Los pueblos situados alrededor del Valle Dorado no se tenían mucha simpatía mutua, más bien parecían haberse aliado no para comerciar sino para cultivar la envidia, el rencor y la venganza. Vivían en un paraíso, pero preferían convertirlo en un purgatorio, donde la nueva riqueza generada por las factorías no parecía preservar el equilibrio de la mezquindad y el embrutecimiento que todos creían haber alcanzado, sino que les hacía perder pie de nuevo. La geografía precisa de la cuenca era ahora primordial: esa geografía determinaba las trayectorias que podían seguir las corrientes de agua para mover las norias que proporcionaban energía a los talleres… Aquello era como presentarse ante el Juicio Final y descubrir que las vidas buenas y útiles, la ausencia de malas acciones y la moralidad cuentan mucho menos que aquello que Él deseaba en verdad de nosotros, algo que no habíamos ni sospechado; de la misma manera, los habitantes del valle nunca han sospechado que el fluir del agua a través de la naturaleza, por un gradiente que aporta de modo gratuito la misma deidad, podría reformarse a fin de impulsar una hilera de telares, cada uno de los cuales teje millares de hilos con la angularidad recta más estricta (tan lejos de las formas terrenas como es posible), aunque no todas las etapas de la metamorfosis tendrían su equivalente en libras, chelines y peniques.
—No obstante, algunos sólo desearán huir de aquí, a Gloucester, a Londres, a América, a cualquier sitio lejos de las pendencias del sumidero que es este pueblo.
Así, por lo menos, argumentó Charles su necesidad de buscar un futuro fuera del valle. Rebekah le devolvió la mirada, un enigma para él, Eva en el paraíso o Eurídice en el infierno, pero ¿cómo saber, cuando ya era demasiado tarde, dónde había estado ella?… Relatos antiguos se atropellaban en su mente. ¿Cómo iba a permitir que ella tuviera una historia propia? ¿Cómo no iba a elegir Mason el camino más fácil y remitir a Rebekah a algún arquetipo masculino, el Poeta loco de amor, el Inocente tentado? ¿Tenía ahora que encender la pipa, tomar el volumen donde se contaba la historia de ella, el volumen que la encerraba, y leerla a ella de una sentada? ¿Era eso lo que las mujeres querían? ¿A quién podía preguntárselo?
Si hubiera recurrido a su padre, quien ya se retiraba a los apacibles laberintos de la sordera (aunque los dos se habían gritado durante toda la vida), si el viejo Charles hubiera mostrado por una vez un poco de simpatía, ¿quién sabe adónde habrían podido llegar? Pero su padre, al aceptar que no debía amar al joven como antaño, había amado al chiquitín Charlie (secretamente, con la entrega inconsciente propia de una madre), y tras tomar a Charles hijo del brazo, lo habría conducido por una gradación decreciente de ruido hasta que pudieran gritar cómodamente. Habían estado junto al estanque en el que se deslizaban los patos, rodeados de enjambres de mosquitos…
—Entonces ella también debe de ser una bobalicona, ¿no? Ninguna va a querer casarse contigo, estúpido, a menos que a la chica le pase algo grave. ¿Que qué quieren las mujeres? Pues un hombre que se gane bien la vida, no un estrellero que nunca se hace adulto.
—Si el puesto en Greenwich…
—Sam Peach no es amigo tuyo. Cada cosa que haga por ti tendrá un precio, y tal vez no te guste pagarlo cuando te toque hacerlo.
Todo ocurre en subjuntivo, por supuesto: si el joven Mason hubiera recurrido a su padre, ésta podría haber sido la probable conversación que hubiesen mantenido.
Llegaron a la cima de una montaña, y allí comieron. Ella ya había observado que Mason siempre buscaba, en la distancia nebulosa, más allá del observatorio y del meandro del río, los muelles de la Compañía de las Indias Orientales.
—¿Sueñas con las lejanas Indias? —le preguntó finalmente—. Yo sí. Ojalá pudiéramos ir allá.
Lo cierto era que él había estado a punto de decírselo. Le encantaba esa silenciosa transgresión en la relación causa-efecto.
—Sí, podríamos.
Ella se volvió para mirarle, con una expectación inocente.
—¿Qué vas a hacer el 6 de junio de 1761? —le preguntó Mason.
—Tendría que consultar mi lista de compromisos… ¿Me estás invitando entonces a viajar a las Indias?
—A Sumatra, si tenemos suerte.
—¿Y si no?
—No lo sé. ¿Tal vez a Hounslow Heath?
—Quiero decir si te irías solo. ¿Me dejarías aquí?
—Tendríamos que ir juntos.
Ella le miraba fijamente. Mason quería decir algo más, pero la joven no acababa de ver qué podría ser.
—¿Navegaríamos en un barco de la Compañía?
—Alrededor de medio mundo.
—Sí, y al regresar… ¿seríamos ricos?
—Ay, Rebekah mía, ni siquiera lograríamos amasar una fortuna modesta, aunque sí dispondríamos de suficiente dinero para alquilar una esfera armilar, tal vez encontraríamos empleo como manipuladores de la esfera y actuaríamos en salas públicas a lo largo de las rutas de las diligencias.
—¿Y ahora ya no tienes ese trabajo? El de aprendiz de estrellero o comoquiera que se llame.
—El trabajo ha de continuar —replicó él—. Aquí, en la Tierra, la rivalidad con Francia es tan intensa como siempre; allá arriba, reina lo atemporal, todo está en marcha, ninguna pauta se repite jamás… Alguien en Greenwich, cada noche que lo permite el cielo, debe abrir los postigos a su majestad, aplicar de nuevo el ojo al implacable tubo y efectuar las observaciones. Si no soy yo, otro ha de hacerlo.
—No puedo creer que el doctor Bradley no quiera que vuelvas con él.
—Ya ves cómo es, la crueldad de su edad. Es probable que a nuestro regreso ya no pudiérramos contar con su apoyo.
—Eso suena a política, querido. Creía que, vosotros, los que observáis las estrellas, teníais unos pensamientos más elevados.
—Pues ya ves, por desgracia no es así. La astronomía está tan corrompida a manos de los pelhamitas[7] como cualquier otra actividad en este reino, y nosotros siempre estamos a merced de la designación de puestos, tanto como cualquier badulaque de la corte.
—Vaya, estás irritado. No tenía ni idea.
Ni él tampoco.
—Bésame de todos modos.
—Es la primera vez que beso a…, a un empleado público.
—Juega tus cartas con honestidad y tendrás lo que llamamos «el especial de Newcastle».
—Humm…, y también aprenderé malayo, hindú y chino. Seré como uno de esos loros que hablan. ¡Ah!, mi vida, seguro que crees que estoy hablando demasiado, pero cuando viajemos hacia Oriente nunca daré a estos pacientes oídos un momento de descanso, y tú, desdichado señor, deberás soportarlo, aunque considera una bendición que no haya deseado tomar lecciones de gaita…
Como si este goticismo, propio de la mediana edad, que sobreviene a Mason no fuese más que el residuo, oscurecido y agrio, de un anterior y más esperanzado embotellamiento del yo, le cuenta a Dixon que una noche, cerca del solsticio, cuando cortejaban, decidieron cabalgar en dirección al sur para contemplar Stonehenge a la luz de la luna —ella pegada a él y cómodamente sentada en la jamuga, el avance contra las acometidas del viento, aquellos brazos expresivos, la espalda de Mason estremecida y los dedos doloridos—, y por fin dieron con la antigua cañada galesa llamada el Camino de los Terneros, que iba de Bisley a Chalford y, por el otro lado del valle, hacia la llanura de Salisbury, un día y una noche, amor bajo los setos, sueño reparador, otro día, hasta que llegaron a su destino, unas horas antes de la puesta del sol, la vigilia de San Juan.
Ella estaba inquieta y se le acercó más.
—Esto es muy viejo, ¿verdad, Charlie? ¿Qué es?
—Los estrelleros de antaño lo utilizaban.
—Es demasiado familiar. Tengo esa sensación…, no sé, como si yo conociera el lugar y él me conociera a mí. ¿Podrían haber vivido aquí nuestros antepasados, aunque sean remotísimos, de tu familia o de la mía?
—Bueno, nosotros siempre hemos sido panaderos y molineros. Pero podrían ser antepasados tuyos.
—Teníamos parientes por aquí.
—Entonces puedes estar segura. Si observas todas estas piedras, comprenderás que en el pasado debió de haber pleno empleo por estos alrededores, y durante muchos años. Algunos antepasados tuyos debieron de trabajar aquí…, pero, santo cielo, cómo me traerán en bocas desde Bisley a Stroud: «¡Dios misericordioso, se ha casado con una druida!».
El ritmo de ambos decayó de repente al oírle Rebekah pronunciar ese verbo que en los últimos días le venía con tanta frecuencia a la mente, aunque casi nunca le afloraba a los labios, y que la dejó, por un momento, desconcertada.
Mason chasqueó los dedos.
—Pero, claro, eres una druida, ¿no?, con esa terrible terquedad tuya, aunque, ¿cómo podría haberlo sabido?, bien mirado, no pareces una druida, y no he analizado tus creencias religiosas ni nada de eso… ¡Bueno! ¡Druida! Bien, bien…, ¿todavía metéis a la gente en esas cestas de mimbre y les prendéis fuego? ¿Eh? ¿O también vuestra fe ha pasado por una Reforma?
Sonreía amigablemente, como si esperase alguna respuesta a sus palabras.
Rebekah sorprendió a Mason al permitirse dejar escapar una alegre risa; luego ella cerró el puño y, lenta pero significativamente, lo acercó a la boca de él.
—Y en Sapperton dirán: «Dios misericordioso, ¡se ha casado con un idiota!».
Y mientras subían por primera vez al observatorio, ella le dio a Charlie otro de sus cachetes con la palma abierta en lo alto de la peluca.
—¡Druidas! ¡Tienes la insolencia de bromear conmigo sobre los druidas!
—No te gusta mucho, ¿eh?
Se quedó quieto, cargado con bolsas y cajas, ya dolorido debido al ascenso, pero consciente de que exactamente de esa manera prefería acceder a su nuevo puesto, como Pedro por su casa cargado hasta los topes y sufriendo el ataque afectuoso de aquella guapa muchacha, aquélla en particular.
—Bueno, ¿pero has visto estas piedras? Son peculiares, ¿verdad? ¿Me estás llevando a uno de esos castillos siniestros?… He leído acerca de ellos: rituales secretos, tipos con capa y capucha, sexo, torturas, monjas y monjes. Vamos, Charlie, menuda idea.
—Espera, yo nunca he dicho que…, perdona, ¿qué es lo que has leído?
—Y está anocheciendo. —Oyeron ulular a un búho temprano—. Y eso de ahí, ¿qué es?
—Un pozo antiguo, en fin, tan viejo como Stonehenge. Flamsteed lo usó para sus observaciones diurnas. Te lo enseñaré mañana, si quieres.
¿Qué clase de miradas intercambiarán ella y Susannah allí, en el patio del observatorio, azotadas por ese viento que se lleva las palabras? A unos pasos del meridiano 0 del mundo, la joven señora en su umbral, la esposa de baja cuna del aprendiz de brujo, con la cabeza inclinada por cortesía, pero la mirada llena de curiosidad… ¿Cuándo empieza Rebekah a sospechar que está ahí para garantizar la conducta de su marido?
Él quiere para ella una resurrección, nada gótica, ni siquiera bíblica, sino más bien una grata y bonita ascensión, que tuviera lugar alguna tarde de brisa, desde la parcela cuidada ante la lápida, Saint Kenelm a la luz del sol, damas repintadas y llevadas de acá para allá entre flores silvestres que se mecen, y después todo ello precipitándose hacia abajo, convertido en un borrón espectral, mientras ella se alza por encima del valle, hacia el viento, la forma de Sapperton allá abajo, con una pureza perfecta, el perfil de la sierra a sus espaldas, frío, como grabado al agua fuerte, aquellas montañas que deberían haberlos mantenido alejados de Oxford, de los tipos como Bradley y de todo lo que vino después.
Ha de decirse una y otra vez que no debe examinar con demasiada atención las caras de sus hijos en busca de los rasgos de Rebekah. Si los mira así, nota que ellos se avergüenzan, lo cual no le procura gozo alguno. Cuando sabe que los va a ver, se mira en el espejo y memoriza su rostro lo suficiente para que se trasluzcan en él los rostros de Willy y Doctor Isaac, dejando, si el truco tiene éxito, a Rebekah y a su querido rostro vivo en paz, aunque supone que más o menos a la mitad de la resolución óptica. Cuando llega el momento, Mason descubre que no recuerda su propio aspecto. Además, los rostros de los niños son inevitablemente los de ellos, con sus propios rasgos, y reclaman su derecho a no depender de nadie.
—¿Habrá salvajes? —le pregunta William—. ¿Tendrás miedo?
—Sí, los habrá, y quizá lo tenga.
—¿Llevarás una escopeta?
—No, un telescopio.
—A lo mejor pensarán que es una escopeta.
—¿Vas al mismo sitio que mamá? —inquiere Isaac.
«Algún día», está en un tris de responderle Mason.
—No lo sé. —Toma al niño en brazos y lo pone de cabeza para abajo, sujetándolo por los pies—. Pero bueno, ¿qué es esto?
—¡Yo también! —exclama Will.
Con un niño en cada brazo, comenta:
—Por lo menos necesitaré estar así de fuerte en América.
Cada vez que les da las buenas noches y se aleja a caballo, finge que por lo menos volverá a visitarlos una vez más. Ellos le ven partir, más pequeños en el umbral que en sus brazos, y cuando llega al recodo del camino, los pequeños, cogidos de las manos, echan a correr.
Londres ha cambiado. Mason observa que no le reciben tan bien como él, según descubre ahora, deseaba que lo hicieran. Dondequiera que mire, ve sórdidos recuerdos de su historia en la ciudad, una estación tras otra de un vía crucis hacia la melancolía.
Ha sido el alcahuete de Maskelyne, he ahí su pecado, he ahí lo que otros susurran antes incluso de que la suela poco firme de su bota haya dejado atrás la alfombra del vestíbulo; ha aceptado una compleja seducción por parte no sólo de la soprano que está dentro sino también del gracioso bajo apostado en la puerta. Sabe lo que está sucediendo. No obstante, al mismo tiempo, ¿cómo puede saberlo? ¿No es acaso un sencillo muchacho del campo? Ahí viene este taimado matemático de Cambridge. Cuando Mason barrunta su juego, es demasiado tarde y casi le han despachado hacia América y se lo han quitado del medio, mientras el intruso entra en casa para hacer rápidamente lo que le interesa.
En cualquier caso, ésa sería la situación, y sin duda daría pie a abundantes sermones. El peregrino, por largo o sinuoso que sea su camino, puede tener siempre ante sí el santo lugar que su fe le lleva a alcanzar, de la misma manera que el guardabosques americano, por indeterminado o no marcado que sea su territorio virgen, puede gozar de ese impulso del deber que tiene siempre a sus espaldas, ese deber con el que, por su honor, tiene que cumplir. Mason, no del todo desilusionado con respecto a los lugares que quizá ya no existan, ni tampoco lo bastante reacio todavía a que le empujen hacia una idea de futuro que no es suya, queda así limitado a los barrios que rodean la ciudad terrena —la capital en el corazón de su tiempo—, no desterrado por completo de ese esplendor lejano, aunque también es allí mal acogido. Según esto, toda visita que realice con Maskelyne está condenada a añadir un componente público a lo que, en privado, se revela ya insoportable.
—Penitencia —manifiesta Mason.
Los dos vuelven a verse en Londres en el verano de 1763, en la casa de Mun Maskelyne, cerca de la calle New Bond. Mason espera tener noticias del empleo en América, y Nevil Maskelyne está a punto de embarcarse hacia las Barbados para asistir a las pruebas del fastidioso reloj del señor Harrison. El joven y eminente Lalande, quien hace poco (en el 62) sucedió a J.N. Delisle en la cátedra de astronomía del Collège de France, se halla también en la ciudad para asistir a las pruebas del cronómetro y cenar en el club La Mitra.
—Es un hombre de mi edad —observa Maskelyne—, astrónomo adjunto del observatorio de París desde antes de que cumpliera los veintiuno. Usted, en cambio, tenía…, ¿eran veintiocho?, cuando empezó a trabajar para Bradley.
—Con todo, de entrada tengo seis años más que él —refunfuña Mason—. Eso le da una ventaja de… ¿cuántos, trece o catorce años? Será mejor que nos pongamos a trabajar, ¿no? ¿Se da usted cuenta? Estamos hablando otra vez de Lalande.
—No parece tan terco, para ser francés. Más bien me profesa una ciega admiración, aunque no puedo imaginar por qué…
Mason debería replicar: «Porque Lalande es demasiado joven para juzgar a las personas», pero se limita a sonreír de una manera falsa y diplomática.
—¡Ajá! ¡Aquí lo tenemos!
—¡Hola, Nevil, cher maître!
Se besan en las mejillas. Mason sospecha de inmediato que Maskelyne ha contratado a un actor, y, por cierto, a un cómico de la legua casi aficionado, para representar el papel del célebre philosophe.
—El doctor Bradley fue el astro más brillante de nuestra pequeña constelación de astrónomos, señor —le dice el francés a Mason, al parecer con sinceridad—. Le Monnier, mi mentor, lo reverenciaba.
Se oye un estrépito y un vocerío. Una mujer grita, y luego se escuchan pisadas apresuradas.
—Ah, y vas a conocer a Mun —dice su hermano, en un susurro clerical.
Mun entra pisando fuerte.
—Vengo de Bath, Nevil, y necesito dormir bien para despejarme. Me encontré a ese individuo, Herschel, en la Capilla Octogonal, imagino que es de esa clase de personas que tanto te gustan, astrólogo como tú, y toca el órgano con un talento endemoniado, ni que decir tiene. Du du dada, dada dada dada…, en fin, ya te haces una idea. Hooola, J.J., ¿todavía en la ciudad?… Vaya, ¿quién es éste? ¿A qué viene esa cara de vinagre? ¡Bah!, es una broma, señor. Ahora veamos qué es lo que Nevil le ha ofrecido para beber. ¡Ah! —Al ver la taza de Mason finge retroceder aterrado—. El muchacho tiene buenas intenciones, desde luego, pero no sabe nada de hospitalidad. Venga conmigo.
—Yo iré con usted —dice J.J. Lalande—. Voy al Drury Lane para ver Florizel y Perdita.
—A las dos, ¿eh? —dice Mun, moviendo la cabeza con admiración—. Usted que es francés, dígame…
La noche ha caído sin que Mason se diera cuenta y está en un barrio de la ciudad que no conocía. Bajo los haces de luz violeta, procedentes de faroles de vidrio coloreado, se distinguen silenciosas muchedumbres de hombres y mujeres que se apresuran. De vez en cuando, unos gritos extraños interrumpen la decidida afluencia de pisadas. A Mun, una vez han entrado en la corriente, no parecen preocuparle los achuchones ni la multitud que se apretuja. No tarda en perderse de vista, y Mason tiene que buscar el camino de regreso, aunque a estas alturas no está claro si, por algún medio todavía no descubierto, no ha sido ya, con peluca y chaleco, trasladado, más que transportado, a una calle congruente en algún lugar de América.