Perpleja, la señorita Tenebrae deja el bordado sobre la mesa.
—Pero tío, ese caso languideció en la audiencia durante ochenta años, y sin embargo, precisamente cuando Mason y Dixon se encuentran tan a gusto entre tránsitos de Venus, de repente todo el mundo se pone de acuerdo para hacer el deslinde de tierras en América. ¿No te parece como mínimo sospechoso?
—Ah, muchacha misteriosa. ¿Es que todo deben ser enigmas? Los acontecimientos celestes se producían con un intervalo de ocho años, término más allá del convenio humano. Si el deslinde hubiera requerido más tiempo, probablemente habrían observado el segundo tránsito desde algún lugar de América. Lo cierto es que trazar la línea les llevaría cuatro de esos años, y un año más necesitaron para medir un grado de latitud en Delaware…
Los días que preceden a su partida son húmedos, llueve con frecuencia. Tras encontrarse los dos de nuevo en Londres al cabo de año y medio de separación, para firmar el contrato con los propietarios —quienes llegan reforzados por agentes, abogados y matones—, Dixon, en cuanto le es posible hacerlo (los bocetistas se han apresurado a dibujar unos pocos y últimos detalles y han salido discretamente), se quita el sombrero.
—Lamenté mucho la muerte del doctor Bradley.
—Gracias por la carta que escribiste, Jeremiah.
Sin haberlo convenido, y aunque sólo sea por guardar las formas, se encuentran de jarana, en medio de un trasiego de lo que parece un flujo constante de bebidas fuertes, del que Mason recordará vagamente que incluía ginebra y el contacto con la «sociedad hogarthiana» de la ginebra, para acabar, quince días después, en las poco prometedoras calles de Falmouth, una localidad entregada a la comunicación rápida, todo prisas, grandes sumas en juego, veterinarios en calesa, agentes de noticias que van de un lado a otro al galope, valijas de correo urgente, visitantes que van con retraso y que nadan de regreso hasta la orilla desde otro punto de partida preciso, incluso cuando el siguiente buque se prepara para zarpar.
La nariz de Mason se acerca a la superficie de la cerveza, retrocede y se acerca de nuevo.
—Ojalá pudiera haber hablado con Bradley. ¿Recuerdas cuando tú y yo partimos de Plymouth? Entonces hizo el esfuerzo de venir a vernos, entre citas con el dolor, pues la enfermedad que lo llevó a su final, según dijeron, fueron los cálculos renales. Al desembarcar, se mantuvo apartado de los demás, incluso del jovial señor Birch, quien estaba en todas partes al mismo tiempo…, el señor Mead y el señor White señalaban diversos cabos y piezas del aparejo y cada uno corregía la terminología que el otro empleaba…, mientras el doctor Bradley y yo manteníamos una conversación silenciosa. —El ceño de Mason evidencia claramente el pesar de éste—. Creo que había venido a disculparse —confiesa, y hace esta solemne confidencia a toda prisa, como otro expresaría la gracia de un chiste (pues, como he observado a menudo, al margen de los sentimientos que pudiera expresar su fisonomía, el señor Mason tenía la costumbre de pronunciar incluso sus discursos más serios con los ritmos y las inflexiones del gracioso de taberna)—. Yo tenía puestas unas esperanzas irracionales en aquella misión, en la pureza del acontecimiento. Fíjate de qué me proponía escapar. Rebekah perdida, ella, que me anclaba a cuanto yo sabía del nacimiento y la muerte…, y yo a la deriva en unas aguas desconocidas, intrigas y facciones tanto en el interior de la Royal Society como entre las naciones y las Compañías legalmente constituidas, buscando estúpidamente en la alineación del Sol, Venus y la Tierra un momento que me redimiera de la impureza en la que siempre estoy sumido. Y, en cambio, incluso esa penosa esperanza queda vedada por el mortífero l’Grand («… no está en guerra con las ciencias»). ¡Bah! Lisa y llanamente, aquella voz impertinente anunciaba: «La actividad del mundo, oh necio, es el comercio y la muerte, y debes trabar combate con esa situación tan desagradable; ése es el precio que has de pagar por tu, en modo alguno asegurado, momento de pureza».
—¡Eh! ¿Te dedicabas a traducir toda esa cháchara francesa? Apenas hay en ella un sentimiento optimista, amigo Mason.
—Mira. Dixon, estoy seguro de que tú, como el inquebrantable paladín de los optimistas que eres, sabrás qué hay que hacer para que superemos eso.
Dixon sonríe al oír el plural.
—Supongo —dice cautelosamente— que tales momentos están más allá de cualquier precio que pudiéramos pagar.
—Bueno, a veces los he conseguido por media corona —musita Mason—, aunque, desde luego, tu propia experiencia…
—Ahí está El Cazador. Podríamos entrar, si te parece.
—¿Por qué no? ¿Qué más da? Salvajes, naturaleza virgen. Nadie sabe lo que hay en América. Y acaban de contratarnos, figúrate, para trazar una línea a través de todo eso. ¿No crees que es un poco absurdo?
—Por no mencionar a los americanos…
—Dispensa, pero por lo menos allí todos son británicos, ¿no es cierto? Ese sitio no es más que un pedazo de Inglaterra situado a tres mil millas de distancia. ¿Estamos de acuerdo?
—¡Vamos, vamos! Qué considerado eres, tratando de alegrarme con tus chistes, Mason. Pero no te preocupes, estoy bien, de veras.
—Un momento, Dixon, ¿me estás diciendo ahora que los americanos no son británicos? ¿Has oído decir eso en alguna parte?
—Son tan poco británicos como los holandeses de El Cabo son holandeses. Dicen que esa gente tiene esclavos, lo mismo que nuestros últimos anfitriones, y que suelen matar a la gente que vive donde ellos desean instalarse.
—Otra colonia de esclavos…, eso he oído yo también. Dios mío…
—Lo sé por algunos cuáqueros de Durham, cuyos parientes han ido allá y les han escrito. Claro que el lugar puede tener ciertas cualidades que lo rediman. ¿Quién sabe? ¿La comida? ¿Las muchachas? ¿Qué otra cosa puede haber?
—Supongo que la paga.
—Como soy de Staindrop —manifiesta Dixon—, rara vez me siento cómodo al hablar de lo que no tiene precio. No obstante, la última vez que viajamos juntos, y todo por un acontecimiento que transcurriría en unas pocas horas y en algunos lugares en unos pocos minutos (aunque estaba el precedente de la última guerra, en la que costó centenares de vidas conquistar una empalizada de troncos, y millares de libras esterlinas por un puñado de cueros cabelludos de salvajes…), con todo, digo, aquel tránsito no tenía ningún sentido desde el punto de vista comercial, como no suele tenerlo nuestro trabajo.
—¿Crees que nos pagaron demasiado? —El temor al entusiasmo aparece de inmediato en la mirada de Mason.
—Hubo momentos en los que sin duda pensaron eso.
—¿Por ejemplo?
—Pues…, bueno, no importa.
—Cierto intercambio de cartas. ¿Me equivoco?
—Yo no he dicho eso…
—¿La carta a Bradley? ¿Crees que fue eso lo que nos puso en apuros? ¿Crees que, cuando firmamos la carta, firmamos el fin de nuestra carrera? Sin embargo, ya lo ves, han vuelto a contratarnos, ¿no?
—¿Así por las buenas?
—Sin duda hemos sido rehabilitados. El tiempo se ha llevado todas las sospechas, la luz de las estrellas ha disipado todos los rencores. Por otra parte, ¿qué hicimos nosotros que requiera absolución? Tan sólo expresamos nuestra renuencia a realizar una empresa descabellada.
—Sí, y ellos respondieron que éramos unos cobardes y que debíamos seguir adelante.
—Eso es.
—Tras lo cual nos llevamos la mano al sombrero, obedecimos y zarpamos en el mismo barco que había estado en un tris de saltar por los aires con nosotros dentro. Cumplimos con nuestro deber.
—Y más, pues no sólo obtuvimos para ellos sus condenadas observaciones sobre el tránsito, sino también su puñetera longitud.
—Su abominable gravedad local.
—Diablos, Dixon, fue un trabajo de primera calidad, y sin duda eso ha pesado más que una carta dirigida a Bradley, que en paz descanse, aunque no puedo ocultar, ni siquiera a estas alturas, mi consternación por la manera en que me utilizó.
—Querrás decir «nos» utilizó, ¿no?
—Muy bien, aunque, por lo que respecta a quién pudo sentir más agudamente la dureza de la réplica, al suponer yo, tan neciamente, ¡ay!, que había alguna relación más profunda que esta detestable e interminable intriga de la Royal Society…
—La infamia de la Royal Society no es ninguna novedad para mí —afirma Dixon, serenamente—. Debemos enfrentarnos a la probabilidad de que, en lo sucesivo, aunque luchemos como Alejandro Magno y nos esforcemos como Hércules, siempre nos recordarán como los estrelleros que pusieron pies en polvorosa bajo el fuego.
—Eso podría haber hecho yo… de haber habido algún sitio por donde echar a correr —puntualiza Mason—. ¡Qué gran ironía!
—Bueno, yo no estaba tan asustado, aunque, naturalmente, sentí…
—Un momento, ¿quién dice que yo estaba asustado?
—¿Quién? ¿Acaso he sido yo…?
—¿Estabas asustado? Yo no. ¿Creías que yo estaba asustado? Pues yo creía que tú sí lo estabas.
—Lo que sí recuerdo eran mis nulos deseos, ¿y quién los tendría?, de perecer bajo la línea de flotación de un…, y perdona, de un despreciable barco de ínfima categoría.
—Eso me parece puro pánico —dice Mason—. Gracias a Dios, yo estaba más calmado.
—¿Más calmado, dices? ¿Una hora y media de explosiones infernales y gritos de moribundos? Sí, don Sosiego, todavía haremos un cuáquero de ti.
—Me quitarían el permiso para ejercer la astronomía. Para ejercer este oficio, hay que pertenecer sin reservas a la Iglesia anglicana, y nunca volvería a observar otra estrella en esa ciudad. Todas las tabernas de Greenwich mostrarían mi retrato… ¡Aaah!
—La verdad es que no entiendo por qué han vuelto a contratarnos.
—Yo tampoco lo entiendo. Sin embargo, ellos creen que sabemos por qué nos han contratado. En Londres consideran que nuestros motivos son por lo menos tan profundos como los suyos. No tienen más remedio, pues de lo contrario se limitarían a dar vueltas y no llegarían a nada. Uno puede carecer por completo de profundidad… Te tomaremos a ti como ejemplo, hijo del páramo sin pelos en la lengua, o si lo prefieres, rudo norteño.
—Sí, bueno, pero la intriga no me es desconocida, hombre, no tienes que ir más allá de Bishop para eso, aunque también abunda mucho en Staindrop, pues claro que sí…, aunque no me negarás que los londinenses están siempre a la que salta, analizando cada palabra que dices, cada gesto de tu cara, en busca de nuevos significados, tanto si existen como si no.
—Sólo en los últimos tiempos han descubierto las metáforas sencillas…, entonces te encuentras, demasiado tarde, con que los has insultado, o que te han clasificado discretamente, o difamado. Nunca sabes bien qué palabra o ademán ha sido la causa…
—Creo que a esto lo llaman «venir del campo», ¿no?
Mason inclina bruscamente la cabeza.
—Sin embargo, creía haber captado la manera de hablar en las riberas del Támesis, los términos filosóficos, las modas del día, creía, en fin, que el patán que tenía en mi interior había sido totalmente sometido.
—En Bishop decimos: «Puedes sacar al muchacho del campo…».
—Sí, sí, «pero nunca al campo del muchacho».
—No, no es así: «pero nunca sacarás a la muchacha de la ciudad». Eso es lo que decimos.
Mason le mira fijamente, meneando la cabeza.
—¿Qué… significa eso?
—Algo acerca de las mujeres, creo.
—No crees que la Royal Society nos haya perdonado, ¿verdad?
—Ni lo harán jamás… Aunque, al final, son ellos quienes parecen impacientes e infantiles, mientras que de nosotros dirán que hemos mostrado un grado de valor superior al que ahora el mundo nos reconoce.
—¿«Al final»? Dios mío.
—¿Acaso no viviremos para verlo?
—De modo que moriré como un hombre de cobardía probada, ¿eh? Espléndido. Con un baldón ante la posteridad, que también afectará a mis hijos. Oh, gracias, Dixon, eso es estupendo, no sabes cuánto me anima.
Dixon procura hablar claramente:
—O bien morirás como coautor de un honorable acto de desafio, realizado a sabiendas de que esos cabrones que mandan nos leerían la cartilla.
—Alto ahí, como dijo aquél cuando entraron los alguaciles. Yo no he supuesto nada de eso, ¿tú sí? ¿Creías que íbamos a fracasar? —Mueve la cabeza con energía, como si sobre ella tuviera algo de lo que quisiera desembarazarse—. ¿Por qué diablos firmaste la carta?
Dixon se encoge de hombros.
—Emerson tenía razón, son gente maligna, no se libra ninguno, toda la Royal Society es así… Teníamos que resistirnos de alguna manera, ¿no?
—O bien, por expresarlo de un modo más esperanzado, intentamos hacer una sugerencia positiva, proponer un lugar alternativo al que pudiéramos llegar a tiempo, uno de esos lugares que figuran en esa lista que todos conocen bien.
—El que propusieras Skanderoon fue algo especialmente desafortunado —se había apresurado a advertir Maskelyne a Mason, tras inducirle a que criticara su misión en ciudad de El Cabo, una crítica que parecía ampliar a todas las decisiones que Mason había tomado, todas erradas a juicio de Maskelyne.
—¿Cómo? —protestó Mason—. No fue idea mía. Skanderoon nunca constó como una de las alternativas.
Aquel pequeño roedor… Sus ojos parecían incapaces de descansar. Maskelyne iba de un lado a otro con demasiada energía.
—No creo que el señor Peach te haya hablado alguna vez de la Compañía de Levante…, de ese animado tráfico de muselinas y fustanes que, pasando por Alepo, llega al mar y a los almacenes de los comisionados en Skanderoon.
—El señor Peach ha hecho negocios con Alepo —replicó Mason—. Nadie que conozca el negocio de la seda podría dejar de hacerlos. Pero, por desgracia, y de una manera inexplicable, nunca tocamos el tema en nuestras conversaciones.
—Los judíos —declaró Maskelyne, lamentándolo al instante.
—Ah, veamos si no pierdo el hilo. La Royal Society nos envió a Dixon y a mí a El Cabo, contrayendo así una deuda con los holandeses, más que con los judíos, cosa que implicaría cualquier estancia de unos astrónomos en Skanderoon.
—Y entonces se apresura a explicarme —le dice ahora Mason a Dixon— que es preciso efectuar sondeos por medio de la Compañía de las Indias Orientales, cuyo puesto más occidental se encuentra en Bagdad. Desde ahí, a lo largo del valle del Éufrates, pasando por Mosul, hasta Alepo, que es la factoría más oriental que tiene la Compañía de Turquía, existe todo un sistema de comunicación privado: falúas, vuelos de palomas milagrosas, correos de memoria asombrosa, oleadas de mensajes, pocos sobre papel, corriente arriba y abajo, un sistema que ha conectado desde hace mucho a las dos Compañías, llevándolas a un grado muy elevado de intimidad. Para los astrónomos que fueran a Santa Elena, o incluso a Bencoolen, todo se arreglaría sin intermediarios, lo que supondría una clara deuda de gratitud, mas para los servicios de cierta «complejidad»…, en fin, entonces las tarifas empiezan a subir y la deuda de la Compañía no está tan clara, sobre todo porque la ruta de la Compañía de Turquía hacia la India sigue perdiendo clientela, y esa clientela se la llevan las flotas que el Honorable John tiene navegando a diario alrededor de El Cabo, donde soplan esos vientos prodigiosos, y mientras jenízaros, jerifes y otomanos debaten por determinar quién ostentará el poder en esa decadencia.
—¿Qué le habrían pedido los judíos a la Compañía de las Indias Orientales, que no le pidieran los holandeses?
—¿Qué es esto? ¿Otro acertijo?
—No te lo tomes más que como otra muestra de curiosidad —dice Dixon—, pero ¿por qué cada emplazamiento de observación propuesto por la Royal Sociery ha resultado ser una factoría, un consulado u otra agencia de alguna Compañía con privilegio real?
—Perdona —replica Mason—, pero ¿acaso preferirías que te dejaran a ciegas en un bosque de un continente poco conocido, sin perímetros, sin posibilidades de sobrevivir, intrigando a los monos con tu tricornio? Creo que no. Reconoce que, para que el trabajo filosófico avance como es debido, se requiere un espacio de trabajo controlado. Las Compañías con permiso legal son los agentes ideales para proporcionar ese espacio, sea la costa de Sumatra o levantina, o cualquier lugar del globo, ¿qué más da?, el control del perímetro de la Compañía está siempre implícito.
»En cualquier caso —prosigue Mason—, tanto Pennsylvania como Maryland se pueden considerar también Compañías autorizadas, si a eso vamos. Es posible que esa clase de Compañías sean la forma en que el mundo está configurándose cada vez más.
—Y yo creía que el mundo tenía forma de esferoide…
—Ríete, ríete, no te abrumes con estas cuestiones —le dice Mason, estremecido—. No obstante, nunca te he dicho cuánto te admiraba por haber vuelto a El Cabo; a mí me habría sido imposible. Si algún poder malicioso de este mundo o de otro me sentenciara a repetir la experiencia, sabiendo lo que se ahora…
—Ése es el impedimento, claro —replica Dixon, fingiendo que está tranquilo.
—¿Qué?
—Saber lo que sabes ahora. Nunca lo conseguirás. Eso forma parte del precio, beber del Leteo y perder todos tus recuerdos. El próximo mundo se te antojará del todo nuevo, ¿no? ¡Nunca lo habías visto! Seguirás adelante y cometerás los mismos errores, a menos que lleves contigo algo para recordar, una conciencia, como algunos dirían, algo oculto en las orejas de tus botas que te ayude a avanzar en un día frío (y frío lo será sin duda), una parte de tu alma que no depende de los recuerdos, que está más allá de los recuerdos…
Mason le mira con suspicacia. Algo ha sucedido allá en Durham. Mason adopta una actitud rígida, que podría indignar a Dixon.
—No tenemos eso en nuestra Iglesia.
—¿Ah, sí? Si en tus misas hubiera tanto silencio como en nuestros encuentros, sería evidente incluso para ti.
—¿Estás diciendo que charlamos demasiado para tu gusto? ¿Que no dedicamos tiempo a meditar, que no somos bastante hindúes? Y la música tampoco ayuda, ¿no? Bien. En mi iglesia, ¿sabes?, hay silencios que la mayoría de nosotros no podemos esperar a que terminen. Todas nuestras preocupaciones, en general mantenidas a raya por ese protector murmullo de sonido, ¿comprendes?, entran en tropel: mujeres, trabajo, salud, las autoridades, cualquier cosa excepto eso de lo que estás hablando, sea lo que fuere.
—¿Vamos a discutir de cuestiones religiosas, Mason?
—Dios mío, Dixon. ¿De qué estamos discutiendo?