18

Sin rumbo, ya de regreso, sobrecogidos por la guerra, la esclavitud, las magníficas observaciones que han realizado, el viento de Santa Elena y el respeto desacostumbrado que les muestran sus camaradas, Mason y Dixon vagan por Londres como peonzas, casi siempre juntos, y de vez en cuando chocan y se separan con elegancia. Van a cenar a La Mitra, aunque es media tarde y la cena consiste en un almuerzo de gañán, restos mal combinados de comidas anteriores. Hablan ante el consejo de la Royal Society, y descubren que, de todo lo que han visto en Santa Elena y El Cabo, sólo tienen buenas cosas que decir.

Dixon parte pronto hacia el norte. No piensa más que en El Minero Alegre, allá en Staindrop, una guarida de ociosos que a Dixon se le antojaba más y más extravagante a medida que se alejaba de su hogar. En Londres, Mason está menos seguro de cómo proceder. Ha de ver a sus niños, a los que añora sin remedio, pero al mismo tiempo teme ese reencuentro. En la ciudad, hace las pertinentes visitas de cortesía y, tal como predijo Bonk, se ve sometido a un interrogatorio informal por parte de agentes de la Armada, de la Compañía de las Indias Orientales, de la Royal Society y de los parlamentarios curiosos (estos últimos desde hombres del rey a liberales de Rockingham), que le preguntan acerca de los suministros de verduras, la anchura de los caminos, las baterías costeras, la moral de los civiles, el descontento de los esclavos y cosas por el estilo. Le dejan en libertad un atardecer áspero y gris, en una ciudad que se prepara para la noche, y Mason se aferra a la fidelidad cada vez que surge una ocasión de quebrantarla, del mismo modo que antes, cuando al morir Rebekah, transido de dolor por esa pérdida, cayó en el pecado.

El fantasma de Cock Lane causa furor entre los londinenses. Mason decide salir a la calle y ver lo que pueda. No encuentra ningún fantasma en la afamada morada de los párrocos; en cambio, le asombran los vivos que llegan a Cock Lane mientras él está allí.

—¿A que no sabes a quién vi? —Mason cree haber dicho—. Pues a la señora Woffington, la célebre actriz. ¿Y sabes quién es el individuo menudo que la acompaña? Pues el actor Garrick, ni más ni menos.

Aturdido, sale al callejón y se promete que, cuando Rebekah le visite de nuevo, le pedirá que, si puede, se dé una vuelta por Cock Lane y eche un vistazo al otro lado de los muros. Pero los días en Londres se suceden, y Mason comprende que ella no se le aparecerá aquí, que le quiere en Sapperton, en casa.

Por muy contenta que pueda estar Rebekah de esa visita, las hermanas de Mason tratan a éste con una aspereza desacostumbrada. Los niños se muestran corteses. Mason les ha traído un par de barcos de juguete, adquiridos en el último momento, cuando se acordó de ellos, a un vivandero que tenía su bote en el puerto de Santa Cruz. Van con los barquitos al arroyo, dejando que las mujeres hablen del carácter de Mason, y éste examina con los chicos el desconcertante aparejo, confeccionado por tallistas tinerfeños a partir de sus recuerdos de las visitas que han realizado a barcos de todas partes. William tiene cinco años y Doctor Isaac tres.

—Es de muy lejos —afirma Willy, más para Doctor Isaac que para ese hombre al que no recuerda muy bien y a quien podría ser imprudente dirigirse—. No es británico.

—¿Es tu barco? —Doctor Isaac habla con Mason sin la precaución de su hermano.

Mason examina el juguete.

—Creo que llevábamos más cañones. Tenía menos velas de esa forma tan rara. Y, por supuesto, como puedes ver, éstas son azules, de la tonalidad exacta del mar, lo cual los convierte en barcos invisibles mientras navegan. Se presentan de sopetón delante de los franceses y, antes de que te des cuenta, touché!

Extiende la mano, fingiendo que va a hacerles cosquillas. Ellos, más que alejarse, se ponen fuera de su alcance, y le miran con más curiosidad que antes. Doctor Isaac se ríe complacido, más que su hermano, quien cree tener el deber de vigilar por los dos. Sus barcos navegan juntos por la suave corriente, entran y salen de las sombras, siempre fáciles de rescatar, y los niños los guían con varas de sauce, que se entremeten en este episodio naval no más que los dioses en un mito.

En las primeras semanas de julio, Bradley cae enfermo y empeora cada vez más. Fallece el día 13, en Chalford, y lo entierran al lado de Susannah, en Minchinhampton.

Mason va allí, como ha hecho innumerables veces, procurando que sus pensamientos no se adelanten a lo que sucederá. No parece que la visita importe gran cosa. Es demasiado lo que permanece sin resolver para que lo solucione cualquier visita social. Discute sobre eso consigo mismo.

«Y Bradley sabía…

»Todo el mundo estaba al corriente de todo, excepto yo. Sólo creía estarlo, así que, desde luego, fui yo quien gritó más. En las medianoches insomnes que tanto gustan a los astrónomos, la emoción desencadenada que había dentro de aquellos muros tan venerados podría haber variado el meridiano 0 por segundos de arco en cualquiera de los hemisferios, quién sabe por qué, e incluso haberlo hecho brincar adelante y atrás unas cuantas veces.

»Muy pronto resultó imposible vivir allí dentro, tal era el ambiente que se respiraba. Cuando comenzó aquel extraño juego de salón, Rebekah y yo dejamos el observatorio y nos fuimos a Feather Row; subíamos y bajábamos penosamente por aquella colina a todas horas, llevando siempre a William en una especie de cabestrillo… Entonces, de la noche a la mañana, Susannah se muda a la casa vecina, Bradley empieza a visitarla, al principio penitente, luego rastrero, y pronto se presenta cada noche, y nos visita también, soltando indirectas, y al cabo nos convertimos en dos parejas muy unidas, remamos juntos en el río, en noches nubladas o tormentosas jugamos a las cartas, al papa Juan, al juego de los cientos…, la voz dulce de Rebekah, las manos de Susannah, a las que la luz del sol nunca toca, imposible no mirarlas. Entonces nos trasladamos de nuevo a lo alto de la colina, mientras Bradley, un poco irritado, se queda con nuestros aposentos de Feather Row… y, entretanto, los cielos siguen girando».

¿Estaba Mason predestinado a vivir esas terribles e interminables farsas de cuatro puertas? No siempre tienen un final afortunado, como sucedió en El Cabo, donde no se vertía la sangre de nadie.

Mason ve que están Sam Peach, el hermano de Susannah, y la señorita Bradley, de diecisiete años; ésta, a pesar de que no ha dormido y de que está pálida, es una muchacha lozana; aunque su rostro muestra inequívocamente los rasgos de Bradley, en un detalle muy preciso se parece a su madre, y mucho más de lo que Mason jamás habría creído posible: en la curvatura de una órbita, la línea de la nariz. Mason se siente a punto de desmoronarse, pero, misericordiosamente, cierta curiosa insensibilidad lo impide. Le advierten, con la suavidad de que siempre hacen gala, que Bradley sólo deseaba tener cerca a la familia. Si hubiera cualquier otra noticia saldría en los periódicos, eso le dicen. Así tratan los potentados de Gloucestershire a sus ex empleados.

Durante el camino de regreso a Stroud, salen al encuentro de Mason, como telarañas pegajosas, ciertos episodios del pasado. «Unos somos forajidos», se dice Mason, «y otros intrusos en el gran mundo». Surgen por doquier personajes que amonestan a Mason y le advierten de que no puede proseguir. Es un guerrero que acaba de perder a su señor.

El día cedía el paso a la noche, la lluvia al cielo estrellado, y cuando Rebekah abandonaba su cama para reunirse con Mason en el diván del astrónomo, el fantasma de Bradley se cernía sobre ellos, un solitario retrato suyo débilmente iluminado, obligado a contemplarlos, a observar, pero deseando no tener que permanecer suspendido así, diciendo, con lágrimas en los ojos, casi en un susurro: «Soy un cuadrante montado en una pared, debo ser siempre fidedigno, ni el calor ni el frío me hacen errar, y estoy en correlación con las mismas estrellas, bien ajustado para que no me afecte la aberración de la luz, pero soy demasiado tosco para interpretar, con alguna penetración, los vientos del deseo». Estaba locamente enamorado de su joven esposa, y no tenía manera de calcular dónde se hallaba el final de aquello.

Cuando la señorita Bradley —hija de Susannah y Bradley— y Rebekah pasaban por su época de encandilamiento mutuo y hablaban hasta muy entrada la noche, Mason regresaba del observatorio y se las encontraba en la cama y, por lo general, tenía que despertar a la una o a la otra para hacerse sitio.

—¿Cómo le conociste y te casaste con él? desea saber la muchacha.

—Yo había dejado ya atrás los años más adecuados para el matrimonio —le cuenta Rebekah—. Transcurrieron con tal lentitud que no me enteré del momento en que me quedé varada en la temible isla donde no crece ninguna flor. Los días se iban sucediendo… y entonces, contra toda esperanza, he aquí que vislumbré una vela. Allá, en el horizonte, (no sabía a qué distancia se hallaba), apareció una débil promesa de rescate…, una especie de barco de las Indias, según se vio.

—¿Con cien marineros guapos a bordo entre los que elegir? —le pregunta la señorita Bradley, riéndose entre dientes.

—Excepto el único…, ay, señorita descarada… Un par de caballeros se me acercaron un día y me dijeron: «Éste es el hombre con quien debes casarte», y me pusieron delante un pequeño boceto de color sepia, ya desvaído, de Charles. Era apuesto y elegante como cualquier potentado con el que pudieras soñar (ya que estabas a punto de preguntarlo, princesa Susanita), aunque sabía que no iba a ser tan guapo en persona, pero suponía que aquellos hombres eran algo honestos, por lo que el descubrimiento de que el retrato y el hombre eran tan distintos resultó ser…, en fin, de veras sorprendente. «No es más que un retrato», me dijeron ellos repetidas veces, hasta que perdí la cuenta, y de todos modos había dejado de saber lo que significaba esa palabra.

—¿Quiénes eran aquellos caballeros? ¿Procedían de la Compañía del abuelo Peach?

—Es un misterio, chiquilla. Vestíais de manera muy llamativa, al estilo de los vástagos de potentado, con trajes de mañana de seda, y sombreros con cintas, debes de haber visto hombres así de visita en la mansión rural de los Peach. No obstante, también podrían haber sido bosquimanos, pues tenían ciertas dificultades con la lengua inglesa, las cuales, dadas mis propias dificultades, no puedo juzgar.

—¿Dónde os casasteis?

—En una capilla cerca de los muelles de la Compañía. Por entonces la llamaban «la capilla de Clive», y era el sueño de todo potentado: parecía una cueva destinada a guardar tesoros orientales, con paredes de cristal, arañas de lentes prismáticas capaces de hacer que la luz de una sola vela brillara más que un faro, reclinatorios de oro, y vidrieras de piedras preciosas, en vez de vidrio coloreado, en las que se describían escenas de la boda del señor Clive y la señorita Maskelyne, el vestido de la novia cubierto de perlas, la chaqueta del uniforme del novio con rubíes birmanos, minúsculos zafiros y circonios. Las joyas relucían tanto que hacían daño a la vista.

—Maravilloso… ¿Y sus cabellos?

—De ámbar, en sus numerosas tonalidades… Y también estaban dibujados los dignatarios asistentes y sus esposas, cada uno con un traje diferente, rivalizando por deslumbrarse mutuamente, y los religiosos que oficiaban, y las panorámicas de Bombay al fondo. Aquello no parecía tener fin. Te ponías a contemplarlo y te perdías. Tal vez fue eso lo que me ocurrió.

—O quizá le sucedió a él.

—Él se había perdido ya entre las estrellas. Y años antes de que nos conociéramos.

—Papá también es así, lo sé. Esa clase de personas… parecen un poco erráticas, ¿no es cierto?

Bradley había informado sobre los cometas del año 23 y del 37, pero no, según parece, del cometa del 44, que un día se conocería como el más bello del siglo. Lo que aquel año irrumpió en su vida, arrasándolo todo, fue su novia, Susannah Peach. ¿Estableció entonces alguna relación entre el cometa y la muchacha? ¿o fue en el 57, otro año con cometa, y en el que ella desapareció de su vida? Sin embargo, Mason parecía ser el más dispuesto de los dos a relacionar la imagen en rápido movimiento de una cabeza femenina en el cielo —la cabellera ondeando debido a un viento inconcebible— con una visita póstuma; era una observación estelar febril y realizada a gran velocidad, en modo alguno la habitual observación de arco pequeño que se prolongaba durante toda la noche. Si Mason, lleno de añoranza, hubiera llevado un diario, habría escrito: «Vista a través del telescopio de siete pies, con esa resolución, es una cara y, aunque velada, es la de ella, lo juro, pues la he contemplado hasta dolerme los ojos. Debo pedirle consejo a Bradley, es muy importante, y, por supuesto, también es importante que no le pida consejo».

Primero Susannah, luego Rebekah. Los casi dos años que separan sus muertes respectivas estuvieron regidos por el cometa del doctor Halley, que se iba aproximando y que llegó al perihelio un mes después de morir Rebekah, para amortiguarse después en el resplandor del Sol, ocultarse detrás del astro y aparecer de nuevo… y en esa ocasión Mason se sintió obligado a ir al observatorio a medianoche, abrir los postigos del tejado y recostarse, temeroso, para buscarla, hallarla, para observar su ubicación precisa y medirla, tendido boca arriba. Y cuando la tuvo tan cerca que no podía quedar ninguna duda, ¿cómo pudo retener Mason el llanto al ver la proa del afligido y brillante rostro femenino y su cabellera, allá afuera, tan sola en medio de la oscuridad, sin refugio, a la vista de todo estrellero con una lente a su disposición? No podía observarla muy directamente… Como si temiera que los ojos de ella lo miraran fijamente, sólo podía echarle vistazos fugaces, lo bastante prolongados para medir la gran cabellera encanecida, mientras sus dedos se atareaban con el micrómetro, sin tiempo para meditar sobre lo que sentía, bajo ese cuerpo celeste suspendido sobre él durante largo rato, ese reconocimiento indeseado.

Despierto hasta altas horas, mirando las estrellas, Mason escuchaba los sonidos de los búhos que, cuesta abajo, cazaban y mataban, y él mismo permanecía a la espera, como aturdido, sólo a un paso y medio de ese sueño al que estaba a punto de saltar, sin pasar nunca al otro lado… En aquella época aciaga, mientras aguardaba el seguro regreso de ella, cierta noche le pareció que traspasaba algo, una membrana, y que pasaba al otro lado de eso, y comprendió que los cazadores enfrentados a la muerte que estaban allá abajo no gemían del modo en que lo hacían por ninguna causa, sino que más bien era el mismo sonido el que los poseía, una fuerza independiente que los utilizaba como medio para acceder a la atmósfera del mundo, y que esa fuerza abrigaba unos propósitos, misteriosos para todos, que nada tenían que ver con los roedores habitantes de la ladera.

El grado de lujuria y muerte en el observatorio era incluso palpable para quienes subían allí, aunque éstos pocas veces podían hablar de ello.

—¡Uf! Empezaba a dudar de que pudiéramos escapar.

—En los cuentos de mi infancia, en sitios así se comen a la gente. ¿Qué sucede entre esos dos?

En más de una ocasión, Mason había sorprendido al viejo astrónomo mirando a Susannah con una paciencia concentrada, la misma de que hacía gala en la sala del sector…, como esperando un cambio repentino en el cielo de la pasión, similar a ese cambio precipitado en la posición del astro que le condujo al descubrimiento de la aberración de la luz, esperando que su corazón volviera a saltar como lo hizo entonces, cuando contemplaba noche tras noche una pequeña elipse, una copia en miniatura de cómo avanza la Tierra por su propia órbita, representada por Caput Draconis, la Cabeza del Dragón, en busca del paralaje de la estrella, como había hecho el doctor Hooke antes que él. En el momento en que, inexplicablemente, la estrella pareció moverse, el Astrónomo Real necesitó cierto tiempo para comprender y explicar el aparente trastorno de los cielos que estaba observando.

—Pensé que yo era el causante, que no podía fiarme de mí mismo debido a tanto café y tabaco.

También vio en esa ocasión un gran dedo que se extendía desde lejos, se detenía en Draco y, con bastante suavidad tratándose de un dedo de su tamaño, hurgaba en un pequeño remolino de estrellas que había allá.

En la época en que Mason fue allí para trabajar para Bradley, éste era conocido y reverenciado en toda Europa, y estaba compilando un gran volumen de observaciones lunares, planetarias y astrales que, para las personas interesadas, eran inapreciables, y lo bastante valiosas, en opinión de sus abogados, para que mereciera la pena pleitear por ellas. Por decreto de la reina Ana, los «visitantes» de la Royal Society tenían derecho a recibir cada año una copia de todas las observaciones, pero ahora —tal como Mason había oído gritar en otra estancia durante los últimos días que pasó con los Peach—, de la misma manera que la reina Ana llevaba muerta mucho tiempo, así debía estarlo su decreto, y si antaño las observaciones habían pertenecido personalmente a Bradley, ahora pertenecían a sus herederos y beneficiarios.

¿Había sido Susannah tan sólo un medio de lograr que esas observaciones pasaran a manos de la familia Peach, y a las ansiosas manos enmitonadas de Sam Peach padre? ¿Eran el precio que éste tenía qúe pagar para conseguir un buen puesto en la Compañía de las Indias Orientales? Cuando Susannah cumplió con su cometido y dio a luz un hijo, ¿podía la pequeña operaria regresar a Chalford, de vuelta al seno de los Peach, mientras que el astrónomo senil del que había cuidado seguía manoseando sus lentes y roscas en la lejana Greenwich?

Incluso el caballo de Mason se vuelve para mirarle, como si le reprochara esa ocurrencia, una especulación nada caballerosa. ¿Qué marido no ha sido alguna vez condescendiente?

—¿Qué hombre mayor, casado con una mujer joven, no ha sido ejemplo del dicho «la cabeza blanca y el seso porvenir»? —argumenta Mason—. La adoraba, desde luego, y ella le hacía de gobernanta, se encargaba de todo. ¿Qué puedo decir?

Sam podría haber contado relatos que le helarían la sangre a cualquier padre. A pesar de que su afecto hacia el doctor Bradley no había sufrido variaciones, cuando contrajeron matrimonio se sintió aliviado. Ahora también puede recibir complacido las observaciones. No obstante, Mason, como ayudante de Bradley, ha llevado a cabo muchas de ellas. ¿Reclamará las que son suyas? Cree que no, pues lo cierto es que se las dio todas a Bradley, y a cambio sólo recibió un «Gracias, Mason, ha hecho usted un buen trabajo».