs, tribunales eclesiásticos, correveidiles de pueblo, ante cualquiera que escuchara, aunque éste último lo fingiera, con una celeridad increíble, a fin de conseguir una recompensa por unos malos tratos que lo mismo podían ser de importancia que insignificantes. Si R.C. deseaba seguir adelante con su trabajo, tendría que aceptar que la apretada contigüidad de los polígonos en todo el país era una forma de locura; y podría beneficiarse de esa locura si, haciendo gala de confianza y conservando la cordura, se mantenía en los límites de lo correcto, sin propasarlos nunca. Su personal enfoque enfurecía a los agrimensores más fieles a la teoría; era un enfoque que evitaba el papeleo y preconizaba el recorrer a pie el terreno y efectuar suposiciones sin instrumentos.

—Yo diría que esto tiene ochenta, ocho, treinta… —Cerraba los ojos, con los brazos extendidos a los lados, y entonces los aproximaba hasta que las yemas de los dedos se tocaban, momento en que abría los ojos—. Eso es.

—¿Cómo lo sabe?

—A ojo —decía R.C., y parpadeaba, desabrido—. La mayoría de estas mediciones alrededor de La Cuña pueden hacerse a ojo.

Cuando abordó el problema de la línea tangente, la tal línea se le antojó una locura habitual, sólo que adoptaba una forma distinta, pues lo vio como una extravagancia geométrica que se permitían los reyes existentes y los reyes por venir. Durante los meses —y luego los años— transcurridos desde que se tragó el reloj, a medida que pasan los días uno tras otro, con su latido incesante, R.C. llega a la convicción de que lleva dentro algo que es y será inmortal. Su esposa decide dormir en otra cama, y pronto se traslada a otra habitación, tras persuadirle de que la construya en lo alto de la casa.

—Roncar es una cosa, R.C., siempre pude arreglármelas con eso, pero ese tictac… —le dice, señalándolo con un codo.

—Al principio también a mí me mantenía despierto, Phoebe, pero ahora es como si me acunara y me ayuda a dormir.

—Te deseo lo mejor, R.C.

—Haz lo que gustes.

R.C. puede mostrarse tan sentimental como cualquier marido joven, pero sus rôles públicos requieren de él un comportamiento distante y displicente. Además, desde que se tragó el reloj, es evidente que ella está menos alegre en su compañía, como si la presencia del objeto la obligara a mostrarse cautelosa.

—¿Crees que al mundo exterior le importa lo que hagamos aquí? Vamos, Phoebe, sé buena y ven…

—Pero, R.C., podrían…

—¿Qué? —replica él, y su voz empieza a subir de tono—. ¿Escuchar?

—Anotarlo todo, de alguna manera.

—Eres la chica con la que me casé, que me aspen si no lo eres.

Sabe que ella nunca acaba de comprender lo que esto significa, y como tampoco él está demasiado seguro, nunca se ofrece a explicárselo.

—Es un tesoro nacional —afirma el señor Shippen—, y quienquiera que sea el primero en extraerlo de su ubicación actual saltará rápidamente al escenario de los negocios internacionales, y allí, lo quiera o no, tendrá que representar su papel. Todo ello a cambio de tu vida, por supuesto, R.C., contando la extracción quirúrgica y todo, pero así son los negocios, como dicen en Filadelfia.

—Lo vomitaré, claro, ¿por qué no hago eso? —sugiere R.C., y se mete un dedo en la garganta.

Esta perspectiva anima a los niños, que exclaman:

—¿Podemos mirar?

—No incomodéis a vuestro padre —les advierte su madre.

—¡Aaaaay! —R.C. retira el dedo sangrante—. ¡Algo me ha mordido!

—Lo más probable es que intente proteger su territorio —le asegura su hijo mayor.

—¿Cómo va a morderme? Lo tengo en el estómago, es un reloj.

—A lo mejor su forma se ha alterado. ¿Quién sabe lo que está ocurriendo ahí dentro?…

—… donde todo está empapado y es blando y repugnante, con la comida masticada…

—… con los ácidos y la bilis, y siempre huele a vómito…

—Reíd, muchachos, aunque sea a costa de vuestro pobre y sufriente padre, y si tanta necesidad tenéis de diversión, no importa, adelante, burlaos, que muy pronto cada uno de vosotros sufrirá una molestia semejante, así es la vida.

—Nosotros no nos tragamos relojes, gracias.

—No, no lo hagáis si algún día queréis tomar por sorpresa a un indio.

—No tenemos esos planes, papá.

—Tenía que sacar tajada de la longitud, y, en cambio, va y se zampa el cronómetro. Con menudo soñador estrafalario me casé.

Naturalmente, Dixon tiene que decírselo a Emerson. Durante semanas, después de que el mensajero partiera corveteando, está abatido, tan melancólico como nadie le ha visto jamás.

—Tenía que proteger ese reloj…

—Deseabas liberarte de tu promesa —le recuerda Mason—. Considera a R.C. como una force majeure.

Cuando recibe la respuesta a su carta, resulta ser de la señora Emerson. En ella le dice: «Cuando recibió su noticia, el señor Emerson sufrió una transformación total y, armando un gran jolgorio en su cuarto de trabajo, intentó bailar una especie de giga, pero pisó por error un aparato con ruedas que había allí, y el resultado es que ha de guardar cama, desde donde, muy cerca de la pluma con que le escribo, me pide que le diga: “Felicidades, bobo, todo ha salido a la perfección”. Confío en que mi marido, en una carta posterior, le explique qué significa esto».

Hay una posdata con la caligrafía autodidacta de Emerson, una caligrafía que trasluce emoción y que termina con un punto en el que sin duda la pluma, al ponerlo, ha crujido: «El tiempo es el espacio que no se puede ver».

(Ante lo cual el reverendo no puede abstenerse de comentar: «Quiere decir que, misericordiosamente, somos ciegos al tiempo, pues no soportaríamos la contemplación de lo que encierra»).