El día señalado, conforme a la decisión de la cancillería, los comisionados de ambas provincias, junto con funcionarios y corresponsales, acompañados por un grupo de niños que no han ido a la escuela, marineros, irlandeses y otros ciudadanos exentos de o desobedientes a las imposiciones del reloj en este lugar, se dirigen por la calle del Cedro a la casa en cuestión, pues la pared norte de ésta quedará establecida como el punto más meridional de Filadelfia. A quince millas al sur de esta casa, y con la anchura de un PPR (Pelo Púbico Rojo, una distancia mínima, en la jerga de los agrimensores), pasará la línea hacia el oeste.
Los vecinos se reúnen y murmuran. «Bueno, podrían haber esperado un poco». «¿Es que no son suficientes ochenta años?». «Al ritmo que crece esta ciudad, ese punto meridional se encontrará al otro lado de la calle y manzana abajo antes de que termine la semana». «Sí, se mueve incluso mientras hablamos, y es tan difícil de detener como un cerdo engrasado». Traen el sector —cual odalisca mecánica— en una carreta acolchada. Los niños saltan y agitan los brazos, como un recuerdo inconsciente de cuando tenían alas, para ver lo que hay dentro de la carreta.
—¿Por qué no emplean la pared del sur? —inquieren varios de ellos, demasiado espabilados para sus edades y estaturas.
—La pared del sur es propiedad privada —replica el ayudante del alcalde—, así que las partes han acordado que esta pared norte es la superficie pública más meridional.
El señor Benjamin Loxley y sus hombres se han afanado en levantar un observatorio en un solar de las inmediaciones, erigido entre los ritmos de los martillos, todos a la vez, cada carpintero a su ritmo, ligeramente distinto de los demás, y tarareando fragmentos de canciones.
—¿Has hecho muchos como éste, Ben?
—Es el primero, pero no se lo digas a nadie. Bastante sencillo, vigas y marcos corrientes, nada demasiado exótico, aparte de este tejado cónico pensado para que pueda estar de pie el más alto, espaciando las entrecintas para que no se golpee la cabeza al levantarse, aunque se pasarán la mayor parte del tiempo sentados o tendidos boca arriba.
—Humm.
—Vamos, Clovis, tu novia no corre peligro. Esa postura es la única que permite mirar directamente las estrellas que están allá en lo alto, las mejores para la latitud, como ellos dicen.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de ese gran tubo telescópico que siempre apunta hacia arriba? ¿Por qué ha de ser tan grande?
—No rompas el ritmo de tu martilleo, Hobab, que me gustaba mucho… Los caballeros desean hacer unas mediciones muy precisas, hallar y mantener la latitud de su línea en fracciones de segundo de arco, y el tubo es el radio del limbo, ¿sabes?, un tubo más largo abarcaría un arco mayor, un limbo mayor, unas divisiones mayores, más espacio entre las señales, una lectura más fácil y agradable.
Parece como si el señor Chew estuviera pronunciando un discurso.
—¿Tenemos que seguir martilleando hasta que Chew haya terminado? —pregunta Hobab.
—Surgen otros interrogantes —dice el señor Loxley, mirando a lo lejos—. Esa idea vuestra del futuro… ¿Tendremos en adelante la necesidad de que nos contrate esa gente? ¿Cuándo creéis que la venida de nuestro Salvador hará inútiles tales contratos? Ese tipo de consideraciones.
—¿Sabéis qué os digo? —gruñe Clovis—. Siempre que podáis, recibidme con una salva de veintiún martillazos.
—Pues yo digo que aceptemos su dinero, pero que no hay necesidad de tenerles afecto —dice Hobab.
—Ni de casarnos con ellos —añade el joven Elijah, el ayudante.
—Aquí están los astrónomos —comenta el señor Loxley—, tal vez os gustaría compartir con ellos algunas de vuestras disquisiciones. Que Dios les conceda unos cielos claros, caballeros —grita para hacerse oír, pues su equipo ha reanudado su actividad percusiva.
Dixon se quita el sombrero, somete a prueba la puerta, entra y se tiende boca arriba sobre las tablas recién serradas. Al alzar la vista, ve a Clovis, los brazos y piernas abiertos, inmóvil como una araña, sobre las vigas radiales, mirándole.
—¿Puedo preguntarle algo, señor? ¿Cómo piensan meter ese gran tubo por la puerta?
—Bueno, el señor Bird lo calculó todo, hace años, en Inglaterra. Todo está especificado en el papel.
—¿Antes de que se hubiera hecho un solo listón del observatorio?
—Antes de que se hubiera hecho un solo tornillo para el instrumento.
—Lo estudiaré. Gracias, señor. —Se lleva la mano a un sombrero inexistente y desciende.
Mason se asoma al interior.
—¿Podremos introducirlo por esa puerta, Dixon?
Dixon se levanta lentamente.
—¿Qué es esto? ¿El mismo nerviosismo que tuvimos en El Cabo?
—No hay problema, caballeros —les promete el alegre Hobab—. Haremos una puerta por la que entrará.
—¡Y también saldrá! —añade Elijah, desde debajo de las tablas con las que carga.
Dixon, como profesional de la aguja deseoso de obtener los últimos datos magnéticos de la región que les aguarda, ha oído rumores sobre un café frecuentado por quienes se interesan por magnetismo, sea cual fuere la manera en que éste se presente, y acude una noche a La Flor de Lis, en la calle Locust. Allí, a lo largo de la velada, encontrara alemanes entusiastas, charlatanes, agrimensores, buscadores de hierro y ladrones de relojes que saben hacer pasar un reloj de un bolsillo a otro con la celeridad con que una piedra imán atrae a una aguja. Los desconocidos le saludan como si fuese un viejo amigo, mientras que otros, que con toda evidencia desean evitar su compañía, le miran furibundos siempre que el humo del tabaco les permite la visibilidad mutua. Dixon no comprende lo que ocurre. Va abriéndose paso discretamente entre la multitud y llega al mostrador.
—Buenas noches, señor, ¿qué va a ser?
—Mitad y mitad, por favor, Monte Kenya doble-A con Tierras Altas de Java, y quizá también un poco de leche hervida.
—¿Tiene intención de pronunciar esta noche un discurso «elevado»? —bromea el encargado de servir el café, mientras prepara lo que le ha pedido Dixon con rapidez y sin equivocarse apenas. La peluca le brilla como un nimbo bajo la extraña luz secundaria del espejo que está detrás de él.
—Tal vez le parezca raro lo que voy a preguntarle, señor, pero… ¿sabe usted si he estado aquí anteriormente? —le dice Dixon.
—No, por cierto, pero no sabe cuántas veces me hacen esa misma pregunta, sí, distintos visitantes y con distintas expectativas. Me parece que es usted un habitual de las tabernas inglesas, y por tanto observará aquí menos reserva de la que suele ver…, aunque cualquiera que busque pelea puede encontrarla fácilmente, por descontado, con dagas y pistolas, si tal es su preferencia… Sea como fuere, considérese en su casa y que tenga buena suerte en América.
Dixon, sonriente, se fija en los parroquianos que han acudido temprano al local, y repara de inmediato en Dolly, la amiga del doctor Franklin, aunque, por cierto, esta noche no viste de una manera tan llamativa, y Dixon tampoco puede divisar enseguida a ninguna de sus compañeras. La joven está absorta en el examen de un gran mapa desplegado sobre la mesa de caoba; sujeta un compás de división plateado, con múltiples articulaciones, que tiene la tonalidad del oro blanco a la luz de la vela, y consulta a menudo un libro de tablas numéricas, moviendo de vez en cuando con elegancia el instrumento arriba y abajo, por encima de su escenario de papel. Cuando por fin alza la vista, él supone, por la expresión de sus ojos, que ella lo había visto desde hacía rato.
—Hola, señor Dixon, bienvenido. —Tiende la mano y, antes de que Dixon pueda empezar a inclinarse para besársela, le estrecha la suya, como hacen los hombres—. Acaban de llegar estos datos en el barco correo alemán, las últimas cifras de declinación magnética. Nuestro movimiento hacia el este, en Pennsylvania, como ha sucedido en los últimos años, sigue desacelerándose, mire, son 4,5 minutos al este —Dixon mira atentamente por encima del hombro de ella—, cuando en el año 60 era de 4,6. Si se dirige usted al sur, será 3,9 en Baltimore.
—Si esto fuesen alturas —murmura—, sería un verdadero precipicio.
—¿Imagina usted cuál puede ser la causa?
—¿Algo subterráneo que avanza hacia el oeste?
—Silencio —dice ella, y sus ojos recorren rápidamente la sala—. Aquí nadie habla de eso en voz alta. ¿Qué clase de muchacho incauto es usted exactamente?
—De la clase corriente, diría yo.
Ella le lleva a un pequeño recinto contiguo a la sala.
—La verdad es que te he tomado por uno de esos que frecuenta el Todas las Naciones.
—He estado allí.
Las chicas que sirven en el café Todas las Naciones van ataviadas con unas versiones caprichosas del vestido nacional de cada uno de los países productores de café: una muchacha árabe, una mexicana, una javanesa y, según Dolly, también una de Sumatra, un desfile continuamente cambiante de los cafés alegóricos del mundo, que en opinión de algunos es, de hecho, muy educativo, si bien atrae a una clientela más ruidosa, fornida y, en general, menos formal de lo que Dixon, por ahora, espera encontrar en Filadelfia.
—Hum… ¿De Sumatra, dices?
—Pareces a punto de desmayarte.
Él suspira, encantado, y acerca más su silla a la de ella.
—No sé cuánto sabes ya de mi vida o, para ser justo con Mason, de nuestras vidas.
Ella aparta su silla.
—Tú y el señor Mason sois muy amigos, ¿verdad?
—¿Nosotros? Nos llevamos bien. Este es nuestro segundo trabajo juntos. Todo consiste en que cada uno no estorbe al otro.
—En el mundo hay ciertos arreglos —le explica ella—, con los que las mujeres estamos tristemente familiarizadas, por los que, como decimos entre nosotras, si consigues a uno, también consigues al otro.
—Muchacha, muchacha… Vaya, qué ocurrencia. Te aseguro que nosotros aplicaríamos eso solamente a los comisionados… A menos, claro está, que tengas cierto interés por Mason.
—O que lo pregunte en nombre de Molly —dice ella, pestañeando más de lo habitual—. Esto se complica mucho, ¿verdad?
—No hay duda de que Mason tiene que salir más… En fin, tal vez estoy pensando sólo en mí mismo. Dime, ¿has estado encerrada con una persona melancólica durante interminables días?
Dolly se encoge de hombros.
—Sí, claro, Molly tiene un carácter agrio. Menos mal que yo no soy así, es una suerte para ella. Imagínate si las dos… Olvídalo.
—Me resulta muy difícil estar siempre alegre —dice Dixon—, tan alegre como al parecer debo estar.
—¿De veras? Cuéntamelo todo. La manera en que empieza a dolerte la cara…
—«Aquí está el optimista», dicen, señalándome con los pulgares. Supongo que también hacen eso cuando ven al señor Franklin, ¿no?
—El señor Franklin no me hace confidencias, ni tampoco le animaría a que lo hiciera. Es demasiado encantador, demasiado misterioso, su manera de ser no corresponde en absoluto a la de un gran filósofo.
Dixon se toca la punta de la nariz.
—¡Ay! —exclama, y mueve el dedo—. Ya he vuelto a meter las narices donde no debía. Disculpa.
—Mi historia es sencilla. Usé mi primera brújula náutica a los nueve años, una edad en que las niñas desarrollan intereses imprevistos pero apasionados. Estaba segura de que había un fantasma en la habitación, así que iba con la brújula a todas partes. Lo primero que comprendí fue que la aguja no siempre señalaba el norte… y lo que más despertaba mi curiosidad eran las inclinaciones y desviaciones de la aguja.
—Con mi brújula de agrimensor aprendí a ver las formas que se encuentran debajo de la tierra, y todo gracias a la danza de la aguja. En el páramo, como si allí no hubiese suficientes cosas que me causaran inquietud, descubrí que mi instrumento actuaba como un «criptoscopio», revelador de poderes ocultos y a la espera de las agujas de intrusos, colocado como un piquete, para advertir a algo que está dentro, de posibles deseos de entrar sin previo aviso. No conozco ningún ser del páramo que haya gozado de tanta protección pues son mezquinos, solitarios, notables más por la crueldad irracional de sus deseos que por la elegancia o la justicia con que los llevaban a cabo.
—Has causado impresión en Maryland —le informa ella—. Cecilius Calvert, o, como le llaman algunos a causa de sus irreflexivas efusiones, «el Calvert más Tonto», aunque yo no lo llamo así, pues lo considero más bien sutil, cree que eres un mago, un zahorí que sabe encontrar hierro.
—Profunda atención al instrumento, muchas observaciones, repeticiones y frustraciones… ¿Para qué desencantarles? Si lo que desean son los misteriosos poderes del norteño, pues los tendrán, y en abundancia. El señor Calvert me ofreció Oporto, y en una copa de plata. Parecía muy alegre…
—Allá abajo son unos simplones. Imaginan que tú y tus instrumentos vais a enriquecerles. Lord Lepton es uno de ellos, y te sentirás atraído hacia su finca, que goza de mala reputación, cuando avances hacia el oeste, y podrás oponer tan poca resistencia como la de la aguja. Cuando eso ocurra, marinero entre las islas de hierro, navegante con brújula de agrimensor, ten cuidado.