En efecto, un vistazo al local basta para reconciliar al padre Le Maire con la posibilidad de tener que abandonarlo. Como miembro de la Compañía de Jesús, ha visitado algunas tabernas casi intolerables, entre las cuales cree haber visto lo peor de Gran Bretaña. Sin embargo, como natural del condado de Durham, durante toda su vida ha oído contar anécdotas de este inicuo sumidero, aunque hasta ahora había logrado evitarlo.
—Ah, por la sangre de Cristo, es el viejo cara de culo —les saludan al entrar—, con dos alguaciles a los que perderá de vista antes de que se ponga el sol, pero un tabernero honrado ha de aguantar a toda clase de tipos. Supongo que será cerveza negra, ¿no?, sí, eso es… ¡Gnomo!, cabrón de mierda, no se te ocurra morder a estos clientes tan importantes, o recibirás otro golpe con la botella de ginebra, sí, vas a ver… ¡Eh!, cuidado con las botas, muchachos, que hay por ahí alguna cosilla desagradable de anoche, los sirvientes aún no lo han recogido…
—Hermoso día, señor Brain.
—Sí, pero eso también cambiará. Lud Oafery ha estado aquí varias veces, y por lo que hemos podido entender, le está buscando, doctor.
—Querrá otro hechizo —conjetura Emerson—. Es decir, si el último no ha surtido efecto, claro…
—William, William —le amonesta su «primo».
—Me invita siempre a una jarra. ¿Qué tiene eso de malo? Esto es Hurworth, no Londres, melindroso. Y también hago horóscopos.
—Hizo el mío —afirma el dueño—, todo estaba allí, en las estrellas, la desgraciada historia en su totalidad, pero ¿prestaba yo atención? Noooo… Lamentaba los seis peniques, ¡un necio con los ojos en el cielo!
El padre Le Maire enarca las cejas al oír el precio.
—¿Qué pasa? —le dice Emerson maliciosamente—. Sólo la Iglesia de Roma podría hacerlo más barato.
—Este sitio es aún más deprimente de lo que recordaba —musita Dixon, pero lo dice con voz lo bastante audible, por si a alguien le interesa discutir sobre eso.
—Ah, sí, esto no es El Minero Alegre —dice Emerson soltando un bufido.
El local que ha nombrado es el preferido de Dixon, y está en el borde del páramo de Cockfield, cerca de la carretera, donde mineros y carreteros buscan refugio durante esa noche que han de pasar a solas, y donde los viajeros, al margen de las millas que deban recorrer al día siguiente, prefieren pedir alojamiento para no tener que internarse de noche en ese páramo amenazante.
—Por lo menos en El Minero hay música.
—Espere, espere, no se preocupe, aquí tenemos música.
El señor Brain saca de detrás del mostrador una deteriorada zanfonía de antiguo diseño, que le dio años atrás un gitano para saldar una cuenta.
—Sí, toda la música que deseen, no tienen más que pedir, es magnífico disponer de calidad. ¿Un fragmento de Haendel, quizás?
Dicho esto, empieza a dar vigorosas vueltas al manubrio y a mover los dedos, aunque no tiene una idea muy clara de cómo funciona el instrumento y arma un estrépito de todos los diablos. El perro, Gnomo, se encoge de miedo y acompaña la música con sus aullidos. Emerson soporta el recital con una calma inesperada, contemplando una pared, como si imaginara las notas tal como podrían aparecer sobre algún pentagrama todavía no trazado, y llevando el compás con palmaditas en la rodilla. A Dixon, cuya madre, Mary Hunter, tocaba diariamente el clavicordio a sus hijos, le cuesta más disfrutar de esa música.
—No encontrarías nada así en China, Jeremiah, muchacho —le dice Emerson.
—Hoy en día, señor Dixon —interviene el jesuita—, debido al pernicioso culto al feng shui, vería usted que aquello es la pesadilla de un agrimensor. En ninguna parte puede un geómetra encontrar un honesto círculo de 360 grados, sino que, de una manera incomprensible y perversa, rechazando obstinadamente la disposición divina del tiempo y del espacio, allí prefieren círculos de 365 grados y cuarto.
—Puesto que ése es el número de días que tiene el año, ¿qué agrimensor humano, aquí en la Tierra, rechazaría esa idea? Cada día es un solo y perfecto grado chino. Sin duda 360 es mucho más conveniente para calcular. Pero como Dios es omnisciente, tendrá pocos problemas con cualquiera de esas dos cifras. Tiene todas las tablas logarítmicas metidas en Su coco, ¿no es cierto? —A Dixon, que ha recorrido los campos y los páramos en las últimas semanas, provisto de la tabla y la brújula de agrimensor, todavía lo anima cierto impulso ortogonal—, y 365 y cuarto parece ser la clase de división que podría satisfacer a los jesuitas. La incomodidad de todo ese cálculo adicional…, ¿no sería una especie de cilicio mental quizás?
—Caramba. —La voz de Emerson resuena dentro de la jarra de cerveza.
—Y por cierto —comenta Le Maire—, en Wigan vive un simpático muchacho al que le gustaría aceptar el trabajo.
—Pues estupendo, y dele recuerdos de mi parte, por favor. Me han dicho que la mayoría de los agrimensores norteños son terribles espías cuando se convierten en jesuitas.
—Escucha, Jererniah —le dice Le Maire, y le pone sobre la manga una mano que Dixon, por un momento, está en un tris de morder—, no esperamos informes, nada de espionaje ni acción de ninguna clase, pues el trazado de esa línea se realizará con o sin nuestra intervención. Tan sólo deseamos asegurarnos de que tendremos allí a alguien conocido, en persona, sobre el paralelo. Nada más que eso.
—Entonces, ¿para qué he de ir allí, para enseñarle a nadar a un pato? Y si no vamos a comunicarnos, ¿qué importa dónde pueda estar?
El jesuita esboza de nuevo un humilde gesto de asentimiento.
—En el caso, casi inconcebible y remoto, de que deseáramos ponernos en contacto contigo, existen, y todos hemos oído hablar de ellos, unos dispositivos ya preparados que podrían encontrarte con más rapidez que cualquier buque correo o mensajero especial conocido.
—Y… supongo que sería simplemente para saludarme, preguntar el tiempo que hace y tal vez darme algunos consejos espirituales, no para impartir órdenes que usted, a estas alturas, ya debe de saber que nunca obedecería.
—Informaré de lo que piensas. No pareces muy deseoso de conseguir el puesto.
—Pregúntele al señor Emerson. No soy más que un agrimensor comarcal, y la verdad es que lo mío no son las grandes expediciones de ámbito internacional. Me alegro de estar aquí, en casa, y de ser un norteño que va por ahí pisando escoria y que de vez en cuando, como por arte de magia, sabe calcular unas líneas que no se pueden medir con la cadena de agrimensura, que es la manera de caminar sobre el agua propia de los agrimensores. ¿No podría ser que su Lalande de Lancashire tenga más cualidades y sea más audaz?
Emerson alza la cabeza, con las puntas del cabello empapadas en cerveza, y mira de soslayo al sacerdote.
—Creo que apostamos por este mismo tema.
—No. —El padre Le Maire señala con la cabeza a Dixon—. Éste hombre es el adecuado, William, un instrumento de Dios como no he visto otro. No estoy dispuesto a hacer concesiones.
—Un momento…, ¿acaso me toma por un caballo de carreras? Entonces el amigo de Emerson ha apostado por algo seguro, puesto que no me hace ninguna gracia trabajar para los jesuitas, como tampoco me gusta que la gente crea que eso es lo que estoy haciendo.
—¿Lo veis? —Emerson sonríe—. Esto es frialdad, a fe mía, sí, más que cualquier otra cosa… Esa ausencia de piedad.
—¿Piedad? ¡Ah!, en cuanto a la piedad… —El rostro del jesuita, quien no se ha perdido demasiadas rondas, deja entrever cierto estado de embriaguez.
—Estás jugando con esa peluca —musita Emerson—, llamarás la atención. Por favor, primo, modérate.
—¿Os preguntáis por qué permanezco allá en Flandes, con un rebaño de muchachos que todos ellos tienen erecciones más o menos las veinticuatro horas del día? Un paraíso de pecadores para unos, mientras que para otros es una forma de penitencia. Sí, es penitencia lo que hago, porque en una o dos ocasiones, cuando era importante, mostré irreflexivamente y por unos segundos esa piedad que tanto valoráis y exaltáis… Pues bien, he aprendido que ninguno de nosotros debe atreverse a actuar como sólo Cristo puede hacerlo, ya que la verdadera piedad de Cristo está por encima de nosotros, tanto es así que, en el mejor de los casos, sólo podemos saltar y gemir como perros, incapaces de atrapar ese hueso.
—¡Qué alivio! —exclama Dixon—. ¡Vaya! ¿Se acabó la piedad? ¡Eh! ¿Dónde están mis pistolas, pues?
—Quizá la explicación más sencilla —dice Emerson, con un claro componente uvular en su suspiro— sea que ninguno de vosotros ha conocido jamás un solo momento de trascendencia en su vida, ni lo reconocería si uno de ellos se le acercara y le mordiera en el culo, y en ese largo y penoso silencio crece la sospecha de que los jesuitas no son más que el último ejemplo de una auténtica pasión cristiana que se ha evaporado y que no ha dejado más que los habituales deseos vanos de autoridad y estúpida obediencia. Bah, primo…, bah, señor.
Entonces entra en el local el amigo y traductor ocasional de Lud Oafery, el señor Whike.
—¡Eeeh! —grita—. Así que tenemos una pequeña discusión sobre los…, estoy seguro de que he oído la palabra…, jesuitas, ¿eh? ¿Ellos otra vez? ¿Esa camarilla de serpientes traidoras que siempre intenta trastornar a nuestra bendita Inglaterra, sometiéndola a los intereses de Roma y a esa casa de putas que llaman Iglesia? ¿Jesuitas? Vaya, creíamos que aquí, en La Estaca y El Tonel, no se tenían conversaciones profundas.
—Hola, Whike, tengo entendido que Lud me estaba buscando.
—Su madre, en realidad. Lud ha tenido que ir a Thornton-le-Beans, pero volverá. ¿Quién es vuestro disparatadamente ataviado amigo? (Es la peluca, señor, necesita las atenciones inmediatas de un profesional…). ¡Precisamente cuando imaginaba que por fin os tenía a todos clasificados!
—¿Me he olvidado de presentar a estos caballeros? —pregunta Dixon—. Lo cierto es que de ordinario tengo los modales de un señor.
—¿De qué señor hablas?
—No estaba preparado para esto a una hora tan temprana —le dice Dixon en voz baja a Le Maire, tras lo cual se dirige a Whike—: ¿Damos paso a la fiesta, le parece a usted, o prefiere que esperemos a su amigo Lud? A mí lo mismo me da.
—¿Fue usted así cuando era estudiante, señor? —le replica Whike—. ¿Uno de esos muchachos grandullones que necesitan emprenderla a golpes con los más pequeños y débiles? Qué triste es esto, Jeremiah.
—Algunos lo encontrarían divertido, Whike —replica Emerson.
—Estoy asombrado, Jeremiah. ¿Tenías en verdad intención de golpear a este joven tan agradable aunque extrañamente ocioso? ¡Y yo creía que los parroquianos de las tabernas londinenses eran pendencieros!
—Hace años, una sola vez, y con fines de investigación científica…, en fin, lo agarré y…
El otro retrocede aprensivamente.
—No me lo preguntaste, ¿verdad?
—Ni me has permitido olvidarlo. Sólo deseaba levantarlo del suelo y lanzarlo contra la diana de dardos que estaba allí, para ver si su cabeza, que parecía lo bastante puntiaguda, se clavaba… Y desde entonces él no para de recordármelo, ¿no es cierto, Whike? Mira, admito que fue una manera impropia de poner a prueba tu agudeza craneal. Debería haber descolgado la diana de la pared, llevarla hasta ti y entonces golpearte el coco con ella, mariconazo.
—Sabía que un día sentiría remordimientos —dice alegremente Whike—. Acepto sus excusas de buen grado, señor.
—¿Excusas? —El semblante de Dixon, como todos jurarían más tarde, empezaba a brillar en la penumbra—. ¡Qué dices, especie de…!
Toda la luz que penetra desde el exterior se desvanece, pues algo llena el vano de la puerta.
—¡Grrr! —exclama la presencia.
—«Cuidado, no pongas un solo dedo encima de mi amigo» —traduce Whike, pues el recién llegado es Lud, que regresa de Thornton-le-Beans, en compañía de su madre, la señora Oafery.
En el año 1745, bajo la suposición de que el Joven Pretendiente viajaría adondequiera que pudiese a través de aquellos túneles secretos que los papistas conocían desde tiempos antiguos y que iban desde la mayoría de las iglesias parroquiales a otros puntos de interés, a lo largo de aquel verano maravilloso, los muchachos amantes de las aventuras frecuentaban día y noche esos húmedos pasadizos excavados por toda Inglaterra, Dixon entre ellos, recorriendo arriba y abajo con su patrulla el túnel que iba del castillo de Raby a la iglesia de Staindrop, y allí, a medio camino entre la elegante fachada de piedra y los aromas subterráneos, él y Lud Oafery tuvieron su primer encuentro. Dixon llevaba una antorcha, Lud no.
—¿Por qué habría de molestarme en llevar una antorcha —le dijo Lud— cuando hay bastantes que, como tú, ya llevan una? ¿Cuánta luz necesita uno para recorrer un túnel?, a menos, claro está, que se detenga a examinar la mampostería, que es lo que creo que estás haciendo, ¿verdad? —Echó un vistazo—. Esto se remonta a la época en que Staindrop era la metrópolis de Stayndropshire, con y griega, y la perla de Wearside. Situado en el mejor criadero de hombres latosos de Inglaterra, aparte de la Cámara de los Lores, por supuesto, ¿qué es lo que pondría en comunicación este antiguo túnel si no el castillo y la iglesia? Tanto el castillo como la iglesia podía permitírselo fácilmente, por mucho menos de los ingresos de una sola semana…
Lud afirmó haber recorrido todos los túneles del condado palatino de Durham, algunos de ellos conectados entre sí, según dijo, de modo que cualquiera que se viera muy precisado de permanecer fuera de la luz diurna, a menudo tan peligrosa, pudiera salvar grandes distancias siempre bajo tierra.
—Aaauh uuuh, aaah uuuah —añade Lud, años más tarde, en La Estaca y El Tonel.
—Muy antiguas, estas excavaciones —informa Whike—, y no obstante jamás se desvían en su recorrido, sino que todas siguen una buena orientación, como una brújula italiana de minería entre los límites de un yacimiento.
Los conocimientos en la construcción de túneles fueron convirtiéndose en objeto de negociaciones a medida que los cercados, la subdivisión y el simple agotamiento del espacio iban reduciendo la superficie. Allá abajo, donde no existían líneas delimitadoras de la propiedad, aguardaba todo un mundo que aún no había sido hollado, que pertenecería claramente a los pioneros que no sólo poseyeran la voluntad de atravesarlo y que dominaran las artes de Plutón, sino que, además dispusieran de buenos utensilios, lo cual era siempre una bendición. Así pues, bajo las superficies de las poblaciones parroquiales inglesas, se pusieron en movimiento cuadrillas de peones que, cual lombrices gigantescas, atacaban con sus picos superficies que les conducirían allí donde debían ir…, hacia paredes de tierra iluminadas por el fuego que no revelaban lo que podría haber una palada más allá. Se decía que, a veces, un peón tenía la suerte de encontrar un tesoro enterrado. «¡Viva! ¡Se acabó para mí esto de horadar la tierra como una lombriz! Dile al capataz que me voy a Londres a darme la gran vida y, ¡ah, sí!, aquí tienes un chelín por la molestia». Y a veces, se decía también, el diablo enviaba a sus propios capataces para que, en un juego espeluznante, guiaran a los cavadores a fin de que éstos doblaran de nuevo la esquina en dirección al cementerio de la iglesia, donde les aguardaba la Muerte con su ingrata estampa —un cráneo que la pala extraía del barro, a la altura de los ojos, con una sonrisa ancha, como de reconocimiento—, y en aquel instante las antorchas chisporroteaban debido al hálito abominable que exhalaban los suburbios del infierno.
—Los cavadores nunca sabían con qué se iban a encontrar más adelante. Tenían que confiar en los agrimensores que estaban arriba. Recuerdo que cuando te dije que ellos eran la conciencia de la comunidad, Jere, respondiste que eso precisamente ibas a ser tú. ¡Y vaya si lo has sido!
Tal es la versión de Whike. El regocijo de Lud, incluso a media voz, no busca tanto invitar como intimidar.
—¿De veras dijo eso? —interviene Emerson, parpadeando.
—Sí señor, punto por punto, y agradezco a Whike su buena fe. Tú, Lud, predijiste entonces con toda solemnidad que nuestros caminos se separarían, que mi destino estaba arriba, en la superficie terrestre, mientras que el tuyo sin duda se hallaba en la otra dirección.
—Un poco más abajo —asiente Lud.
—¿Qué tal te han ido las cosas ahí abajo?
—Están siempre tan animadas como en la superficie —replica mamá Oafery—. Y por cierto, Jere Dixon, dicen que irás a América para trazar allí una perspectiva de cien leguas o más…
—Una especie de larga línea delimitadora de propiedades, mamá. Ambas partes quieren quitar los árboles de en medio. Así resulta más fácil ver el terreno, aunque no lo llamaría exactamente una perspectiva.
Lud sonríe. Whike interviene:
—Cuando estás ahí abajo, en el túnel, y no ves nada, nunca dejas de sentir a cada paso, a cada vuelta de esquina, que se te escapa la razón de todo. —Todos susurran y dirigen breves miradas al padre Le Maire—. Lud desea conocer —transmite por fin Whike— las opiniones que tiene el primo del señor Emerson sobre la estructura del mundo.
—Lo último que he oído decir de él es que se trata de un esferoide, señor.
—¡Aauh uuuh, aaah uuuah!
—«Y yo digo que es plano» —traduce el jesuita sin alterarse—. Pues claro que sí, señor, es tan plano como usted quiera, plano como una tarta cónica, plano como una pizza, no faltaría más.
—Disculpe, señor —dice Whike, en tono meloso—. ¿Quiere repetir esa palabra extranjera?
—Soy yo quien debe disculparse. La pizza es una exquisitez que se prepara con queso, pan y pescado, omnipresente en la región del monte Vesubio… En mi aturdimiento, he tomado la palabra como un niño sobreexcitado toma un juguete.
—¿Entonces es usted de Italia? —inquiere la madre.
—En mi juventud pasé allí unos meses provechosos, señora.
—¿Recuerda usted por casualidad cómo cocinan esa «pizza»? Mis chicos y chicas están hartos de gachas y asaduras, así que una madre anda siempre al acecho de nuevas recetas.
—Sí, desde luego. ¿Hay por aquí pan puesto a leudar?
La señora Brain se agacha detrás del mostrador y reaparece con una hogaza de pan moreno cuya masa se está leudando desde la mañana. La ofrece al «primo Ambrose», quien se pone a golpearla sobre el mostrador hasta dejarla plana. Lud, fascinado, se ofrece para atacar también la masa, y rápidamente la convierten en un disco muy delgado y de circunferencia bastante regular.
—Excelente, señor —sonríe Le Maire—. ¿Alguno de ustedes tiene un tomate?
—¿Un qué?
—Cierta vez vi uno en la feria de Darlington —asiente el señor Brain.
—Ése no sirve; a estas alturas ya se lo habrán comido.
—No creo que alguien quisiera comerse el que yo vi…
Dixon, que ha estado hurgando en el maletín donde lleva sus instrumentos de agrimensura, ha sacado la botella de ketjap, de la que ahora nunca se separa.
—¿Servirá esto?
—Eso de lo que hablabas no era un tomate, marido, sino un torpedo —interviene la señora Brain.
—¿Aquel pez que producía descargas eléctricas? Ah…, ¿entonces esto que hace él no es eléctrico?
—Aunque debería agregar pescado, como esos que los napolitanos llaman cicinielli…
—¿Y qué tal unas anchoas? —La señora Brain señala un barril de anchoa del Canal Oeste, procedentes de Devon, conservadas en salmuera.
—Excelente. ¿Y queso?
—Tendrá que ser el stilton que ha sobrado del almuerzo del yuntero.
—Muy prometedor, francamente. —Le Maire se frota las manos para ocultar su temblor—. Muy bien, vamos a…
Cuando la que muy bien podría ser la primera pizza británica está a punto de salir del horno que hay al lado del hogar, se ha hecho el silencio en el camino que pasa junto al local y la oscuridad envuelve el páramo. Se han consumido ya varias rondas y Lud empieza a dar muestras de inquietud.
—Por lo menos esta noche el cielo está nublado y Lud no podrá ver la luz de la luna —susurra la madre de Lud al señor Emerson.
—Puede que la fortuna nos haya concedido tiempo.
Como maestro y racionalista convencido que es, con permiso de Bourquelet y Nynauld, Emerson está seguro de que la antigua creencia popular en los hombres lobo, si no procede de las reacciones alarmadas de las madres al iniciarse la pubertad de sus hijos, por lo menos encuentran en ellas un refuerzo. Cierta vez, la primera ocasión en que él vio a uno, también se sintió alarmado. Pelo brotando por doquier, los tonos de voz más profundos, hasta el punto de que a menudo parecían gruñidos, chicos que antes se acostaban temprano y ahora se volvían noctámbulos. Se producen misteriosas ausencias. El perro de la familia empieza a comportarse de una manera peculiar. Se presta al asado una atención fuera de lo corriente, poco antes de introducirlo en el horno… «Por el amor de Dios, Betsy, ¿qué estás diciendo, que nuestro Ludowick es un hombre lobo? ¡Domínate, mujer!».
—Bueno, yo no veo nada de eso en el hombre que tengo al lado, ¿no es cierto?
—Sí, claro, el pobre tío Lonsdale otra vez. Le pusieron en libertad, como recordarás, dándole toda clase de excusas, pues la sangre resultó ser tan sólo la de un desventurado pollo con el que se topó en el camino…
—Sin embargo, querida, el vicario dio testimonio ante el juez de que durante cinco generaciones…
—¡Rrrr!
—… ¡ah!, buenas noches, Lud, vaya, uno casi no te reconocería…
—Y entonces fue cuando dije: «Debemos acudir al doctor Emerson, él sabrá lo que tenemos que hacer…».
—Lud dice que duda de que usted supiera qué había que hacer, y añade que no se preocupe, porque le divierte.
—Lud, estás vivo, ¿no es cierto?
—Eso no es exactamente lo que ha preguntado —manifiesta la madre—. ¿Quieres darme una de esas cosas puntiagudas?
—¿De dónde sale esa luz brillante? —pregunta alguien.
—¡Las nubes! —Mamá Oafery sale corriendo a mirar—. ¿Adónde irán? ¡Oh, no! ¡Mirad eso!
Se refería a la luna llena, que acababa de salir, pues las nubes habían desaparecido.
—¡Rápido, los postigos! —chilla Whike, corriendo de un lado a otro.
—Eh, Lud, mira lo que hay aquí…, ¿no quieres más «pizza»?
—¡Demasiado tarde!
Pues Lud ha visto la luna llena y ahora sale a la calle en pos de ella, con Whike pisándole los talones.
—Cuando se produce el cambio no puedo soportarlo —se lamenta la madre—. Cada vez me resulta más difícil mirar, aunque su propia mamá debería hacerlo, ¿no?
—Está cambiando —informa Whike desde el exterior a los que están dentro—, primero los dientes, sí, y el hocico, las garras…, ahora ya no tiene pelo, eso es, muy bien, y se ha puesto en pie…, se está anudando el corbatín, se arregla una hebilla, y aquí está…, el señorito Ludowick.
Entra con pasos rápidos este joven afeitado y un tanto estrecho de hombros, un dandi de Durham que luce brocado plateado con el que contrastan los numerosos broches chinos de oro, y, como colofón, un curioso tricornio adornado con una larga pluma verde de loro, cuya longitud supera a la de cualquier pluma que jamás hayan visto los presentes.
—¡Madre! —exclama el Lud metamorfoseado—. ¿Cuándo harás algo con tu cabello? Deja de tocarme, Whike. Me alegro de verle, señor Emerson, dese la vuelta para que pueda admirar sus botones. Vaya, ¿quién está aquí? ¿Jere Dixon? ¡Y se va a América! Sabía que te echarían de aquí algún día, ¿qué ha sido esta vez?, espero que otra incursión en otra despensa, pero, en fin, mejor eso que ser ahorcado, ¿qué me dices, viejo amigo?
—Dos noches, pongamos que tres noches cada mes —se queja mamá Oafery—, bueno, no es peor que la diarrea… Se ha aprendido de memoria varias piezas musicales de comedias que ahora están de moda y se pasa el día cantándomelas. Cuenta chistes que no entiendo. Me interroga en lenguas extranjeras. No obstante, soy una madre y puedo tolerarlo.