El padre Christopher Le Maire, en modo alguno pálido, sin ninguna prenda negra aparte de la cinta que le sujeta la coleta, ni delgado ni de una robustez fuera de lo corriente, con unos modales que no son ni afables ni untuosos, apenas corresponde a la idea que cualquier inglés tiene de un jesuita. No obstante, él confesará que tiempo atrás, durante sus aventuras en Italia con el padre Boscovich, empleó un tiempo, que debería haber dedicado a la actividad espiritual, a cultivar una imagen más ignaciana (empeño en el que, sin embargo, no tuvo ningún éxito), y, pese a todo, se conservó tan blanco de tez y espigado de cuerpo como cuando desembarcó, no logró eliminar de su habla el acento norteño y tampoco consiguió ese aspecto opaco de estilete oscilante enfundado en un hábito clerical que distingue a un auténtico jesuita.
Le Maire espera a Dixon en el salón de Emerson. Llegan desde el exterior los crujidos, silbidos y ruido de cascos del tráfico en Hurworth. Quienes viajan desde Teeside a través de los páramos aprovechan esta última oportunidad para oír el lenguaje humano, antes de emprender ese trayecto de largas millas y hacer esas visitas de las que no se habla —aunque son bien conocidas—, siempre realizadas hacia el final de la jornada, cuando las favorece la débil luz que incide sobre los montículos de material de desecho. Y si algún indicio siniestro acompañara a este sacerdote, sería algo en esa tradición carnal norteña, de seres como Hob Sincabeza, de quien se decía que rondaba el camino entre Hurworth y Neasham, y cuyos antiguos vecinos afirmaban sin excepción que en otro tiempo tuvo todo el aspecto de una persona entera.
Emerson irrumpe en la sala con una bandeja en la que los restos del arenque que ha desayunado acompañan a un rabo de buey procedente de varias comidas atrás y algo que en el pasado pudo haber sido haggis, ese manjar escocés hecho con asaduras de carnero.
—Bueno, tomad asiento —les dice en un tono cuya vivacidad no tiene nada de natural.
A la mayoría no les resulta difícil ver en William Emerson a un mago. El interés por las artes oscuras sigue siendo un efluvio nocivo en Durham, como si se alzara de los estratos de carbón —antiguo éste como una incursión draconiana, los visitantes escamosos atraídos por los olores familiares del azufre y la combustión—, por no mencionar a los fantasmas que hay en cada taberna y a los caníbales, a los que es imposible derrotar, que vagan por los páramos… Gentes de todos los lugares acuden a Hurworth, donde Emerson está siempre dispuesto a hacer un horóscopo, mezclar un filtro, encontrar un monedero robado. No todas sus hazañas son benévolas. Cierta vez, irritado, obligó a un muchacho de la población a pasarse todo el día en lo alto de un árbol, incapaz de moverse y no digamos de bajar…, empleando para ello una variedad de esa técnica cuyo último exponente es el doctor Mesmer.
—En París eso causa ahora furor —comenta el primo DePugh, en un momento en que su padre ha abandonado la sala—. Yo mismo he sido mesmerizado.
—¿Cómo? —dice Ethelmer, dispuesto a provocar, en medio de un murmullo general de duda—. Supongo que por el mismo Mesmer, ¿no?
—Sí, y el doctor tuvo también la amabilidad de impartirnos a algunos sus conocimientos.
—¡Mesmer cobra cien luises, eso es bien sabido! —exclama Euphie—. Son ochenta libras británicas, ¿de dónde va a sacar tu padre semejante cantidad de dinero?
—Bueno, Franz nos hizo una rebaja, pues éramos muchos los que deseábamos aprender. Bebiéndome una jarra menos cada noche durante un periodo algo más largo que la Cuaresma, no tardé en recuperar mis fondos. De hecho, ni siquiera recuerdo haberle hablado a mi padre de ello, y te estaría agradecido, querida prima, si, hum, es decir…
—No soy una soplona, DePugh.
—He adquirido una notable destreza en las artes mesméricas. La verdad es que estoy pensando en abrir un consultorio en América.
—Nueva York es el lugar ideal —le aconseja Brae—, allí tienen de todo. Pero vete de este pueblo, primo, si quieres sacar algún beneficio.
—¡Brae! —exclama su padre, en un tono fingidamente ofendido—. Cualquiera que tenga los arrestos necesarios puede abrirse camino aquí. Como dice el señor Tox en su Pennsylvaniada, libro veintiuno o veintidós:
Si un hombre joven quiere prosperar,
irá donde el dinero es más fácil de lograr.
Y muy pocos sitios generan más riqueza
que —¡viva la reina del Delaware!— Filadelfia.
—Pensaba irme a un lugar más al oeste —dice DePugh—, con poco o ningún equipo médico que le dificulte a uno el avance… Dicen que en esos parajes vírgenes se encuentran por todas partes las hierbas necesarias… y los poderes que ya conocen desde antiguo los hechiceros indios. Para un profesional despierto hay muchas oportunidades para prosperar, tanto entre clientes de piel roja como blanca.
—Lo más probable —replica su tío— es que los médicos que ya estén allí te expulsen del pueblo, si no te matan primero, porque no querrán esa competencia.
—¡Pero así es América, señor! ¡La competencia es su misma esencia!
—¡Aquí nadie quiere competencia! —dice Ives LeSpark, quien acaba de entrar nuevamente en la sala, sacudiendo la cabeza con gesto grave—. Lo único que todos desean es poner su precio y mantenerlo, sin el trabajo adicional y las preocupaciones que causan todos estos condenados advenedizos.
—Más trabajo para ti, tío —supone Ethelmer.
—Nosotros somos como los médicos, siempre tenemos suficiente trabajo, pues tratamos las enfermedades morales —replica el abogado—, y no estamos más dispuestos que nuestros hermanos los médicos a aceptar los precios ajenos. De ahí el ahínco con que defendemos el monopolio.
—El monopolio es una forma de indolencia —observa el reverendo— que sólo la brutalidad puede mantener durante largo tiempo, y esa forma de indolencia, si no se abandona, pronto queda destruida.
—Tonterías —dicen varias voces al unísono.
—Parece ser que voy a necesitar armas de fuego —reconoce DePugh.
—Entonces puedes recurrir al tío —le aconseja tía Euph.
—Ya está aumentando tu equipaje —interviene Brae—. Uno no debería estar agobiado por el peso.
—Franz nos dijo que sólo teníamos que llevar una cosa: la mirada apropiada.
—Hum. Veamos.
—Te advierto, primo…
—Es un hombre magnético —dice Ethelmer.
La mayoría de los habitantes de Hurworth (ha seguido diciendo entretanto el reverendo) creen que William Emerson es un mago en activo. Los pastores de ovejas han informado de vuelos, generalmente al anochecer, y del paso de sombras voladoras que sólo podían explicarse diciendo que forman parte de una de las clases de Emerson durante una excursión de prácticas, pues les está enseñando a volar. Hacia la puesta del sol, cuando el mínimo doblez en el mosaico del terreno cobra la magnificiencia de una sombra, maestro y discípulos saldrán en busca de indicios de ruinas romanas y de épocas anteriores. Ascienden en el crepúsculo, uno tras otro, como alumnos obedientes, los gorros bien encasquetados, la luz color de óxido en los pliegues de sus ropas, para reunirse en lo alto, encima del pueblo, antes de emprender la marcha por los páramos, siguiendo hacia el sudoeste las líneas ley que él les muestra, y avistan la residencia palatina en Bishop Auckland, mientras agujas de capillas, cruces al borde del camino, monolitos prehistóricos y manantiales sagrados, uno tras otro, en línea perfecta, desfilan bajo ellos, hasta que en el río, sobre la antigua Vinovium, el rebaño se detiene para reagruparse. Emerson les está enseñando, más que a ver, a percibir esta línea, a reconocer con exactitud lo que uno siente al desviarse demasiado a babor o a estribor. Esa sucesión de líneas ley parece generar en toda su longitud una influencia, palpable como la del magnetismo terrestre en una brújula. «Es decir», confesará Dixon años después a Mason, aparentando una sinceridad total, «yo sabía que yo era capaz de percibir esas líneas».
—La iglesia de Bisley —recuerda Mason—, que tiene una historia de mezquindad aldeana interminable, llena de apeos falsos, pozos malditos, fraudes perversos, ceremonias que siembran la ruina, cadáveres cambiados y cosas así (todas en la senda interminable de la futilidad, al margen de que los relatos tradicionales de su construcción sugieren, si no la intervención, por lo menos la presencia cooperadora del diablo), la iglesia, en fin, debía construirse en un campo cerca de Chalford, pero cada noche alguien o algo levantaba las piedras y las transportaba en línea recta por el aire, a considerable velocidad, hasta el solar donde se alza ahora. Si uno tomara un mapa y trazara una línea recta desde ese montículo, cerca de Great Badmington, que llamamos las Cuevas de los Gigantes, hasta el montículo alargado cerca de El Campamento, observaría que la línea pasa directamente por Bisley y que podría haber sido la ruta por la que transportaron las piedras de la iglesia, y, además, esos antiguos montículos o túmulos son fuentes conocidas y puntos centrales de actividad de las energías telúricas.
—Ah, bueno, nuestras líneas ley nunca han sido tan malignas, ¿verdad? Hacer volar a esas piedras fue realmente muy agradable, sí, desde luego, muy agradable…
Cuando anochece en las riberas del Wear, exactamente en ese instante fronterizo entre la luz solar, demasiado brillante para ver gran cosa, y la luz de la luna, que permite otra lectura en tono azul carbón o hueso luminoso —momento en que también se dice en estos lugares que los espíritus salen—, es cuando emergen los mapas de la Edad Media, el largo y obstinado palimpsesto romano, los contornos más antiguos de la misma Brigantum, y lo hacen en cierta combinación de ángulo solar y altitud ilustrada por encima del páramo, y van surgiendo a través de los montículos de material de desecho y de los pastos, con los colores del crepúsculo, en tonalidades de la tinta usada por los confeccionadores de mapas (verde nogal, gualda, palo de Brasil, laca, siena y ocre oscuro), mientras Emerson señala a su rebaño las líneas de los baños romanos, los barracones y los templos dedicados a Mitra, las criptas donde los misterios se transmitían a los novicios, criptas que cierta vez, en el pasado remoto, se ocultaban en las entrañas secretas de El Campamento, ahora abiertas a la curiosidad de cualquiera.
—La lección moral de esto —afirma Emerson— es: no muráis.
—Los romanos —sigue diciendo en la clase, al día siguiente— estaban empeñados en transportar fuerza, ya fuese hidráulica, militar o arquitectónica, a lo largo de líneas rectas. Las ley son tan antiguas como los romanos, tal vez son druídicas, aunque algunos aseguran que su origen es mitraico. Sea cual fuere el culto que ostente el honor, las líneas rectas, más allá de cierta magnitud, resultan menos útiles o instructivas para quienes deben morar entre ellas, que inteligibles, debido a su gran regularidad, para espectadores más distantes, pues aportan una clara señal de presencia humana en el planeta.
»Lo que favorece la hipótesis de su origen mitraico es la conocida preferencia de ese culto por los templos subterráneos, ya sean naturales o artificiales. Es posible que encontraran un hogar en Durham, entre mineros y jóvenes plutonianos como nosotros. En efecto, supongamos que los primeros pozos de carbón fueran descubiertos por zapadores mitraicos…, salieron del campamento, allá arriba, en Vinovia, rastreando en busca de una gruta apropiada, y los que buscaban a Ormazd, el dios de la luz, hallaron en cambio una negrura condensada que oculta la luz en su interior hasta el momento en que arde con llama…, una materia mística, el carbón. No creo que ninguno de vosotros observe eso, demasiado ocupados en aprovisionaros de él, o molestos por lo pesado que es, o ajetreados en contarlo, pretendiendo que es sólido, cuando, al igual que la luz y el calor, lo cierto es que fluye. Eppur’ si muove, si gustáis.
A Emerson le apasiona lo que fluye. Se sumerge hasta la cintura en el Tees, pesca, contempla las corrientes y cree, como un día Dixon llegará a creer del Wear, que le curará la gota de la pierna. Emerson carece de paciencia para analizar. Le encantan los vórtices, puede contemplarlos durante horas, si tiene tiempo, mientras permanezcan en el río, pero, una vez sobre el papel, los detesta, odia el uso erróneo de los vórtices y, en consecuencia, odia a Euler, por ejemplo, o al menos lo odia tanto como reverencia a Newton. El primer libro que publicó trataba de las fluxiones. Es mucho más bajo que Dixon. Ha ideado un método de navegación en el que los vientos son formas de la gravedad que actúan no vertical, sino horizontalmente, en la superficie del globo, y un barco es para él el paradigma del universo. «Cada una de las posibles fuerzas que participan están representadas por sus escotas, estayes, brazas, obenques y similares, una serie de líneas espaciales, cada una en su ángulo particular. Resulta fácil ver por qué los capitanes de barco enloquecen, pues tienen un poder divino sobre unas realidades muy simplificadas…».
El telescopio, las fluxiones, la invención de los logaritmos y el frenesí de la multiplicación, a menudo por sí misma, que siguió a aquello han sido para Emerson los pasos de una indiscutible aproximación a Dios, a una creciente claridad: la gravedad, la pulsación del tiempo y la velocidad finita de la luz se le antojan aspectos del carácter divino. Es como trabar amistad con un miembro errático, poderoso y potencialmente peligroso de la aristocracia. No está en desacuerdo con la soberanía del Creador, pero le consternan una y otra vez las faltas de atención, los defectos de diseño, los derroches de vida y energía, las muestras de irracionalidad o falta de sentido común, primero le consternan, eso es, y luego le encolerizan. Nos enseñan, nos hacen creer que el amor a la Creación es lo que impulsa a los filósofos en sus estudios. En cambio, a Emerson le impulsa más bien un rencor apasionado.
Una vez concluido el curso, la clase de Dixon comparece ante Emerson para tener una charla de despedida.
—Es tu turno, Jeremiah. ¿Qué objetivo tienes en la vida?
—Ser agrimensor.
—¿Cómo? ¡Necio! ¿Mirar fijamente hasta quedarte ciego? ¿Medir el cielo con la cadena de agrimensura?… Otra condenada desgracia añadida a la lista.
Dixon sacude la cabeza y sonríe con deferencia, pero responde:
—Éstos son tiempos de gran actividad en Durham, señor, y la demanda de cercados ya ha convertido en potentado a más de un hombre humilde. Puede suceder de la noche a la mañana, y a veces basta con un solo encargo, pues invertidas las ganancias con prudencia…
—Voy a suponer que sabes lo que significa hacer algo «con prudencia», pero, aun así, el número de esos grandes derrochadores es limitado. ¿Qué sucede cuando se termina la «aristocracia de los hacendados»?
—El negocio sólo puede prosperar, ya que después de los cercados vienen las subdivisiones. Por Dios, en Durham hay todos los días trabajo suficiente para cien agrimensores.
Emerson permanece largo tiempo con la mirada perdida, fija en algo que nadie puede percibir.
—Tú y tus compañeros de clase sabéis cuánto confío en la astrología —murmura por fin—, pero ahora, ante ti, que eres el perfecto ejemplo de lo no plutoniano, mi fe debe detenerse y vacilar. Mírate, nacido bajo el signo de Leo, destinado por lo tanto al optimismo, a la ambición, al poder en el gran mundo, y sin embargo, ¿qué es lo que contemplo, sino a un hombre alicaído, tibio y perezoso, con las pasiones de un puntal de mina, cuyos sueños no van más allá de instalar miradores para cultivadores de mostaza catapultados por la ley del dinero, cuyo patente propósito es acumular dinero y siempre más dinero con el menor trabajo posible? Dime, ¿qué signo zodiacal te sugiere eso, y yo diría que exclusivamente?
—Tauro —musita Dixon, consciente de que ése es también el signo de Emerson, pero deseoso de no parecer demasiado satisfecho de ello—. No crea que no he pensado lo mismo, señor, pero lo he buscado en los registros parroquiales, y sí señor, fue a fines de julio.
—¿Acaso tienes algo en la región de Piscis que desconozco? Pues existe el signo de lo encerrado…, el fuego leoniano mantenido siempre en el interior, astutamente oculto. Sí, claro, eso debe de ser.
—¿Por qué entonces me advierte, como lo ha hecho desde el principio, que mi destino era «inscribir la tierra»? ¿Para qué nos ha mostrado a todos nosotros las ley como lo ha hecho y las grandes calles romanas, de las que dice que son rectas como haces de luz?…
—Para cribaros a los que os contentáis con el espectáculo —replica Emerson.
—Los alumnos a los que ha decidido no seguir enseñando son suficientes para formar un club social —se queja Dixon.
—Sólo querías el vuelo, Jeremiah. Y nunca se trató del vuelo.
—¿De qué otra cosa podía tratarse?
—No te inquietes, trazarás unos mapas de asombrosa belleza, que es una forma de vuelo en modo alguno deshonrosa.
—No es lo que me propongo, aunque le doy las gracias…, ¿puedo llamarle amigo Emerson, ahora que ya no somos maestro y…?
—No, no puedes, para ti todavía soy el señor Emerson. Vete, portador de la cadena, las majestuosas zanjas de algún necio te aguardan.
No muchos años después, he aquí a Dixon en el salón de su maestro, tratando de no mirar, y mucho menos comer, el refrigerio, y observando en cambio los mudos mensajes que se envían Emerson y el padre Le Maire, y especulando sobre quién podría deber qué a quién, en este encuentro que han organizado y en el que Dixon parece ser alguna clase de fardo atractivo, si no de premio.
—Voy camino de Saint Omer —dice el sacerdote—, el cruel entorno de los niños, la compañía de la mayoría de los cuales no habría buscado de buena gana.
—¿Es ése vuestro voto de obediencia? —Dixon pronuncia las oes como los norteños (como aludiendo al hecho de que Le Maire no logre parecer lo bastante jesuita), y las prolonga de modo que, un poco más, y resultarían ofensivas.
Le Maire suspira.
—¿Soy el primer jesuita con el que habla?
—Vamos, compórtese, Dixon, ha estudiado usted De Litteraria Expeditione et Sophortia. Muestre algún respeto.
Dixon, quien hasta ahora ha llevado puesto el sombrero al estilo cuáquero, se lo quita con bastante elegancia y balbucea:
—Por favor, señor, mi admiración por esa gran travesía sólo puede equipararse a mis sentimientos hacia Newton…
Estas palabras provocan una lánguida sonrisa.
—Puedo imaginar cómo les enseñó eso, William: la marcha de Roma a Rímini a través de llanuras y por las montañas, con caballos al galope, con telescopios, y tal vez, sabiendo cómo las gasta usted, también con unos pocos bandidos. ¿Cómo no iba a despertar la imaginación de los muchachos? Yo mismo debería tomar apuntes.
—Una vez traté de garabatear uno o dos ángulos mientras iba a caballo —dice Dixon—. Me quedé asombrado al oír el largo poema que el padre Boscovich escribió a caballo mientras usted contaba la historia…
—Así es —asiente Le Maire—, y con una caligrafía tan buena como si se hubiera hallado ante un escritorio de roble en una sólida casa lejos del mar. Me han dicho que pronto se imprimirá en Londres. También de vez en cuando Boscovich descendía de las alturas para ocuparse de tareas menos literarias, tales como medir dos grados de latitud por primera vez en la historia, pero… permitidme que retroceda ante ese monstruo bicéfalo, la envidia y la ira, para añadir tan sólo que recomiendo y exalto al mio caro Ruggiero, tanto como os pueda satisfacer, y que deseo que Dios le acompañe durante su estancia en Londres.
La llegada secreta del aludido (como muchos supusieron), dos años atrás, había tenido el propósito de asegurar a los británicos la prolongada neutralidad, en la guerra actual, del estratégico puerto dálmata de Ragusa, que por cierto era el lugar de nacimiento del padre Boscovich.
—¿Qué necesidad tienen de una deidad los potentados y filósofos de Londres? —refunfuña Emerson—. Discursos incitadores a los diplomáticos, vaso de Madeira y una pipa en la vieja taberna El Ganso y La Parrilla. La elección de la pía Compañía de Jesús… Estupendo todo ello, sí, por cierto, pero ¿qué se trae ahora Boscovich entre manos?
Con un gesto de asentimiento sumiso, como si se viera obligado, como un «muy bien» silencioso, dice Le Maire:
—El hermano Ruggiero desea medir un grado en América.
—¡Qué franqueza! Es sorprendente.
—¿De latitud o longitud? —inquiere Dixon.
—Latitud, sin adentrarse en el continente más de lo necesario.
Emerson suelta un bufido.
—¿Esta vez no habrá trayecto de Roma a Rímini?
—Se conformaría con una fracción de grado.
—No lo conseguirá, señor. Este rey jamás permitirá que los jesuitas filósofos entren en la Norteamérica británica, a lo largo de una u otra coordenada, por más que sus motivos sean tan puros como la cera de las velas. Y, por cierto, ¿cuáles son sus motivos?, ¿por qué la Compañía de Jesús, al cabo de trece años, quiere de repente empezar a medir de nuevo los grados? ¿En qué medida les ayuda eso, básicamente, a castigar a más protestantes de los que ya apalizan?
—¿No se nos puede conceder cierta curiosidad por la forma y el tamaño del planeta en el que vivimos? —replica Le Maire sin parpadear, a un paso de poner en tela de juicio la cortesía de su anfitrión.
—Sí, claro, eso nos sucede a todos…, pero lo que el trazador de líneas, su compañero Boscovich, también quiere, y de una manera lo bastante franca para que la noticia haya llegado incluso a los oídos (por lo general bloqueados por las tareas agrícolas) de este filósofo rural, es establecer un gran número de observatorios jesuitas, extendidos como una telaraña, al parecer por todo el mundo, y, según me dicen, creados hasta cierto punto a partir de las disposiciones tomadas para observar el tránsito de Venus. Y eso da pie a una pregunta lógica: ¿qué número de emplazamientos se necesitarán, y dónde estarán situados? Cualquier acontecimiento celeste lo bastante cercano para que importe el punto de la superficie terrestre desde donde se observe será sin duda demasiado infrecuente para que merezca esa considerable inversión. En consecuencia —el notorio «en consecuencia» de Emerson, como Dixon ha acabado descubriendo, tiene el objetivo de amedrentar a sus alumnos para que crean en la existencia de cierto hilo lógico que ellos no han visto—, el propósito implícito, por supuesto, sólo puede ser el de penetrar en China, y el resto no es más que pura diversión.
Le Maire, con una expresión indulgente, se encoge de hombros.
—Ésta es la época de nuestro exilio, William. Día tras día van expulsando a los jesuitas de los reinos de Europa. María Teresa, que Dios guarde, es nuestra última protectora. Nuestra presencia aquí, en Occidente, tal vez sea más exigua de lo que cualquiera de nosotros sospecha. Incluso dentro de nuestra fe somos como forasteros itinerantes. Debemos prever posibles lugares donde refugiarnos… —Cruza las manos sobre el pecho—. ¿China…?
—¡Un momento! —farfulla Emerson, que estaba a punto de llevarse la taza de té a los labios—. ¿Qué le hace pensar que los chinos os tendrán más simpatía de la que os tienen los Borbones?
—Podríamos caerles bien. No son católicos.
—Tampoco tendríais que preocuparos por si os expulsan u os proscriben, pues los chinos prefieren… —Emerson hace con la mano el gesto juguetón de cortar la cabeza y sigue diciendo—: Lo que a nosotros, la gente corriente, nos encanta y asusta al mismo tiempo es que los jesuitas muestren un fervor tan trascendente mientras cometen unos delitos tan terrenos. Sus maravillosos inventos son tan avanzados como el uso que hacen de ellos es despiadadamente antiguo. Nos parecen benevolentes visitantes de un lugar que está más allá de nuestro alcance, y a la vez asesinos corruptos de los que es mejor mantenerse apartados.
—Eso está muy bien —dice el sacerdote—. No obstante, Jeremiah, por fin tienes una posibilidad de elegir entre quedarte en casa y aventurarte en el extranjero, y, no obstante, aunque tu fe enseña la igualdad y la paz, todavía no he conocido a un solo muchacho cuáquero que no albergue en su interior el deseo de enzarzarse en una pelea… (Fíjate, William, Jeremiah se ruboriza). Hombre, si la autoridad y el combate es lo que te gusta, muchacho, nuestra organización puede procurarte todo cuanto necesites. La ración de vino casero es casi gratuita, los hábitos no son del gusto de todo el mundo, pero es evidente que atrae la atención de las damas, y aprenderás a manejar todas las máquinas,
echa,
pues,
otro
vistazo al Ejército que
escribió el Libro,
sigue la ruta que debiste
haber seguido
¡y estarás en camino!
En pie, y límpiate esa barbilla;
puedes iniciar otra vida
completamente nueva
como soldado de Cristo
con razonable paga.
¡Y nadie echa en falta
a los niños ni la esposa!
Así que
éste es el procedimiento:
toma la pluma
y firma sobre la línea
o donde más te plazca.
¡Herejes, a porrillo hay,
y licencia para matar a porfia
si eres un hermano de la Compañía!
Al terminar, el sacerdote añade de manera abrupta y poco fructuosa:
—«El celibato, por añadidura, / se impone siempre estrictamente / si eres un hermano de la…»
—Cómo, ¿no se jode? —Dixon muestra un asombro excesivo, mientras cierto acompañamiento ultramundano que iba sonando se detiene con un tintineo.
—¡Pero si nuestro voto de castidad es precisamente lo que nos permite abordar la trascendencia!…
—Es lo que os vuelve tan mezquinos, metódicos y faltos de piedad —rezonga Emerson.
—Tonterías. ¿Te gustan los trabajos fascinantes? ¿Los viajes, la emoción? Aventúrate a examinar todas esas cosas, tanto dentro como fuera de ti, que te han intrigado. Tu éxito con el tránsito de Venus fue una señal de Dios, indicadora de que Él sigue simpatizando con tus propósitos, que ahora se entrelazan con la proyectada medición de la línea limítrofe en América. Eres un candidato perfecto para el puesto, un agrimensor en activo con experiencia en astronomía. Puedo asegurarte la aprobación de Calvert, y el hecho de que tu familia sea cuáquera interesará por lo menos a una facción importante de Pennsylvania. Y además, para mórbido placer de ciertos devotées de las monarquías pretéritas, tu familia está íntimamente vinculada al castillo de Raby y, por lo tanto, a la melancólica pero misteriosa y sugerente historia de Sir Henry Vane hijo.
—¿Cómo? ¿Jacobitas en América? —inquiere Dixon, perplejo—. Creía que eso se había terminado…
—Pues no, la historia sigue, acumulando poder, y se la cuentan dulcemente a los bebés jacobitas entre las oraciones y la nana, pues los jacobitas, como las fuerzas invisibles que siempre los han creado, persistirán. La disputa no terminó con Cromwell ni con la Restauración, ni con Guillermo de Orange ni con los Hannover. Si en el suelo inglés se han terminado los combates armados, ahora el campo de batalla ha pasado a América, otra utilidad más de ese condenado lugar, y se lucha con armas tan nuevas como en el continente, y se han concedido incluso extravagantes permisos legales a aventureros americanos, lanzados al mar del futuro como minas flotantes, cuyos objetivos no se conseguirán en varios años, tal vez en más de una vida, y cuya malignidad es incalculable.
—El joven Vane nunca fue un regicida —insiste Dixon.
—Ah, estúpido —le provoca Emerson—, era traidor como una serpiente.
—No obstante, en los alrededores de Raby, la mayoría de la gente cree que la ruindad del padre, al perseguir la destrucción de Strafford, fue la causa de que el hijo tuviera tan triste sino.
—Fue su Vane hijo, Le Maire, quien dio las notas a Pym, por el amor de Dios —farfulla Emerson.
—Una copia de una copia —replica Dixon—, inútil como prueba. ¿No llamaría usted a eso por lo menos un pecado venial, amigo Le Maire?
—¡Falso! —exclama Emerson con un horror fingido—. Bueno, ¿vamos a pasarnos aquí toda la semana…?
El jesuita, quien nunca ha dominado el arte europeo de encogerse expresivamente de hombros, extiende las manos.
—¿Quién puede saber hasta qué punto el hijo compartió el rencor de su padre, cuando la baronía de Raby pasó a Strafford? Parece un motivo bastante ruin para que un hombre, y no digamos dos, lo considere tan digno como la vida de otro hombre. El joven Vane tenía veintisiete años, más o menos tu edad, Jeremiah. ¿Desconocía por completo la facilidad con que pueden recurrir al asesinato quienes manejan los asuntos del mundo? Tal vez pensó que Pym y los suyos sólo utilizarían eso en privado, como una baza de cara a la negociación.
—¿El asesinato…? —pregunta Dixon, perplejo.
—Asesinato judicial, mozalbete —dice Emerson, furibundo—. Las palabras no les cuestan nada, los notarios sólo un poco más, ¡y mira!, otra orden de proscripción o condena a muerte, ambas cosas, en esta época nuestra, tan corrientes como las notas por los servicios de las lavanderas, pues la vida humana carece de valor, y ése es todo el secreto del gobierno en la Tierra.
—Mientras que en el Cielo un alma lo vale todo —le recuerda Le Maire.
—Bueno, sí, a menos que sean indios del Paraguay o judíos de España o los jansenistas de enfrente, y usted sabe que me encantaría estar sentado hablando de religión hasta que el infierno se congele, sobre todo comentando las opiniones de Newton sobre la gravedad y el Espíritu Santo, pero ¡ay!, tendrán que esperar a que salga mi libro sobre el tema. Entretanto, puesto que no hay cerveza en la casa…
—Como si la hubiera alguna vez —musita
—… y puesto que, en cualquier caso, esta queja constante me produce muy pronto fatiga, creo que sería mejor —propone Emerson— que fuéramos a mi local de siempre, La Estaca y El Tonel.
Por un momento, Dixon ha temido que quienes beben en esa gruta cervecera de terrible reputación lo hagan a causa de una melancolía avanzada que rebasa su entendimiento. Dixon todavía no ha establecido claramente la relación entre sí mismo (con su costumbre de frecuentar las tabernas) y esos otros amasijos de sentimientos que sólo se mantienen provisionalmente en posición vertical, salvo por una fatalidad común (por muchos que sean los presentes): la fatalidad de compartir el dudoso consuelo de la tristeza.
El padre Le Maire se quita la capa, con lo que deja al descubierto una casita de color rapé y los calzones de un ciudadano medianamente acomodado. De un bolsillo interior extrae una costosa peluca de Ramillies, la sacude con brío, produciendo una nube de litargirio, y se la pone, con un mínimo de manoseo, en su ascética cabeza.
—Ya está. Ahora soy Ambrose, el primo lejano del señor Emerson, que vive en el impío Londres.
—La «impiedad» es justamente lo adecuado para ese local —asegura Emerson, mientras se marchan—. A quienes no les dan una calurosa bienvenida es a los papistas.