27

—¡Demagogo! —rezonga el doctor Franklin—. Nuestro excelente vástago de los Penn, el último de esa familia dirigente y criptojesuita (y no olvidemos su satánico acuerdo con el señor Allen, sus descaradas atenciones a la volubilidad presbiteriana), tiene la desfachatez de decir que es preciso «aplastar a ese demagogo». Bien, bien, sí, demagogo… Milton la consideraba una palabra «duende», que, no obstante, podría describir a los buenos patriotas.

—¡Buenos patriotas todos! —exclama el impulsivo señor Dixon, alzando su copa.

El doctor Franklin los observa, primero uno y luego a otro, a través de los cristales oscuros de las gafas que ha inventado para disminuir el resplandor del sol, cuya elevación sobre su nariz varía según el mensaje que en ese momento esté modulando, y que le dan el aspecto de un visitante llegado de muy lejos. Los geómetras han encontrado al eminente filadelfiano por pura casualidad, en la acre y penumbrosa trastienda de una farmacia de la calle Locust, a la que cada caballero había acudido movido por una necesidad química distinta, pues entre esos estantes y arcones, entre el cordial de Godfrey y las gotas de Bateman, las píldoras para la mujer de Hooper y el rapé medicinal de Smith, se realizan tratos apresurados, se susurran ristras de números y letras y signos alquímicos (algunos de los cuales jamás se escriben), mientras una serena y cálida narcosis, como la llegada de la noche allá, muy lejos, en un país de campos donde hay cosechas de hierbas tendidas a secar, respirando apenas perceptiblemente, se apodera del interior de la tienda y la vuelve confusa en cuanto a tamaño, legalidad o destino.

Al fin Dixon se acerca a un dependiente que le ha tomado por otro turista inglés en busca febril de fármacos chinos.

—En teoría, cualquier cosa que contenga opio servirá, con alcohol para mantenerlo en solución, por supuesto…, tal vez una fórmula que vaya bien con el elixir de Daffy, del que nos proponemos adquirir…, bueno, ¿cuántas cajas eran, señor Mason…?

Mason le mira furibundo, muy consciente de que el célebre filósofo norteamericano los está mirando, pues había confiado en proyectar ante esa mirada, de alguna manera, por lo menos las formalidades de la preeminencia, pero, por supuesto, las rústicas familiaridades de Dixon han anulado una vez más esa esperanza, una estación más del vía crucis que Mason ha de soportar.

—Cuanto se refiere a los suministros es de tu competencia, Dixon. Habla con el señor McClean si no estás seguro. —Y mientras dice esto, se estremece al oír cómo suena.

Dixon conserva su jovialidad.

—En esa placentera contingencia —responde, haciendo un despreocupado movimiento en el aire con su pañuelo—, un centenar de cajas serán suficientes, por lo menos para esta ocasión. Bueno, con respecto a esa sustancia opiácea de la que estábamos hablando…

—Sí, la llamamos láudano, señor, preparada de acuerdo con la fórmula original del renombrado doctor Paracelso de Alemania.

—¿Un centenar de cajas? —exclama Mason—. ¿Es que te has vuelto loco? Ésta es una provincia de gentes que van a la iglesia, y jamás será autorizado.

—Previene contra una variedad de dolencias, señor, y tiene excelentes propiedades contra el estreñimiento. Dada la incertidumbre de la dieta…

—Los comisionados conocen muy bien el elixir de Daffy y los usos que se le dan. —El señor Franklin, que ha escuchado el diálogo, cree que debe hacer esta observación—. Y puesto que se trata de un artículo importado, sólo se puede conseguir a los precios que cobran en las tiendas inglesas. Ahora bien, por la décima parte de esa suma escandalosa, nuestro buen boticario, el señor Mispick, les hará un preparado que es imposible distinguir del original. O bien pueden ustedes crear el suyo propio, consultándole acerca de la proporción de jalapa y sena que sea de su gusto, qué variedad de melaza les place, en fin, él conoce todos los aspectos sutiles de la daffyolatría, lo ha visto todo y nada le chocará ni ofenderá. —Alza un dedo—. Atiendan mi consejo, forasteros: no paguen nunca el precio al por menor.

—Ciertamente es usted muy amable, señor. La elección del señor Mason, ilustrativa de una tendencia más «báquica», goza de prioridad sobre la mía, por lo que debo contentarme con unos desembolsos más modestos de mi propio y magro presupuesto, ¡ay!, para comprar unos preparados que me sean peculiarmente útiles…

El doctor Franklin se ajusta las lentes como si quisiera ver más claramente a Dixon. Una sonrisa trata de abrirse paso a través de sus labios fruncidos mientras se entrega a la especulación, pero antes de que haya podido hacerlo, como es la clase de hombre que, aunque jamás se le vea consultar un reloj, siempre sabe la hora exacta, dice bruscamente a los astrónomos:

—Vengan. ¿Todavía no han estado en un café de Filadelfia? Hombre, no puede ser, ningún visitante debería perdérselo. He de hacer una o dos transacciones comerciales… ¿Me honrarán tomando una tacita en mi local, el Blue Jamaica?

El señor Mason no tarda en decirle:

—Londres está encantado con su armónica de cristal, gracias al talento artístico de la excelente señorita Davies.

—He hecho cuanto he podido por convencer a la señorita Davies de que, dado que el instrumento es muy frangible, el uso de cualquier vibrato fuerte podría ser, por decirlo de la manera más galante posible, desaconsejable. No obstante, ella lo toca de una manera bellísima. Mi ocioso juguete ha llegado aquí en perfectas condiciones, con un pequeño grupo de virtuosi. Cielos… Ese niño, Mozart, y las historias que oigo contar sobre el joven doctor parisiense, Mesmer, que lo toca, según dicen, con una maestría extraordinaria…

—¿No es el caballero magnético? —inquiere Mason.

—El mismo, y a quien, según tengo entendido, la Royal Society conoce desde hace algún tiempo.

—En La Mitra, siempre se puede confiar en él como un tema de animada conversación.

«Ese lugar del que Franklin es miembro, y tú apenas has sido un invitado», puede que musite Dixon para sus adentros. En voz alta, dice:

—Dispense, amigo —poniéndose briosamente en pie—. ¿Por dónde va uno a las letrinas?

El señor Franklin le indica la puerta del patio, y cuando Dixon ya no puede oírle, pregunta abruptamente, según le parece a su interlocutor, por las «relaciones que unen al agrimensor con Calvert». Mason se queda perplejo.

—No sabía que tuviera ninguna relación. Como su familia es cuáquera, no imaginaba que los pennsylvanenses lo considerasen aceptable, pero nunca he sabido explicar su atractivo, si lo tiene, para los marylandeses.

—Los Calvert están satisfechos de vivir en Inglaterra. Puesto que son católicos, educan a sus hijos al otro lado del Canal, en Saint Omer. Uno de los jesuitas que enseñan allí es un tal padre Le Maire, natural de Durham y amigo del profesor de Dixon, William Emerson.

—Sí, pero tendría usted que preguntarle a Dixon acerca del jesuita. Tan sólo sé de él que es el compañero de Roger Boscovich… en aquello de los dos grados de latitud en Italia…

—De Roma a Rímini, sí —dice Franklin, tras sus lentes de tonalidad purpurina, y aguarda a que Mason haga sus comparaciones y deducciones.

—¿Qué ocurre? —inquiere Mason, y trata de ver (confía en que no tan insolentemente como le parece) los ojos de su interlocutor a través de las lentes oscuras.

—Es posible que alguna vez comente usted estas cuestiones con su ayudante.

—Tras lo cual —replica Mason, mientras Franklin de repente, con los ojos al descubierto y entrecerrados, le mira por encima de los anteojos y asiente de un modo alentador—, ¿tengo que contarle a usted los detalles?

El señor Franklin vuelve a ajustarse las gafas.

—No si ello le incomoda, señor, aunque ciertas molestias pueden suavizarse mediante la oportuna aplicación del Bálsamo Universal de Ben.

—Pero para otras no hay tratamiento. Dígame, doctor Franklin, ¿por qué me impele a seguir esta opción que, si me permite decirlo, es más bien sombría?

—Bueno, apuesto contra su lealtad. —Franklin se encoge de hombros—. Es un ejercicio elemental, y le ruego que no crea haberme ofendido en modo alguno. Soy adulto y, por lo tanto, el rechazo no me es desconocido, hace mucho que aprendí a aceptarlo con dignidad, como lo haría todo hombre razonable, y sin rencor, a pesar de que pueda tener abundantes motivos para ello.

—Mire, señor, no puedo espiar para usted. Lamento que aquí la política se haya vuelto tan… italiana, diría uno, en sus complejidades. Pero las tareas para las que he sido contratado serán por sí solas lo bastante difíciles sin necesidad de… ¡Ah!, aquí está el señor Dixon.

—¿Conoce a un hombre llamado Lewis? Ha dicho que le conocía a usted, doctor Franklin.

—¿Dónde ha sido eso? —Franklin ha empezado a retorcerse el cabello a ambos lados de la cabeza, formando largos rizos.

—Ahí afuera, en el callejón. Intentaba venderme un reloj, y decía que era un reloj de astrólogo masónico, con los signos del Zodiaco y las fases de la luna.

—¿No habrá usted…?

—No podía, a menos que uno de ustedes quisiera prestarme…

—Iré a echar un vistazo —dice Mason y se levanta—. Ven conmigo. Dixon, y dime quién es.

—Creo que se ha ido… —Dixon está ahora absorto en verter el contenido de un frasquito en su café.

Mason, incapaz de insistir sin dar la sensación de que desea consultar con su ayudante sin que les oiga Franklin, pero de todos modos acuciado por las ganas de orinar, se aleja encogiéndose de hombros. En cuanto desaparece, Franklin empieza a presionar a Dixon sobre el tema de las «relaciones de Mason con la Compañía de las Indias Orientales».

—¿Se refiere usted a la Compañía inglesa o a la holandesa? —inquiere Dixon con una expresión de inocencia absoluta—. Siempre las confundo, ¿sabe?

Por fin Franklin se permite una risita entre dientes.

—La lealtad es una joya, amigo Dixon, de valor innato y cuyo precio pasa siempre desapercibido… hasta que es demasiado tarde.

—Verá, hemos tenido una o dos aventuras.

—Ya, ya. Supongo que el nombre de Sam Peach, de Chalford, no le dirá nada, ¿verdad?

—¿Uno de esos chicos que salen en La ópera del mendigo? —replica Dixon con una burlona sinceridad.

—Bueno, bueno, señor Dixon, tranquilícese, le dejo en paz. Y, mire, aquí está su compañero.

—Ese hombre es una tienda de instrumentos ambulante —dice Mason—. Tiene usted un amigo en verdad raro, doctor Franklin, y lleva una peluca interesante… Hasta me ha planteado un acertijo: ¿por qué es el rey como un fusilero corto de vista? «Que me aspen si lo sé», le he contestado, «pero el doctor Franklin seguro que lo sabe».

—¡Señor Mason! Por Dios, hombre. ¿Cómo podría conocer yo semejante chiste? ¿O a semejante persona?

—¡Pues porque usted conoce muy bien a ese hombre, y lo ha enviado para que, con sus chistes y su reloj, nos sondee a nosotros! —canturrean Mason y Dixon.

—¡Flogisto y fuuuego eléctrico si no soy un bromista! —exclama el eminente filadelfiano—. He sido transparente, como ustedes dirían, ¿verdad? Qué torpe… Debería haberme limitado a preguntarles a los de la Royal Society, de la que, al fin y al cabo, soy miembro… Lo cierto es que estaba entre ellos cuando ustedes lucharon con el barco francés, en Londres, cuando ustedes les escribieron… ¡Qué tumulto, caballeros! Aunque yo no estuve en la reunión que aprobó la respuesta que se les daría a ustedes, con la que no tengo nada que ver, como comprenderán, asistí a la siguiente reunión, una exhibición clásica de lo peor de esa gente. Tomados por separado, el querido Tom Birch, el augusto Hadley, epónimo del cuadrante, el señor Short, el doctor Morton, unas mentes excelentes, una compañía tonificante, pero cuando forman un rebaño… ¡qué testarudez, Dios mío! Sabían que los franceses habían tomado Bencoolen y que a éstos les satisfaría tanto hundir el Seahorse allí como frente a Brest. Todos lo sabían, pero nunca podrían permitir que unos advenedizos les aconsejaran en cuestiones de estrategia global. Los británicos, ¡ay!, sanguinarios hasta el final, sí, siempre que se trate de la sangre ajena. Y así la Junta de Comercio y la Cámara de los Comunes… Allá arriba, un día tras otro, instruyéndolos amablemente, un maestro de escuela para idiotas… Antes o después, y no quiero ofenderles, caballeros, los americanos tendrán que luchar contra ellos… ¡Hurra! —exclama de repente—. Sea como fuere, estoy salvado.

Con ese laconismo se refiere a la llegada de dos jóvenes, ambas de aspecto agradable, aunque ataviadas con lo que, incluso para el observador poco experto, parece una obstinada excentricidad, y que tal vez se encontraban entre las del carruaje que han visto antes en el muelle.

—¡Ahí está!

—¡Ah, doctor!

Las dos jóvenes se dan codazos más que vigorosos y se ríen con distintos grados de presteza. Franklin las presenta a Mason y a Dixon.

—Éstas son Molly y Dolly, estudiosas de las artes eléctricas, a quienes me complazco en examinar de vez en cuando sobre el reina, sí… Por cierto, si les apetece, esta noche, caballeros, voy a dar un recital con la armónica en La Buena Ancla, que está en el muelle de los Carpinteros, más allá del Café de Londres. Es una especie de…, lo tengo en la punta de la lengua…

—Cantina —dice Molly.

—¡Fumadero de opio! —exclama Dolly.

—Señoras, señoras…

—¡Doctor, doctor!

Mientras el filósofo, que intenta mantener el cabello en cierto orden, queda engullido lentamente por una alegre nube de tafetán coralino, verde esmeralda y luminoso, bordeado de cuadros escoceses, estampados con un motivo de perrito faldero, cintas donde hay escrito «Cuidado, marinero», «No se besa gratis», «Hazlo rápido» y otras frases cómicas bordadas en ellas, caireles, sombreros holgados y trenzas errantes, los astrónomos consideran que ése es un momento tan bueno como cualquier otro para marcharse. Cuando salen a la calle, les llega la voz de Molly que dice con voz aflautada: «Y ella me juró que se la había visto brillar en la oscuridad…».

Una vez en el exterior, se detienen, perplejos.

—Pues no sé. ¿No te lo habías imaginado un poco más…?

—Coordinado, sí. Tiene la reputación de ser un hombre que se siente por completo a sus anchas con las estructuras internas del tiempo. No obstante, aquí parece extrañamente…

—¿Desenfocado, como decimos los astrónomos?

Mason pone los ojos en blanco.

—Tal vez deberíamos pasarnos esta noche por esa Buena Ancla, ¿qué te parece?

—Sí, ¿no estarán ahí esas dos sagaces electricistas? La que más me gusta es la tal Dolly. Esa mujer sabe vestir, ¿te has dado cuenta?

Mason, al oír lo que imagina que es un especial énfasis en la palabra «dos», se esfuerza por sonreír a Dixon, un gesto que significa: «Adelante, pero no esperes que abandone hastiado mi melancolía tan sólo para que los demás puedan hacer realidad su propia idea de lo que es divertirse», que, de todos modos, resulta ser lo máximo que a Dixon se le ocurriría jamás pedirle. Y no obstante, cuando esa noche entran en La Buena Ancla resulta ser el tipo de local que a Mason le gusta, sombrío, reducido a lo elemental, que desalienta cualquier intento, incluso expresado entre gruñidos, de alcanzar cierto compañerismo, las mesas de madera astilladas, con inscripciones talladas y muescas, y la cerveza, que está rancia, con tan poco lúpulo como exceso de agua. Consiguen asientos ante el mostrador y poco después aparece el señor Franklin, quien ha cambiado los anteojos purpurinos por medias lentes de un azul nocturno. Los ocupantes de la sala, hasta entonces diseminados y sin más objetivo que encarnar la echazón humana de cualquier gran puerto de mar, se levantan enseguida, se juntan y, con la precisión de una claque que ha ensayado largo tiempo, empiezan a charlar de la señorita Davies, de Gluck e, ineluctablemente, de Mesmer.

El instrumento espera a Franklin, con sus hemisferios de cristal empaquetados, cada uno afinado con una nota de la escala, traído cuidadosamente hasta aquí a través de mares agitados e inquietudes igualmente abrumadoras para la Lloyd’s debido a la fragilidad del cristal, que se añade a las contingencias todavía imperfectamente conocidas de la travesía marítima, traído para que brille ahora en su cómodo rincón, bajo un retrato de cierto estadista sueco demasiado oscurecido por el humo de la sala para que nadie pueda estar ya seguro de quién es (Oxenstjerna, Gyllenstjerna, Gyllenborg, ¿quién sabe?, a menudo las discusiones son muy animadas, aunque, por supuesto, en sueco). El retrato ha colgado ahí, cada vez más anónimo, desde los primeros tiempos de los colonizadores suecos, mirando siempre a la sala, donde se suceden los ramas nocturnos de la pérdida de conciencia y las monedas derrochadas, el juego, el estrépito y las variedades inagotables de disputas. Detrás hay un tramo de escaleras en las que tiene lugar un tráfico incesante, arriba y abajo. Muchos se detienen para mirar por encima de la barandilla de caoba falsa al doctor Franklin, sentado ante su armónica de cristal, o las figuras y los escotes de Molly y Dolly, quienes no sólo se han presentado allí, sino que también han traído consigo a otras dos mujeres jóvenes con unas ideas similares acerca de la moda.

—Fíjate en esas rameras —musita Mason—, me están mirando. Noto que me estoy volviendo irrazonablemente suspicaz.

—Puedes estar tranquilo —replica Dixon, al tiempo que agita el brazo—. Es a mí a quien buscan.

—¡Jerry! ¡Charlie! ¡Aquí!

Las damas parecen encantadas. El doctor Franklin espera a que los asistentes se acomoden y entonces toca un acorde en do mayor. Al instante se hace el silencio. Empieza a tocar la melodía, haciendo girar, mediante un dispositivo con pedal, el rimero horizontal de cristales en una artesa de agua, a fin de mantener los bordes siempre húmedos, y entonces toca sencillamente cada borde húmedo en movimiento, como habría tocado la tecla de un órgano, para producir un sonido que resuena y produce un extraño chirrido. Si las campanas pudieran susurrar, si las melodías pudieran fallecer y sus almas vagaran por la tierra…, si los fantasmas danzaran en mascaradas fantasmales, necesitarían esa clase de música, el sentimiento siempre retenido, siempre al borde de quebrarse en fragmentos, como se quiebra el cristal.

En uno de los intermedios, el doctor, tras haberse agenciado una jarra de cerveza, se acerca a los geómetras.

—Vengan a conocer al señor Tallihoe, de Virginia —les dice.

El tal caballero se muestra deseoso de que visiten al coronel Washington, de esa provincia.

—Les gustará charlar con él, ha viajado por ahí, conoce el país y sus habitantes. Es topógrafo, como ustedes.

Al oír esto, Dixon reprime una risita, pues sabe cuánto enoja a Mason que le llamen así. «Ya era bastante desagradable en El Cabo, cuando nos llamaban a los dos astrónomos», se ha quejado Mason, y en más de una ocasión. «Me insultan cada dos por tres, no es justo».

—La familia del coronel es del valle del Wear, ¿verdad? Me dijeron que lo visitara…

Al amanecer los conducen a un alejado cruce de caminos al norte de la ciudad. Bajo la fría humedad, ven avanzar con movimientos suaves un coche de peculiar diseño.

—Suban a bordo, caballeros, y esta máquina los llevará al monte Vernon antes de que Febo alce de nuevo la testa.

—¿Es seguro? —inquiere Mason.

—Perfectamente. ¡Lo peligroso es el camino!

El señor Tallihoe se despide de ellos estrechándoles las manos.

—¿No viene usted…? —colige Dixon.

—Yo no. Él no deseará verme. No, por Dios.

Viajan durante toda la noche y ninguno de los dos duerme. El coche no se detiene por nada. Les pasan las comidas, cada una consistente en una clase distinta de «sándwich» a través de una escotilla. Los restos, platos incluidos, los arrojan por la ventanilla, y el viento se los lleva. Hay periódicos y un estante con libros, y bajo el asiento del cochero un barril de cerveza negra de Filadelfia, cuya espita se extiende hasta el interior del vehículo, para uso de los pasajeros. Cada vez que éstos necesitan orinar, lo hacen en unos cántaros vidriados con escenas chinas pintadas. Cuando están pensando en la posibilidad de orinar desde las puertas del coche, se dan cuenta de que han viajado con tal rapidez que han perdido la ocasión. El cochero les dice: «¡El Potomack, ahí delante, caballeros!». Los deja en la orilla del río, donde les recibe el azote y el aroma del invierno que aletea, y señala colina arriba. Sin llevar nada más que lo que se han apresurado a guardarse en los bolsillos, emprenden la subida al monte Vernon.