He aquí lo que Mason le cuenta a Dixon sobre la primera vez que Rebekah y él se vieron. Como todavía no comprende los extremos narrativos a los que llegará Mason para evitar traicionarla, Dixon se cree cada palabra…
Era la fiesta en que se hacía rodar el queso alrededor de la iglesia parroquial de Randwick, al otro lado de Stroud, unos pocos kilómetros más allá. Era también el 1 de mayo, en todo su esplendor inglés, el día en que bautizaron a Mason, y la primavera propagaba su fragancia y su calor a través de arroyos, sotos y campos. Todas las jóvenes que habitaban en varias millas a la redonda acudirían allí, aunque Mason esgrimió para ir un motivo más científico: el deseo de ver con sus propios ojos un prodigio del que se rumoreaba mucho, llamado «el gloucester óctuple», un queso gigantesco, el mayor de los conocidos en la región y tal vez en el reino.
Algunos veían en eso un ejemplo de cómo la razón puede degenerar en locura: un vicario irreflexivo, que rendía culto en un altar erróneo, convenció a los queseros locales para que unieran sus esfuerzos a fin de llevar a cabo la hazaña. Agrandado en proporción a partir de las dimensiones del gloucester sencillo clásico, no sólo en grosor, sino también en todas sus dimensiones óctuples —lo cual lo convertiría más bien en un gloucester multiplicado quinientas doce veces o quincuacentésimoduodécimo, con un peso aproximado de cuatro toneladas cuando era tierno, y con una altura de diez pies cuando lo sacaron del cobertizo gigante construido en las afueras de la ciudad para proceder a esta caseificación sin precedentes—, el extraordinario queso, lentamente, a medida que se iba curando, ya había proporcionado material para meses de rumor público. Últimamente, la multitud, procurando contener su impaciencia, había empezado a reunirse ante la entrada del cobertizo, como si estuviera a punto de nacer alguien de la familia real. Puesto que, en esa parte de Inglaterra, las congregaciones producían a menudo una zozobra gastroespiritual entre los pañeros, en las inmediaciones había también una pequeña tropa de caballería ligera.
Cuando por fin, con sumo cuidado, hicieron rodar el queso y lo expusieron a la vista del público, los que estaban allí presentes recuerdan que hubo un grito colectivo sofocado, un silencio y después comentarios como: «Sabía que iba a ser grande, pero…», «¿Cómo van a poder subirlo a la iglesia?», «¿Qué sabor debe de tener?».
Tradicionalmente, los quesos que iban a ser bendecidos y que luego se hacían rodar tres veces alrededor del patio de la iglesia, y a continuación cuesta abajo, gloucesters dobles de tamaño ordinario, se llevaban al lugar en unas parihuelas de cierta antigüedad provistas de ruedas, pero era evidente que tal recurso no serviría para transportar aquel monstruo. Finalmente, algunos se hicieron con una gran carreta, pintada de rojo ladrillo y azul celeste, lo mismo que los radios y llantas, respectivamente, de las ruedas. El queso tenía un color naranja no menos llamativo, y se le hizo rodar sobre una especie de rampa para subirlo a la caja de la carreta, donde, como si fuese un animal grande y peligroso, lo aseguraron en posición vertical por medio de recias cuerdas. Puesto que los lados de la carreta eran de barrotes y no de tablas, los espectadores podían ver el queso en toda su circunferencia.
El trayecto hasta la iglesia de Randwick fue un espectáculo que se recordaría largo tiempo. Vecinos de todas las clases sociales y profesiones se alineaban a lo largo del recorrido; al principio, cuando apareció, oscilante, el gran queso, todos permanecieron en silencio, con temor reverencial, y luego, como si los hubieran sosegado de una extraña manera los rayos de una luz que se alzara de nuevo por encima de cada depresión del camino, empezaron a llamar al queso y a sus portadores, unas llamadas que pronto se convirtieron en vítores e incluso en hosannas. Los bebedores salían atropelladamente de las cervecerías y brindaban por el majestuoso producto alimenticio cuando pasaba: «¡Tres vivas por el Gran Óctuple, muchachos!». Las doncellas le lanzaban besos. Cuando la superficie del camino presentaba dificultades, los jóvenes saltaban a la carreta para ayudar a mantener fija la carga. Algún día contarían que escoltaron al gran queso durante su viaje, aquel famoso 1 de mayo, cantando:
¡Por el Gran Óctuple, chicos!,
el queso monstruo, el más famoso,
saludémosle con un viva estruendoso,
y luego el doble de lo mismo.
¡Ah!, las campanas doblarán
y los cañones rugirán
por el maravilloso gloucester óctuple…
Sí, todos los muchachos que arriman el hombro,
cada maestro, cada discípulo mocoso,
solteros y casados, deja que todos te adulen
y desde puertas y ventanas te miren,
cada ápice, pizca y migaja de su alabanza:
todo es para ti, ¡Óctuple!
Por supuesto, Mason había ido allí con la esperanza de ver a Susannah Peach, aunque fuese desde lejos y rodeada de primos y amigos. Se presentaría, como siempre, vestida de seda. El padre de Susannah, Samuel Peach, era un comerciante de sedas de cierta reputación que gozaba de un poder creciente en la Compañía de las Indias Orientales. Mason imaginaba que indios vestidos con brillantes libreas y que caminaban en fila habían cargado varas y más varas de seda desde los lugares más alejados de Extremo Oriente, y que pronto la casa de Minchinhampton rebosaría de seda curiosamente arrugada, y que las llamas de las velas, reflejadas como en un espejo, arrojarían sobre las telas la luz amarilla de un grueso sol tropical. Flores silvestres de las Indias, flores más recatadas del jardín británico, rayas y cuadros escoceses, extraños e inesperados colores vistos a través de los prismáticos de Newton, damascos con relatos orientales, extensos como poemas épicos, bordados en ellos y que requerían horas de contemplación atenta, mientras la luz de la ventana iba cambiando, para revelar nuevos episodios laberínticos y cada vez más profundos, terciopelos que atrapaban la luz de un modo tan depredador y absoluto que uno tenía que acercarse más para vislumbrar lo que no reflejaban, hasta que se sentía atraído al interior de los impensables contornos de una superficie invisible. Susannah era capaz de distinguir entre el shanzunq, el tussah y el pongee, y a menudo se mostraba muy apasionada en sus preferencias.
—¿Le gustaría aprender a distinguir las sedas, Charles? Podría significar Alepo en vez de la India. ¿Le decepcionaría eso?
—No, señorita.
Él había entrado en casa de Susannah cuando ella estaba ausente. Había llegado hasta su dormitorio, se había arrodillado al lado de su cama y había hundido el rostro en la colcha de seda para aspirar a Fondo el aroma de ella. En el cuarto de costura, se tendió en el suelo para contemplar toda aquella seda desparramada sin ningún cuidado por la habitación, e imaginó un territorio accidentado, lleno de pliegues y barrancos, por donde discurrían peligrosos atajos de la ruta de la seda, y, en esos senderos, grupos de hombres armados y vestidos con trajes pintorescos, con paciencia digna de un reptil, miraban y aguardaban. Aguardaban para raptar y maltratar de una manera indecible a la hermosa y joven heredera del magnate de la seda…
Aquel día, Mason estaba más melancólico que de ordinario. El regalo de cumpleaños de su padre había sido un día de asueto lejos del molino. A su alrededor, todos los muchachos y muchachas de su edad coqueteaban, se perseguían y retozaban, mientras él iba cansinamente de un lado a otro, con la única intención de atisbar el queso gigante, el cual, por cierto, empezaba a retrasarse. Como Susannah era hija de un dignatario local, quizás iría en la carreta, junto al queso, o quizá se habría quedado en casa. Con todo, no veía a nadie que por entonces no estuviera ya emparejado. Supuso que no tenía mucho sentido seguir allí y empezó a bajar la cuesta, pasando por delante de la iglesia, con la intención de seguir el camino hacia Stroud cuando llegara abajo, totalmente ajeno al lento crescendo de vivas que se derramaba desde lo alto y a los primeros gritos que avisaban de la llegada del queso.
Como supo más adelante, por razones de seguridad el vicario había decidido que el queso que rodara cuesta abajo sólo fuese un gloucester doble. No obstante, como si lo hubiera dispuesto alguna invariación en el momento angular de la jornada, la galga de uno de los lados de la carreta se rompió, haciendo que el vehículo se torciera y deslizara un poco por la ladera de un montículo y, finalmente, volcara, lanzando el queso al aire, poco antes de que la carreta (su catapulta) cayera con gran estrépito, las ruedas girando, mientras el enorme queso tocaba la cuesta en una perfecta posición vertical: rebotó una sola vez, asombrosamente naranja contra la ladera verde, y empezó a rodar, cada vez a mayor velocidad. La primera impresión periférica que tuvo Mason del objeto fue, naturalmente, la de un astrónomo, y se dijo: «Vaya, no tendría que haber salido la luna, y menos aún llena, y con esta tonalidad amarillo brillante, ni tampoco su tamaño debería aumentar de esa manera», y más o menos entonces comprendió, tardíamente, dónde se encontraba y lo que estaba a punto de suceder.
—¡Aaah! ¡Misericordia!
Se cubrió el rostro con los brazos y se resignó a sufrir la embestida cilíndrica, sintiendo un horror peculiar por haber sido seleccionado para aquel infortunio… «Víctima de un queso malévolo», eso fue lo último que pensó antes de que lo salvara bruscamente un fuerte empujón precedido por un enérgico frufrú de tafetán, y antes también de que cayera de bruces y, con la hierba metida en sus fosas nasales, notara en el abdomen las vibraciones de la pesadez homicida que pasaba por su lado, ahora ya sin que en su trayectoria se interpusiera un Mason aplastado que la desviara de su destino.
Cuando Mason se levantó, poco a poco, sujetándose la cabeza, resoplando ora por una fosa nasal, ora por otra, lo primero que oyó fue la voz de su salvadora:
—Si fuese de noche, señorr, hubiera crreído que estaba aquí mirando las estrrellas.
Pronunció las erres con el mismo tono vigoroso con que a Mason le hablaba su padre cuando éste tenía un mal día, pues «mirar las estrellas», en aquellos pagos, era un término juvenil para designar la masturbación. Mason podría haber replicado con algo que hubiera lamentado siempre, pero el aspecto de la joven lo dejó estupefacto. Si bien no era una rosa inglesa clásica, como Susannah, tampoco era una tosca flor silvestre. Mason contempló la forma de su boca, los labios algo separados, con un rictus inquisitivo que no llegaba a ser una sonrisa; parecía una portera que se dispusiera a intercambiar unas palabras con él. Pero ¿qué oscuras puertas se alzaban tras la joven? ¿Qué residencia mística?
—Últimamente tengo un deseo, que me acomete una y otra vez —le cuenta Mason a Dixon cuando le es posible hacerlo—, el de pintar de nuevo aquella escena, pero de manera que ella refleje de algún modo su destino en el semblante, en la mirada cautelosa, buscando pequeñas injusticias ante las que reaccionar porque sabe lo que le acontecerá… Sin embargo, en realidad Rebekah siempre desconoció la muerte… Ah, ¿dividirá esto mi corazón? Aquel primero de mayo, ella sólo vio la vida que tenía por delante.
(—No hay datos de ella en Gloucestershire —interrumpe el tío Ives.
—¿Qué? ¿Ninguno? ¿No aparecerá jamás ninguno?
—Con respecto a tu fe en lo que aún no se ha materializado, te diré que Mason fue bautizado en la iglesia de Sapperton, lo mismo que sus hijos, aunque Rebekah y él no se casaron allí. Así pues, también hubieran podido haberse conocido en otra parte, tal vez incluso en Greenwich.
—A menos que los espectros sean dobles, uno que camina y otro que permanece inmóvil —proponen los gemelos).
La esposa campesina es franca y honrada, y la de ciudad, una hija del humo, del hollín, de la intriga y de los propósitos inexpresados… El fantasma de Rebekah, claramente visible, acompaña a Mason como si él fuese un comisionado de Asuntos Inacabados, y ella es idéntica a la Rebekah de la época en que gozaba de mayor vitalidad y recibía más cariño. ¿Es esto, como el pan y el vino eucarísticos, una atención del Todopoderoso, que le ahorra así a Mason una visión que no hubiese soportado? ¿Qué podría ser tan despiadado como para resultar intolerable? A veces, Mason casi cree ver negras vaharadas que se alzan desde la superficie en que ella se aparece, cree notar que la voz de Rebekah se hace indistinta hasta adquirir los timbres de ciertas fieras…, las serpientes del infierno, rápidas y muy reales, deslizándose al otro lado de la sombra que Rebekah proyecta…, el olor que éstas despiden mientras esperan, una espera larga y fría… En tales momentos, él se queda mirando, placenteramente impotente. Ella mantiene ahora una nueva relación angular con la misericordia, es decir, con esas negativas, que se dan en el mundo de los vivos, a actuar a favor de la muerte o a favor de las coacciones cotidianas de ésta: jornales demasiado bajos para sustentarse, leyes promulgadas por los propietarios, infantería, alguaciles, prisión, las mil metáforas de la muerte en el mundo, como si el instante en que Rebekah falleció hubiera actuado como una lente y los rayos de su alma hubiesen sufrido una refracción moral.
Mason intenta provocarla hablándole de sus preocupaciones terrenales.
—Medir ángulos entre puntos iluminados tiene que ser algo más, Rebekah, tú los ves como son, tienes que verlos.
—Oh, Charlie. «Tienes que verlos…» —dice ella, y se ríe.
La risa no atraviesa fácilmente las fronteras de la muerte, pero él no puede endurecerse lo suficiente como para no captar en su risa la vieja nota. No hay duda, se trata de Rebekah, y su voz afecta a Mason como música en fa sostenido menor, atrayéndole hacia la fatal promesa.
—De niño —prosigue ella— creías que las estrellas eran las almas de los muertos.
—Y tú que eran barcos anclados.
Ella tuvo una vez, como nuestro cielo, un puerto para viajeros de todas partes.
—Mira la Tierra —le pide Rebekah—. Como pertenezco a ella, sé que está viva, y que aquí, sobre este volcán en el mar, cerca de las fuerzas interiores, incluso tú, cariño, puedes aprender de ella secretos telúricos que jamás habrías sospechado.
—¡Te he traicionado! —exclama él—. Ah, debería haber…
—… ¿encendido velas? Estoy más allá de la luz. ¿Rezar por mí cada día? Estoy fuera del tiempo. Mi buen Charles vivo…, carne y sangre deliciosas…
Algo parecido a un viento que sopla entre los dos está adquiriendo ahora velocidad y empieza a dificultarle la visión de ella. Rebekah muestra los dientes, palidece, da media vuelta y se aleja, desvaneciéndose antes de que haya recorrido la mitad del bosque destrozado.
Con una erección, provocada por la carne de ella, esa querida carne que le estará vedada hasta el día de la Resurrección, Mason vuelve a la cama. Al alba, el traje de observación de Maskelyne va haciéndose visible. Grandes olas de melancolía, que baten como síncopas de las cercanas olas atlánticas, se alzan amenazando a Mason. Podrían ahogarle o sostenerle, pero él les hace caso omiso y se tiende, pese a que no logra dormirse de nuevo. Maskelyne, en el otro lado de la tienda, dormita hasta mediodía.
—Hola, Mason. ¿Eras tú el que ha entrado hacia el amanecer?
—No, yo no —responde sin pensar.
—Hum…, ¿crees que podría haber sido Dieter?
—¿Dieter? ¿Para qué iba a entrar en la tienda?
—Para protegerse del viento.
—Ah, claro, habrá sido eso.
—No ha sido Dieter…, por lo menos ya no lo es, porque no está.
Mason recuerda que nunca ha visto de cerca al alemán.
—¿Cómo está el proyecto para su liberación? —le pregunta a Maskelyne.
—Ha entrado otra persona. Debes de estar confuso. Borra a Dieter de tu mente, por favor, y te estaré muy agradecido.
Mason, que ya empieza a comprender un poco (en su eje central todavía resuenan los ecos de la visita de Rebekah), tiene de repente la certeza de que Dieter también es un fantasma. Sin embargo, ¿hasta qué punto sería sensato compartir esta revelación con Maskelyne?
—Confío en que Dieter esté bien —le dice a Maskelyne, insistiendo en el tema por razones que sólo comprende después de haber hablado.
—Pero ¿qué dices, Mason? Aquí, no estar bien significa haber muerto. Lo que en verdad me intriga es cómo te las has ingeniado para evitar ese destino.
—Entonces sólo quedas tú. ¿Estás «bien», Maskelyne?
—Quien corre peligro aquí es Dieter. Desde el punto de vista médico, no puedo decir nada. No obstante, como servidor del Señor, veo su alma ofendida de unas maneras que las almas no soportan con facilidad. Hombre, ¿no me has preguntado por él? Pues su destino tiene consecuencias que me afectan a mí.
En los últimos días, Mason ha empezado a oír, transportadas por el viento, unas piezas orquestales, una música que con toda claridad no es británica: vienesa, tal vez, húngara, incluso morisca. Nota que no puede concentrarse. El viento parece soplar por delante de la luz que emite Sirio, produciendo falsas imágenes, como si, siguiendo la metáfora que empleó Bradley para explicar la aberración, el vehículo, el viento, hubiera atravesado alguna barrera y penetrado en el régimen pragmático del tenor —la luz— mientras permanece fijado a él. Es algo tan sobrenatural como que alguien procedente de la muerte visitara la soleada colonia de la vida, por tratar el tema de manera metafórica…
—Creo que vosotros dos necesitáis pasar cierto tiempo juntos —sugiere Mason, haciendo acopio de lo que le resta de sensatez—. Y, para serte sincero, te diré que carezco de tu resistencia a este viento, que me está volviendo loco. —Algo en lo más hondo de sus entrañas le advierte que no debe añadir: «Y tú también me estás volviendo loco».
Entonces Mason corre sin dilación al guijarral de la orilla, empieza a preparar una fogata y usa la casaca para avivar el fuego. Así avisa a todo posible barco costero que navegue por estas aguas de su necesidad de pasar al lado de sotavento. El coste será más o menos desorbitante.
Maskelyne se despide de él agitando la mano desde la loma. Viste una casaca amarillo canario y unos calzones que Mason nunca le había visto hasta ahora, una peluca que incluso a esta distancia provoca una contracción de las pupilas, y un sombrero que, más vagamente, recuerda un instrumento óptico de uso incierto. Parece dirigirse al fuerte, quizá se disponga a entrar en él. Tal vez sea ahí, sobre todo, donde Dieter ronda como un fantasma. Al cabo de un rato, una embarcación se aventura a acercarse y detenerse a una distancia que Mason puede salvar sin problemas.
—¡Buena manera de ir a Jamestown! ¡Veinte rijksdaalders! ¡Buen precio!
—¡Diez! —exclama él, sin saber si puede permitírselo.
—Sólo hasta el valle del Fraile.
—A Breakneck —susurra una voz cercana, aunque no hay nadie junto a Mason.
—A Breakneck —dice Mason.
—No deseo ofender a su compañero. Hecho.