15

Convencido de que unas fuerzas que ahora están fuera de su alcance le han llevado a emprender una peregrinación (vía crucis es su tropo preferido), Mason está bastante sorprendido de la insistencia con que Maskelyne se muestra deseoso de ir al otro lado de la isla, de pasar del recinto protegido a la intemperie, del abrigo a un viento incesante contra el que le han hecho tantas advertencias.

—La atracción de las montañas —le sermonea tediosamente Maskelyne, mientras, en torno a ellos, La Luna se convierte poco a poco en un dormitorio—. Según Newton, los picos en los que estamos pueden tener suficiente masa para desviar nuestras plomadas, introduciendo por lo tanto errores en nuestras observaciones cenitales. En consecuencia, debemos repetir estas observaciones en el otro lado de la isla y tomar los valores medios entre ellas.

«El otro lado»… Al oír estas simples palabras, Mason siente escalofríos. Si el Cabo de Buena Esperanza fuese una parábola sobre la esclavitud y el libre albedrío que él imagina haber comprendido casi del todo, ¿qué decir entonces de este desplazamiento? Que la obsesión de Maskelyne por las plomadas podría ser un factor del cambio no se evidenciará hasta que sea demasiado tarde. Durante varios días, Maskelyne no habla sino de la suspensión defectuosa del instrumento de Sisson.

—¡Mi carrera, mi vida, pendientes de una puñetera aguja!

En La Luna, y después en otras tabernas, le da por abordar a los desconocidos, obligarles a escuchar largos y fatigosos monólogos en los que describe el mal funcionamiento con un detallismo aturdidor, así como las instrucciones que ha dado para que lo corrijan y si los demás le han obedecido o no, una narración sin sentimiento ni suspense (salvo la parte en que la plomada, defectuosamente, como se demuestra, pende sobre su anilla y ésta sobre su aguja).

—¿Le gustó aquello a Waddington? —le pregunta Mason.

—No quiso ir. Ni siquiera quiso hacer una excursión de un solo día a la bahía Sandy. «Estoy al cabo del asunto», decía una y otra vez, y expresaba así su punto de vista: «He visto a gente que regresa a la ciudad desde el lado expuesto al viento, he visto lo que les ha hecho el viento, y no tengo el menor deseo de encontrarme en ese estado».

—Tampoco a mí me parece muy atractivo —concede Mason—. No obstante, eliminar el error cuando es posible… es como dar cuerda al instrumento, ¿no es cierto? Una obligación que no se puede descuidar fácilmente.

—¡Ah, el descuido! ¡Ah, la conciencia!

El fuerte de la Compañía en la bahía Sandy, flanqueado por las puertas y el jardín infernales del Caos, reina en ese espacio costero inhospitalario, de un color turquesa luminoso, y representa el nivel de atrevimiento que cualquier miembro de la Compañía espera hallar un día en su enemigo ideal; el fuerte de la bahía Sandy es el silencioso compañero a barlovento del fuerte de James’s Town, éste siempre animado por el movimiento de los numerosos centinelas y por los sones marciales, mientras que aquél parece abandonado, sin bandera y sin aberturas en los muros, como retraído para resguardarse del viento. En la bahía Sandy, la disciplina, aunque llamada militar, se basa de hecho en un enrocamiento compuesto de comedias, supersticiones, odios mortales y amores antinaturales, de una solemnidad apropiada al viento incesante (esa primera voz, todavía sin inflexión, la pura rotación del planeta). Aquí el cañonazo de queda suena a la puesta del sol, y lo dirigen contra el viento, como para repeler una de sus acometidas. Hace años los soldados organizaron (y aún hoy sigue siendo una tradición) varios fondos con los que se apuesta sobre los suicidas y los que se volverán locos, en los que uno puede poner la módica suma de seis peniques (las cantidades más sustanciosas están destinadas a las apuestas especiales, y los porcentajes de las participaciones de las viudas son siempre negociables), de modo que convierten este viento en dinero en metálico, como otros podrían convertirlo en una fuerza que hiciera rodar una piedra de molino. Desde luego, fortunas que igualan a las de muchos potentados se amasan, arriesgan y pierden en el transcurso de una noche.

—¡Somos como una imagen del comercio global en miniatura! —exclama el médico del puesto, quien procura no alejarse nunca demasiado de las estancias más recónditas del fuerte, donde el acoso del viento es menor, y jamás se olvida de incluirlo en cada plegaria cotidiana, como si fuese una deidad infinitamente necesitada, siempre exigente…

Al fin, encaramado en el último acantilado, bajo el azote del eterno sudeste, Mason, sabedor de que no le oirán, dice:

—Bien, es posible que Waddington estuviera en lo cierto.

Sin embargo, Maskelyne oye esas palabras, transportadas por el viento, y más tarde, ya bajo techo en la bahía Sandy, replica:

—Éste no es un lugar que guste a cualquiera. Se dice que quienes aprenden a soportarlo sufren una transformación maravillosa.

—Ah, sí, como la de ese granjero que anoche corría por ahí ladrando y que mordió a la mujer del casero. Muy divertido, señor. No obstante, tal vez los de esta costa estén locos sin más y se sientan tan fuera de lugar en James’s Town, donde la sensatez es necesaria para el comercio, como los de James’s Town se sentirían en barlovento, donde tal vez una locura vigilante constituya la única defensa contra semejante exposición inevitable a los elementos. En suma, son dos naciones diferentes, que mantienen unas relaciones de desconfianza mutua, situadas a una distancia de diez millas, y en una el viento jamás cesa, como si añadiera a la isla otra influencia más que debe ser corregida. Tal vez, si dicha influencia se descubriera, sería tan célebre como la aberración de la luz.

Maskelyne, muy ruborizado, parece cambiar de tema.

—Hoy estaba en los acantilados cuando me encontré con un soldado de la Compañía, de esos que están destinados aquí, un tipo alemán llamado Dieter. Me dijo que estaba en un aprieto. Se había alistado sin saber que pudiera existir un lugar como éste.

—Y ahora quiere marcharse —sugiere Mason.

—En fin, este lugar le ha afectado de una manera extraña. No puedo explicarlo. Él parecía conocerme, o yo a él. De haber estado usted allí…

—¿Tal vez también habría dicho que creía conocerme?

—¿Tan incauto soy? Su indirecta no es nueva para mí. Sin embargo, no me ha pedido dinero. Y lo que importa es que sabe que Clive es mi cuñado.

—¡Cielo santo! ¿Cómo es posible?

—Yo se lo dije.

—Ah.

—El hombre estaba muy aturdido, y a uno o dos pasos del borde del precipicio. «Nadie puede ayudarme», se quejaba entre lágrimas, «ni Federico de Prusia ni Jorge de Inglaterra ni el gran Lord Clive», y así sucesivamente. Y como yo era el único que pudiera oírle capaz de decirle: «Bueno, lo cierto es que, en cuanto a Clive, ¿sabe?…». ¿Qué habría hecho usted?

—¿Estamos en condiciones de ofrecer los servicios de Clive a la gente? Hombre, Maskelyne, no sé. Supongo que lo primero que debe usted hacer es determinar qué porcentaje va a quedarse…

El alemán, bajo los últimos rayos del sol, había clavado sus ojos enormes y magnéticos en el astrónomo. El mar rugía a los pies de ambos, azotados por el vendaval, cuellos de camisa, pañuelos, cintas para recoger las coletas, todos desanudados y aleteantes como si fueran múltiples catavientos.

—¿Usted…? ¿De veras podría usted ayudarme?

—Vivo en James’s Town —le dijo Maskelyne, deferente, tratando de hablar con calma—, y ésta es la primera vez que paso más de un día aquí. Sin embargo, observo ya que el viento está afectando a mis nervios. ¿Ha reparado usted en ello?

—El viento es el dueño de esta isla —le informó Dieter—. Qué orgullo tan atroz les ha llevado a instalar un fuerte aquí… ¿A quién se le ocurriría invadir la isla desde esta costa mortal? Si los invasores sobrevivieran al desembarco en una playa a sotavento, después tendrían que atravesar la isla en un día, y una vez en las montañas se verían obligados a cruzar esa extensión de purgatorio antes de bajar a James’s Town… ¿Están tan locos los holandeses? ¿Deliran, se han perdido para el mundo?… ¿Los franceses? Hace un par de años, tres de sus barcos de guerra fondearon ahí fuera, a barlovento, justo en medio de la ruta marítima de la Compañía, como haraganes de pueblo que quieren pelea. Lograron interceptar y perseguir a cuatro barcos de la ruta de China, que al final se dirigieron a Sudamérica y hallaron refugio en la bahía de Todos Os Santos. Nosotros lo observamos todo, como hacemos cualquier jornada, de día y de noche: las velas, las señales con el vidrio… En la oscuridad, lanzábamos juramentos contra las sombras que se movían furtivamente por la orilla bajo la terrible luz lunar… ¿Y qué esperan ver nuestros anfitriones, allá en el fuerte James’s, bajando por su barranca? ¿A qué último enemigo al que ya no es posible enfrentarse? Cuando una noche alguno de nosotros, por pura rutina, mire hacia la fogata que se enciende siempre en la cresta de la barranca, lo verá todo tan negro como la condenación. ¿Víctimas de una invasión? ¿Todos han enloquecido y, sencillamente, se han marchado? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces y cuánto le queda todavía a la ciudad?

»La Compañía prometió viajes, aventuras, doncellas morenas y, algún día, la riqueza… ¡Una cortina de seda que se abría para mostrar la misma vida! ¿Quién no se habría dejado persuadir? Así pues, me alisté y, sin dejarme apenas tomar aliento, me destinaron aquí, al lado de barlovento de Santa Elena, aquí, dejados de la mano de Dios… Los de este lado estamos espiritualmente enfermos, somos unos depravados. Usted es cuñado de Clive de la India. Una palabra suya bastaría para liberarme de todo esto.

—Verá, yo…, yo no tengo tanta influencia en la Compañía… y Clive hace muy poco que regresó a Inglaterra, mientras que yo —dijo, encogiéndose de hombros—, en fin, yo aquí estoy.

—Y Shuja-ud-Daula, el rico visir de Oudh, está allí con un ejército. Bengala, señor, es un polvorín a punto de estallar. No es el momento para que su Schwager esté en Inglaterra; después quizá ya sea demasiado tarde.

—Puesto que los enemigos que tiene Clive entre sus propios compatriotas son inveterados, tanto como cualquier hindú intrigante —supuso Maskelyne—, y la calle Leadenhall no es menos intrincada que el bazar de Bagh, Inglaterra es para él un campo de batalla. Desde la elección de la junta directiva, se ha enzarzado en una lucha con el señor Sullivan por conquistar el alma de la Compañía. No estoy seguro de los favores que puede conceder ahora, aunque sean de la envergadura que usted sugiere.

Sobald das Geld in Kasten klingt —recitó Dieter, suspirando—, die Seele aus dem Fegefeuer springt[6].

Más tarde, cuando Maskelyne habla de todo esto con Mason, le dice:

—Aunque no puedo huir de este lugar, pues me atan aquí la lógica de la órbita y las leyes de Newton y Kepler, no obstante, si yo pudiera pagar el rescate de por lo menos un alma y salvarla de este horrendo viento, no echaría yo de menos ese dinero.

—Dijo usted que el alemán no le había pedido nada.

—No, él no, sino la Compañía. Si alguien paga a la Compañía las veinte libras que ésta le ha pagado al hombre por alistarse, poco importa quién le sustituya.

¿Tienen un segundo sentido las palabras de Maskelyne cuando habla de «este horrendo viento»? ¿Es posible que esté pensando en sus propias obligaciones hacia la Compañía de las Indias Orientales y en la improbabilidad de que alguien le rescate a él alguna vez? Y es que en cierta ocasión dijo: «Podemos navegar con el viento, a la misma velocidad, plegándonos a todas sus variaciones, o podemos quedarnos quietos y sentir en nosotros su verdadero rumbo y velocidad, de modo que percibimos los movimientos más tenues y sutiles de esa cosa tan simple».

El incidente del soldado alemán en la vida de Maskelyne se parece a la misma Santa Elena, es un fragmento visible y desgarrado de una subhistoria sin testimonios. Nada de lo que Maskelyne dice al respecto explica del todo el poder que ejerce Dieter sobre sus sentimientos.

—¿Usted mismo pagará ese dinero? —inquiere Mason, con la única intención de ser útil.

—No puedo recurrir a Clive, ¿verdad? No puedo hacerlo por una cosa así.

Mason está casi lo bastante alterado por el viento como para preguntar: «Entonces, ¿qué otra cosa le haría recurrir a él?», pero la cordura, vacilante antes de ceder, le previene, pues, ¿adónde conduciría la discusión? «¿Qué desea obtener del mundo? ¿Puede concedérselo Clive? ¿Hasta qué punto sería eso apropiado para un cuñado? ¿Qué le adeudaría usted entonces a Clive?».

No es necesario que Mason diga nada de eso, si bien, dado el viento y su capacidad de transformación, no hay ninguna garantía de que no lo haga en el futuro. Sin embargo, si Mason guarda silencio, conservando la sensatez y resguardando su trasero del viento, ¿quién puede decir que un día, cuando también esto haya pasado, de regreso en Inglaterra, entre columnatas, espejos, uniformes y vestidos de baile, medallas y órdenes, collares y broches incandescentes, y en medio del aplauso de la Europa filosófica, Lord Clive no aborde a Mason con discreción, llevando en la mano un sobre con grabados en relieve…?

—Mi querido cuñado le ha recomendado calurosamente, señor, pues le ha devuelto en gran parte la razón, que su prolongada estancia en Santa Elena había debilitado un tanto. Espantoso lugar; una buena erupción volcánica lo resolvería todo… Pero, como le comentaba, no necesito decirle que la cordura de Nevil me importa mucho, como estoy seguro de que también le importa a Lady Clive. Ojalá conociera alguna manera mejor de expresar…

Pero como es Clive de la India, ¡ay!, no conoce otra manera de expresar su agradecimiento. El rígido objeto de color crema que se aproxima a la mano de Mason… «para proteger el futuro de la astronomía en Gran Bretaña…». Así, en el instante del primer contacto exterior, antes de que el regalo se sumerja en un bolsillo de la casaca, se desvanece todo el honor que Mason podría haber sentido en ese momento, mientras sus ensoñaciones siguen girando en torno al famoso Lord, y también se abre paso entre ellas la imagen de Clive ungiendo a Maskelyne, como si se tratara de alguna pintura de particular mal gusto destinada a colgar de la pared del observatorio de Greenwich.

—Tiene elementos excesivos, es cierto —admitirá Maskelyne—. La túnica de Clive, en especial, y uno o dos sombreros de los dignatarios asistentes…, no obstante, vea cómo me ha vestido.

Mason regresa de estas excursiones desanimado, y consciente, como cualquier acróbata moral, de que cuando el asesinato no es del todo adecuado, el autosacrificio debe bastar, aunque no puede imaginarse a Maskelyne ardiendo lo bastante para que se produzca cualquier clase de inmolación grandiosa o siquiera rápida; más bien, sería el asado lento, a lo largo de años, lo que vería cualquiera que se cruzase en el camino de Maskelyne. Jubilosamente, susurrando cada vez a modo de prefacio, Mason se dice: «Por supuesto, esto no es más que una aventura romántica», y después se regodea fantaseando con detallados percances sufridos por Maskelyne, muchos de ellos de naturaleza vertical.

Y ahí, en el lado de barlovento, donde ningún barco se acerca de buen grado, ahí es donde ella le hace sus primeras visitas. En cierto momento, Mason se da cuenta de que ha oído su voz, claramente, sin ninguna clase de interferencias… Han pasado más de dos años. Rebekah, cuyos silencios, cuando estaba viva, enfurecían a veces a Mason, ahora, envuelta en el que debería ser el silencio de su tumba, ha empezado a hablarle, como si por fin a ella le permitieran decirlo todo, incluso lo que no podría haber susurrado en Greenwich, donde los cielos están muy cercanos y la fácil superchería de Dios demasiado a la vista.

Mason intenta reírse de sí mismo. ¿No es ésta la Era de la Razón? Creer a la luz fría de este mundo tan práctico que Rebekah se le aparece es resbalar y tambalearse en medio de una multitud y caer en brazos de la mismísima Puta Italiana pintarrajeada, mientras el incienso vuelve la atmósfera sofocante, y la esplendorosa Deidad se apaga para siempre. Pero si la Razón también nos autoriza a creer al menos en la evidencia de nuestros sentidos terrenos, entonces, ¿cómo no va a concederle a Rebekah algún tipo de resurrección? ¡Qué cruel sería negársela!

Además, Rebekah puede acudir a él en cualquier parte. Mason comprende pronto que ella siente la necesidad de aparecérsele, y que tiene que decirle algo lo bastante importante para que ella se arriesgue a asustar demasiado a Mason, alejando a éste del mundo más de lo que ya se ha alejado. Ella puede elegir un camino, y esperarle, enmascarada para todos los demás, convertida en una sombra. Porque ahora Rebekah puede esperar. De esta manera, ella se desquita por las numerosas ocasiones en que él no le prestó atención cuando aún estaba viva. ¿Debe Mason ahora pasar por ello y no perderse una sola palabra? Sin embargo, no le consuela que esas suspensiones temporales de la muerte sean cortas.

Cierta vez, mucho antes del amanecer, Mason siente que le llaman, aunque apenas podría decir cómo, y se levanta del camastro. Maskelyne, en el otro lado del refugio, está roncando, rodeado de un efluvio mefítico de vapores alcohólicos y enfundado en un traje de observación que le han confeccionado con retales ciertas personas de Santa Elena y cuyos colores la penumbra apaga misericordiosamente. Mason sale al exterior, donde sigue soplando el viento, se abre paso entre las afiladas rocas, que le desgarran las botas, avanza por la cresta y desciende hasta un bosque de ébanos destrozados, donde, entre jirones de niebla y viejos restos de madera pulimentados por el viento, ella se le acerca. Mason tiembla bajo su capa. El oleaje bate las costas de la pequeña y accidentada isla.

—Debo evitar que Maskelyne me encuentre aquí.

—Imaginaba que me echarías de menos —replica ella. Tiene la misma voz de siempre. Increíble. La luz de la luna confirma que ella está ahí. Tiene los ojos blancos y rasgados, sobre todo en las comisuras, las orejas hacia atrás, como las de una gata—. ¿Qué estás haciendo aquí, Charlie? ¿Qué es este sitio?

Él le cuenta qué hace en Santa Elena. Por primera vez desde que navegó en el Seahorse, vuelve a tener miedo.

—¿Todo eso sólo para calcular la distancia a la que se encuentra una sola estrella? El hombre con quien duermes ahí dentro estuvo solo aquí durante meses. Y supo apañárselas sin compañía. ¿Por qué te quedas?

—Como ahora la Tierra está alejada de donde estaba casi por el diámetro de una órbita, el trabajo requiere dos personas, y debo hacer lo que me ordenan.

—Espera a que estés aquí, ya verás.

—¿Te refieres a…?

Mason extiende una mano hacia ella y la señala de la cabeza a los pies, sin saber si sacar a colación el tema de la muerte y de que ella haya muerto, y cómo hablarle de ello. Ella asiente, y su sonrisa, por el momento, no es tan terrible. Es impensable hablar de esto a Maskelyne. Mason cree que tarde o temprano el otro lo utilizaría para dañar a alguien. Pero cuando por fin Dixon sube la escalinata del puerto en James’s Town, Mason le toma del brazo y lo lleva a su local preferido, El Oficial Arruinado, para contárselo lo antes posible.

—Y desde entonces se me ha aparecido varias veces… Anoche mismo.

Están sentados ante dos vasos de Constantia de El Cabo, aunque no beben.

—¿Ah, sí?…

Testarudo, sofocado, Mason prosigue:

—Estuvo aquí, diantre… ¿No era su alma? ¿Qué era entonces? La memoria no lo envuelve todo de esa manera, y los sueños, antes o después, se traicionan. Si un actor o un retrato pintado pueden representar a un personaje que ya no existe, ¿no podrían existir también otros modos de aparecerse?… No, esto no es racional… La verdad es que siempre esperé volver a verla. —Asiente como para confirmarlo.

Y prosigue, aunque para sus adentros: «Hay en mis pensamientos una campiña poblada por gente agradable, es un escenario romántico, con monolitos y arcadas rotas, cedros y tejos, arroyos umbríos y prados cubiertos de flores silvestres, y ahí la gente se reúne y retoza… y cada vez, de pronto, aparece Rebekah, a veces está muy lejos, pero que me aspen si no es ella, y por un momento los dos nos reconocemos, y yo me quedo sin aliento, me convierto en mármol».

—Ah, Dixon, tengo miedo.

Dixon, con cautela, manteniéndose lo más alejado posible, extiende un brazo y pone la mano sobre el hombro de Mason.

Los pies de Mason permanecen quietos. Sonríe para sí mismo, por lo ridículo que encuentra esto, todo.

—¿Qué voy a hacer, entonces?

—Hombre, no rehuir la situación —replica Dixon.

—Es fácil dar ese consejo. Con qué frecuencia lo he hecho…

—Todavía es más fácil seguirlo, amigo mío, pues no hay otra alternativa.

—¿Crees en lo que estás diciendo? Dime, ¿cuándo ese «no rehuir la situación» te ha sido de utilidad? ¿Esperas acaso que viva en el presente eterno, como un hindú? Maravilloso, Dixon, mi gurú personal, siempre acudiendo en mi ayuda con una respuesta sabia. Pero ¿y si no puedo dejarla desaparecer sin más? ¿Y si quiero gastar, incluso dilapidar, mi precioso tiempo tratando de compensarla de alguna manera? ¿Crees que cualquiera puede cerrar los ojos a todo eso y seguir adelante?

Dixon no le dice: «Tienes que hacerlo». Alza su vaso de vino ante Mason como si fuese una jarra de cerveza y sonríe, comprensivo.

—Entonces —le dice Dixon— debes romper tu silencio y contarme algo de ella.