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Estos virginianos decadentes practican el amor cortesano, complicado e insensato, que no ha sufrido ninguna modificación desde la Edad Media, de una manera tan inflexible que al final no distinguen lo fantástico de lo real, y su insensatez los absorbe. Bailan alegremente los pasos que les enseñan sus esclavos africanos, al tiempo que reivindican pertenecer a una aristocracia de la que sólo parecen haber oído rumores. Su deporte preferido es el duelo, y parte de la definición de «caballero» por estos pagos parece ser poseer un juego de pistolas.

A quien haya visto a los amos de esclavos en África todo esto le parecerá muy antiguo, una relación de señores y siervos, un afán propio de los tiempos góticos, que no es sino la evolución, en estos tiempos corruptos, de los caballeros y los castillos, cuando ya ni unos ni otros son razonables ni posibles. Nada bueno puede salir de semejante necedad. La clase de política que puede surgir de esa situación sólo la sabe quien siembra las semillas de la insensatez en su mundo.

Reverendo Wicks Cherrycoke, Diario espiritual

El coronel Washington resulta ser más alto que Dixon, y entre ambos, más o menos, hay la misma diferencia de altura que entre éste y Mason.

—Podemos llegar perfectamente a un cobertizo si caminamos en línea recta —les dice a modo de saludo—, aunque me pregunto por qué.

En esta provincia de los irreflexivos, si bien el coronel no es útil como un dechado de sobriedad, tampoco es el necio incompetente que describe la prensa de Londres, el hombre que parlotea siempre tan alegremente mientras las balas enemigas zumban por el aire, aunque ¿cómo vamos a ser tan mezquinos para impedir que lasque las escotas de la virilidad un jovenzuelo larguirucho que un día mira a través del ocular de un instrumento de agrimensor sobre una plomada y al día siguiente a lo largo del cañón de un fusil con el que apunta a un francés? En su madurez, aunque de vez en cuando parecerá permitir que su mirada vuelva a fijarse en algo más lejano, lo hará no obstante con tan escasa inquietud como la de quien se entrega a una ensoñación, y más bien a propósito, de modo que eso no desvíe su atención del tema que le ocupe en ese momento. Cuando oye hablar a Dixon, sonríe, aunque debido al estado de sus dientes es reacio a hacerlo cuando está en compañía (se dice que una sonrisa del coronel Washington, por vacilante que sea, es signo de buena disposición).

—Creo que mi familia procede más o menos del mismo rincón del bosque del que usted es oriundo, pues tengo parientes que hablan igual que usted.

Dixon ahueca la mano alrededor de una oreja.

—¿Oigo por casualidad un eco desvanecido del viejo deje de los mineros…?

El coronel se encoge de hombros.

—En Pennsylvania me dicen que hablo como un africano. Nos imaginan rodeados de nuestros esclavos, y que nos contagiamos sin darnos cuenta de la manera de hablar de éstos, lo cual implica también de sus costumbres. Venga. Observe esta jarra sobre la mesa, un ponche excelente, inventado por Gershom, mi criado.

En el porche de blancas columnas, con el vaso en la mano, el alto virginiano quiere hablar de fincas.

—A veces uno ha de actuar con rapidez cuando hay una oportunidad, pues en tiempos veleidosos es difícil que vuelva a presentarse la ocasión. Por ejemplo, más allá de la Montaña del Sur hay una parcela que me gustaría que usted viese cuando vaya por allí. Su línea, tal como la proyecto, pasa muy cerca. Me fijé en esa parcela al comienzo de la guerra, y desde entonces la tengo presente… No hay razón para que ustedes no se ganen uno o dos chelines mientras están aquí… ¿y han considerado la cantidad de trabajo que proporcionarán a los agrimensores?, pues el trazado de la línea hacia el oeste debe contribuir a la creación de innumerables parcelas al norte y al sur del límite. Supongo que no tienen una copia de ese contrato que han firmado, ¿no? Bueno, no importa… Sin embargo, me pregunto cómo han estimulado a los especuladores de terrenos, muchachos. Ya nadie considera la cima de los Alleghenies como la barrera que fue en otro tiempo. Sólo hay que ver los caminos, algunos días las carretas afluyen sin descanso, todos los días llegan barcos con nuevo personal, y al este del Susquehanna no queda nada por colonizar. Los franceses están fuera del Ohio, el bergante Pontiac ha sido vencido, el dinero está preparado, en los cafés se trazan mapas y se negocia con frenesí. ¿Qué nos refrena?

—La proclamación del general Bouquet —sugiere Mason—, que dice que no habrá ningún nuevo asentamiento al oeste de los Alleghenies.

—Bah, los propietarios no harán valer eso.

—¿De dónde sale entonces —replica Mason— el rumor de que el señor Cresap intentó sobornar al general con veinticinco mil acres para que no declarase la línea limítrofe?

—Hum, tal vez —dice Washington con una risita— eso fue todo lo que el viejo renegado se atrevió a prometer, y es posible que Bouquet quisiera más (pues allí no se puede adquirir ningún terreno sin su autorización, su línea puede convertirle en un potentado americano), ya que no ofrecía sus servicios por amor a esos símbolos baratos de los que él es sinónimo, sino que más bien el Señor, siempre misericordioso, como en Bengala, nos envió a un libertador cuyo apetito de beneficio iguala a la confianza en sí mismo. Se trataba de un negocio, realizado con mayor o menor claridad. El paso siguiente será el de contratar a mercenarios para que luchen en nuestras guerras contra los indios, preferiblemente adiestrados en las técnicas prusianas, pues nunca hace daño conseguir lo mejor, aunque muchos de esos profesionales contratados se esfuman si no cobran un jornal. Podría suceder eso incluso antes de una batalla decisiva… Nada que hacer, maldita sea, se han largado. ¿Imaginaban ustedes que Bouquet o los Penn actuarían por motivos piadosos hacia los indios?

—¿Qué otro motivo impide la expansión hacia el oeste —inquiere suavemente Dixon— si no es la consideración hacia la humanidad de aquellos cuyos hogares invaden?

—Un motivo aún más fuerte y puro —responde el coronel Washington frunciendo el ceño—, el deseo de confundir a sus enemigos, que son sobre todo los presbiterianos que se instalan en el oeste y para quienes la proclamación es una tontería, escoceses del Ulster que odian a Inglaterra lo suficiente para luchar contra ella, ahora que los franceses se han marchado, aunque los idiotas joviales, que son numerosos, creen que hemos dejado atrás tales pasiones sectarias. Los escoceses del Ulster fueron expulsados una vez, y vergonzosamente; los transportaron en rebaño, fueron rehenes de las exigencias de la geografía religiosa. Luego, por segunda vez, se vieron obligados a huir de los arriendos usurarios del Ulster y venir a las tierras americanas ignotas. ¿Creen ustedes que habrá una tercera coacción? A qué precio, ¿quieren decírmelo? Los americanos lucharán contra los indios siempre que les plazca, lo cual significa siempre que puedan, y los británicos siempre que deban, pues no nos contendrán más de lo que nos acribillarán a impuestos. El ministerio de Grenville hace caso omiso de estos datos, con todo el riesgo que eso comporta.

—Por desgracia, el señor Grenville descuida consultarme sobre estas cuestiones —dice Mason.

—Él le escribió —añade Dixon—: «Ponga a prueba la paciencia de la Compañía de las Indias Orientales, ¿por qué no lo hace?». ¿Cree usted que le respondió?

—Aquí, por regla general —les advierte el coronel—, se puede hablar de cualquier tema político, pero, bajo ninguna circunstancia, de religión. Si alguien insiste, digan ustedes que son deístas. A los habituales de las tierras vírgenes, sobre todo los indios, les aterran los ateos, aunque unos ingleses que pasan por sus tierras cargados con un equipo que no han visto nunca podrían ser fácilmente incluidos en la categoría. Su primer impulso, cuando se encuentran con un ateo, es dispararle, a menudo de cerca, aunque ciertos fusiles del condado de Lancaster son mortíferos a una milla de distancia, por lo que correr para ponerse a cubierto no suele ser una buena solución. Además, ustedes no pueden saber lo que quizá les aguarda entre los árboles…

—¿Qué es ese aroma? —pregunta Dixon de repente, aunque, tras haber estado en El Cabo, sabe muy bien qué es.

—Ah, la nueva cosecha, qué inhospitalario soy. No es más que un pequeño sembrado que tengo ahí afuera, a modo de experimento. Si prospera, la próxima temporada tal vez plantemos diez acres, para vender la producción. Si tenemos suerte, entre la Armada y los lechuginos de Nueva York, podremos venderlo todo y obtener algún beneficio. En el peor de los casos, siempre podemos sacar unos chelines para alpiste. Ahora verán. ¡Gershom! ¿Dónde estás, hombre?

Aparece un criado africano de expresión ambigua.

—Sí, señor Washington.

—Gershom, ¿querrás traernos unas pipas y un cuenco de cáñamo indio recién curado? Y otra jarra de tu magnífico ponche. He aquí una buena persona. Ciertamente, caballeros, «un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

Mason reconoce la cita, procedente de Juan 1, 49, mientras Dixon le mira más bien ceñudo.

—En el castillo de Raby —les informa este último, con el rostro encendido—, a Darlington le gustaba chancearse de su mayordomo, mi tío abuelo George, utilizando esa misma cita de la Biblia. No obstante, no hay duda de que esas palabras no levantarían sospechas sobre la grandeza de espíritu de quien las pronuncia sólo si procedieran de Nuestro Salvador. En labios del conde de Darlington, la observación tan sólo respondía a la sorna desconsiderada que cabe esperar del señor de un castillo, pero oírla aquí, en América, es un enigma que, lo confieso, soy incapaz de explicar.

—Bien, señor —dice el coronel, golpeándose repetidas veces la cabeza, hasta ladear la peluca—, lamento haber dado motivos para una asociación inoportuna. —Se quita la peluca e inclina la cabeza, mirando a Dixon—. Las dos condiciones, ser israelita y no engañar, son del todo independientes, por supuesto.

—Si usted es israelita, yo soy cuáquero —dice Dixon, encogiéndose de hombros—. ¿Qué debo hacer, retarle a duelo?

—No haga caso de esa mención del israelita —dice Gershom, quien regresa con una bandeja—. Es su manera de bromear, lo hace siempre.

—¿No estás ofendido?

—Como resulta que pertenezco a la fe hebrea —ladea la cabeza para que todos puedan ver el tradicional yarmulke judío en lo alto de la peluca, que forma un curioso contraste de negro sobre blanco—, se me antoja una pérdida de tiempo precioso.

—¿Y qué hay de comer? —inquiere sonriente George Washington—. ¿Quedan algunos kasha varnishkies, Gersh?

—Creo que se los ha comido usted todos para desayunar, coronel.

—Bueno, ¿por qué no preparas otra hornada? Y tal vez también podrías freírnos unas carrilleras de cerdo, para ayudar a bajarlos.

—¡Una gran ración de carrilleras de cerdo marchando, señor!

—Un momento —objeta Mason—. ¿No creen los judíos que —mira a Dixon— el «asunto en cuestión» es impuro y evitan escrupulosamente su carne?

—Por favor —dice Gershom—, ¿no creen que ya me siento lo bastante culpable? Resulta que la secta a la que pertenezco se preocupa poco por las reglas dietéticas…

—… de cualquier clase —añade el coronel, tras dar una larga chupada a su pipa, de la que ahora se alza otra nube aromática—. No obstante, si un judío que cocina cerdo es una maravilla, ¿qué decir de un negro que arregla una habitación? Sí, juro que aquí tienen a Joe Miller resucitado, a quien aplauden en una serie de posadas para diligencias en las carreteras que conducen a George’s Town, Williamsburg y Annapolis; lo cierto es que conocen a Gershorn en todas partes como artista teatral de cierto talento, lo cual le deja cada vez menos tiempo para llevar a cabo sus tareas aquí, por no mencionar unos ingresos anuales que se están acercando peligrosamente a los de su amo nominal, es decir, yo mismo. —Le pasa la pipa a Dixon.

—Él quiere que lo invierta en acciones de la Compañía Dismal Swamp —les confía Gershom—. ¿Qué me aconsejan ustedes, caballeros?

Mason y Dixon establecen contacto ocular.

—¿No nos dijeron…? —suelta Dixon.

—¡Chist! ¡Chissst! —sisea Mason.

Entretanto, Washington gesticula para indicarle a Gershom que regrese a la casa. Pero el sirviente acaba de tomar la pipa del señor Dixon.

—Gracias —le dice, inhala y al cabo añade—: ¡Bueno! ¿Qué tal se lo están pasando, caballeros? Lleva usted una hermosa casaca, señor. Es…, sí, ciertamente es roja, ¿verdad? Y esos botones plateados, tan relucientes, dígame, en serio, ¿tiene intención de llevar esto cuando vaya al bosque?

—Pues sí, ¿por qué?

—Lo cierto es que allí el rojo brillante está muy à la mode y se ve mucho, sobre todo cuando uno está con un ojo cerrado y con el otro apuntando el cañón de un fusil barato… Será usted muy popular entre toda clase de gentes, delawareses, shawaneses, seneca…, a los seneca les encantan las casacas rojas bonitas. ¡Bien! —le pasa la pipa a Mason—. Ya veo cuál de los dos es el elegante. Mientras los indios le estén disparando, los presbiterianos irán a por usted, creyendo que es algo comestible. «¡Es un búfalo, créeme, hombre!». «Calla, Patrick, a mí me parece una ardilla». «¡Pues sí, es una ardilla!». Zzzzzz…, ¡paf!

—Gracias —grazna Mason—, es muy amable al imaginar por mí la muerte que sufriré en América… Ya no tengo que preocuparme por ese asunto. Amable, sí, y además es un gran alivio.

Gershom se vuelve hacia Dixon.

—¿Es siempre así, o a veces se indigna?

—Ya ven lo que he de soportar —gruñe el coronel Washington—. Me vuelve loco. Tomen, ¿un poco de tabaco para mezclar con eso?…

—George…

—Vaya, tranquilos, es mi mujer, déjenme que haga las presen… ¡Ah, tesoro mío! Un vestido excelente, hermoso material. Permíteme que te presente —etcétera.

La señora Washington («Hola, podéis llamarme Martha, muchachos») es una mujer muy menuda, de aspecto alegre, más que feliz, que parece rebosante de actividad incluso cuando está inmóvil. Ha traído una bandeja llena a rebosar de pastelillos, bollos de huevo, figuritas de jengibre, tartaletas, rosquillas rellenas y otros artículos de refrigerio que los agrimensores no logran reconocer.

—Me ha llegado el olor de ese humo y he supuesto que necesitarían algo para picar —les dice la esforzada señora Washington—. La tarea, como de costumbre, recae en ese agente de la domesticidad que jamás descansa, la esposa, pues ninguno de ustedes podría dirigir una casa durante más de diez minutos, en el mundo en que la mayoría de nosotros debemos vivir, sin que se imponga la anarquía.

—Es que yo tenía que vigilar un puchero al fuego —dice Washington dando un suspiro—, pero un asunto más urgente reclamó mi atención, y un asunto me llevó a otro, hasta que cierto olor me recordó el puchero, ¡ay!, demasiado tarde, otro defecto ruinoso de mi carácter que tal vez deberé enmendar algún día, aunque mi señora jamás me lo perdonará.

Ella sacude la cabeza, pero no pone los ojos en blanco, sino que, más bien, desvía la mirada.

—Toma una galleta, Georgie.

Él toma un hombrecito de jengibre con melaza, examina atentamente el reverso, como para asegurarse de que a su esposa no se le ha quemado, y está a punto de arrancarle la cabeza de un mordisco cuando se le ocurre algo más.

—Puede que hayan oído hablar de la Compañía de Ohio, una aventurera sociedad conjunta de la que mis difuntos hermanos tenían unas cuantas acciones. Allí estábamos, tan sumidos en el estado salvaje como jamás ha estado hombre alguno, a menudo sin una clara línea de retirada, en una especie de… Martha, mi ramillete de virtudes, ¿qué entiendes tú por tejido intrincado?

—Por favor —replica ella—, ¿cómo voy a saberlo? ¿Acaso soy tejedora?

—… en una especie de tejido intrincado —ha intentado proseguir el coronel—, quiero decir, orden en el caos. Los mercados, con sus leyes no escritas, aparecen en cada extensión de terreno libre, y el poder empieza a dividirse en grupos, especialidades y personal.

Mason y Dixon, para llevar a cabo una justa división del trabajo, han adoptado la práctica, siempre que tienen lugar dos conversaciones al mismo tiempo, de que cada uno de ellos atienda sólo una conversación, y la situación espacial de cada uno suele determinar cuál de ellas le corresponde. Así pues, a Mason le corresponde defender su profesión contra lo que sospecha que es una acusación de ingenuidad por parte de la señora Washington, mientras que Dixon debe concentrarse en la historia de la Compañía de Ohio.

—… con nuestros fuertes junto a los arroyos de Wills y Redstone, y una comunicación entre ellos…, de la misma manera que la Compañía de las Indias Orientales tenía su propia Armada, así nosotros teníamos nuestro ejército. Allá, en la salvaje anarquía del bosque, sólo nosotros tuvimos la coherencia y la disciplina necesarias para que esta tierra se desarrollara como es debido. Quédense tranquilos, pues la vieja Compañía de Ohio aún existe —asegura el coronel—, aunque tiene una forma diferente.

—Sí, parece el Más Allá —observa Gershom.

—Tan sólo con que hubiéramos logrado el lenguaje que deseábamos en la carta constitucional, esta historia podría haber sido distinta, pero nuestros amigos en la Corte son escasos, y de vez en cuando invisibles, incluso para nosotros mismos.

—No lograron obtener la cláusula del obispo de Durham[8] —dice Gershom.

—Oye, ¿no fue aquél un contrato blindado para todos los demás?… Virginia, los Calvert, los Penn… Sin duda, debido al precedente que se había sentado, Ohio también tenía derecho, ¿no?

—Con todos mis respetos, coronel —señala Gershom—, esas transferencias de la propiedad eran más bien fantasías escritas en los tiempos de ciertos reyes no del todo reales. Era aquélla una época de dramas alegóricos, de lejanas tierras ficticias, y ¿qué les importaba? ¿La cláusula del obispo de Durham? Ningún problema con eso. ¿Cómo podemos instalarle en una residencia palatina? Suya es, ¿le gustan las camas de cedro, el ladrillo, la entrada tradicional de piedra, lo que sea?, aceptado. ¿Cómo? ¿Qué es lo que quiere instalar? ¿Un harén? No faltaba más, ¿y cuántas damas ha de contener, señor? Pues claro que puede elegir, a ver, Lord Smedley, el catálogo, por favor.

—Para la mentalidad británica —dice Dixon—, cualquier cláusula del estilo de la del obispo de Durham en América sugiere una similitud entre los indios al oeste de los Alleghenies y los escoceses más allá de la muralla de Adriano, pues la mitad del trato consiste en defender al rey contra cualquier hueste salvaje y caníbal que habite al norte de nosotros, hueste cuya música de gaita nocturna, alrededor de 1745, podía hacer que cuantos la escuchaban llegaran al amanecer sin haber pegado ojo a causa del terror.

—¡Vaya, señor! —exclama el coronel—, es como si estuviera describiendo un campamento en Monongahela y los gritos de los moribundos que se oyen durante toda la noche desde el otro lado del río. La larga vigilia, escuchando los ruidos entre los matorrales, el rumor de cada mísera hoja, la oscuridad implacable. Cuando ustedes, caballeros, se sitúen en el límite entre lo colonizado y lo no poseído, a punto de penetrar en los bosques profundos, reconocerán la sensación…

»No obstante, en ese campamento, tan sólo pretendíamos convertirnos en un pequeño refugio de civilización frente a la lejanía salvaje.

—El problema era que lo mismo deseaban los franceses —observa Gershom.

—Gracias, Gersh.

Entretanto, Mason se ha embarcado en una apología de la astronomía y de su propia carrera en ese campo.

—La disputa se remonta por lo menos a los tiempos de Platón. Ciertamente, me siento como Glaucón en el libro séptimo de La República, cuando le describe a Sócrates todas las razones prácticas que se le ocurren para que se enseñe astronomía en las escuelas.

—Veamos, pues, ¿estoy sintiéndome como Sócrates…? Por desgracia, señor, me temo que hoy no, ni tampoco como la señora Sócrates, ya que esa, por lo demás sin duda excelente, dama, según me han dicho, estaba demasiado ocupada con sus regañinas para molestarse en atender la cocina, y por ello difícilmente podría ofrecerles, por ejemplo, esta excelente tartita de albaricoque.

Mason no está seguro, pero cree haber visto cierto parpadeo.

—Le estoy agradecido, señora. Todos cuantos manejamos la lente reconocemos que nuestro primer deber es ser de utilidad pública. Hummm, ah, entonces la de frambuesa también…, gracias. Aun cuando los Pelham están actualmente en declive, todos debemos avanzar por las rutas establecidas, cargando melindrosamente cada penique que gastamos al Tesoro Real. Allá arriba, en lo alto de nuestra colina, se nos ve demasiado para que perdamos mucho tiempo con especulaciones espirituales o con cualquier otra cosa que no sean los pormenores de nuestro trabajo, que estos días concretamente se centra en el problema de la longitud.

—Ah, ¿y qué les ocurrió a esos tránsitos de Venus?

—Allí hemos actuado más como fragatas filosóficas, señora, y cada uno cumplió con su encargo, mientras el trabajo cotidiano en el observatorio sigue adelante, como siempre, pues la tarea en Greenwich, igual que en París, consiste en conocer cada cambio que se produce en el firmamento de una manera perfecta para que por fin los marineros puedan confiar sus vidas a este conocimiento.

—Aquí —el coronel sonríe— los tránsitos traen más fama. Los observadores se han establecido en todo el mundo, incluso en Massachusetts, los tesoros de todos los países han vertido oro, de repente no ha habido astrónomo que no tuviera empleo, y todo ello para hallar un valor fidedigno al paralaje de la Tierra. En fin, la mayoría de nosotros, aquí en Virginia, no sabríamos distinguir un paralaje de un molinillo de viento si se presentara ante nosotros y nos saludara.

—¡Sí, qué furor causó! La peluca «Tránsito de Venus», que varias señoras lucieron en la calle Broad, ¿recuerdas, marido? Un moñito redondo y oscuro sobre una gran esfera blanca empolvada.

—¿Y aquel budín «Tránsito de Venus»? Era lo mismo, una sola pasa de corinto en un campo circular blanco.

—Y los marineros, con aquella desdichada canción…

(El coronel entona): «Es hora de zarpar,

de la cerveza inglesa me despido con pena

y de las alegres tabernas que me oyeron cantar,

pues nos vamos, mi niña, hacia el fin de la tierra

para ver desde allí el tránsito de Venus

que es esa, esa…».

«Diosa del amor», canta Martha en agradable pero impaciente voz de soprano,

… que brilla en las alturas

sin sombra de vileza,

aunque no habrá más holgura

hasta que ante el sol pasee su figura.

¡Y que viva el tránsito de Venus!

(El coronel se une a ella para entonar la estrofa de transición).

Allá donde los vientos alisios soplan,

donde los marineros no ponen los pies,

si no hay nieve y hielo que todo lo copan,

hará más calor que en la morada de la infernal tropa.

¡Bien!

Despídete de tu hermosa y prepara tus cosas,

muestra un poco de ilusión

y a Molly dile adiós,

esa que para ti nunca será,

¡pues el tránsito de Venus te acaparará!

Con excepción de los cuatro últimos compases, marido y mujer están uno frente al otro y se miran con un afecto que no tiene tanto que ver con la letra como con la armonía, y finalizan juntos.

Por entonces, Gershom está contando chistes sobre el rey.

—En realidad son chistes de amo y esclavo, amañados para este público. El rey le dice a su bufón: «Vamos, dime con sinceridad, ¿qué te impulsa a hacer bufonadas continuamente?». «Hombre, Jorge», dice el bufón, «eso es fácil, lo hago por la misma razón que tú, por carencia». «¿Qué?», dice el rey, «¿Cómo es eso?». «Pues claro, tú por carencia de ingenio y yo por carencia de dinero».

»El rey bromea con uno de sus embajadores. “¡Que me zurzan si no pareces un gran carnero desgreñado!”, exclama. El embajador replica: “He tenido el honor, en varias ocasiones, de representar a la persona de Vuestra Majestad”.

»El rey, alegre pero aturdido, pide que salgan cuantos están sentados con él a la mesa, a fin de brindar por el diablo. “¿Por qué?”, pregunta el bufón, “allí donde reside ese caballero ya brindan mucho por él… No obstante, nunca yo podría poner objeciones a uno de los amigos particulares de Vuestra Majestad.”

»El rey da un largo paseo en coche por el campo y decide regresar a pie a palacio, en compañía de su bufón. Al rato se sienten fatigados y un campesino con el que se encuentran les informa de que todavía les quedan diez millas por delante. “Quizá sería mejor que mandáramos a buscar el carruaje”, dice el rey. “Vamos, Jorge”, replica el bufón, “podemos hacerlo fácilmente, sólo son cinco millas por cabeza.”

Tras contar estos chistes, Gershom se pone a cantar «Havah Nagilah», una alegre tonada judía, al tiempo que lleva el ritmo sincopado golpeando entre sí un par de cucharas.

—Fue Céléron de Bienville quien inició la disputa en el 49 —recuerda más tarde el coronel—, cuando viajó hacia el sur desde Canadá, desembarcó en la orilla del lago Erie y siguió el arroyo Francés hasta los montes Alleghenies, donde, para dejar constancia de la reclamación francesa, enterró una placa de plomo que llevaba el sello real… De ahí, en gabarra, llegó al Ohio, bajó por él y pasó por Allegheny, Beaver, Fish Creek, Muskingum, Kanahwah, Scioto, enterrando a su paso esas losas de plomo en la desembocadura de cada arroyo.

—¿Plomo? —pregunta Dixon, con curiosidad.

—Un recuerdo de otros usos del metal, como las balas —supone Mason—, otra expresión de ese famoso desprecio que caracteriza al francés: no sólo ser generosos con un metal bajo, sino enterrarlo en el polvo y la oscuridad, como si ése fuese el único modo de que un inglés pueda encontrarlo.

Washington sonríe.

—No, hombre, probablemente obedecía a razones prácticas. El plomo es más barato que la plata y el oro, y si se mantiene de esa manera, sin contacto con el aire, es igual de duradero.

—Cualquier metal en forma de placa o disco podría tener una utilidad eléctrica —musita Dixon.

—Hable de ello con el doctor Franklin —le sugiere el coronel—, él sabrá.

—La electricidad, una vez más. —Mason señala a Dixon con el pulgar y menea la cabeza, malhumorado—. Sí, es el principal tema que le provoca a mi compañero su trastorno, totalmente inofensivo, por supuesto. Le sobreviene sin previo aviso, de repente se pone a hablar de su fluido favorito y no hay quien le pare. Ni siquiera el doctor Franklin puede arrojar luz alguna…, los mejores médicos de la Royal Society están desconcertados —se encoge de hombros—, pero confiamos en que algún día pueda recuperar su sano juicio.

—Un percance infantil con un torpedo —explica Dixon, con un breve movimiento de la cabeza en dirección a Mason—, de ahí la sensibilidad de mi compañero a toda referencia a lo… —baja la voz y susurra—… ¡eléctrico!

—¡Asombroso! —observa Gershom, y la señora Washington tamborilea con elegancia sobre la superficie de la mesa, mientras el coronel se sujeta la cabeza, como si le doliera.

—Sin embargo, yo no estaba tan aturdido —asegura Mason a los presentes— ni era tan joven como para no reconocer en el torpedo, que está provisto de placas eléctricas en casi toda su longitud, el principio de todas esas estructuras, a saber, que es preciso acumular muchas de ellas, una inmediatamente al lado de la otra, si se desea producir algún efecto lo bastante considerable para que sea útil y, no digamos, perceptible… Sí, Dixon, bien puedes menear la cabeza, menéala bien, a ver si así circula por ella el buen vino, pues la posible utilidad de una sola placa, de plomo o hierro, enterrada en el suelo, rebasa mi comprensión.

—Tal vez sólo rebasa nuestra capacidad sensorial, que es demasiado débil —replica Dixon—. Como nos sucedía con el cielo, ¿recuerdas?, no hace tanto tiempo, antes de que se inventara el telescopio. ¿Por qué esas placas no pueden formar colectivamente una pila de Leyden telúrica? Si no sirve para almacenar cantidades de sencilla fuerza eléctrica, sí al menos para retener cargas pequeñas, dispuestas formando símbolos invisibles, descifrables por medios sin duda al alcance de esos philosophes

—Me temo que el único mensaje de esos discos era un desafío, señor, una provocación para el agrimensor —afirma Washington—, equivalente a una bofetada con un guante.

Y no obstante (especula el reverendo), ¿qué otra cosa podría ser? Allá, hacia el oeste, persisten aún ciertas creencias de que la mera presencia de glifos y signos puede producir efectos mágicos, pues la esencia de la magia es el poder de unas palabritas mágicas que causan enormes maravillas físicas, como inscripciones codificadas en fábulas que, una vez descifradas, ofrecen tesoros sin cuento. Así pues, los sellos tienen una importancia fundamental, y sus descripciones precisas son a menudo cuestión de vida o muerte, ya que una letra mal colocada puede provocar una destrucción inmediata e implacable.

—¿Ha visto usted tales placas?

—Desenterré unas cuantas. —El coronel, con el blanco de los ojos ribeteados de color carmesí, sonríe a Dixon de una manera significativa, mientras la señora Washington hace muecas a su marido para advertirle.

Pero Gershom ya va en busca de esos recuerdos, diciendo maliciosamente:

—¡Marchando, señor! Un montón de pesos muertos…, perdón, placas de plomo (¿qué estaba diciendo yo?), prácticamente nuevas, con la tierra que las rodeaba todavía en su lugar… (¿Sabe el caballero cómo divertir a los invitados?).

Lo que llama de inmediato la atención de Dixon no es el sello real de Francia, sino las marcas que hay en el reverso.

—¡Santo cielo, esto es chino!

—¿Chino? Notable, señor. Al parecer, los únicos europeos que reconocen esa escritura son, por lo general, los… jesuitas.

—¿Cómo dice? —Dixon se pone de inmediato a la defensiva—. ¿Hay algún problema, coronel?

—Depende —replica el coronel, haciendo una pausa cuya trascendencia todos pueden apreciar—, ¿es usted… «un viajero»?

—Pues claro —responde Dixon, quien conoce la contraseña masónica, pues se la dijo uno de los miembros de una logia en Filadelfia—, ¡y viajo hacia el oeste!

—¿Al oeste? ¡ja, ja! Bueno, vamos a ver, se trata simplemente de lo siguiente: de vez en cuando, un jesuita del norte, de Quebec, se cambia la sotana por unos calzones y cruza la frontera disfrazado para hacer aquí alguna travesura, así que toda precaución es poca. Hay que informar con detalle a la logia, a fin de que alguien pueda reunir los numerosos datos y dar de ellos una relación más amplia, tal vez incluso seguir los movimientos, día a día, de esos siniestros intrusos.

—Si yo les hablara como un director general de Correos —ampliará más tarde el doctor Franklin, cuando estén de regreso en Filadelfia—, les diría que, a mi juicio, nuestro mayor problema es el tiempo, nada más que el tiempo. Para que cualquier mensaje llegue a su destinatario, debemos contar con un retraso seguro, de meses por barco, de días por tierra, mientras que los jesuitas, gracias a su telégrafo, gozan de la diabólica maravilla de poseer una comunicación instantánea.

Esa comunicación, en efecto, llega muy lejos y está libre de error, gracias a globos gigantescos que alcanzan grandes alturas y espejos de perfección para —por no decir dia— bólica, rayos de luz concentrados a intensidades hasta ahora inimaginables; de ahí que, en cualquier caso, eso deba conocerse, como dicen los informes codificados que llegan a las mesas de hombres situados en encumbradas posiciones cuya tarea diaria consiste en asegurarse de que lo saben todo, como corresponde a su posición.

Como cabe esperar del invento de un jesuita, la elección del momento oportuno y la disciplina lo son todo. Se rumorea que los padres se limitan a dar órdenes, mientras que confian el trabajo a los pelotones telegráficos, equipos de élite formados por chinos conversos, adiestrados, por métodos ignacianos, para efectuar en décimas de segundo los lanzamientos de globos, para aprender el arte de dirigir el rayo y, una vez captado su reflejo, mantenerlo fielmente enfocado, pues, como sucede con la mirada de una mujer en un baile, debe sostenerse durante cierto tiempo antes de transmitir un mensaje.

—Por eso siempre les vamos a la zaga, y con un retraso que ninguno de nosotros sabe cómo salvar. Si pudiéramos capturar una máquina intacta, podríamos desmontarla y ver cómo funciona… Pero ¿de qué serviría? Ellos inventarán otra el doble de perversa, pues en este asunto se combinan las dos fuentes más poderosas de poder mental que hay en la Tierra, la una tan bien adaptada a su disciplinado fervor por Jesús como la otra lo está a la huida hacia el vacío, que es el auténtico misterio asiático. Juntas forman un pequeño ejército de oscuros ingenieros que podrían gobernar el mundo. La conjunción sinojesuita podría representar una amenaza más grande para el cristianismo de lo que han sido jamás los mongoles y los moros. Roguemos para que algo más que la querella con respecto al feng shui los divida.