24

Lo más metafísico que Mason recuerda haberle oído decir a Dixon es: «Debo mi existencia a un par de zapatos». Su padre, George Dixon, ha llegado tarde al encuentro trimestral, una noche húmeda, cuando todo el mundo está ya en cama, y hay un montón de zapatos por lustrar. En ese gran montículo de calzado, sólo ve el par que pertenece a Mary Hunter. Sin detenerse a pensar, se agacha y los toma, fingiendo que los retira de la cercanía del fuego para que no se resequen y agrieten. ¿A quién pertenecen semejantes zapatos?, ¿a quién se le habría ocurrido ponérselos para asistir a un encuentro? ¿Es un poco engreída? ¿Quizá demasiado? Tendrá que averiguarlo, ¿no es cierto?

Es mucho lo que George puede deducir a partir de un par de zapatos. Como era costumbre en el condado de Durham, los lunes de Pascua George corría por Staindrop con otros chicos del páramo para quitarles los zapatos a las muchachas que encontraban por la calle y quedárselos hasta que ellas les dieran un regalo para que ellos se los devuelvan. Los chicos mayores pedían un beso, los pequeños se contentaban con un dulce, y por esa razón ese día las muchachas solían llevar una bolsa llena de golosinas.

A la mañana siguiente, en cuanto entra en la sala para desayunar (así llegará a creerlo un día la hija de ambos, Elizabeth), los dos se ven. Es más probable que él estuviera levantado antes de que cantara el primer pájaro, para preguntar a la persona encargada de lustrar los zapatos, a fin de averiguar que ella se llama Mary Hunter y que es de Newcastle. Por fin un pariente los presenta.

—Hay algo sobre tus zapatos, Mary, que…

—¿Mis zapatos?… —Una mirada franca.

George Dixon se ha pasado tanto tiempo cabalgando por los caminos que ya ha dejado atrás, en los establos, la menor necesidad de desmontar mientras conversa; así pues, sigue galopando.

—Anoche me tomé la libertad de apartarlos del fuego. Confío en que eso no les haya sido perjudicial.

—Pregúntaselo a ellos.

Él se apresura a hincar una rodilla en el suelo y a sujetar con una mano cada zapato, que sostiene a ambos lados de la cara. Alza los ojos hacia ella.

—Bueno, ¿cómo estás, muchacha? —le pregunta a un zapato—. ¿Ni demasiado húmeda ni demasiado seca? —Y hace que el zapato responda—: Muy bien, gracias —con una voz aguda que llama la atención de varios niños pequeños que están cerca—, a menos que esté húmeda por las lágrimas del hastío o seca porque salgo poco de paseo.

»—Vaya —dice con su voz normal—, ¿y cómo está tu hermana?

»—¡Eeh! —se chilla a sí mismo con una voz de ogresa malhumorada—, ¿acaso ahora hablo con mentecatos?

»—No puedo creer que seáis hermanas —dice él meneando la cabeza—, una tan dulce y la otra…

»—Ten cuidado con lo que dices, norteño —le advierte la chillona.

Algunos niños se han acercado con pasos vacilantes para ver el origen de las voces. George Dixon, que es tal vez demasiado joven para ver que se está metiendo en un lío aunque lo tenga delante, no puede dejar de hablar consigo mismo. «Algún empresario loco que tiene una explotación de carbón ilegal en el páramo», murmuran los parientes serviciales, mientras otros sacuden la cabeza al unísono, aturdidos aunque no del todo incómodos, y antes de que cualquier de ellos lo sepa, la pareja está, como dicen en los alrededores de Staindrop, «hablando en serio».

En realidad, tienen ya cierto parentesco en el seno de la comunidad cuáquera de Durham. Tras la muerte de la madre de Mary, su padre, Thomas Hunter, se casó en segundas nupcias. La segunda mujer también murió, y le sucedió una tercera. Ocho años después de la muerte del padre (Mary quedó bajo la protección de su tío Jeremiah), la tercera esposa y ahora viuda, Elizabeth, se casó de nuevo, esta vez con Ralph Dixon, el padre de George.

—Así que… —le dice George mientras se quita el sombrero y se sacude el cabello—, los dos hemos tenido a Elizabeth por madrastra. ¿Qué parentesco tenemos entonces? ¿Medio hermano y medio hermana políticos?

—Sin embargo, no es ésa la historia que los vecinos han preferido contar. Según ellos, mi madrastra, apenas mi padre murió, se casó con el padre de éste, es decir, con mi abuelo.

—En ese caso, tu madrastra es también tu abuela.

—Supongo que no ha ocurrido muchas veces en Weardale. En fin, ¿será abuelastra?…

—¿Qué harían en Weardale sin las mujeres de la familia Hunter?

Él se sujeta de nuevo la cabellera con una cinta de gorgorán color castaño, y la muchacha contempla sorprendida sus manos y la manera paciente con que manipula la notable cascada de cabello que le enmarca cada vez menos el rostro. Comprende que lo está haciendo a propósito, para que ella lo vea, ofreciéndole, y arriesgándose, su rostro desprotegido.

Mary Hunter tenía casi dieciocho años cuando murió su padre y quedó al cuidado de su tío, Jeremiah Hunter. Éste contaba entonces cincuenta y cuatro años.

—Considéralo una calamidad pintoresca, querida sobrina.

—Oh, tío…

¿Siguió siendo su pupila hasta que se casó con George, doce años después? Cuando puso el nombre a su segundo hijo, sin duda tenía en la mente al tío Jeremiah. George, no muy satisfecho con el nombre (demasiado bíblico, para su gusto), se llevaba las manos a la cabeza cada vez que el bebé soltaba un gritito, por muy alegre que fuese, y exclamaba: «¡Ay! ¡Las lamentaciones de Jeremías!». El pequeño, cada vez que oía estas palabras, se quejaba con todas sus fuerzas, y su madre sonreía. Cuando George hijo aprendió a hablar, añadió esas palabras al repertorio de habilidades burlonas que poseía y que le encantaba compartir con sus hermanas. El problema estribaba en que el pequeño Jeremiah creía que casi todo eso se hacía para divertirle a él, pues quería a las niñas mayores con una confianza incondicional y denodada, pese a la energía, rayana en la vehemencia, con que ellas lo alzaban, balanceaban y, después de ponerlo cabeza abajo, se lo pasaban de una a otra, y las historias de fantasmas y criaturas del páramo que ellas contaban, así como los apodos, exclusiones de sus juegos y palabras secretas cuyo significado le ocultaban, todo ello constituía para el irreflexivo «Tragaldabas», como le llamaban, una enorme diversión.

Los vecinos llegaron a considerar a su madre como la mujer más inteligente que jamás se había casado con un Dixon. Sin embargo, ella fingía que George era el inteligente.

—Normalmente me lee el pensamiento —le decía a su hija Elizabeth—, y si encuentras un marido que se deja engañar tan pocas veces como él, ¿qué más necesitas para ser feliz? Esto te ahorra el esfuerzo, un día tras otro, de intentar engañarle… Pásame eso, ¿quieres, cariño?…, y en las pocas ocasiones en que puedes engañarle, no sabes la utilidad que tiene para reforzar la confianza en ti misma.

—¿Le has engañado? ¿De veras, mamá?

—Una o dos veces. Guárdate de un hombre que admira tus zapatos. Puedes amarle hasta la locura, pero al mismo tiempo sentirás el fuerte deseo de hacerle jugadas, las cuales, aunque de naturaleza inocente, comportan probabilidades de mal entendimiento. No es un pasatiempo para los jóvenes. Por ejemplo, me gustaría que en lo sucesivo pensaras menos en ese chico, Raylton, y te concentraras en las sumas. No olvides que quien lleva los libros dirige el negocio.

—Es tan…

—¿Qué?

—Oh, no sabes.

—Pero te conozco. —Pasó rápidamente la palma por el cabello de la joven—. Y te veo papando moscas.

El padre de Jeremiah murió cuando él tenía veintidós años, y entonces comenzó para el joven un periodo bastante desdichado, pero nunca se entregó lo bastante a la bebida como para que ésta entorpeciera su trabajo de campo, algo que necesitaba tanto como el fácil acceso a la cerveza. Aún era lo bastante joven para levantarse sin demasiadas molestias tras haberse pasado la noche bebiendo copiosamente, y hasta entonces había llevado la alegre vida de un oficial agrimensor, errante por toda la región norteña, de una gran finca a otra, el jalón de tres patas al hombro, la brújula de agrimensor en un zurrón de minero junto con unas medias secas, una hogaza pequeña de pan de trigo, agujas y alfileres de repuesto, plomadas, lápices, papel de baja calidad para tomar notas y masilla de joyero para la brújula, aunque los espacios que todavía quedaban por delimitar le inquietaban, lo cual no era la mejor condición mental para enfrentarse a un trabajo al aire libre, que le obligaba a cruzar el páramo una y otra vez, un lugar peligroso y amedrentador en el que no sólo había asesinos que campaban por sus respetos sino también espíritus, y unos espíritus que no tenían necesariamente forma humana, no, sino que, en el peor de los casos, tenían forma casi humana pero no del todo… Ahora, muy entrada la noche, Jeremiah sólo anhelaba, susurrando a las familiares tablas del suelo, o que le mataran y devorasen allá afuera, o que se convirtiera en uno de ellos, depredador y eternamente sin refugio, transformado de un modo u otro.

Engañó a cuantos conocía: préstamos no devueltos, encargos sin hacer, silencios no guardados. Su hermana mayor, Hannah, se casó con un hombre de Yorkshire sólo tres meses después de que falleciera su padre, y Jere se presentó en la boda y dio un espectáculo. «Lo mejor que puedo hacer es seguir adelante, y tú deberías hacer lo mismo, Jeremiah. Además, ¿quién eres tú para llamarme todas esas cosas?». Se estaba convirtiendo en patán, y de seguir así no tardaría en perderse definitivamente.

Elizabeth, llorosa y destrozada, dedicó sus días a consolar a su madre, ambas sumidas en una silenciosa e inabordable nube de duelo, y los muchachos tuvieron que arreglárselas por sí solos y continuar a pesar de todo, y ese enemigo que les había insultado sin posibilidad de réplica y a sus espaldas se hallaba ahora en alguna parte y aparecía en sus sueños… George se atareaba más de lo que debía con un proyecto tras otro: sacar diorita del terraplén bajo el páramo de Cockfield, cortar y encajar tallos de cicuta para otro de sus sistemas de tuberías de gas, diseñar un nuevo engranaje cilíndrico o artefactos de cierre de las bombas en las minas. Jeremiah se quedaba siempre en casa, perfeccionando su habilidad de dibujante, moliendo y mezclando las tintas, rodeado por doquier de granza y manchas de sulfuro de arsénico, azul celeste, oropimente rojo, laca india, cardenillo, añil y ocre oscuro. Levigaba, decantaba, mezclaba la goma líquida, golpeaba el papel y le aplicaba colofonia para evitar que la tinta calara, una preparación que en otro tiempo habría acelerado con imprudencia u omitido en gran parte, pero que ahora era necesario, absolutamente necesario, hacer bien. Si algún día le pedían que lo hiciera, dibujaría con todo detalle una vista aérea de un mundo que jamás existió, un mapa, que estaba por completo en su cabeza, de un mundo al que podría huir si fuese necesario. Si se veía obligado, se adentraría en él, pero nunca se perdería, pues tendría ese mapa, y en él, extendido allá abajo, estaría todo, la montaña de Cristal, el mar de Arena, los manantiales milagrosos, volcanes, ciudades sagradas, simas de una milla de profundidad, la cueva de la serpiente, una pradera interminable… Una fantasía de pliego de cordel a cada desviación e inclinación de la aguja.

Cuando anochecía dejaba de lado el instrumental de dibujo, de nuevo en sus nidos de terciopelo y cajas de madera de peral, y salía rumbo a El Tigre o a El Lebrel Gris en busca de unos hombres que habían sido amigos de su padre, para que así, de alguna manera, asintiendo y sonriéndoles, recordaran. Gran parte de la tendencia al compañerismo propiciado por la cerveza que otros verían en él lo adquirió durante esta época, con gran esfuerzo, una palabra, un gesto cada vez.

A menudo le hablaban de cosas que ignoraba, o creía ignorar, sobre el negocio del carbón. Complicadas historias de tratos jamás del todo honrados entre propietarios, estibadores de barcos carboneros, capitanes de tales barcos y proveedores…, quién podría poseer determinada barcaza y quién no pero decía que sí…, siempre había algo, pues mientras que en Tyneside el negocio podía realizarse mediante contratos por un año y tarifas fijas, aquí, en el Wear, todo podía negociarse.

Poco antes de partir hacia América, Dixon pasa tanto tiempo como puede en El Minero Alegre, aunque ahora es más probable que él sea el que entretenga a los parroquianos y les cuente cosas. Algunos han muerto, pero hay otros que dicen:

—Ahora George habría estado orgulloso de ti.

—¿Vendrás con el joven Dodd y conmigo en mi barcaza, como hiciste la última vez, Jere?

—Pues claro, señor Snow, y muchas gracias.

Y, así, ahora se acerca al puerto, mientras el río se desprende de la oscuridad y, a la luz del alba, aparecen los estibadores y los timoneles de las barcazas…, «¿Qué haces?», «¡Eh, tú, vigila!»…, los convoyes de barcazas llevadas río abajo y que navegan corriente arriba, los tablones de los primeros muelles recortados contra el sol naciente, el estrépito a ambas orillas del río, el carbón en las tolvas y las vagonetas llenas de carbón en los raíles de madera, mientras el baño de tintorero de la mañana —no más rojo que la cerveza de dos peniques— se derrama sobre el mundo al este de Chester-le-Street, interrumpido por la geometría de túneles, puentes y terraplenes del tamaño de pirámides, las grandes pistas inclinadas de las vagonetas, cuyas vías se extienden a lo largo de millas, desde las entradas de las minas, tierra adentro, hasta los tubos de descarga sobre el Wear…

América aguarda en alguna parte. Dixon se encamina al barco carbonero Mary and Meg, destinado de nuevo al río de Londres, y desde la proa ve la niebla, pálida y cambiante, que se aproxima como una gran lombriz depredadora. En las tabernas se ha reído de los cuentos sobre timoneles de barcazas perdidos en la niebla, pero espera no verse jamás en semejante percance, pues siempre ha planeado pasarse todo el tiempo que le sea posible en tierra firme. Pero ahí llega, los costados de la criatura acuosa se agitan, cada vez más cerca, mientras el joven Dodd grita alarmado y el señor Snow, en su puesto de timonel, empieza a lanzar vigorosos juramentos. Ya la mitad de la costa es invisible. A lo lejos, en el Shields, una boya de campana suena en la mañana húmeda, y en alguna parte, más cerca, en los Rounds ahora distinguibles, se oye la campana de un barco que avisa a otro, hierro en busca de hierro, y entonces, de repente, cubiertos por las sulfurosas marcas del carbón fresco, surge de las inquietas aguas una veintena de salvajes que impulsan sus piraguas con los canaletes y gritan en una extraña jerigonza; las palabras son incomprensibles, pero las vocales, inequívocamente británicas del norte. ¿Qué explicación tiene esto?

—Ese indio salvaje se parece un poco al viejo cocinero, ¿no crees?

—Se ha pintado.

—Sí, están negros como la carbonilla.

—Eh, vosotros —los llama el señor Snow—. ¿Qué sitio es éste?

—¡Vaya! ¡Habéis navegado hasta América, bribones!

—¿América, eh?

—¡Eh, mastuerzos!

Un arpeo, ennegrecido y letal, llega volando desde las aguas agitadas, no alcanza por poco al joven Dodd y se engancha en la proa.

—¡Nos atacan! —exclama el muchacho, gateando en el carbón.

Y en ese momento, ahí afuera, como sabuesos liberados, las campanas de las iglesias de América empiezan a repicar, extrañamente claras en la niebla: un denso carillón, templado de una manera tan exótica que podría tocar cualquier cosa, cánticos metodistas, arias de ópera, gigas y gigues, canciones de los marineros cuando faenan, serenatas italianas, baladas británicas, marchas americanas.

—Escuchadme —dice el timonel de la barcaza a las fuerzas invisibles—. No temáis nada de nosotros, pues sólo somos pobres y pacíficas gentes perdidas en esta turbulencia desacostumbrada, a quienes les agradará mucho hablar con vosotros. —En voz más baja, dice a los suyos—: Quieren el carbón. Dejemos que nos sigan.

Sigilosamente, notando el oleaje debajo de las suelas, el timonel los interna más en la oscuridad. Los otros, que guardan silencio, podrían estar en cualquier parte. Snow reacciona a cada chapoteo, a cada movimiento de todo cuanto pasa flotando. Pronto la niebla empieza a disiparse.

Parecen mecerse bajo los campanarios de una gran ciudad emplazada en un estuario. Huele a carbón. Aves marinas corrientes y vulgares vuelan a lo largo de la costa, totalmente a sus anchas.

—¡Vaya, creo que son tan norteños como nosotros! —exclama el timonel de la barcaza.

Tampoco parece que sus caras sean las de unos forasteros. Sin embargo, ¿dónde se han visto tripulantes de barcazas tan silenciosos como éstos? ¿Y por qué los semblantes tienen ese inflexible aire de rencor? Snow, e incluso el joven Dodd, los conoce. Algunos comparecieron ante el tribunal después de las huelgas del 43 y del 50, y los sentenciaron a la horca, aunque más adelante dijeron que los habían trasladado a América. Pues bien, si esto es América, entonces aquí están, en compañía de legendarios campeones de taberna que llevan banderas de pirata grandes como bañeras, célebres héroes del barullo, tripulantes de barcazas que participan en competiciones de la cuenca carbonífera del Tyne, adorados incluso en la ribera del Wear («¿Eres tú, Dobby? ¡Cuidado!»), como si, para Dixon, todos los rostros bamboleantes, todas las jarras tomadas y todas las voces nocturnas que han pasado por su vida, tarde o temprano se repitieran en esta tiniebla propia del fin del mundo, y como si por un momento las aguas agitadas hubieran posibilitado una América que el relato de ningún viajero ha descrito todavía, porque ninguno ha vuelto todavía, aunque muchos son los compañeros y seres queridos que aguardan su regreso.

Y cuando por fin Dixon ve al Mary and Meg, el pequeño bergantín carbonero al que le habían invitado a subir, sus velas no tan sólo renegridas, sino de un negro sedoso debido a la carbonilla, siente por un momento temor, pues la inmovilidad de la nave en el agua, la uniformidad de la estiba bajo una luz jamás vista en el Shields… ¿Fue así la primera vez, o le pasó por alto, debido a su inmoderada obsesión por Oriente? ¿O acaso es todo esto un mensaje particular e imperioso relativo a América, que no va dirigido a él sino a otra persona y en cuyo camino tal vez él sólo se ha interpuesto?

El recorrido a lo largo de la costa, hasta el Támesis y el Pool, es peligroso, virando siempre a barlovento, a menudo en medio de temporales, entre bancos de arena traicioneros y canales que se curvan una y otra vez como grandes serpientes inquietas. Toman una corriente a barlovento en el canal del Rey, barloventean hacia el Swin, se mantienen fuera de los Swatchways y realizan continuos sondeos. Así, el Mary and Meg, maniobrando con precisión entre rocas, bajíos y otros miles de barcos, cada uno de los cuales sigue su propio rumbo —deseando, a pesar de su aspecto espectral, vivir enérgicamente mientras pueda—, lleva por fin a Dixon a Long Reach, por encima de Gravesend, y el barco llega a su lugar de atraque en el muelle guiándose por la cúpula de la catedral de San Pablo que se alza lentamente al oeste.

Mañana, él y Mason firmarán el contrato.