Una vez han rodeado la Roca del Castillo y las Agujas, pueden avanzar viento en popa. Pasan ante la bahía Manatí, y las montañas que se alzan en torno a la bahía parecen girar mientras ellos navegan velozmente, doblan por fin la Punta del Sudoeste, que se alza del Jinete, cabos y ganchos caen por el costado, y poco después la comida del día se mece en la cubierta. Ha dejado de soplar el viento, y esa ausencia aturde a Mason. Brisas, corrientes y remolinos aparecerán una vez dejen atrás esta costa. A la tripulación, que lleva varios días navegando por esos parajes, le divierte el desconcierto de Mason. El hecho de que no hagan sus comentarios en inglés le aturde todavía más. Cuando le dejan en la entrada del valle de Breakneck, a dos o tres millas de la ciudad, está más que deseoso de alejarse del barco.
El viento le trae el olor del pueblo, un olor a humo y a montones de estiércol, mucho antes de verlo. Al salir de esa especie de estupor que le ha producido el viaje, se encuentra ante el Museo de la Oreja de Jenkin, dedicado al órgano epónimo cuya oportuna exhibición llevó a Inglaterra a enfrentarse a España en la guerra de 1739. No mucho después, Robert Jenkin empezó a trabajar para la Compañía de las Indias Orientales (algunos lo consideraron un quid pro quo) y en 1741 ésta le destinó a Santa Elena en calidad de gobernador. Se llevó consigo la influyente oreja, que ya había sido introducida en una pequeña vitrina de cristal y plata y conservada en salmuera atlántica. James’s Town urdió su hechizo. Finalmente, jugando a las cartas, el señor Jenkin extendió su crédito demasiado incluso para el Honorable John, como llamaban coloquialmente a la Compañía de las Indias Orientales. Le quedaba un último e inevitable objeto valioso, la oreja, que apostó durante una partida; le salió mal la jugada, por lo que la oreja pasó a manos de Nick Mournival, un magnate de la ciudad.
Mason se siente desazonado al ver, en un muro bajo, un minúsculo pórtico y una puerta que no supera los tres pies de altura, y un letrero que para poder leerlo es preciso agacharse: «OREJA DE ROBERT JENKIN, EN EL INTERIOR». Es evidente que ha de haber otra entrada, pero Mason no la encuentra, ni siquiera tras saltar varias veces para ver lo que hay al otro lado del muro y que, según parece, es un jardín abandonado y lleno de maleza. Al final, a regañadientes, se arrodilla y, ayudándose con los codos, investiga de cerca la minúscula entrada, cuya puerta, tras un ligero empujón, se abre sin un solo chirrido. Mason escudriña el interior. La poca iluminación que hay deja ver una especie de rampa que desciende, lo bastante amplia para que uno pueda arrastrarse.
Debido a cierto «excedente corporal» acumulado en Ciudad de El Cabo, la suavidad del descenso de Mason queda en entredicho aquí y allá; cada vez que se queda atascado, aunque sea por unos instantes, le ronda el pánico. Finalmente, al llegar a una especie de vestíbulo más espacioso, al parecer cavado en la roca volcánica de la isla, oye muy cerca de él una voz que le sobresalta.
—Buenos días, peregrino, y gracias por su interés en esta gran reliquia secular moderna. Es posible que el rostro de Elena de Troya pusiera en movimiento mil navíos. Ésta no es más que una sola oreja y, sin embargo, en su época, por ella zarparon barcos que combatieron por todo el globo. Considérela como lo más aproximado al rostro de Elena de Troya que podrá usted ver, y por un doblón es una ganga.
—Un poco caro, ¿no? Por cierto, ¿dónde está usted? El eco no me permite…
—Mire delante de usted.
—¡Vaya!
—¡Ajá! Sí, siempre estoy aquí. Nick Mournival, antes terrateniente, hoy su servidor. En otro tiempo director de la Compañía, ahora… lo que usted ve. La rueda de la Fortuna nos encumbra o humilla donde quiera que vayamos, pero en ninguna parte gira de una manera tan vertiginosa como aquí, en esta desdichada cima montañosa que se alza en medio del mar.
—Ah, sí. Es usted amigo de Florinda. Nos conocimos en las baterías una noche. Espero que ella esté bien.
—Florinda ha volado. Un potentado de la avicultura que regresaba a casa con su madre… Observé cómo lo engatusaba. Genial. Ella sabía que yo la estaba mirando, y dio todo un espectáculo. Su experiencia teatral… Humillante, claro.
—Bien. ¿Dónde está la oreja? —dice Mason, yendo al grano—. Le echaré un vistazo, si es posible, y me iré.
—No, por Dios, no debe hacerse así. Yo he de acompañarle durante el espectáculo.
—Perdone, ¿espectáculo ha dicho?
El ingenuo de Mason… Primero tiene que oír el delito del español, la exhibición de la oreja en el Parlamento, la declaración de guerra. Mournival interpreta todos los personajes y él mismo simula los sonidos de los cañonazos y las tormentas en el mar, el tráfico en Whitehall, la jerigonza española y todo lo demás. En algunos momentos también acompaña su exposición con una pieza musical que toca con la mandolina, L’orecchio fatale, del señor Squivelli. Ahora le suelta una disquisición sobre el pendiente que Jenkin llevaba en la oreja:
—Sí, no era la oreja lo que perseguía el español, sino el gran rubí que pendía de ella. Por un chelín de plata, puede usted ver esa notable joya, roja como una herida, arrancada del ombligo de una bayadera, mujer con importantes relaciones, por un ayudante del contramaestre, que había desembarcado de un buque de cabotaje y que debió haber sido más juicioso; pasó entonces de manos de un truhán a otro (pues aunque poseerlo equivalía a morir, todos lo codiciaban apasionadamente) y viajó desde el Mar del Norte hasta las marismas más lejanas de las Indias Orientales, absorbiendo y arrastrando a lo largo de su trayecto un episodio tras otro, entre ellos la brutal y deshonrosa historia de Bengala y la de la región Carnática de la India, en la época de la Compañía, hasta que el rubí acabó colgando del fatídico lóbulo del señor Jenkin, donde aguardó, palpitante de infortunio, la espada del español.
En el espacio estrecho y cada vez más maloliente donde los dos están encogidos, repleto de monólogos y trucos verbales, lo único que divierte a Mason es algo que el señor Mournival, quien a estas alturas parece casi sin lugar a dudas desequilibrado, denomina «el cronoscopio», un aparato a través de cuyo visor se puede mirar previo pago de una cantidad. Ahí, con todos los colores del espectro, navega el bergantín Rebecca, siempre a punto de ser interceptado por el infame guardacostas español. Mason lo contempla no sólo con nostalgia (el nombre del barco es un mensaje que ha atravesado un mar más oscuro), sino con algo más, pues ha llegado a creer en la posibilidad de que exista una escapatoria metafísica para el Seahorse, allá frente a Brest, muy parecida a la escena que contempla, cuando el acontecimiento aún no se había «reducido a una certidumbre», la jornada quieta, oceánica, una ascensión, una exigencia de luz, el viento expresado como su integral, cada vela una gran exhalación retenida… Para integrarse en semejante plan providencial Mason se había levantado aquella lejana mañana…, como un niño…, la India, todas las islas posibles, la luz ilimitada, inextinguible…, su última mañana de inmortalidad.
—Y finalmente demos la bienvenida a la trayectoria del señor Jenkin en la Compañía de las Indias Orientales, su breve y nada deshonroso periodo como gobernador de esta isla.
La mandolina de Nick Mournival empieza a vibrar con las notas de «Gobierna, Britania», mientras surge, tembloroso, un retrato de Jenkin de tamaño natural, con la oreja que le falta disimulada elegantemente por las ondulaciones de una peluca de veinte años atrás, al tiempo que el presentador recita con solemnidad el curriculum vitae del personaje.
Entretanto, la oreja reposa en el tarro de salmuera, de cristal sueco con óxido de plomo, como si algún destino que es un misterio para todos la preservara de la voracidad del tiempo. Al fin, Mason se da cuenta (y confía en que sea un efecto de la luz) de que, de alguna manera, la oreja ha estado brillando durante un rato, y que también, mientras él la observaba, parecía cuadrarse, adquirir tono muscular, cobrar verdadera firmeza y, en su baño salino, erguirse. La oreja está escuchando. Mason se apresura a llevarse las manos a la cabeza, tratando de atajar el pánico que le invade.
—Ajá. —El señor Mournival interrumpe su narración—. Muy bien, señor. Algunos jamás lo perciben, ¿sabe usted? Sí, claro que la oreja ha estado escuchando, ¿para qué sirven sí no las orejas?, y, si le soy sincero, me alegro, pues no hay mucho que hacer aquí abajo… Quizás a algunos les parezca una simple oreja, pequeña y empapada en salmuera, pero le aseguro que es un receptor hambriento, nunca se harta de la conversación humana, lo absorbe todo, en cualquier idioma. A veces he de sentarme y leerle la Biblia, las tablas lunares, El lívido petimetre, cualquier cosa que tenga a mano… El voraz apetito de esta oreja nunca remite.
—Una oreja… ¿sola?
—¿Eh? ¿Cómo la llamaría usted? ¿«Nariz», acaso?
—Yo… no pretendía ser desconsiderado.
Los ojos de Mason miran en todas direcciones cada vez más frenéticamente, tratando en vano de localizar la salida.
—A usted le gustan las apuestas arriesgadas; reconozco su estilo, en mi época frecuenté no pocos clubes londinenses. Dígame, ¿le gustaría —le da un suave codazo que, en esta intimidad subterránea, a Mason se le antoja una acometida— acercarse un poco más, quizás…?, ¿decirle a la oreja algo en privado? —Se las ingenia para sacar una llave en el pequeño reducto.
—Ejem, tal vez debería… ¿Sería usted tan amable de indicarme… la salida?
El señor Mournival ha abierto la vitrina y ha introducido la mano en el interior, de una luminosidad marina.
—No debería marcharse sin decirle nada a la oreja, señor. Ella sabe mucho mejor que usted cuándo puede irse. Y sólo le costará un rijksdaalder más.
—¿Cómo?
—Le advierto que estoy autorizado a emplear la fuerza, tengo un certificado de la Compañía.
—Entonces tome, aquí tiene dos rijksdaalders, ¿por qué no?, sólo es dinero holandés, ¿no es cierto?, no más real que el mismo Cabo o que ese terrible sueño que se ha apoderado de ellos y no los suelta.
—No me lo diga a mí —replica el señor Mournival, encogiéndose de hombros—. Dígaselo a la oreja. Ésa es la clase de charla que le gusta. ¡Lo de hoy será un festín, oreja! —exclama, sobresaltando a Mason, quien nota una punzada en la espalda que preferiría no sentir—. Adelante, señor. Acérquele los labios tanto como quiera.
—Usted no está del todo bien —señala Mason.
—Y somos más en el lado de sotavento de lo que usted podría sospechar… Eso es… ¿Está mejor así? Ahora susúrrele a la oreja su deseo, su más caro deseo, únase a todos esos marineros, putas y escribientes de la Compañía que han dado con este lugar y han gritado sus deseos a la gran Insaciable. Siguiendo el consejo de mi abogado, también debo recordarle, llegados a este punto, que la oreja escucha deseos, pero no los concede.
Mason apenas puede mirar la refulgencia verde azulada que rodea a la oreja, pues en ese recinto minúsculo y oscuro incluso una pálida luminiscencia aturde… y es mejor que así sea, pues ahora no hay duda de que el órgano se ha alzado de su salmuera y que se ofrece, semicurada y fría como un subterráneo, a la boca de Mason, que se le aproxima. «He sobrevivido a lo del Bebé Real», se dice Mason, «bien puedo hacer esto». La coqueta oreja se yergue como un molusco, vibrante, esperando.
¿Su más caro deseo? Que Rebekah vuelva a la vida y que…, pero no la traicionará, no por una cosa así. En cambio, lo que le susurra a ese apéndice que emite un penetrante olor a salmuera, y a algo más, es:
—Que el señor Dixon tenga una rápida y segura travesía de regreso a este lugar. Por su bien personal, naturalmente, pero también por mi cordura.
Elena de Troya, mutatis mutandis, podría haber sonreído pero incluso aunque la oreja hubiese podido sonreír no habría reparado en ello, ¿no es cierto?, pues está absorto en la metafísica del momento. Hasta ahora no había comprendido adecuadamente la expresión «hablar y que las palabras caigan en el vacío», e imaginaba que eso era lo que les reprochaban las esposas a los maridos o los maestros a los alumnos. Aquí, sin embargo, encarnado en esta oreja priápica, está el Vacío, el antioráculo, algo que no revela nada a la par que lo absorbe todo. Uno se arrodilla y ruega, uno se humilla y sigue adelante arrastrándose.
—La salida que busca se encuentra directamente delante de usted, señor.
La mandolina desgrana un popurrí final de melodías hindúes mientras Mason trepa. De momento, no piensa sino en ver el cielo atlántico.
—¡Buena suerte! —le desea Nick Mournival—. Que le vaya mejor en la vida que reanuda de lo que a mí me fue en la que abandoné.
Tras superar, contorsionándose, el último obstáculo, Mason se encuentra en el suelo del jardín abandonado al que antes había echado un vistazo. Los muros son bastante más altos de lo que recuerda haber visto antes, desde la calle, y cada uno de los matices audibles de ésta le llega ahora con claridad, lo que está cerca y lo que está lejos, todo con idéntico volumen, y le llega desde cada lugar de la ciudad, pero no ve nada… Ese espacio, en este tránsito insinuado entre dos mundos, le invita a examinar su alma un momento, antes de regresar a la ciudad portuaria de donde ha venido… Es como una capilla de marineros en la ribera, dirían algunos. Lo mismo que un perro, Mason empieza a explorar los muros y recorre el perímetro de piedra. Plantas trepadoras de un verde brillante con flores rojas de forma atrompetada, demasiado brillantes para la luz del día…, pero ninguna puerta… Entonces empieza a llover, cae una lluvia salada procedente de las leguas de océano vacío…
—Estaba muy inquieto. Sin duda acabé por encontrar la salida, a menos que el auténtico Mason todavía siga allí, cautivo, en aquel recinto sin salida, y yo no sea más que su representante.
Cuando por fin Dixon oye esto, pocos días después de que zarparan de regreso a Inglaterra, permanece inmóvil en su asiento, mirando con fijeza a Mason.
—Bueno, sé que va a parecerte misterioso, pero según mis cálculos, en el instante preciso en que le hablaste a la oreja, yo oí tu mensaje, como a través de una bocina. Yo estaba sentado en el local El Fin del Mundo y, de algún modo que ninguna filosofía sería capaz de explicar, el viento que soplaba en el exterior cesó durante el tiempo suficiente para que yo te oyera. Por supuesto, no te reconocí, Mason, tan distorsionada por el eco y esas cosas estaba la voz.
—Me sorprendes, Dixon… ¿Dices que también mi deseo…? ¡Aaah! Casi me habías convencido, ¿por qué nunca puedes dejarme en paz? Ya casi había mordido el anzuelo.
—En Durham tenemos la costumbre de soltar a los peces vulgares y corrientes.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿qué es lo que pescáis?
—Pescamos más bien carpas o truchas asalmonadas, pero, naturalmente, sería un poco distinto allá abajo, donde tú pescas. Tenemos un estilo más depredador, sin duda, uno diría que desesperado… Vente algún día a la ribera del Wear y te enseñaremos a esperar.
—Soy Tauro, amigo, y sé esperar.
—¿Usas a veces plomadas?
—¿Una plomada en el río Frome? Qué descabellado… ¿Y si algún pez se la comiera? Sí, tan rápido que no notarías nada. Lo digo en serio, Dixon. ¿Plomo? Lo consideran una exquisitez.
—De ese modo hablo yo de los lugares a los que no me gusta que nadie más vaya a pescar.
—Por el bien de la salud pública, tampoco me gustaría a mí pescar en esos sitios, y menos aún en esos albañales de pañeros que antes eran los arroyos de mi tierra. Crecimos sintiéndonos obligados a pescar, aunque ciertamente no a comernos las capturas. Todos conocíamos demasiadas historias que nos prevenían.
—¿Mucha pesca en Santa Elena?
—Pues no dejé a Maskelyne en el mejor estado de salud mental. Creo que lleva en la isla demasiado tiempo.
—Cuando el plan que uno tiene son observaciones orbitalmente diamétricas, ¿por qué nunca hay muchas posibilidades de elección?… Pero la vida es demasiado breve. —Con la expresión piadosa que esboza, Dixon viene a decir qué él jamás chismorrea, pero por una vez…—. ¿Quieres decir que hay algún otro motivo para que alargue tanto su estancia allí, donde cinco minutos son más que suficiente para algunos?
—¡Cielos, Dixon! —exclama Mason, dejando a su amigo el tiempo justo para que se encoja de hombros, sin excusarse—, ¿qué otro motivo podría haber?
—En seis meses uno puede pasar por una fase entera de su vida, tener una aventura, ¿quién sabe?
—No estarás planteando la posibilidad de…
—¿Quién soy yo para decirlo, amigo Mason? Tú has estado con él desde octubre. ¿Ha habido exhibiciones públicas, beldades no presentadas, ausencias misteriosas? ¿Ha abandonado sus deberes para con Sirio? ¿Por casualidad sólo se ha dedicado a beber en las tabernas?, porque la bebida parece ocupar una parte considerable del tiempo de quienes residen allí…
—He llegado a creer que Maskelyne sólo sigue ahí porque Bradley descubrió la aberración y alcanzó la gloria cuando trataba de encontrar el paralaje de la estrella cenital de Londres. Y puede que Maskelyne crea que tal vez ese gran momento de claridad bajo el Dragón pueda repetirse en Santa Elena, bajo el Gran Perro.
—¿Acaso imagina que también él hará otro descubrimiento, algo como la aberración?
—Es cuidadoso, eso es todo. Y si hay alguna cosa, lo sabrá muy pronto.
—¿He dicho yo algo? Ni siquiera conozco a ese individuo.
—Ni yo tampoco, estoy especulando. Lo único que digo es que supongamos que se tratara de eso… Y, sin embargo, ahí sigue. Podría haber regresado con nosotros, ¿no es cierto? ¿Acaso, en la enajenación a la que le lleva su soledad, ha llegado a un acuerdo con la isla, como si ésta fuese un ser consciente?, ¿o ha llegado, de alguna manera, a pertenecer a ella a perpetuidad? ¿Acaso el puente de las putas es su desierto, y la abstinencia, su rito de paso?
—Tal vez, en vez de todo eso, se deba a la complacencia —le recuerda Dixon.
Prefieren hablar de Maskelyne, y no de lo que les aguarda en Inglaterra, de su propio futuro. Gracias a la correspondencia que mantiene, Maskelyne ha tenido noticia de una posibilidad, aunque ésta está lejos de transformarse en certidumbre. Obrando de acuerdo con la decisión que la Cancillería tomó el año anterior con respecto a los límites entre las provincias norteamericanas de Pennsylvania y Maryland, los propietarios de ambas provincias han solicitado ayuda al Astrónomo Real para que, utilizando los medios más modernos disponibles, se tracen esos límites: uno de ellos es un paralelo de latitud, cinco grados, un centenar de leguas de territorio virgen que van del este al oeste.
—¿Por qué Maskelyne nos informaría de eso?
—No estaba interesado en el asunto. Prefería vernos siempre de viaje. Así por fin estará a solas con el doctor Bradley.
—¿Irías a América?
—No sé si Bradley me recomendaría de nuevo —responde Mason—, y por razones que no se nos escapan. Tampoco Maskelyne estará demasiado entusiasmado: si eso no ayuda a la causa de las observaciones lunares, ¿para qué sirve?… ¿A quién le interesa a ir a América? ¿A Waddington? ¿A ti? Si estás interesado, Dixon, después del trabajo que hiciste en El Cabo, probablemente puedas redactar tu propio contrato.
—Fue bueno, ¿verdad?
—Sí. Yo tuve suerte, el sector hizo prácticamente todo el trabajo, pero tú trabajaste bien.
—¿Querrán entonces enviarnos juntos otra vez? Eso estaría bien, ¿eh?… Nosotros dos en América.
—No lo creo, Dixon.