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Las ciudades nacen el día en que se levantan los muros del matadero para ocultar la sangre y su derramamiento, para esconder los gritos de los animales, los olores y la inmundicia a los habitantes que soportan peor las realidades del campo. Los más acomodados viven tan lejos como pueden del lugar donde se concentra la matanza. Pronto los melancólicos del campo acuden a la ciudad en bandadas, como cuervos que oscurecen el sol. En el mercado aparecen carnes aderezadas, las salchichas cuelgan contra el cielo, formando líneas de texto, un críptico comentario intestinal.

Los hermanos Veery, que se dedican a hacer efigies, tienen su establecimiento al sur del matadero, en la esquina de las calles Segunda y del Mercado, al lado del Palacio de Justicia. Mason, que busca sin cesar lo espantoso, debe visitarlos.

—No se puede usar cualquier montón de trapos viejos, aunque estén destinados a convertirse en cenizas, ¿no es cierto? —dice Cosmo—, a nuestra gente le gusta tener la sensación de que están quemando algo, ¿comprende? Sí, hacemos botas de montar y enaguas, artículos con que ganamos el pan durante todo el año, pero nos esforzamos como mínimo por conseguir el siguiente orden de magnitud…

—Aquí tiene, por ejemplo, nuestro modelo para decapitación pública —añade su hermano Damian— o la «chistera», como nos gusta llamarlo. La clave de todo es el cuello, por supuesto, pues tras haberles conducido al gran momento, ¿cómo puedes decepcionarlas con cualquier cosa que no sea ese grato y satisfactorio «¡chasss!» de la hoja al golpear, no le parece, y que la simple cera de abejas haga el trabajo? No, la cera está bien para la cabeza, pero fíjese en lo que se ha de sajar: la espina dorsal, la garganta, los músculos del cuello. En fin, no es exactamente cera, ¿verdad? Así que uno se pone el delantal viejo, visita cortésmente el establecimiento de al lado y busca huesos, sebo, etcétera, entre los cuellos de tamaño apropiado. Entonces le toca al muchacho aquí presente cubrirlo todo y ponerle una cabeza con una cara famosa o, mejor aún, infame. Es un exquisito artista de la cera, nuestro Comino. Logra unos parecidos que son casi de otro mundo, tal vez un mundo en el que nos sentiríamos incómodos muchos de nosotros. Productos de la inocente colmena, señor, y debajo, los restos de la matanza cotidiana, sí, ahí los tiene, una horripilante amalgama, tal vez incluso una especie de lección…, sin duda sólo si le hubieran aconsejado mal, entraría usted en cualquier sala a oscuras donde estén nuestros chicos y chicas.

Lo cual, naturalmente, es lo que Mason se apresura a hacer en cuanto tiene ocasión. Va con Dixon a recorrer tabernas y ven que hay reuniones secretas en la trastienda de cada local que visitan. Se juega, corre el Madeira, hay relaciones amorosas. Alguien les invita a participar. Y a veces participan. «¿Qué? ¿No hay flagelaciones, no hay acólitos encadenados y con los senos desnudos? ¿No hay desfloraciones rituales? ¿Todo se reduce a jugar y trasegar Madeira?».

Algunos de esos collegia, al enterarse de que Mason se llama así, afirman ser francmasones de una logia u otra.

—Cualquiera que se llame Mason se convierte en miembro de manera automática. Es probable que el primero que llevara su nombre fuese un albañil y viviese en los tiempos en que se levantaron las catedrales. De la misma manera que usted desciende de él, así los francmasones descienden hoy de sus camaradas de gremio. Es usted un masón ex nomine, como algunos dirían.

A menos, desde luego, que eso sea un complicado ardid para que el que le habla no tenga que pagar la bebida.

En uno de estos recorridos cerveceros, en algún lugar entre las tabernas La Reina India y El Duque de Gloucester, resulta haber una trastienda de la trastienda que, en caso de inspección indeseada, es una despensa, pero que en realidad se trata de un arsenal con material para diversas actividades delictivas. A cualquiera que fuera en busca de experiencias góticas podría haberle parecido ni demasiado antiguo ni lo bastante siniestro para tomarse la molestia de permanecer en él, pero Mason es experto en localizar los espacios más fértiles para el cultivo de la melancolía. Y así, ahora, torpemente, en los escalones en absoluto iluminados, confiando en la luz de un farol que cuelga al otro lado del ventanuco, esperando a que los ojos se le adapten a la oscuridad, distingue primero dos figuras, luego tres y al cabo descubre que toda la habitación está llena de figuras erguidas, muy juntas, sin respiración ni pulso, y experimenta la necesidad inmediata de hablar, no para pedir explicaciones sino para suplicar, y lentamente, a medida que distingue más rostros, lo que teme se va haciendo más innegable: las figuras clavan en él sus miradas fijas, y a Mason le resulta insoportable porque no comprende lo que esas miradas quieren decirle, como si (no desea analizar esto demasiado a fondo)…, como si le conocieran y, más aún, le estuvieran esperando…

Mason está seguro de que por lo menos ha visto a una de esas figuras en el primer encuentro con los comisionados, la semana anterior, si bien, como fue una ocasión en gran medida ceremonial, todas las caras estaban enmarcadas por pelucas más o menos idénticas. «No obstante, si me reconoce», se pregunta ahora Mason, «¿por qué no habla?», y trata de recordar el nombre del caballero mientras el enigmático semblante sigue haciéndose más nítido en la penumbra, hasta ser casi una revelación.

Como se pondrá de manifiesto, todas las efigies que están en la trastienda tienen la misma cara que los comisionados para el trazado de la línea limítrofe, aunque Mason, siempre nerviosamente alerta en cualquier lugar de la ciudad adonde tengan que ir, no reparará en ello del todo hasta la segunda reunión, el primero de diciembre. La tranquila sala oval ha sido amueblada con rapidez, sólo unos minutos antes de su llegada, con una hilera perfecta de sillas negras con respaldo de rejilla para los comisionados, colocadas a un lado de una larga mesa, frente a una ventana que da a un jardín otoñal, en las postrimerías de la estación, estatuas blancas de sexo indeterminado inclinadas y en poses sinuosas, y, al otro lado de la mesa, dos sillas de origen poco noble, procedentes de la calle Segunda y talla de falso Chippendale, destinadas a los astrónomos, los cuales tendrán poco que mirar salvo a los comisionados.

Afortunadamente para Mason, los caballeros no entran todos a la vez, sino de uno en uno y en parejas, lo cual le proporciona unos momentos adicionales para ocuparse de su compostura, pues ciertamente ésta lo necesita. He aquí que, a la luz del día, le saludan las contrafiguras de aquellos rostros de cera que con tanta intensidad le miraron a medianoche, y ahora lo miran, ¡oh Dios misericordioso!, del mismo modo…, como si quisieran recordarle la otra noche. Pero ¿cómo podrían saberlo, ellos o cualquiera? ¿Acaso le han sometido a vigilancia desde que desembarcó aquí? Y, además, las figuras de aquella trastienda no eran efigies en absoluto, sino personas reales que sólo fingían ser efigies, sí, eran estas mismas caras, ¡aaaah! (¿Qué interrumpió Mason cuando penetró en la cámara sin luz?, ¿de qué reunión no debía enterarse? ¿Y por qué no podía recordar más claramente lo que le había sucedido después de que entrara en la habitación? ¿Acaso su cerebro, misericordioso, le negaba el recuerdo?).

… A medida que el desfile de autómatas de cera, solos y en parejas, se aproxima, provocando a Mason, retándole a que saque a colación lo sucedido, a éste no se le ocurre la posibilidad de que esa hilera de comisionados de ambas provincias constituyan, dado que son aliados políticos de los propietarios, el natural y evidente forraje de efigies para una multitud de contribuyentes, como más tarde se lo señalará Dixon, quien ha empezado a lanzarle unas miradas curiosas y ofendidas. Ninguno de los dos duerme bien desde hace quince días, debido al pesado tráfico comercial que hace temblar la casa, a los barriles y trineos de carga que pasan a todas horas con estrépito por el empedrado de la calle, a los ruidos de la ciudad en construcción en las calles aledañas, los gritos de los vendedores ambulantes, las imprevistas aglomeraciones nocturnas de marineros y ciudadanos en la vecindad para cantar a la libertad y armar jaleo, los numerosos cascos de caballos que resuenan al pasar bajo la ventana, los gritos de los animales desde el matadero municipal…, es Filadelfia en la oscuridad, su estrépito dura toda la noche y los residentes pueden haberse acostumbrado a él, pero a los astrónomos, que no han superado todavía los bandazos del barco cuando surcaron los mares otoñales, les parece la factoría del infierno.

—Es mucho peor que Londres —comenta Mason, mientras aparta bichos, da vueltas y más vueltas en la cama, en todas las posturas posibles, a cinco minutos por postura, cual ganso en el espetón del insomnio, sin poder evitar tararear un galop idiota de El tejedor rebelde, obra a la que asistió en Londres poco antes de la partida, en vez de El amor en una casita de campo, del señor Arne, como habría sido más juicioso.

Los olores a humo de leña, a caballos y a aguas fecales entran por las ventanas junto con el ruido. En algún lugar, calle abajo, una congregación religiosa nocturna canta con un fervor nunca visto en Sapperton e incluso en Bisley. Una y otra vez se despierta Mason con el corazón acelerado y el temor en las entrañas, pues acaba de oír un fuerte ruido y espera que se repita. Y cuando se tranquiliza, sin saber nunca el momento preciso en que vuelve a empezar la infernal tonadilla, ahí está de nuevo.

El tejedor rebelde estaba ambientada en el Valle Dorado y narraba en tono festivo las últimas batallas entre tejedores y pañeros, con interludios de música, malabarismo y animales de pacotilla. «Es curioso», informó Mason a Dixon, «pero no me horroricé, aunque tenía todos los motivos para ello».

El argumento, que gira en torno al hijo de un tejedor que ama a la hija de un pañero y el conflicto de lealtades que se deriva de ese amor, no presenta nada más inquietante, desde el punto de vista sentimental, que los cómicos malentendidos propios de una ópera italiana. A Mason incluso le gustan una o dos de las tonadas más lentas, lúgubres para ciertos oídos, pero ¡ah!, este condenado galop es otra cuestión.

Dixon, en el lado de la cama que le corresponde, ronca con una versatilidad de tono de la que Mason, si estuviera menos preocupado por conciliar el sueño, podría tomar notas, tal vez para estudiarlas y enviar el escrito a los Intercambios Filosóficos, tan inesperadamente polifónicos son algunos pasajes, todos en el mismo cachazudo pero en estas circunstancias enojoso andante. Ambos hombres yacen con las mismas prendas que han llevado durante todo el día, Dixon tan fiel al hábito del topógrafo como Mason al del astrónomo, pues su atuendo cotidiano en Greenwich fue también la indumentaria usada en las observaciones. Para dormir sólo tiene que quitarse la casaca, aunque Dixon le ha aconsejado que no lo haga aquí. Tiene razón, desde luego. Los insectos americanos están por todas partes, y tanto les irrita que los aparten bruscamente de las superficies humanas que picarán a quienquiera que se les aproxime.

Mason no aguanta más en la cama. Convertido él mismo en un bicho gigantesco, se levanta de la cama, situada debajo de la ventana, y sale sin hacer ruido de la habitación, va vistiéndose por el pasillo y las escaleras y pronto, sin darse cuenta, está en la taberna La Orquídea, junto al arroyo del muelle, con el sombrero al lado, la coleta desgreñada; tomando demasiadas rondas, gozando malignamente, como haría cualquier viajero en horas de asueto, de las peculiares estridencias de una política que no es la suya, si bien, antes de que el alcohol surta efecto, sigue buscando, en algún lugar del peligroso texto de la parcialidad, el insulto y la amenaza, una o dos líneas válidas que merezca la pena llevarse a casa.

—¿La política en Pennsylvania? Se define con una palabra: sencillez. Aquí no es posible distinguir los organismos religiosos de las facciones políticas. Estas son cuáqueras, anglicanas, presbiterianas, pietistas alemanas. Cada una prevalece en su provincia. Hasta hace unos cinco años, los presbiterianos lucharon entre ellos con tal ferocidad que, a pesar de su gran número, siguieron sin tener mucha ascendencia en la política. Últimamente, desde que los partidarios del continuismo y los de la reforma llegaron a un acuerdo, todos los demás partidos se han apresurado a hacer con ellos los tratos que pueden, y los Penn no se quedan a la zaga, pues aunque sus antepasados sean cuáqueros, en la práctica son anglicanos, y algunos incluso dicen de ellos que son instrumentos de Roma. El señor Shippen, al que debes acosar para que te pague cada penique que gastes, es presbiteriano de la variedad urbana, y se siente completamente a sus anchas como miembro del consejo del gobernador. En cuanto a los anglicanos de Filadelfia, la llegada periódica a la ciudad de ministros viajeros como el reverendo MacClenaghan ha dividido ahora a ese grupo entre pennitas tradicionales y renacidos deslumbrados por la Nueva Luz, y están más que dispuestos a unirse con los presbiterianos contra los cuáqueros, aunque hasta ahora los cuáqueros han sido capaces de actuar en la asamblea como un solo cuerpo e imponerse…

—No estoy seguro de acabar de entenderlo —dice Mason.

—Ojalá nunca necesites entenderlo. Sin embargo, de vez en cuando resulta útil examinar la política de aquí como si fuera la gran cuestión americana en miniatura, y de la misma manera que el ajedrez representa la guerra, el gobernador Penn sería una ficha en forma de rey.

—¿Y quiénes serían los whigs de Rockingham?

Se oye un breve arpegio de clavicordio y una voz anuncia entre los vapores:

—El momento que todos estabais esperando… ¡El salón de la taberna. La Orquídea se complace en presentar la famosa danse macabre con botellas de Leyden!, con ese Euclides de la electricidad, el «Poor Richard» de Filadelfia, en el papel de la Muerte.

Entusiastas aplausos mientras, a la luz de los farolillos, aparece una figura encapuchada, provista de una guadaña y disfrazada de esqueleto, pero en cuanto empieza a hablar toda impresión siniestra queda en entredicho.

—Ah, excelente… Bueno, si hay algunos voluntarios… entre la que con toda evidencia es la flor de la juventud filadelfiana reunida aquí esta noche… Contemplad, peregrinos del prodigio, mi nueva pila, veinticuatro botellas crepitantes y dispuestas. —El doctor Franklin se echa atrás la capucha y deja ver unas lentes que esta noche son de una curiosa tonalidad aguamarina y permiten verle los ojos pero transmiten una sombría satisfacción que desalienta la contemplación prolongada—. Vamos, caballeros, ¿quién será el siguiente?, eso es, muy bien, una línea de petimetres, todos cogidos de las manos, ¿a ver cuántos tenemos ahora?… Vaya, no es suficiente, vamos, uno más, siempre hay sitio para uno más…

Coloca así en línea, con ademanes enérgicos, a una docena de incautos continentales y pone en manos del último un cable de cobre conectado a una terminal de la pila. A continuación toma la mano del primero y con la hoja de la guadaña toca la otra terminal, en el mismo instante en que el dueño de la taberna apaga los farolillos, de modo que el cuadro resultante queda iluminado por los aterradores destellos de luz blanca azulada, entre el áspero chisporroteo del fluido fulmíneo y las risas y hasta los gritos de los participantes. El rapé vuela por doquier y de vez en cuando prende, lanzando llamas verdes, entre infernales columnas de humo.

Descargada la pila y los farolillos de nuevo encendidos, los parroquianos recuperan la calma, lo suficiente para percibir la llegada de un vendaval que augura tormenta, pues los cristales de las ventanas empiezan a vibrar y los árboles a crujir, y el dueño del local va de aquí para allá tratando de correr las cortinas, pero tropieza con la viva oposición de los electrófilos, quienes siempre desean utilizar su admirado fluido con las menores intercepciones posibles.

—¡Basta de payasadas! —exclama el doctor Franklin—. ¡Salgamos a presenciar el drama principal de la noche! Hay prendas contra la lluvia para todos, esta guadaña tiene la forma perfecta para atraer a un rayo, quizás a muchos rayos, mejor que una llave en una cometa; realmente, consideradla como una ganzúa de la Muerte… Venid, colocaos en ¿estáis todos aquí? —Vuelve a ponerse la capucha—. Sí, con ella entraremos, perversa llave, en las antesalas del Creador… ¿No se une a nosotros esta noche, señor Mason? —le pregunta, bajándose las lentes y mirándolo fijamente.

Antes de que Mason, que ya no las tiene todas consigo, pueda replicar, la figura se ha dado la vuelta y ha tomado una mano al final de la hilera. La puerta se abre y entran el viento y la lluvia, restallan los truenos, y el grupo de buscadores de rayos, ahogando unos extraños gritos de regocijo, sale a la tormenta y desaparece.