31

Una mañana, a fines de diciembre, al despertar les llega un olor a algas y agua de mar. El viento es notablemente más frío, y le preceden, veloces, unas nubes pequeñas y grises más o menos oscuras. Cuando sale el sol, sus rayos son oblicuos.

—Algo raro le pasa a la ciudad esta mañana, sí —rezonga Dixon.

—¿Y qué es ese condenado sonido gorjeante?

—Creo que se llaman pájaros…

—¿Cómo es posible que hasta ahora no los hubiéramos oído? ¡Dixon! Espera… ¡Los martillos! ¡Las sierras! ¡Las carretas de la carne! ¡Los gritos ininterrumpidos! ¿Qué ha sucedido?

—Pues… que estamos en navidades, ¿no?

—Uno de nosotros —dice Mason— debe calzarse, ponerse la casaca, bajar a la calle y descubrir la razón de este inquietante silencio.

—Sí, hombre —protesta Dixon—. ¿Y quién ha de ir, una vez más, a jugarse el tipo? El jovencito. ¡Pues qué bien!

—Sé práctico. Si te matan y yo sobrevivo, la pérdida para la astronomía británica, si es que hay alguna, pasará bastante desapercibida.

—Bueno, si lo planteas así, claro… ¿Dónde está mi sombrero? Ése no, muchas gracias. No, hoy necesito el de ala ancha.

—¿Vas a salir vestido de cuáquero?

—¡Vaya! ¡También me aconseja sobre mi indumentaria! Él, que cuando sale a la calle exhibe tan ostentosamente su necesidad de que nadie se fije en su persona.

—Eso es una salvedad barata —observa Mason.

—Intuición norteña, entonces. —Dixon se da unos golpecitos en la cabeza con el pulgar, antes de ponerse un clásico sombrero cuáquero de Filadelfia, que difiere poco, salvo en el tamaño, de otros millares de sombreros que se ven en la ciudad—. Créeme, en Londres pueden distinguirte por los zapatos, pero aquí el sombrero y la peluca es lo que permite conocer infaliblemente a un hombre, sí, y también a una mujer.

—¿Han estado mirando mi peluca durante todo este tiempo? ¿Y mi sombrero? ¿Estás seguro, Dixon?

—Sí, y se han formado opiniones fundándose en lo que veían.

—¿Ah, sí? ¿Como por ejemplo…?

—Bah, qué importa, es demasiado tarde. A estas alturas ya se han hecho una idea de ti.

—Entonces, cuando salga, me pondré otra cosa.

—¿Para que vuelvan a empezar? «¡Eh!», dirán, «ahí está, el viejo “Mira antes de saltar”, lo bastante atrevido para ponerse cualquier cosa con tanta elegancia como Adonis». No, hombre, quienes dicen «Cielos, ¿qué pensarán de mí?» deben atenerse a lo acostumbrado.

—¿Estás diciendo que mi peluca no es… lo bastante audaz?

—Escucha, hombre, Molly y Dolly, ¿las recuerdas?, sólo hablan de tu aspecto y de las maneras de modificarlo, por lo menos cuando estoy presente, lo cual ha arruinado, ¡ay!, y más de una vez, la promesa de una velada galante. Tu peluca en particular es, y perdona que te lo diga, una de las principales causas de que la atención que deberían poner en mí se desvíe hacia tu persona.

—Es una Ramillies de calidad mediana…, comprada en Bermondsey hace algunos años a un artesano de pelucas irlandés fugitivo… El letrero de la tienda rezaba «SEÑOR LORENZO, SERVICIO ATENTO»… No tiene nada de particular. ¿Dices que has pasado algún tiempo con…?

—He pasado tiempo, he gastado dinero y poco más, en efecto, pero ésa es otra historia, ¿no? Además, mi misión de reconocimiento aguarda y, ¡diablos, me marcho!

Dicho y hecho, y Mason sigue a Dixon tan de cerca que su nariz está en un tris de quedar atrapada entre la puerta y la jamba.

—¡Espera, iba a salir contigo! —Baja las escaleras a brincos, mientras trata de abrocharse la chaqueta—. ¿Cómo te las arreglas para compaginar eso con las observaciones y las visitas sociales?

—¿Para compaginar qué…? —Dixon inclina la cabeza para mirarse el pene con cómica consternación, como ha visto hacerlo a ciertos bromistas en el mercado. Esta mañana la nieve crujiente llega hasta los tobillos, y amenaza con nevar más. La calle en que está la posada parece desierta—. Qué raro, los miércoles hay mercado…

—Debe de ser otro condenado predicador —opina Mason— que ha magnetizado a la población, llevándosela hacia alguna carpa. Ya sabes cómo son aquí. Estos mundanos filadelfianos se apiñan para ir a ver cualquier cosa.

El café más cercano, La Abeja Inquieta, sólo está a manzana y media de distancia. Si en ese local Mason y Dixon no se enteran de las últimas noticias, no lo harán en ningún otro. A lo largo del trayecto por fin empiezan a oír, procedentes del muelle, campanas de barcos y flautas de los contramaestres, niños que se deslizan en trineo cuesta abajo, perros que ladran, un carretero cuya carreta cargada ha encallado en un banco de nieve y, al cabo de un rato, el monótono rumor de las conversaciones y los murmullos de la gente. Delante de La Abeja Inquieta hay un grupo de ciudadanos que observan una pelea feroz entre dos hombres y, en algunos casos, apuestan por el posible ganador. Uno de ellos parece un cuáquero de ciudad que ha perdido el sombrero, mientras el otro da la impresión de ser un presbiteriano rural, vestido con pieles de la cabeza a los pies. Cada uno ha recibido ya un buen número de golpes por parte del otro, y ninguno de los dos da señales de estar dispuesto a mostrarse menos belicoso.

—Disculpe, señor —le dice Mason a un caballero con peluca, casaca, calzones de terciopelo y una cartera de abogado—, ¿qué ocurre?

El abogado, tras mirarle con fijeza un momento, se presenta como el señor Chantry.

—Si no se ha enterado de la noticia, es que no es usted de la ciudad.

—No lo soy.

Los ojos de Dixon buscan el cenit.

—Anteayer, en Lancaster, los indios que se hallaban refugiados en el calabozo de allí fueron asesinados uno tras otro por habitantes incontrolados de la localidad; es la misma banda que mató a los otros indios en Conestoga, hace un par de semanas.

—Y así terminaron lo que habían empezado —añade un mecánico con delantal que está al lado—. Ahora toda la tribu ha desaparecido.

—¿No había soldados para impedirlo? —inquiere Dixon.

—El coronel Robertson y su regimiento de montañeses se negaron a moverse, y se dedicaron a empinar el codo mientras esas valientes sabandijas de Paxton asesinaban a ancianos, niños y borrachos indefensos.

—No eran lo bastante hombres para enfrentarse a los guerreros en una pelea de veras.

—Cuidado con lo que dices, amigo, o será tu sombrero el que esté en el suelo, y puesto en tu cabeza.

—¡Aquí están Matt Smith y el reverendo Stewart!

—¡Muerte a esos perros cobardes!

Se suceden los insultos, a los que sigue el lanzamiento de bolas de nieve, fragmentos de ladrillo y puñetazos.

—Por aquí, caballeros —dice servicialmente el señor Chantry, y guía a los agrimensores por el callejón hasta una entrada trasera del café, donde el tumulto supera en estrépito al que prevalece en el exterior.

Con su propio clima fuliginoso, a la vez público y privado, creado por el humo que se alza de las pipas, chimeneas y estufas, la sala ofrecería una vista extraordinaria, si alguien fuese capaz de ver algo en esa peculiar y precisa combinación de charla incesante y escasa visibilidad, esa mezcla que no sólo posibilita la existencia de la Conspiración, la hermana bajo techo del Disturbio, sino también su inevitable resultado. Uno puede estar a pocas pulgadas de un vecino, pero ambos están tan difuminados que no se reconocen. En estas condiciones, el consejo se vuelve temerario y la profecía extremada, dada la asombrosa cantidad de palabras que circulan aquí, no sólo en voz alta sino también sobre papel, unos papeles que se agitan en el aire, se golpean repetidas veces para hacer hincapié, se alzan como escudos contra observaciones desagradables. Aquí y allá, en la nebulosidad, se distinguen lámparas solitarias a distancias indefinidas, rodeadas de un halo; los muchachos que sirven van de un lado a otro, precedidos por las invisibles y cálidas corrientes de carne gatuna, y cada muchacho acciona vigorosamente un pequeño fuelle a fin de abrirse camino a través del humo, mientras grita nombres verdaderos y adoptados.

—Chico, ¿no te he dicho que mi nombre no se ha de pronunciar jamás en esta sala?

—¡Ja! —replican desde algún lugar en la penumbra—, ¡así que has vuelto a entrar a hurtadillas y estás donde no te pueden ver la cara!

—Tengo todo el derecho, señor…

—Muchacho, ábreme paso hasta esa voz infame y veremos.

—¡Caballeros, caballeros!

—Pronto se desenfundarán las pistolas, a juzgar por lo que dice ese nuevo mensaje especial que acaba de llegar del Susquehanna, pues ahora no hay duda de que los chicos de Paxton están en marcha.

—¡Hurra!

—¡Vergonzoso!

—¿Cuántos son, Jephthah?

—Me llamo Micah. Son cien, y a cada hora que pasa su número aumenta. Eso dice aquí.

Los fumadores se detienen en mitad de la calada. Al cabo, los vapores comunitarios empiezan a desvanecerse y emergen los perfiles de las formas humanas, unos de pie sobre sillas e incluso mesas, otros buscando, literalmente consternados, refugio bajo el mobiliario.

—Dicen los muchachos que esta vez vienen a por los indios moravos.

—¿Indios en Filadelfia? —pregunta Dixon con curiosidad.

El señor Chantry se lo explica. Convertidos por los hermanos moravos años antes de la última guerra con los franceses, atrapados entre los bandos en lucha, vistos con recelo por todo el mundo y deseosos tan sólo de llevar una vida cristiana, aquellos indios estaban asentados apaciblemente cerca del Lehigh cuando los guardias montados fueron a por ellos, pocas semanas antes de los asesinatos de Conestoga, sospechando que eran aliados de Pontiac, cuyas tropelías estaban entonces en su apogeo. Aunque los guardias montados mataron a algunos de aquellos indios, la mayoría logró huir y llegó a Filadelfia en noviembre.

—Más o menos cuando llegasteis vosotros, muchachos, a pesar de que la chusma de Germantown casi acabó con ellos, y ahora ciento cuarenta almas, de Wyalusing, de Wecquetank y de Nazareth, se encuentran en la isla Province, cerca de la ciudad, río abajo, donde los atienden los moravos y los cuáqueros, pues ya no confían en el ejército, dada su actuación en Lancaster.

—¡Los Paxton nos matarán a todos! —dice alguien lloriqueando.

—¡Al diablo con ellos! Aquí no van a prender a nadie. Ya es suficiente.

—Sería mejor que no estableciéramos nuestra línea defensiva más allá del Schuylkill, y ante todo debemos traer los transbordadores que hay allí.

—¿Cuántos cañones tenemos en la ciudad?

Mason y Dixon intercambian sombrías miradas.

—En fin, de haber sabido que las cosas estarían así en América…

En realidad, cuando tuvieron noticia de la primera masacre de Conestoga, ninguno de los dos astrónomos se percató de la seriedad de la situación. Por fin habían levantado el observatorio en la calle del Cedro, el señor Loxley y sus muchachos habían terminado de calzar y convencer a las piezas cuadradas para que adoptaran la circularidad, y, tras dos días de lluvia y nieve, Mason y Dixon efectuaban desde allí sus primeras observaciones. Mason vio que, curiosamente, los primeros actos mortales de salvajismo en América tras su llegada los habían cometido los blancos contra los indios.

—Ya ves —musitó Dixon—, son los endemoniados holandeses de nuevo.

Ya habían visto suficiente brutalidad por parte de los blancos en el Cabo de Buena Esperanza. Ahora no la entienden, como tampoco la entendieron entonces. Algo se les escapa. En ambos lugares, los blancos, con esas reacciones tan desmedidas a cualquier provocación, se están convirtiendo en los salvajes que protagonizan sus peores pesadillas. Mason y Dixon lo han comentado con todas aquellas personas que les inspiran confianza.

—Recordad que existen dos clases de electricidad —observó el doctor Franklin—, positiva y negativa. La maldición de Ciudad de El Cabo es el tiempo: durante la estación de las lluvias todo se llena de carga eléctrica positiva, mientras que en la estación seca la carga es negativa.

Dixon replicó maliciosamente:

—¿Está usted seguro de que no es al revés, que el tiempo lluvioso…?

—Sí, sí —dijo Franklin con cierta brusquedad—, sea cual sea la carga que tome en cada estación, lo relevante es el volumen del movimiento de vaivén entre las dos, esa vertiginosa polarización continua del aíre, y quizá también del éter, que puede afectar incluso a la mentalidad de la gente de aquel lugar.

—Entonces, ¿cuál es la excusa de América? —inquirió Dixon, suave como una infusión campestre.

—Por desgracia, jóvenes —recuerda el reverendo—, la palabra «libertad», de cuyo carácter sagrado no tenemos hoy ninguna duda, abarcaba en aquellos tiempos incluso los derechos más oscuros del hombre, como el de hacer daño a quien nos parezca, hasta el exterminio a ser posible, pues no había consejos o edictos reales ni cosas por el estilo. Y ésta ha sido, dolorosamente por cierto, una de las libertades por las que luchamos en nuestra última guerra.

Brae, que se dispone a abandonar la estancia un momento, se vuelve en el vano de la puerta, escandalizada.

—¡Qué cosa tan horrible dices! —exclama, pero sin insistir más.

—En la época de Bushy Run —cuenta Ives Lespark—, y yo he visto el documento de marras, los generales Bouquet y Gage autorizaron desembolsos para cambiar las mantas de hospital usadas «a fin de contagiar la viruela a los indios», como estipularon tal vez con demasiada claridad. Que yo sepa —se maravilla Ives— eso no lo había intentado hasta entonces ningún ejército moderno. —El señor LeSpark sonríe al reverendo—. Sí, Wicks, ¿deseas añadir algo? Aquí puedes hablar libremente, pues hace tiempo que la matanza de indios dejó de ser un tema delicado en esta casa.

—Ya que lo planteas de esa manera —dice el reverendo, sin perder la jovialidad—, en primer lugar, todo el mundo sabía que los británicos habían transmitido la infección a los indios, y nadie dijo nada. Los muchachos de Paxton se limitaban a seguir la misma perversa política de exterminio, pero usando fusiles, si bien… En segundo lugar, al contrario que en nuestra época, que es más virtuosa, en aquel entonces nadie estaba libre de pecado. Los cuáqueros, al igual que los traficantes de credos menos pacíficos, se aprovechaban a manos llenas de la venta de armas a los indios, incluidos los Brown Bess de imitación, que estallaban en las caras de sus compradores con tanta frecuencia como abatían a los colonos blancos. En tercer lugar…

—¿Cuántos lugares quedan? —pregunta su cuñado—. Me parece que debo reconsiderar la oferta que te he hecho.

—Todo el mundo se llevaba bien —afirma el tío Wicks—. No puedes buscar pecadores en una ciudad ocupada, pues todo el mundo, en uno u otro momento, tenía algo de bribón, tanto el predicador como el aprendiz de tipógrafo, el sastre especializado en mantos como la lechera, e incluso la pequeña Peggy Shippen, Dios la bendiga, que era ya escandalosamente coqueta a los cuatro o cinco años, y que entraba y salía brincando y nos daba una flor a cada uno mientras su padre recibía con el ceño fruncido nuestros desembolsos. «Este trabajo pone triste a mi papá», nos explicó la tentadora en miniatura. «Mi trabajo nunca me vuelve triste». «¿Y cuál es tu trabajo, chiquilla?», le preguntó vuestro inocente tío. «Casarme con un general», respondió ella, echándose hacia atrás el cabello, «y morir rica». Durante la ocupación, cuando ya había alcanzado una edad más peligrosa, puso sus miras en el pobre y joven André, antes de que a él le diera una ventolera y se marchara. Entonces ella se quedó mohína, aunque no sin compañía, hasta que llegó Arnold…, ah, la pequeña Cleopatra de la ribera del Schuylkill.

—¿Estoy a punto de escandalizarme? —pregunta Tenebrae al entrar de nuevo.

—Espero que no —dice impulsivamente DePugh.

—Bueno, DePugh…

—Has causado impresión —musita Ethelmer.

—No me lo proponía, de veras.

Tenebrae los contempla a ambos, poco prometedora. Se sienta e inclina la cabeza sobre la trama en la que está cosiendo unos galones.

Entretanto, Mason y Dixon, excitados por la cafeína que corre por sus venas e impacientes por hablar, pasan la agitada jornada escuchando, con toda la cortesía de la que son capaces, los monólogos ajenos, a menudo temerarios.

—La verdadera guerra se libra entre la ciudad y los habitantes de las zonas rurales, y quienes realmente mueren son los irlandeses, los escoceses, los indios y los católicos, lejos de Filadelfia y de todo oído que pueda escuchar y entender sus últimas palabras. Sin embargo, la que vende fusiles a quienquiera que los pague es la ciudad, y el colmo del disparate es que se los vende a los indios que desean nuestra disolución.

—De todos modos, la rivalidad es útil para los británicos, nuestro enemigo común, pues eso les da un pretexto para mantener eternamente sus tropas en nuestra tierra.

—Mientras, su maldita «línea de proclamación» prohibe aventurarse allí a esos mismos habitantes de las tierras lejanas que, con gran sufrimiento, arrebataron Ohio a los franceses. Esos condenados británicos, cuya lista de ofensas aumenta cada día, tienen mucho de qué responder.

—Tiemblo al pensar que Gran Bretaña se vea en la necesidad de contar en alguna ocasión con los viles cobardes que dejaron morir a Braddock; seguro que se dan media vuelta y huyen al ver moverse una pluma, aunque sólo sea una pluma de pavo muerto. Ah, pero no ofendamos a la escoria de Irlanda ni a la basura jacobita de Escocia ni a nadie de esta multiplicidad híbrida de habitantes del barro, que son menos civilizados, incluso menos humanos, que los salvajes cuyo territorio invaden.

—¿Ya está ése aquí de nuevo? Que alguien lo mate, por favor.

—Sea razonable, señor. Los irlandeses se han adiestrado larga y arduamente para la insurrección, y saben tomar al asalto un polvorín o atacar un convoy. Gran Bretaña, aunque inspire los más tiernos sentimientos, los ha hecho así.

De esta guisa transcurre la hora del almuerzo. Pronto reina en las salas el ambiente propio de las tardes. Han traído y extendido mapas, y belgas expertos que residen aquí han echado a volar desde los tejados palomas mensajeras que llegarán a lugares tan alejados como el condado de Lancaster. Los chicos que son lo bastante mayores como para manejar un fusil reciben adiestramiento en los patios traseros. Sus hermanos pequeños lo hacen en el siguiente orden de magnitud decreciente, con largos palos, mientras que los perros, el orden inferior, corren obsesivamente de un lado a otro, dando vueltas al recinto, y arrugan el hocico, deseosos de comprender. Calle abajo, tras doblar la esquina, ya en el centro de la ciudad, los marineros rezongan en sus penumbrosos tugurios cerveceros, el piadoso hombre de negocios espera la hora dedicada de nuevo al tema cotidiano, el niño tiembla cuando finaliza el día, momento en que los fantasmas se deslizan detrás de las puertas, y del yermo azotado por el viento surgen los Muchachos de Paxton…

Cabalgan sin parar, serenos y aguerridos,

los rifles de través, los chicos de Paxton, tan temidos.

Con ojos de cazador y viejos agravios enconados,

muy pronto con el señor Franklin se han topado,

cuya mirada, tras cristales violeta formidables,

está velada y es por lo tanto insondable.

Tox, «El asedio de Filadelfia o el regreso de Atila».

Esta noche el cielo está demasiado nublado para hacer observaciones. A Mason le inquieta el retraso que llevan. Tan pronto como hayan efectuado las suficientes mediciones para obtener valores medios fiables de las distancias cenitales de Algol, Marfak, la Cabra y las demás estrellas utilizadas para establecer la latitud, y que les permitirán por fin calcular la latitud exacta del punto más meridional de Filadelfia, podrán recoger los bártulos e ir en busca del siguiente emplazamiento del observatorio, que será algún lugar en esa misma latitud, al oeste de donde se encuentran.

—Estoy deseando ponerme en marcha —musita Mason, cuando regresan a sus aposentos desde el observatorio.

Las canciones de taberna y los cascos de algunos caballos resuenan en los muros de ladrillo, con frecuencia a lo largo de varias manzanas.

—Esperaba estar todavía en la ciudad cuando entraran esos «muchachos» —dice Dixon, casi suspirando.

—¿Por qué? Son degenerados celtas de la peor clase. Sus antepasados comían carne humana, y sin duda sus parientes siguen haciéndolo. Han probado el sabor de la sangre y dispararán contra cualquier cosa, sobre todo, ejem, objetivos de color brillante que no se confundan lo suficiente con el entorno. No, lo mejor que podemos hacer es no perder el tiempo y proseguir nuestro trabajo. En una palabra, marcharnos de aquí y, a ser posible, perder por ahí la casaca roja.

—Reflexiona, Mason. Puesto que debemos dirigirnos al oeste, hacia la bifurcación de Brandywine, y esos bárbaros tuyos avanzan hacia el este, es muy probable que nos encontremos con ellos antes de que cualquiera se los encuentre en Filadelfia, ¿no es cierto?

Mason frunce el ceño.

—No obstante, supongamos que nos mantenemos siempre quince millas al sur: entonces todos los caminos que debamos cruzar procederán del sur, no por debajo de Harris’s Ferry, y el cuerpo principal sin duda pasará más al norte de donde estemos.

—A menos que tengan guardias montados, y que éstos, tal vez, nos busquen… —comenta su compañero, pensativo.

—En ese caso, vivirás la aventura que tanto deseas. Pero ¿por qué habrían de molestarse por nosotros?

—No lo sé. A lo mejor somos la clase de intrusos a los que precisamente no pueden tolerar. ¿Qué aspecto tenemos? ¿Por qué nos tomarán? Somos un grupo bastante numeroso de pioneros armados que trabajan para los propietarios, provistos de una maquinaria sofisticada que nunca habían visto y que contemplan las estrellas hasta altas horas de la noche. ¿Qué pensarías si estuvieras en su lugar?

—¿No podría alguien explicarles…?

—Primero tendríamos que acercarnos lo suficiente para que nos oigan. Si lo que cuentan de sus fusiles es cierto, esos armeros alemanes saben meter una bala por el agujero de una rosquilla o por el centro de cualquier círculo que te plazca, desde una milla de distancia.

—Pareces curiosamente alegre ante la perspectiva.

—Alegremente curioso, más bien, por saber quién los dirige. ¿Cargarán contra su ciudad natal? ¿Es así como va a ser América? Como cuáquero de nacimiento, me siento gravemente ofendido ante sus acciones. Y sin embargo, siendo un hijo del 45, ¿cómo no voy a sentirme profundamente apenado por la clase de vida que se han visto obligados a llevar? Esos interrogantes y otros similares son los que me planteo.

Llegan ante la puerta del café La Abeja Inquieta, uno de los que permanecen abiertos toda la noche, e incapaces de ofrecer resistencia al jaleo de los parroquianos, así como sensibles a los perfumes de las Célebes, entran en el local y se enzarzan en las discusiones propias de la guardia de media.

—Veamos —dice Mason al cabo, el rostro aureolado por vapores délficos—, discúlpame, pero, retrocediendo un poco, ¿a qué viene eso del 45? ¿Qué puedes tú saber, y no digamos recordar, de aquel fatídico año? Eras un niño, vivías en una cabaña de minero, no veías sino montones de material de desecho. No viviste nada de eso, al menos eso me has contado, muchacho. ¡Ah!, los alegres trinos de la juventud; ésta siempre reclama un papel en la historia. ¡Me encanta!

No tarda en tener otra taza humeante en la mano, de la que toma un largo sorbo antes de cantar:

Cuando el día y la noche estaban trastocados,

¿quién era el jacobita en tal desaguisado?

—Por descontado —sigue diciendo—, tú eras demasiado joven para apreciar aquellos grandiosos días del 45 y del 46, demasiado cargados de pasión.

—¿Eras jacobita, Mason?

—Todo el que tuviera diecisiete años aquel verano, joven Dixon, era jacobita.

Dixon recuerda a un grupo de jinetes, enmascarados y cubiertos con un manto, que en plena noche entraron vociferando en Raby.

—Yo miraba —dice— desde una ventana de la despensa que quedaba a la altura de los espolones de las caballerías… Veía las botas, los festones de los mantos, cuadros escoceses por todas partes, aunque con aquella luz los colores eran inciertos. Incluso ahora creo que era él…, percibí de alguna manera la trascendencia de aquel momento…, un propósito tan elevado…, y me arrodillé, totalmente pasmado. Habría hecho cualquier cosa que él me hubiera ordenado. Ésa ha sido la única vez en mi vida que he experimentado esa entrega al poder, sobre la que, como he sabido más adelante, a mi pesar, se funda todo gobierno. Nunca más. Jamás reaccionaré ante eso como una doncella, no, gracias, pero no.

—¿Cómo es posible? Él y sus fuerzas llegaron y se fueron por el otro lado de Inglaterra, el lado irlandés, más conveniente para el transporte francés.

—Y, no obstante, nuestros deseos podrían haberle traído…

—Ya, nuestros deseos… Por poco que deba esperar de los míos, todavía no me he vuelto tan melancólico cono para poner en cuestión los ajenos.

—Eres muy considerado, Mason.

—En aquel entonces siempre lucía el sol, Dixon. Las noches las recuerdo peor. La mañana nos traía noticias frescas, decían que se le había avistado por todas partes. Remoloneábamos cerca de las casas en cuyas proximidades había pinos, pues ésa era una contraseña de bienvenida para cualquier jacobita fugado, como una señal de que dentro había alimento y cobijo.

—En Durham, a veces, cuando soplaba un viento favorable, oíamos las gaitas a lo lejos… Nunca hasta entonces habíamos oído una música como aquélla; algunos chicos, sí, y también chicas, recorrían varias millas para escucharla… Es triste decirlo, pero a mí no me gustaba mucho, era una música demasiado predatoria, poco responsable de su sonido, poco humana, con el odre siempre inflado, lo que le permitía al músico disociar la melodía de la respiración. ¡El instrumento jamás hacía una pausa para respirar! ¿Te imaginas lo inquietante que puede ser eso? No es como una criatura salvaje en la noche, pues toda bestia debe rugir y también respirar, mientras que esto… va hinchándose, invisible, sin resistencia. Es algo que ha superado la necesidad de respirar.

—Lo recuerdo…, así llegaron a Stroud los hombres de Wolfe: sin gaitas en la vanguardia, tocando esa música prohibida a todos los demás escoceses desde 1745, y por ello doblemente condenada, salmodiando y lamentando su pérdida, su fracaso, su odio, si puedo decirlo, hacia Inglaterra, aterrando a un pueblo tras otro para que se sometieran… Sin ellos, los británicos jamás se habrían impuesto en la India…, al saquear Escocia conocieron el poder de ese grito que nunca respira, la llamada directa que estimula al terror animal, y lo usaron en su provecho, dejando allí por donde tocaban taparrabos ensuciados en toda la extensión del mundo tropical. Y allí estaban ellos, como aquellos para quienes marchaban, haciendo lo mismo en mi valle natal.

»Los pañeros habían convertido en pieles rojas a los chicos de mi edad, y nosotros espiábamos a los pañeros desde los bosques que ellos consideraban suyos. Los llamábamos “los blancos”, y la casa donde vivían, “la gran casa”. Una infancia espléndida, podrías decir, pero te equivocarías. Lo que yo creí que era un paraíso resultó ser tan sólo la superficie brillantemente ilustrada del tapiz, detrás del cual yacen sangrando toda clase de necios y pululan ratas auténticas, con las colas ondulantes, esperando su ocasión. Descubrí a los gobernantes que no viven en castillos sino en viviendas menos llamativas, a menudo incapaces de mantenerse lo bastante lejos para no oír las máquinas que poseen y que les proporcionan su poder. Imagina que estás fuera una noche de primavera, cabalgando con tu amada, una noche en que todo tiembla, prometedor, la noche entera un Edén…

—¿Es necesario que hablemos de eso?

—Sí, porque de repente uno, como un papanatas, ha tropezado con otro maldito molino, un río convertido en un caz, el obrador iluminado en la oscuridad como una gran hospedería llena de duendes cascarrabias. Toda posibilidad de vivir unas pocas horas sentimentales quedan anuladas, como sucede siempre en Gloucestershire, tan pronto como se presentan. Tú, sencillo norteño, vives en una parte de Inglaterra donde las criaturas antiguas todavía pueden moverse en la oscuridad, los animales volar y los muertos presentarse de vez en cuando para tomar café y charlar un rato. En mi tierra, el suelo para el cultivo de semejantes maravillas ha sido cruelmente emponzoñado con la llegada de los telares hidráulicos y la aparición de nuevas clases de acaudalados, los dirigentes recién llegados a los que espiaba en mi infancia, silencioso, mientras atesoraba en mi interior sentimientos de salvaje. Wolfe y su regimiento me expulsaron del Paraíso. Una sola penetración, y ninguna retirada podría tener jamás sentido. Aquello dejó de ser mi hogar.

¿Capta Dixon un deje de insinceridad no del todo reprimido? Hay algo sesgado, no cabe duda.

—Entonces, ¿estás exiliado?

—Y Londres no fue más que el primer lugar de exilio. Entonces vino El Cabo, luego Santa Elena y ahora estas provincias. Tú estuviste allí y estás aquí. Debes de haberlo visto, cada vez otro paso más…

—¿Lejos?… ¿Otro paso más lejos de qué?

—Tal vez no sea lejos, Dixon. No, quizá sea otro paso hacia… Hum. No has considerado eso, ¿eh, optimista? Ejercita tu casuística bobalicona sobre el particular, ¿por qué no lo haces? ¿Hacia qué?

—¿Soy yo el bocalicón? ¿Yo? Cuando realmente… —¿Pero hasta qué altura puede llevar su razonamiento antes de notar el roce de una de las potentes alas de Rebekah?—. ¿Hacia qué, entonces…? —Sin embargo, lo dice en el tono en que un petimetre diría a un bedlamita, ocultando la exigencia: «Diviérteme».