Ochenta años estuvo en la Cancillería
la disputa del límite, y nada se resolvía,
mientras Penns y Baltimores nacían y finaban
y las cosas seguían por completo paradas.
Si los de Maryland más méritos aducen,
los Penn tienen amigos donde éstos más se lucen
capaces de arramblar con los acres dudosos
(por el cuáquero apuestan en los clubes rumbosos).
Jueces juzguen y abogados gánense un dineral,
pero tarde o temprano la línea será real,
pues el cielo se llenará de ovejitas rosadas,
antes de que dejen pasar esta ocasión soñada.
Y he aquí que un buen día en Delaware recala
el señor Mason con su extraña maquinaria,
junto al señor Dixon, en el paquebote inglés,
unidos por un mismo y curioso interés.
Comparten un destino, los astros los dirigen:
van a marcar la tierra con geométricas cicatrices.
Timothy Tox, La Línea
Desde la orilla oirán las riñas de las lecheras, el sonido de las esquilas, ladridos de perros y gritos de los niños, los golpes de los martillos contra los clavos, los golpes de las esposas contra los maridos, el tintineo de las tapaderas sobre las cacerolas, el ruido de las cadenas de arrastre, un disparo de escopeta procedente del bosque que resuena largamente de árbol en árbol y sobre el río…, un animal acudirá a un promontorio y permanecerá allí, mirándolos con unos ojos muy juntos que brillarán un momento. Volverá la cabeza lentamente mientras pasen. América.
Cuando se pone el sol aparecen en el horizonte los cabos de Delaware, y fondean para pasar la noche en la rada de Whorekill, en el interior del cabo Henlopen. Los astrónomos oyen el silbido del rascón y un grito de fiera entre los matorrales, que el uno imagina como de celo y el otro de matanza, aunque no lo comentan. En algún lugar suena una boya de canal, durante toda la noche llegan informes de luces en la costa… Los marineros recorren las cubiertas, perdiendo horas de sueño. Sale el sol, con una pureza que desbarata todo chiste fácil. Shorty, el cocinero, prepara el café y luego lo filtra de nuevo a través de los posos. Entre las brisas matinales, el capitán Falconer maniobra la nave hacia atrás, entre la Gallina y los Pollos y la Cizalla, hasta llegar al canal principal, y, con un piloto dispuesto a aceptar apuestas a bordo, empieza a avanzar entre los encalladeros y los bajíos de la bahía de Delaware, hacia New Castle, donde la bahía, tan estrecha ya que se convierte en un río, inicia su gran curva de noventa grados hacia el este, y vislumbran la ciudad, que parece girar a babor, de ladrillo, blanco, azul grisáceo, de una tonalidad muy precisa que ninguno de los astrónomos ha visto jamás, les saludan los ciudadanos y sus hijos, los cascos de los caballos resuenan en las piedras del pavimento, la ornamentación pública de color blanco es como mobiliario que se mueve recortándose contra el cielo.
En aquella época, muchachos, Filadelfia ocupaba el segundo lugar, sólo después de Londres, entre las ciudades más grandes de habla inglesa. El desembarcadero se adentraba bastante en la ciudad, a lo largo de Dock Creek, de manera que cuando uno se aproximaba parecía que la ciudad fuese a su encuentro, el viento burlado, un lento abrazo de enladrillado, a medida que la ciudad engullía uno tras otro sus grados oceánicos de libertad, en otro tiempo tantos como encierra una brújula, y ahora, mientras aligeran las amarras, mientras dejan de estar de servicio, mientras se van a descansar, ninguno. Éste es el puerto donde vive el peligro, donde los marineros están mano sobre mano y cometen fatales errores de juicio, donde un marinero que anda por un callejón tal vez al regresar sea un hombre por completo distinto.
Estamos a mediados de noviembre, aunque el tiempo no parece muy diferente del de finales de un verano inglés. Empieza a anochecer; el cielo nocturno está cubierto, no tardará en caer la lluvia. En una calle cercana, un vendedor de ostras recogidas en la costa de Delaware anuncia a gritos la mercancía de su carreta. Los topógrafos están juntos en la toldilla, Mason con medias grises, calzones marrones y casaca de color rapé con botones de similor, Dixon con casaca roja, calzones, botas y un sombrero encasquetado con una inclinación severamente militar, y ambos están esperando sus instrumentos, más ansiosos que en cualquier otro momento de esta última travesía marítima, sintiéndose como sobrecargos que se encuentran no ante mares embravecidos o paisajes exóticos, sino entre objetos del comercio oceánico, mientras a su alrededor marineros y estibadores trabajan, las redes se alzan y oscilan como impulsadas por sí mismas, cargadas con barriles llenos de clavos y anguilas en gelatina, galletas británicas y botones para chalecos, tónicos, colonias y dorados quesos provolone. En el muelle reina una gran actividad, los carreteros se mezclan con parejas pudientes que van en carruajes ligeros, con negros con carretillas de manos, criados irlandeses con toda clase de cargas sobre sus hombros, perros que corren, cerdos que hozan, y el suelo está cubierto de los desechos del tráfico, fragmentos de especias y té, granos de café, charquitos de ginebra de Holanda y de agua Reina de Hungría, naranjas y pomelos caídos y aplastados, semillas que han germinado entre los guijarros, píldoras balsámicas y universales, trituradas y diseminadas, allí donde las moscas se congregan y el paseante salta.
Los estibadores acarrean baúles por las pasarelas o hacen rodar barriles en dirección a las carretas, donde los caballos, no muy diferentes de los caballos de labranza británicos, aguardan cargas y viajes. Unos primos purasangre llegan con alegre tamborileo de cascos, tirando de un carruaje abierto en el que viajan unas doncellas mañosamente ataviadas, unas chicas que no parecen estar relacionadas con nadie de a bordo, pero que se acercan pavoneándose al costado del barco, sonriendo y saludando con las manos a cuantos ven. Son las muchachas de Filadelfia, quienes, como descubrirán los topógrafos, en el apartado del coqueteo temerario eclipsan por completo a las jovencitas que se sientan en los porches de Ciudad de El Cabo. Dixon, haciéndose el bobalicón palurdo, sonríe de oreja a oreja y agita el sombrero.
—Hola, chicas, ya estoy aquí.
De Filadelfia las mozas
y sus vistas celestiales,
caminatas deliciosas
por sus riberas fluviales cuando
la noche asoma…
Gente que ha acudido al muelle por diversos motivos dirige miradas escrutadoras a los pasajeros que desembarcan. Algunos han ido para recibir a ciertos pasajeros, otros para obtener información. Otros, los que se interesan por esa categoría de viajero denominada «desprevenido», se han pasado la mañana perfeccionando ante espejos de bolsillo muecas que son la viva imagen de la inocencia. Gente de la garra dan vueltas entre las cargas de artículos pequeños pero interesantes, tales como piedras preciosas y medicamentos, a fin de hurtar lo que puedan. Vendedores de todas clases han instalado sus puestos para atender a los marineros, que se han pasado tres semanas en el mar. Los que no pasean ni se detienen ante esos puestos, les hacen caso omiso y avanzan sin detenerse, deseosos de estar en la ciudad antes de que oscurezca del todo y empiecen a iluminarse las ventanas…
—No os detengáis, muchachos, esto no es para vosotros. ¿Para qué habríais de necesitar jamás esta poción maravillosa, alabada por los amantes que más éxito tuvieron de todos los tiempos? Oiga, usted, ¿ha oído hablar de Don Juan? ¿Y de Casanova? ¿Y qué me dice del viejo Q, la estrella de Piccadilly? ¿Qué cree que es lo que le mantiene tan vigoroso, eh?
—Una lechera en su bolsillo, véala aquí, compadre, una auténtica lechera en el bolsillo. —La tal lechera es una curiosa taza portátil, equipada con un sencillo sifón, para transportar el líquido que se desee y que uno puede succionar—: Llévela al circo, a una partida de cartas, por la calle, en el barco…
—Se llama Graziana, señores, una hija de Nápoles. Para los que hayan estado en Nápoles, !ja, ja!, y para los que no, ¡ésta es su oportunidad! No habla una palabra de inglés, pero hay algo que sabe hacer, ¡y lo está haciendo ahora mismo! Véanla manosearla, véanla aplanarla, véanla lanzarla y hacerla girar en el aire, con toda la exuberancia femenina de su raza, ¡y ni siquiera hemos llegado al scamozz’!
—El letrero que hay en la carreta lo dice todo, muchachos: «El cielo o la juerga», tales son las opciones. Habéis viajado alrededor del mundo y sabéis que es cierto. Bueno, ¿qué vais a hacer al respecto? ¿Entrar en otra taberna, seguir como un perro amaestrado otro frufrú de un falso raso, jugar otra partida más para ganar aunque sea unas pocas monedas, volver tambaleándoos al barco, aligerar las amarras y correr de nuevo un peligro cierto? ¿Qué creéis que siente Jesús cuando os ve perdiendo así otra oportunidad? Él os observa, Él lo sabe.
El reverendo MacClenaghan, un vehemente predicador evangélico de quien se dice que es calcado a Whitefield, ha estado recientemente en la ciudad, y los efectos de su paso aparecen por doquier. Altivos anglicanos de ciudad, para quienes Cristo no era más que un santo lejano y menor, salen de repente a las calles con las pelucas ladeadas, entonando originales cánticos que hablan de renacer en Su sangre. Presbiterianos que van en grandes carromatos rondan las proximidades de las tabernas y posadas, reúnen a pecadores de todos los grados y credos, los llevan lejos, al campo, y los someten a intensos sermones hasta que los pecadores huyen, o se van a dormir, o experimentan la verdadera conversión que no necesita ser autentificada. Incluso los cuáqueros están en la calle, regateando, con una beligerancia inesperada, por una parte de esta población que siente de pronto la llamada de Cristo.
—La nueva religión había llegado a su apogeo más de veinte años atrás —explica el reverendo Cherrycoke—, y hacia los años sesenta estábamos en un declive cada día más vertiginoso, precipitándonos siempre hacia alguna gran hondonada cuya terrible profundidad nadie conocía.
—O «nadie conoce todavía» —puntualiza Ethelmer, que a veces es presa de la melancolía. Como sucede a menudo, el reverendo observa las reacciones de Tenebrae a las ideas de su primo universitario—. Con todo mi respeto, señor, ¿no habría sido un buen comportamiento científico tomar nota, en los años siguientes, de quienes afirmaban haber renacido en Cristo? Para ver cómo lo hacían, cuánto tiempo duraba la certeza. Para ver quién decía la verdad y hasta qué punto lo era.
—Bueno, es cierto que había pícaros —dice el reverendo—, gentes que aseguraban haber experimentado falsamente, con propósitos comerciales, un despertar que ellos mismos no habrían reconocido aunque les hubiese llamado a gritos. Pero un número suficiente de personas habían compartido la experiencia, y se descubría con facilidad a los charlatanes. Eso era lo curioso, que tanta gente lo hubiera experimentado.
»Deberíais haber visto este lugar cuando vino Whitefield. Toda Filadelfia deliraba y entonaba salmos. Algunos subían por escalas para mirar a través de las ventanas de la iglesia, y la luz de las antorchas brillaba de tal modo que parecía mediodía. En aquellos momentos se estaba proporcionando libremente, a una gran ciudad de comerciantes y feligreses, en medio de la mejor tierra de cultivo del mundo, la experiencia directa de Cristo que hasta entonces había sido el privilegio, duramente conseguido, de los eremitas del desierto. Sólo tenían que aceptarla. ¿Cómo habría podido el mundo seguir igual después de aquello? Era el Espíritu Santo, que dirigía su propio asentamiento en América. Jorge III podía imponer su dominio, pero era el Espíritu el que reinaba, y sigue reinando incluso en tiempos deístas.
DePugh, que ha estado pensativo, comenta:
—Bueno, no me extraña que hubiera una revolución.
—Bah, menuda revolución —observa Euphrenia.
—¡Por Dios, Euph! —exclama su hermana.
—¿Cómo no iba a haberla? —protesta Ethelmer—. Disculpe, señora, pero observará sin duda que incluso «su» música está cambiando, y recuerde lo que dijo Platón en su República: «Cuando las formas musicales cambian, es una promesa de desorden civil».
—Creo que esta querella tiene que ver con los ditirámbicos —añade el reverendo con un aire congraciador—, los cuales no tanto cambiaban las formas de la canción, creía el filósofo, como las mezclaban o las abandonaban por completo, según les dictase su locura.
—Eso es lo que siempre trato de escuchar, Thelmer —dice Euphrenia, asintiendo—, en los cantos e himnos americanos de nuestros días, pero en vano busco la locura y el arrebato, pues no oigo más que una cuidadosa atención a las mismas formas, a los mismos intereses de antaño. ¿Y te has dado cuenta de que todo, de improviso, ha empezado a gravitar hacia el si bemol mayor? Ésa es una señal de que nos aguardan dificultades. Marchas e himnos, y por triunfos que todavía no son reales. Ya es posible caminar por las calles de Nueva York y pasar entre músicos ambulantes y vendedores, de una tonadilla a la siguiente, silbándolos sin tener que cambiar nunca de tono, siempre el si bemol mayor.
—Ah, y no obstante… ¿Puedo? —El joven se sienta ante el clavicordio y arpegia unos acordes mayores—. En do, si quieres, esto lo cantan en la universidad, cuando estamos de jolgorio. Se titula «A Anacreonte en el cielo». Te ahorraré la letra, no vaya a sentirse agraviado algún oído inocente en la sala.
Tenebrae ha inventado y refinado una manera de poner los ojos en blanco, indetectable para cualquiera excepto su destinatario, sobre quien se dice que el efecto es devastador. No resulta fácil percibir la reacción de Ethelmer, salvo por un breve parpadeo y, porque, por un momento, se olvida de dónde está el do medio.
La melodía que les toca sería marcial de no ser por el ritmo, que es más bien el de un minueto, treinta y dos compases en total, y, cuando finaliza, los oyentes mueven los pies y sus cuellos oscilan de un lado a otro.
—Ésta es, en esencia, la nueva forma, cuatro estrofas, un «sándwich», con el tercer conjunto de ocho «barras» como relleno, y la frase —tocándola— asciende como un cohete, y su manera de estimular las emociones es primitiva, como le ocurre a cualquier experto en el acto de…
—Primo…
—… de…, de comer, eso iba a decir… —Extiende las manos, con una desmañada expresión de súplica.
Ella le amonesta mordiendo el dedo índice, aunque, como comprobará el reverendo, sólo está jugando.
—¿Así que es esto lo que hacéis allá en Delaware? —gruñe el reverendo bonachonamente—. ¡Anatomizar las canciones que entonáis cuando bebéis! ¿Es que no hay nada sagrado? ¡No queda más que un pasito de danza para que pongáis en tela de juicio las potencias terrenas, qué digo, las celestiales!
—De todos modos, algo se mueve en la música —se apresura a decir tía Euphy—. La mayoría de las piezas nuevas solían ser una tonada de baile tras otra, o, de la noche a la mañana, un encadenamiento de himnos, sin relación, giga, zarabanda, bourrée, la la la, bailando con ligereza entre las zinnias de la vida, y qué alegres, desde luego, pero «lo mío», Thelmer —agita un rimero de partituras—, es distinto, todo se convierte en partida y crisis sentimental, que es al parecer el relleno del sándwich, y al final, regreso al tónico, a salvo en casa, sin necesidad siquiera de tocar fuerte al acabar. La línea occidental de Mason y Dixon. —Tía Euphrenia deja cuidadosamente su oboe sobre el brazo del sillón—. De hecho, comparte esta cualidad moderna de la partida y el regreso por la que, un año tras otro, los ritornelli no son simplemente las mismas notas una y otra vez, sino que varían en cada ocasión, pues los relojes han avanzado, el azar ha repartido justicia y jugadas sucias, la vida se ha vívido, de buen o mal grado…
—Igual que viajar hacia el oeste —añade el reverendo, servicial—, en el mismo sentido que el sol, es vivir, criar hijos, envejecer y morir, transportado por el fluir del día, mientras que dirigirse al este es, de alguna manera, presentar resistencia al tiempo y a la edad, avanzar contra el viento, buscar siempre el alba e incluso desafiar a la muerte.
—Es un drama garantizado cada vez que una mujer piel roja toma su instrumento, tío, es una novela musitada, cuyo héroe, en vez de ir por el camino viviendo una aventura tras otra, sin final a la vista, más bien sufre alguna catástrofe y regresa a su punto de partida.
—Ningún sitio como el hogar, ¿eh? —ríe Lomax LeSpark.
—No me parece demasiado revolucionario —afirma el tío Ives—. Es como un buen sermón con la finalidad de mantener a la gente del campo en su lugar.
—Eso es porque no lo oyes bien, tío. Es el Viejo Mundo puesto del revés. —Ethelmer aporrea un fragmento de la tonada de ese título, tocado en la versión de Cornwallis—. Es un largo paso adelante de la sabiduría humana, señor.
—¡Dios mío, cuidado entonces! —gime el reverendo de una manera que ha aprendido, si le ponen a prueba, a hacer pasar por malestar de estómago.
Ethelmer le parece un tanto peligroso, y no sólo a causa de Tenebrae, hacia quien estos días el reverendo experimenta los profundos y discordantes sentimientos de un tío, tanto puros como impuros. No obstante, dejando todo eso aparte, a Ethelmer le queda un residuo de mundanería que resulta notable incluso en esta Babilonia de posguerra que es Filadelfia, y que es un paso más allá del deísmo, un intencionado apartamiento de Cristo…
—… los cantantes de baladas del sur de Filadelfia —ha estado diciendo Ethelmer entretanto a los reunidos—, en general tenores, de quienes se dice que constituyen, en su sucesión, un capítulo en la historia secreta de una música que todavía no existe, si no el cambio modal que Platón temía, por lo menos un cambio que no previó.
—Ni siquiera él —comenta, inquieto, su primo DePugh, el matemático.
—¡Exactamente lo que yo decía! —exclama Ethelmer, quien ha ido avanzando poco a poco hacia donde están los licores, sabiendo que en algún momento tendrá que pasar junto a su prima Tenebrae—. Es siempre signo de los tiempos revolucionarios que las tonadillas callejeras se conviertan en himnos y las canciones jaraneras en motetes, tal como temía Platón. ¿Habéis escuchado la música de los negros, las quintas notas bajas, los portamenti vocales? Ahí es donde canta vuestra Revolución. Estos diez últimos años, América no ha sido más que el escenario de una degollina de tal clase y tal otra. Ahora empieza la verdadera inversión del mundo.
—No sé, primo. Pareces poner gran parte de tu fe en esta nueva música…
—¿Dónde mejor? —inquiere el joven Ethelmer confiadamente—. ¿No es el mismo ritmo que el de las máquinas de vapor, el fragor de las fabricas, la oscilación de los océanos, el redoble de los tambores en la noche? En fin, si uno quisiera darle un nombre…
—¡La música de las olas! —exclama DePugh.
—Percusión —dice Brae, dulce como la miel.
—Muy bien los dos. Sin embargo, de la misma manera que a ti, DePugh, una luna llena no demasiado lejana te hallará discutiendo en los callejones con negros caribeños por el precio de una guitarra modesta con la que tocar esta misma música, así tú, señorita, bailarás a ese son el día de tu boda.
—Entonces deberías ponerte esto alrededor de la cabeza —sugiere Brae, una salida muy propia de ella— si deseas trabajar como gitano.
Saca de su cesta de costura un trozo de muselina escarlata, se la tiende al joven Ethelmer y éste, ágilmente, se la coloca alrededor de la cabeza en un santiamén.
—Pareces más un pirata que un gitano —opina Brae.
—Pero igualmente romántico, a su manera, ¿no?