¿Cuál es el tema de las vehementes conversaciones que tienen lugar en la taberna The George, sino, otra vez, Bradley? Con eso se encuentra Mason al entrar allí.
—Qué más da la gloria que Bradley haya aportado a Inglaterra. A mí me debía unas cuantas jarras.
—No es probable que te las pague ahora, ¿verdad? Pobre tipo.
—Sea como fuere, no olvidéis que formó parte del grupo de Macclesfield, aquel que robó los once días del calendario. Dios sabe esperar, Dios es para los vivos como una bestia predadora. Él espera, puede seguir esperando durante años… pero, al final, de improviso, salta.
—Gracias, reverendo. Bueno, ¿cuándo puedo vender cerveza en su capilla? ¿El domingo le va bien?
—No, préstale atención. Los campos de batalla que conocemos, situados en las tres dimensiones de la Tierra, también tienen sus equivalentes en el tiempo, y si los papistas obtienen ventaja en el cómputo del tiempo, fácilmente pueden salir airosos.
—Hombre, y bien airosos han salido desde el 52, cuando nos impusieron el tiempo de la Puta Romana y perdimos nada menos que once de nuestros días.
Mason finge que se examina la hebilla del zapato, procurando no suspirar de un modo demasiado perceptible. Entre los muchos ejemplos clásicos de la idiotez, esta idiotez de los once días ha formado parte del selecto puñado que tal vez jamás sea posible eludir. Algunos llevan diez años alimentando este motivo de rencor, lo que no es mucho por lo que respecta a los motivos de rencor. Ahora que el infortunio se ha cebado en Bradley, ¿se sienten por fin vengados? Mason escucha la tediosa cantilena una vez más, como lo ha escuchado de labios de su padre, en este momento a varias millas a pie de distancia, todavía dormido, casi a punto de despertarse…
—Bueno, ¿qué diablos se propone hacer tu querido amigo, el doctor Bradley, y sus protectores? —Eso fue lo que al parecer su padre preguntó realmente—. ¿Robar once días? ¿Es posible tal cosa?
—No, papá. Por una ley del Parlamento, el 2 de septiembre seguirá siendo, como siempre, el 2 de septiembre, pero el día siguiente será el 14 de septiembre, y a partir de entonces los días serán consecutivos, como antes.
—Pero en realidad será el 3 de septiembre.
—Sí, será el día 3 según la antigua manera de contar, pero todo el mundo usará la nueva.
—¿Qué me dices entonces de los días que hay en medio? —inquirió perplejo, y con tal agresividad en el semblante que Mason deseó por igual consolar la aflicción que tan claramente denotaba como evitar los gritos que con demasiada frecuencia le seguían—. ¿Macclesfield los borra del mapa y declara que nunca han existido?
—Podemos llamar a los días como queramos, ponerles nombres, día de George, día de Charles, adjudicarles números. Lo importante es que todo el mundo sepa con claridad cómo hay que llamarlos.
—Sí, hijo, pero ¿qué se ha hecho de los once días? ¿Lo sabes tú siquiera? ¿Me estás diciendo que han… volado?
¿No dejará nunca correr el asunto? Padre e hijo empezaban a sentir picazón en las espinillas a causa de los recuerdos, los puntapiés recibidos, sin que nadie interviniera.
—Anímate, papá, esto tiene su lado bueno. Llegaremos de manera instantánea al día 14, ganando once días que no hemos tenido que vivir, que no estarán marcados ni se sumarán a nuestra edad. Seremos once días más jóvenes de lo que habríamos sido.
—Hijo mío, ¿tú eres tonto? ¿No hará eso que mi cumpleaños sea mucho antes? Seremos once días más viejos, idiota, más viejos.
—No —replicó Mason—. O…, espera un momento.
—Algunos me preguntan qué hará Macclesfield con los días que ha robado, y por qué le ayuda el doctor Bradley, y yo les digo que mi hijo sin duda lo sabe. Confiaba en que lo supieras.
—Estoy pensando, estoy pensando.
Empezó a plantearse la cuestión con tal tenacidad que no podía dormir, preguntándose si su padre había forcejeado así con los interrogantes acerca del mundo que Mason se había planteado anteriormente. Invirtió preciosas horas de sueño en la pregunta, y no vio la posibilidad de obtener el menor resultado.
Con una lividez en el rostro que habría alarmado a un médico —de haber estado presente—, el señor Swivett afirma ahora:
—No sólo injuriaron a la estructura del año que nos dio Dios, sino que también nos impusieron el tiempo de los católicos, el tiempo francés. Hemos luchado contra Francia durante toda nuestra vida, como lo hicieron nuestros padres, Francia es el enemigo eterno. ¿Por qué hemos de regirnos por su calendario?
—Porque nuestros filósofos y los suyos están aliados con los de otros Estados de Europa —explica el señor Hailstone—, y también con los jesuitas, y poseen máquinas, polvos, rayos, elixires y cosas por el estilo, todas ellas notables, y de vez en cuando cae en sus manos alguna tan intimidante que incluso los agentes de los reyes tienen que calmarse para no actuar.
—El tiempo es el dinero de la ciencia, ¿verdad? —dice el dueño de la taberna—. Los filósofos necesitan que haya un tiempo común a todos, como los comerciantes necesitan una moneda común.
—Lo cual sugiere también que tienen un interés por esos acontecimientos que se producen en varios lugares del globo en el mismo instante.
—¿Cómo en el Apocalipsis?
—Como el tránsito de Venus, ¿eh, señor Mason?
—¡Sí! —exclama Mason, sorprendido—. Gracias, señor. Es la primera vez que oigo eso.
—Señor Mason —le dice el señor Swivett—, usted trabajó con el doctor Bradley en Greenwich. ¿Nunca sacó a colación el doctor ese tema? ¿No sentía usted curiosidad?
Está claro que The George no es el lugar más indicado donde recalar esta noche, no es más fácil estar allí que junto al lecho de muerte de Bradley, y Mason sigue anonadado por la despedida tan indeciblemente fría de que fue objeto. No obstante, la animosa expedición a los desiertos de la idiotez que ahora propone emprender el señor Swivett podría proporcionarle a Mason un medio para evadirse un poco de otro tema, el de que Bradley haya muerto sin resolver lo que hay pendiente entre los dos. Los ojos de Mason brillan con un fulgor más malicioso que alegre.
—Años antes de que yo estuviera con él…, aunque, naturalmente, uno por fuerza oye cosas… —Saca la pipa, se sirve un vaso de clarete y se recuesta en su silla—. Sí, la famosa conspiración contra los once días, hum, secuestrados, como dicen, por el joven Macclesfield, encerrados no en un espacio, sino más bien… en el tiempo.
Fue en aquel esquizofrénico año de 1752 cuando nombraron a Macclesfield presidente de la Royal Society, cargo que ocupó durante once años, hasta su infortunado fallecimiento. El puesto se consideraba una desvergonzada recompensa política que le otorgó la «banda de Walpole» por haberle robado el tiempo a la gente, y una prueba segura de su culpabilidad.
—Mi padre, el conde de Macclesfield, apenas necesitó cuatro años para desprestigiar su título —se quejó a Bradley, más o menos cuando el proyecto de ley de los famosos días estaba en manos del comité—, y pasó por la destitución y el confinamiento en la Torre, hasta caer en una especie de proscripción popular, y ahora la gente está demasiado dispuesta a considerarme también un ladrón. ¡Ojalá pudiera devolverles sus días y terminar de una vez con esto! Abrirles de par en par las puertas del castillo de Shirburn, ofrecerles barriles de cerveza y chuletas, aparecer en las almenas con unas máquinas misteriosas, hacer que retrocedan, solemnemente, doscientas sesenta y cuatro horas las agujas del reloj del castillo y dar de nuevo al día su antiguo número, entre los vítores de todos. Pero, pese a todo, ¿quiénes de ellos, en nombre de Dios, querrían once días más? ¿Para qué? ¿Más posibilidades de que sucedan otras cosas espantosas en la vida, cuyas desgracias ya son insoportables?
—No obstante, somos mortales —susurró Bradley—. ¿De veras despreciaría usted, Milord, once días más?
Macclesfield se rio con discreción. Sus ojos, de ordinario protuberantes, últimamente estaban ensombrecidos y hundidos bajo los párpados. Dirigió una breve mirada a su empleado (pues en esto, como en todo lo demás, eran amo y sirviente), antes de seguir hablando:
—Mi familia es de Leck, en Staffordshire. Allí, durante algún tiempo, en verano, el sol se pone detrás de un extremo de Cloud Hill, reaparece ese mismo día por el otro lado y se vuelve a poner. Crecí sabiendo que el sol puede ponerse dos veces en una jornada ¿Qué son para mí once días menos?
Bradley, aturdido, se olvidó de reír ante esta bonita digresión.
—¿Qué sucedió cuando descubrió que el resto del mundo está acostumbrado a verlo ponerse una sola vez, Milord?
Macclesfield le miró con una expresión vacua. En un instante, su cara se había vuelto como el retrato que había encargado: era la respuesta a unas palabras inoportunas, una respuesta perfeccionada gracias al trato con la clase social a la que todavía aspiraba. Parecía que Bradley no le hubiera preguntado nada.
Allá abajo se encendían las luces de las tabernas, el viento agitaba los árboles, ya sin hojas, el río había dejado de reflejar la luz del sol, cuyos últimos rayos empezaba a absorber. Se hallaban en el parque de Greenwich, paseando cerca de la casa de Lord Chesterfield, el otoño estaba bien avanzado, y los árboles, bañados por la luz del ocaso, se habían reducido a plumazos y sombras. Un viento glacial soplaba entre ellos. Al pie de la colina, los cristales de las ventanas transmitían, con mayor y menor veracidad óptica, los colores de la chimenea encendida. Los perros ladraban en el bosque.
Bradley tenía entonces cincuenta y nueve años, Macclesfield era cuatro años más joven y se dirigía a él diciéndole James, esto, James, lo otro. El hombre mayor tenía perpetuamente mala salud, no cazaba ni cabalgaba, ni siquiera pescaba, se había casado y su matrimonio había sido una estupidez, lo habían comprado mucho tiempo atrás, con aberración, notación y catálogo estelar incluido, aunque él había negado eso, y con éxito, para sus adentros.
—Todo el mundo miente, James, cada uno de acuerdo con su lugar en la cadena… Nosotros, los que dirigimos, nos vemos obligados a decir grandes mentiras, mientras que vosotros, los que estáis más abajo, sólo necesitáis mentir un poco. Éste es otro desagradecido sacrificio que hacemos por vosotros, porque así quizá no os veis obligados a sentir tanto remordimiento como nosotros. En parte, podría decirse, porque noblesse oblige… ¿Tan extraño es que el hijo de un abogado que adquirió y luego hizo trizas vergonzosamente un título antaño honorable busque refugio en la observación de las estrellas? Ellas jamás nos traicionan ni mienten, son pura mathesis. A menos que sean satélites o planetas, poseedores de diámetro, cada una existe sólo como un punto sin dimensión, un simple par de números, ascensión recta y declinación…, unos números, y para encontrarlos se os paga a vosotros, los hombres de ciencia, a cargo del Tesoro Real.
—No se inquiete, Milord —replicó Bradley, como si a él le pagaran por tranquilizar a su superior—, los miembros de la hermandad telescópica acogen bien a todos los que entran en ella.
—¿Puedes asegurarme que no acabas de insultarme, James?
Bradley creyó percibir cierto deje guasón en el tono, pero, en caso de que apostara por ello, no estaba seguro de la cantidad que apostaría.
—He escuchado a mi señor insultarse a sí mismo durante la última hora. ¿Por qué habría de querer hacer lo mismo, considerando el respeto que le tengo?
—Sólo como astrónomo, por supuesto.
—Me pone usted las cosas difíciles.
Caminaban despacio entre las hojas de roble caídas que revoloteaban alrededor de sus pantorrillas. Les llegaba un olor a humo de chimenea. Era el maldito otoño, el que penetra en los huesos viejos.
—Lo que había allí —explica Mason al pequeño público de The George—, ni más ni menos, pura y peligrosamente, era un tiempo al que se le había negado su libertad de transcurrir, como si, mientras los días permanecieran detenidos, la misma mortalidad no pudiera exigir nada. La gente, en varias millas a la redonda, podía percibir una presencia; era algo que asustaba tanto que ni siquiera los sirvientes del castillo de Shirburn se atrevían a acercarse a éste. Macclesfield tuvo que contratar forasteros llegados de muy lejos, de muy al este.
—¿Las Indias?
—¿China?
—¡Stepney!
Como Mason relata, Su Señoría recurrió a unas personas que mantenían con el tiempo una relación totalmente distinta a la nuestra y que, al contrario de lo que le sucedía a nuestra gente, en sus corazones no anidaba el terror al paso de los días, sino, más bien, una gran indiferencia, lo más pura y transparente posible. Los verbos de su lenguaje ya no tenían tiempos ni sus nombres terminaciones indicadoras de los casos, pues esas personas eran indiferentes a las secuencias temporales, y, en la misma medida, ajenos a las nociones de sujeto, objeto, posesión y cualquier cosa que, entre ingleses, pudiera requerir una preposición.
—En cuanto al género…, válgame Dios, pero eso, una vez más, es algo muy distinto, sí, y que me aspen si no lo es… Sea como fuere, gracias a los buenos oficios de un intermediario húngaro…
Hay una protesta generalizada de los presentes.
—¿Eh? ¿Géneros? Muy bien, tienen tres géneros, masculino, femenino y un tercer género del que nadie habla, el de los muertos. Quizás os pique la curiosidad y queráis saber cuáles son las relaciones sentimentales entre varones y muertos, mujeres y muertos, muertos y muertos. ¿Eh? Perfecto. ¿Qué decir de los triángulos amorosos? ¿Se convierten automáticamente en cuadriláteros? Puesto que la muerte ya no es una simple manera de separarnos, ya no es barrera ni sanción, como nos ocurre a nosotros, ¿en qué quedan los votos matrimoniales?, ¿cómo hemos de definir entonces la expresión «ser fieles»?
Con eso, Mason quiere decir (como habría supuesto el reverendo, quien sólo estuvo allí en un sentido figurativo, fantasmal, como una narración imperfecta que sería contada en el futuro) que las visitas de Rebekah en Santa Elena, si eran de carácter sexual, se diferenciaban profundamente de cuanto él conocía, mientras que Rebekah suponía que él comprendía bien las obligaciones que ella tenía entre los muertos, y que Mason siempre le respondería como ella deseara. Pero ¿cómo podía él hacer tal cosa si no tenía acceso a ninguno de los innumerables dramas entre los muertos? Éstos eran como estrellas para él, e, incapaz de proyectarse entre sus enigmáticas agrupaciones, sólo podía observarlos mediante un instrumento: la Rebekah de numerosas lentes.
—En cualquier caso, gracias a los esfuerzos del conde Paradicsom, esos forasteros, un regimiento entero, llegaron al poco a Gloucestershire. ¡Caramba! No se había visto nada igual desde la época de los druidas. Cruzaron las puertas del castillo tocando enormes campanas de cristal de antimonio y trompetas confeccionadas con los huesos de especies antiguas hallados en la gran llanura intacta donde vivían, y la música no avanzaba hacia delante, como la melodía de una marcha inglesa, sino que divagaba de un modo impredecible, sin comienzo ni final claros.
—¿Llevaban uniformes?
—Una especie de armadura de aspecto recio, que les cubría de la cabeza a los pies, tejida con las ramas de los arbustos que crecían en los aledaños del desierto de su tierra.
—Ah, unos mozos militares. ¿Diría usted que imponentes?
—Bueno, en realidad eran pigmeos asiáticos, no hay duda —dice Mason—. A pesar de su baja estatura, la chusma se lo habría pensado dos veces antes de poner en tela de juicio su derecho a colonizar los once días.
»Su encargo, es decir, su carta de privilegio, si lo prefieren, los encaminaba a habitar esos días, pero no a permitir que el tiempo pasara. Se esperaba de ellos que crearan viviendas, granjas, pueblos, molinos, toda una colonia en el tiempo.
—Y, dígame, ¿todavía viven en ese lugar, o, mejor dicho, en ese «tiempo»? ¿Y ha transcurrido alguno de los días a pesar de esos enigmáticos carceleros?
—De vez en cuando nos llega el informe de un viajero… En lo que a la geografía respecta, ahora se han dispersado por doquier, obedientes a la ley de la nueva manera de contar los días, algunos están en América, otros en la India, ¡la ociosa India!, convertidos en perros salvajes y serpientes…, la brisa frente al Hugli, que sopla más allá del portal vacío de cierto… ¿Black Hole?, y dondequiera que estén, en lo que respecta al tiempo se hallan once días justos por detrás de nosotros. Aquello es todo un Edén, muchachos, y sólo lo habitan ellos, ellos y sus generaciones. Ésa es la gran saga de esta especie: el descubrimiento de Gran Bretaña por parte de los pigmeos. No pueden decir cómo han llegado, ni eso les importa, duermen en nuestras camas, viven en nuestras habitaciones, comen de los restos que hemos dejado en las despensas, apuran nuestras botellas, juegan con nuestras cartas e instrumentos, se acuclillan sobre nuestras letrinas…, los más curiosos nos persiguen sin cesar, como podrían hacerlo los historiadores de tiempos que aún están por llegar, van tras las pistas que conducen a nuestras vidas y que ellos encuentran en objetos que hemos entregado a la jornada o que hemos estado dispuestos a abandonar cuando finalizaba…, para ellos somos una nación misteriosa, implacablemente «británica», una gran colmena de fantasmas que no se han desvanecido del todo en el futuro…
—Entonces…
—Sí, y recuerde dónde estaba usted hace once días —dice Mason, haciendo un esfuerzo por mantener la seriedad de su semblante—. ¿Vio a alguien raro de veras? ¿Muy bajo, tal vez? ¿Y además… de aspecto oriental?
—Bueno…, pues sí, ahora que lo dice —recuerda el señor Hailstone—, en la calle del Parlamento vi a un individuo extraño, menudo, con la cabeza completamente rapada, prendas de damasco rojo con adornos dorados, un sombrero que en los círculos elegantes se consideraría a la moda, una especie de obelisco achaparrado y cubierto también de inscripciones crípticas. No es que le prestara mucha atención, por supuesto, aunque buen número de ciudadanos, que a su vez también lanzaban no pocos mensajes sombreriles por medio de alas y escarapelas, estaban ganduleando por allí e intentaban descifrar el significado de aquel extraño sombrero… Lo curioso era que él no nos prestaba la menor atención. Imagínese. Los lechuguinos de Stroud le daban empujoncitos con las puntas de sus bastones, las sirvientas irlandesas decían que era un gnomo, las respetables matronas de la ciudad se aventuraban a besarle debajo del mentón. Todos comentaban que tenía una transparencia sorprendente, algunos aseguraban distinguir una titilación multicolor en la periferia de su figura.
—Es natural, pues usted le veía tal como era, en ese vacío relativo donde está su colonia, mientras que él, por su parte, creía que todos ustedes eran fantasmas aviesos a los que no debía admitir haber visto, temeroso quién sabe de qué trastorno mental. El uno se aparecía ante los otros, y viceversa.
—Así pues, por haber extraído de la carga de los días once de ellos, preciosos y no sucedidos, por haber, además, conspirado para entregar nuestra tierra a esos extraños pigmeos extranjeros, Bradley se encuentra esta noche ante el tribunal del Señor, y su alma, en el más grave peligro. Oremos.
Y el reverendo Cromorne procede a realizar lo que los clérigos llaman el cierre de la trampilla: baja la voz hasta que es sólo un susurro y sus párpados se deslizan sobre unos globos oculares cuyo albedo ha aumentado, como diciendo: «Disculpen, ahora estoy hablando con Dios, aquí presente; estaré con ustedes en cuanto hayamos terminado».
¿Va a enfadarse Mason y enzarzarse en una pelea? ¿Se pondrá en pie y anunciará: «El juicio de Dios no pinta nada en todo esto; ofenderse por la reforma del calendario como si fuera algo tan grave como un pecado mortal implica una mezquindad de espíritu que no posee ninguna deidad conocida, aunque al parecer Stroud es rico en esa clase de mezquindad»? Y dicho esto, ¿saldrá hacia el abrazo de la noche, dejándolos asombrados, y no volverá a entrar jamás ahí? En absoluto. Invita a todos a jarras de cerveza y, resignado, pospone su visita a su familia para el día siguiente, si bien los seres que forman ésta, indudables agentes de la melancolía, tarde o temprano lamentan que Mason no les visite, aunque, por otro lado, el remordimiento es esa clase de sentimientos de cuya ausencia depende la vida regular en The George. El dueño es amable y franco, la cerveza tan buena como cualquier otra cerveza británica, la defenestración de los pañeros en 1756 ha inscrito a The George para siempre en la leyenda, y en esa taberna los buenos tipos superan con mucho a los bribones. No obstante, las últimas horas que Mason ha pasado en el local han sido tan deprimentes que ha llegado a esperar con anhelo el reencuentro con sus familiares.