20

Los niños le rodean, con cierta reserva, aunque Doctor Isaac ha salido corriendo, como hace siempre al oír acercarse el caballo, y su impulso va muy por delante de sus piececitos nada más ver a Mason. Se detiene en seco y le mira resueltamente.

—¡Hola! ¿Todo bien, papá?

—Sí, claro —dice él mientras desmonta—. Hola, Doctor Isaac. ¿Qué tal os va?

—Pues… todos estamos bien.

El niño tiende la mano sin titubear para tomar la de Mason, y entran en la casa.

Hoy Mason se muestra paciente con ellos, y poco a poco los dos niños se instalan junto a él, en un perímetro reducido. Viven con tía Hester, la hermana de Mason, y con el marido de ésta, Elroy. Mason, que mientras cabalgaba hacia la casa se ha preparado espiritualmente para hacer frente a la falta de respeto, a las recriminaciones y a un café malo, se encuentra con todo eso y, además, con Delicia Quall, la hija del pañero, la cual luce un pintoresco vestido de seda japonesa, por lo menos un orden de magnitud demasiado llamativo para cualquier visita improvisada por estos pagos. Pronto queda claro, cosa inquietante, que la chica sufre esa necesidad incontrolada de convertirse en novia que los médicos llaman ninfomanía y en cuyo alegre frenesí los matices se desvanecen y todo hombre sin compromiso es un marido en potencia.

La muchacha le va señalando los pros, uno tras otro:

—Es usted bastante joven, sus hijos necesitan una madre y yo he cuidado niños durante toda mi vida. Hago un budín cuyo aroma basta por sí solo para garantizar el incremento de varias pulgadas a cualquier cintura, incluso una tan estrecha como la suya, Charlie Mason. Mis budines son legendarios incluso en Painswick. Me educaron en la fe anglicana y, si hay suficiente licor a mano, dicen de mí que soy alegre compañía. Dígame, ¿qué esperaba exactamente de una segunda esposa?

—Me alegro mucho de volver a verte, Licia, hasta este instante no era consciente de que te estaba mirando, pero así debe de haber sido, ¿verdad?

En ese momento, si Mason hubiera prestado atención, podría haber oído, procedente del camposanto de Saint Kenelm, cierta «rotación subterránea».

—Ah, vive usted en otro mundo, señor Mason —le dice ella con una sonrisa forzada—. ¿Debo recordarle que en este planeta es regla universal que un viudo joven busque una nueva esposa en cuanto lo permita la decencia? Y si es tímido, puede dársele incluso un día más.

—Gracias. Eso he oído decir, y me lo siguen diciendo muchas personas que me quieren bien. Si no tuviera una obligación ineludible…

—¿Con quién, con la Royal Society? ¿Una sala llena de hombres con peluca que hablan monótonamente a la luz de las velas? ¿Es ahí donde preferiría estar, y no en su casa, ante la chimenea, con su nueva esposa y sus pequeños? Y las natillas… ¡echadas a perder! ¿Cómo puede preferir eso? —Persuadida, al parecer, por sí misma, se aparta de él—. Entonces, ¿qué clase de criatura retadora y nocturna es usted?

—Vamos, muchacha, no seas así —le ruega Mason.

—No estoy haciéndole una escenita, Charles.

—Bésame ahora mismo, dulzura.

—Lechuguino charlatán de Londres —le espeta ella, y hace amago de marcharse.

Los niños entran corriendo.

—¡No te vayas, tía Licia!

Ella los atrae hacia sí y, por encima de las cabecitas que se le arriman, dirige a Mason una sonrisa que significa: «Ya lo ves».

—Aquella larga travesía marítima que emprendió podría disculparse, era como un remedio contra el exceso de aflicción. Pero ahora ha vuelto, ¿no?

—No es un regreso definitivo, pues hay otro proyecto en marcha, y es muy posible que me vaya, muy pronto, por cierto…

—¿Qué? —exclama su hermana Hester—. ¿Adónde vas ahora? ¿Es que no hay trabajo en Inglaterra? Cierta vez tuviste un empleo seguro en Inglaterra, ¿qué ocurrió?

—Los tiempos cambian, Hetty. Disfruté de aquel puesto gracias al grupo de Newcastle, que ahora languidece a la puerta de la muerte política. Una clase distinta de liberales controla ahora los nombramientos. —Bradley ha desaparecido, eso es todo, y no va a lamentarse de ello delante de los niños. Además, aquí a nadie le sonaría ese nombre—. Dicen que la paga es buena…

—Si yo estuviera en su lugar —le aconseja Delicia Quall—, me aferraría al asunto de la longitud, eso es lo que da dinero.

—Has estudiado la cuestión, por lo que veo. Es cierto que, a corto plazo, habrá mucho trabajo en lo del almanaque, porque las observaciones lunares son por ahora el único método práctico de navegación, y mucho más baratas que cualquier reloj. Pero, muy pronto, unos vástagos del reloj creado por el señor Harrison, y más recios, mostrarán a mediodía sus esferas en las flotas, y el tiempo de las observaciones lunares habrá pasado. Nosotros, desdichados observadores de la luna, sólo podemos confiar en compartir el premio, que al final resultará una tarta cortada de muy diversas maneras y que no satisfará a nadie. Hoy, Licia, si uno quiere ganar dinero debe hacerlo en el exterior. Por primera vez es posible ganarse de veras la vida incluso con la astronomía. Se organizan expediciones costeadas con fondos públicos. Me envejece recordar que el doctor Bradley, al descubrir la aberración, se vio obligado a depender de la generosidad de aquella nobleza que compartía su pasión por las estrellas…

Estas últimas palabras son una invitación a que alguien por lo menos le exprese sus condolencias. Nadie lo hace.

—¿Adónde vas esta vez, Charles? —inquiere su hermana Anne, que ha cumplido los diecisiete y ansía marcharse de casa, donde es una sirvienta no pagada las veinticuatro horas del día.

—Por ahora no hay más que rumores, no se ha decidido nada…

—¡Papá! —grita el endemoniado Doctor Isaac.

—¿Nos lo dice, señor? —pregunta William.

Todos le miran intensamente, con los ojos muy abiertos. Mason inclina la cabeza.

—América.

Se arma un alboroto. Todos quieren hacer comentarios al mismo tiempo.

—Por el amor de Dios, Charles —le dice Hester, en un tono cortante y suspicaz—, tuviste suerte de regresar vivo una vez, pero ahora tienes todo en tu contra. Por una vez, podrías pensar en estas dos criaturas, ¿no?

Entretanto, los niños dan brincos y gritan: «¡Serpientes, osos, indios!» y cosas por el estilo. La tetera silba furiosamente sobre el fogón y nadie le hace caso.

Cuando arrecia el vendaval femenino, Elroy lleva a Mason aparte y le ofrece una pipa de tabaco de Virginia.

—Y ese trabajo en América, ¿consistirá también en observar las estrellas?

—Quieren trazar unos límites, lo más perfectos que sea posible, a lo largo de miles de millas, y para ello alguien debe tomar latitudes y longitudes por medio de las estrellas.

—E imagino que estarás algún tiempo ausente.

—Siento que los chicos sean una carga para ti y para Hester, y veo que la pobre Annie está atareada día y noche. Qué grandotes están, Dios mío, ni siquiera los conozco.

—¿Y la próxima vez que los veas? Tal vez, como ahora, hayan pasado varios años. Los quiero como si fuesen míos, Charles, pues en esta casa todos comen las mismas gachas de la misma cazuela… Estás más tiempo ausente que aquí, y nosotros los adoptaríamos con gusto, en cuyo caso tendrías que firmar…

—¡Ah, eso nunca!

—Entonces puede que haya otra solución, pero tiene un precio que no sé si estás dispuesto a pagar.

Mason sabe más o menos de qué se trata, y aguarda, mudo como una piedra.

—Cuando lleguen a la mayoría de edad, ambos entrarán de aprendices en el molino de tu padre. Los contratos habituales, por siete años. Él nos pagará hasta que llegue ese momento, y esa ayuda nos irá muy bien, Charles.

—¿Por qué no es él quien me dice esto?

—En este asunto represento a tu padre.

—¿Tú? ¿Eres abogado?

—No, pero todo el mundo necesita un representante de vez en cuando. Si te marchas a América, supongo que te informarán a fondo sobre el particular.

Un magnífico dilema. Entretanto, a lo largo del día, llegan parientes cada vez más lejanos. Vienen de todas las direcciones, certeros como vencejos, señalando con el dedo, agitando los puños, blandiendo bastones, todos ellos con motivos para quedarse en Sapperton, y le traen a Mason un recuerdo vívido de todos y cada uno de los motivos por los que, dos años atrás, abandonó satisfecho todo esto. En aquel entonces, por supuesto, él estaba sumido en la aflicción, pero el tiempo ha seguido su curso y ahora ha desaparecido la force majeure que hace dos años impulsó a esos parientes, aturdidos, a llegar a un acuerdo, juntos por un instante, para ofrecer un servicio, el mismo servicio por el que ahora habrá que pagar un precio.

Los niños, en pie desde antes del amanecer, están ya muertos de fatiga, tendidos en el suelo, y se levantan tambaleándose para desearle las buenas noches con un beso, como si él nunca hubiera estado ausente y cada noche les hubiera besado así. Como siempre, a Mason le sorprende el ímpetu que traslucen sus movimientos, su incapacidad de refrenarse, la pureza de quien aún no es insincero. Mason, emocionado, no es lo bastante insensible como para contener las lágrimas. Sus parientes contemplan la escena haciendo diversas muecas, mofándose o fingiendo que no ven, y todos ellos recuerdan lo difícil que a Mason le resultaba tocar a sus hijos, en particular a Doctor Isaac.

—Cuando me acerco a ellos, siempre temo que se echen atrás —le confiesa a su hermana menor, Anne, cuando están sentados en la cocina, tomando café, una vez los niños se han acostado—. ¿A quién no le ocurriría? Willy no me recuerda, Isaac es demasiado pequeño… ¿y qué les ha dicho Hester acerca de su padre?

—Que volverías pronto a casa —responde Anne—, que estabas cumpliendo una misión para el rey, pero que no tardarías en reunirte de nuevo con ellos.

—Mientras ella los vende a su abuelo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

Mason ha de hablar con su padre al respecto. «Tengo treinta y cuatro años», se dice mientras cabalga al trote, taciturno. ¿A qué se deben esas punzadas que siente en el recto? «¿Qué es lo peor que podría hacerme?, ¿atacarme con una hogaza del día anterior?». También existe la posibilidad de que Elroy se haya inventado todo eso, como parte de un complicado plan de extorsión, confiando en que Mason nunca llegue a aclararlo.

—No, no es exactamente así —pretende explicarle su padre—. He dicho que, como he pagado desde el principio parte de la manutención de tus hijos, durante todo el tiempo que su padre ha viajado por las islas tropicales, lo menos que debería tener es un derecho de retención de sus servicios cuando sean lo bastante mayores para trabajar. El joven Elroy nunca sabe cuándo estoy de broma.

—Así pues, ¿lo estabas?

—¿Si estaba qué? ¿Pagando? Pues claro que pagaba. ¿Cuándo no lo he hecho? Nadie más en esta familia tiene dinero. Soy el único al que tarde o temprano todos recurrís.

—Quería decir si bromeaste sobre eso.

La sonrisa que esboza su padre parece significar: «Pronto no podré oír nada de lo que dices, y entonces por fin me habré librado de ti. Estaré entre vosotros, pero no seré uno de vosotros».

—¿Cómo te enteraste de mi trabajo en América?

—El panadero lo sabe todo.

—Pues en Londres no lo saben.

—Lo supe cuando oí que tu protector había muerto.

Hablan a gritos, como para imponerse al ruido que produce el vendaval del tiempo.

—No veo la relación.

—Lo sé. ¿Recuerdas que te previne de Sam Peach?

—Dijiste que no era amigo mío.

—¿Acaso se comportó como un amigo cuando fuiste a visitarle? ¿Cómo te trató tu amigo, eh?

Por supuesto, su padre se había enterado del rechazo. Ésa debía de ser la única razón que tenía para concederle ahora audiencia.

—Sientes un placer malicioso, ¿no? —dice Mason en un tono de voz rutinario, más sosegado—. Así que ahora eso nos produce un placer malicioso. Magnífico. No es de extrañar que me rechazaran.

Mason padre sonríe sin afecto.

—¡Eres un necio! —le grita—. Quédate o vete. Al final se quedarán los dos conmigo, soy el embudo que alimenta a toda la familia, ¿no es cierto? ¿Tenías la intención de venir hoy a trabajar?

Mason se dice que, si bien no es ésta la primera vez que su padre le riñe así, los golpes con la hogaza habrían sido más amables.

En realidad, lejos de ser un ogro o un trol, como le considera su hijo, Charles Mason padre es una persona nostálgica y espiritual. Cree que el pan está vivo, que los animalículos de la levadura pueden unirse y formar un solo individuo con un fin determinado, que cada hogaza está organizada y que la corteza, por ejemplo, sirve de piel o caparazón, mientras que las pequeñas cavidades de su interior poseen una extraña complejidad, con esas paredes pálidas, de aspecto suave, y que, al examinarlas a través de una lente, revelan que están formadas por burbujas más pequeñas y, es de suponer, que éstas a su vez están formadas por otras aún más pequeñas, y así hasta los límites de lo invisible. La hogaza, ese punto de convergencia indispensable que se encuentra en toda mesa británica, la sólida hogaza inglesa de cuatro libras, es ante todo, lo mismo que el alma, puro vacío.

—Espera a tener la masa en las manos, Charlie —le decía a su hijo cuando podían hablar sin reservas—, y notarás lo cálida que es, igual que la carne, cómo emite calor. Y si dejas una hogaza en un lugar oscuro y tranquilo, crecerá.

—¿Está viva? —preguntaba el joven Mason, aunque no deseaba preguntar nada.

—Sí —respondía su padre y, tras una pausa, añadía—: Así que te gustaría amasar un poco, ¿eh?…

Fatigado más que paciente, esperaba que el muchacho se negara. Pero como si esas imágenes de carne le intrigaran tanto que por fuerza tenía que hundir las manos en la masa carnosa, el joven Mason pronto fue a trabajar a los hornos de su padre. Por las mañanas cantaban los gallos en la oscuridad, allá arriba, en las pequeñas vaguadas, y sus quiquiriquíes reverberaban en las piedras del pueblo, los caballos se agitaban, los mozos de establo y las criadas se acurrucaban y revolvían en los suelos de tierra, los viajeros soñaban, las esposas se despertaban. El joven Mason estaba convencido de que podía ver la claridad del alba calle arriba, pero aún no había amanecido en el valle. Su padre trabajaba junto a él, a la luz de dos faroles, una luz líquida, tamizada por el polvo de harina horneado durante años en los reflectores de calor. Contemplaba a su hijo, que trabajaba a buen ritmo y concentrado en la tarea, pero de todos modos era consciente de que el muchacho prefería estar en otra parte. En los meses siguientes le hablaría a Charlie de sus deberes, y el joven se mostraba de acuerdo con él, aunque el molinero se daba cuenta de que le atraía otra cosa, algo que le apartaba de las silenciosas hogazas y de las retumbantes piedras de molino, algo que le llevaba hacia Londres, hacia las estrellas, el mar, la India.

—Entonces adelante, Charles —decía su madre desde algún lugar de la casa.

—¿Hablas conmigo? —preguntaba el panadero mientras amasaba sin alterar su ritmo—, ¿o con el pequeño estrellero?

Pronunciaba esa palabra con todo el desdén del que podía hacer acopio. Mason, con las manos hundidas en la masa, miraba abiertamente a su padre, mientras notaba el dolor en los brazos, pues la masa pálida le oponía la resistencia de un ser vivo: era la invención de pueblos hambrientos para llenar los periodos sin carne, y también un sucedáneo de la carne de Nuestro Señor… El oficio del panadero aterraba al joven. Aprendió lo necesario para desenvolverse, pero luego, cuando empezó a investigarlo (los olores, el misterioso crecimiento de la masa, la puerta del horno, que era como una puerta de acceso a un sacramento, las repeticiones diarias de olor, de fermento y de algún drama oculto, como en la misa…) ¿acaso Mason huía hacia las repeticiones del cielo, creyéndolas más seguras, no tan saturadas de vida y muerte? Si el cuerpo de Cristo podía entrar en el pan, ¿qué otra cosa podría también hacerlo? Y, con la misma facilidad, ¿no visitarían el pan espíritus menos deseados? En las primeras horas de la mañana, a solas, aunque sólo fuese durante unos pocos segundos, con las blancas y mudas hileras de masa, se sentía abrumado por el carácter fantasmal del pan.

—¿Qué crees entonces que hago cuando estoy levantado y contemplo el cielo en plena noche?

Está ahí de pie, como en suspenso, bajo un saco de harina, esperando, como si su padre pudiera dejar de trabajar y ponerse a charlar con él.

El panadero enarca una ceja. Sea lo que fuere, no lo entiende, pero es reacio a provocar el parloteo del joven. ¿Será cosa de la inteligencia?, se dice su padre. Por el lado de los Damsel hay una propensión a las pocas luces, desde luego, ha sido así durante siglos. Pero ¿cómo es posible que su hijo comprenda de una manera tan imperfecta la naturaleza del trabajo? ¿No entiende siquiera que, pese a su juventud, también él debe dormir alguna vez?

La verdad es que el joven Mason se pasa el día dando cabezadas, y más de una vez dormita, con una hogaza sin hornear que le sirve de almohada, la oreja convertida en un recipiente por el que fluye íntimamente la red viva de células, la cual, poco antes de que él se despierte (y de que insista en que no soñaba), de alguna manera se las ha ingeniado para hablarle directamente en el canal auditivo. La red le dice: «Recuérdale a tu padre que existimos».

—Lo que a veces les ocurre a los hombres —quiere decirle su padre a Charlie— es que un día, de repente, comprenden cuánto aman a sus hijos (de una manera tan absoluta como la del hijo que entrega su amor) y las terribles condiciones que acompañan a ese amor, y eso resulta demasiado duro de soportar, no quieren pasar por eso en modo alguno y se echan atrás, atemorizados. Y así es como surgen estas desafortunadas situaciones, sobre todo entre padres e hijos. El padre está demasiado temeroso y el hijo es demasiado inocente. No obstante, si el padre pudiera superar la primera acometida de temor, y tuviera la fortuna de poseer el suficiente tiempo para pensar, podría encontrar un camino…

Confía en que Charlie le mire y pregunte: «¿Estamos encontrando nosotros dos un camino?».

Sigue intentándolo:

—Todo es una y la misma cosa, desde el campo a la piedra de molino o al horno. Todo forma parte del pan. Un procedimiento. Sin eso no habría nada que amasar u hornear. —Señala hacia el lugar donde las grandes muelas giran, lerdas y poderosas—: El triturado, el leudo, el horneado, en cada etapa el pan es más ligero, no sólo se alza y crece en las bandejas, sino que también se alza de la misma tierra, se tritura hasta convertirse en harina como las piedras se convierten en polvo, y en esa condición toma agua, y la levadura lo llena de aire, hasta que por fin llega al calor, y cada vez, bajo su efecto, crece, ¿te das cuenta?, hasta ser un objeto perfecto.

El hombre toma una hogaza y se la lleva a la cara. El joven Mason cree que está a punto de comérsela.