14

Allá en lo alto de la colina, Mason se pregunta qué estará haciendo Dixon, si ha llegado sano y salvo a El Cabo, y aquello que, de estar aquí, podría hacer en este momento determinado, dada la hora del día o de la noche y el tiempo atmosférico, para Dixon desconocido. «Nuestras vidas cotidianas, en armonía con las remotas estrellas», escribe en una carta a Dixon, pero decide no enviarla.

(—Espera un momento —dice Pitt.

—¿Viste ese documento? —inquiere Plinio.

—¡Muy bien, muchachos! —grita el tío Ives, y da un doblón a cada uno—. No, no, no me lo agradezcáis, la única condición es que lo gastéis juiciosamente. Si lo invertís con prudencia, podrá aportaros un buen fondo cuando estéis lo bastante bien establecidos como abogados para necesitar un juez amistoso de vez en cuando. Por supuesto, sería mejor que fueseis socios. Eso confundiría a la gente.

—La verdad es que nuestro proyecto —replica Pitt— consiste en que uno de los dos se escape y finja llevar una vida de derrochador, mientras el otro se aplica con diligencia al derecho…

—… de modo que cada vez será más difícil distinguiros al uno del otro —dice su tía Euphie).

Mason puede calcular de una manera aproximada cuándo tendrá Dixon el ojo pegado al telescopio, contemplando Júpiter y su harén de lunas, y cuándo estará en el barrio malayo, inspeccionando algún harén propio. Imagina a Dixon aprendiendo a preparar un kari con hojas de naranjo, introduciendo innovaciones en el frikkadel y sazonando con ese condenado ketjap todos los platos.

En la creencia de que él mismo se ha ido de El Cabo y ha sido capaz de no volver la vista atrás, para ver qué esposa plutoniana enfundada en unas prendas livianas se ha decidido al fin a seguirle (ninguna de ellas es la Eurícide de nadie, pero él sabe muy bien quién es; o quién podría ser, si él fuese lo bastante Orfeo para tener siempre una tonada en la cabeza), Mason sigue preguntándose cómo Dixon ha sacado fuerzas de flaqueza para presentarse y después, imperturbable como una almeja, entrar de nuevo en aquella casa, volver al mundo de Jet, Greet, Els, Austra y Johanna, a esas pieles a las que no llega el sol, a los aromas ovinos, a las continuas visitas al botiquín, a los susurros en los rincones y a las intrigas interminables, mientras, detrás de todas las miradas, se enrosca el gran gusano de la esclavitud. En ninguna de las horas en que está reunida la camarilla faltan los ecos de voces acaloradas, que rebotan en las paredes sin adornar. Las muchachas, tras saquear la provisión de rapé de su padre, chocan entre ellas, soñadoras, y dicen cosas sin sentido…

Cuando Dixon llega, hace días que circula una serie de anécdotas, y la ciudad finge estar escandalizada. Los servicios religiosos, lejos de resultar las experiencias penosas que Johanna esperaba, se vuelven por fin animados, hay sonrisas, miradas y desvío de ojos, con pleno conocimiento de que todo el mundo conoce los secretos de todo el mundo, y ella tiene la sensación de que por fin ha sido admitida en la vida adulta de El Cabo…, si bien, claro está, sabe que nada, desde subir y bajar corriendo las escaleras hasta asomarse a las ventanas, ha «sucedido» realmente, tal como se supone que son estas cosas, de modo que también se siente como una impostora —lo cual le procura a su vez una emoción vergonzante— ante los semblantes de la congregación, en cuyo seno, en el ambiente implacable del domingo, con tanta fanfarria, proseguirán esos múltiples actos de hermandad, hasta que al cabo de cierto tiempo la atención se desplace a alguna nueva Betsabé.

Cornelius, por su parte, vive este periodo con más dificultades. De repente, dondequiera que vaya, Dixon se encuentra a ese inestable fardo de sebo provisto de una escopeta para cazar elefantes que apunta siempre en su dirección, como si el holandés hubiera decidido aceptarle como un digno sustituto de Mason. Persigue a Dixon por las calles, azotadas por el fuerte viento del sudeste, ese viento que arrebata las pelucas, aviva las llamas y alabea el juicio. Cornelius apoya en la tierra, esa tierra que el viento levanta, el apoyo en forma de horquilla. Después, con una mecha de seguridad, que arde lentamente y que lleva entre los dientes, provoca una gigantesca explosión, y la bala, que rebota en las tejas, lanza a la calle aludes de pequeños fragmentos rojos a una distancia de unos diez buenos pies; ahí fuera, el cálculo del desvío por efecto del viento es más una cuestión de sentimiento que de ciencia. El hombre se detiene para recargar la escopeta, con la cinta del cabello suelta y luego arrebatada por el viento, mientras Dixon se aleja a todo correr, reacio a creer que el holandés todavía se sienta tan poco resarcido que desee repetir el ejercicio, hasta la siguiente gran detonación, que resuena en la ladera cuando la esfera, que zumba como un zángano, revienta en esta ocasión una sandía en un puesto de un mercado cercano, y los verduleros y fruteros corren a ponerse a salvo. Mientras el holandés, sin prisas, imperturbable, probablemente loco, recarga el arma para disparar una vez más, ahora al estilo mosquete, con un montón de balas en el rosado puño, Dixon, que ya está harto, se vuelve y corre hacia él. Le parece que tiene tiempo. Al acercarse, ve el blanco que rodea por todas partes los iris de Vroom, y sabe, aunque tal vez dentro de unos instantes eso no importe, que el holandés jamás se ha enfrentado a un animal lanzado al ataque, hasta ahora, según parece, pues se queda paralizado, el cuerno de la pólvora se le desliza de la mano y grita:

—¡No! ¡He de hacer esto!

Dixon le quita suavemente el arma.

—¿Mi vida por ese burro de Mason? Perdone, pero el correo es lento y no he recibido la Gaceta. ¿Acaso ha salido ahí alguna enmienda al código de honor de la que nadie me ha hablado?

—¡No se trata de honor, sino de sangre!

—Ya; y sin embargo, si fuese usted un mancebo malayo no me sorprendería tanto, pero como es un mancebo holandés, en fin, esto de disparar a diestra y siniestra no es muy propio de su gente, ¿no es cierto?, y usted es una buena persona… —Mientras le habla, consigue que el hombre empiece a caminar contra el viento—. De la misma manera que no vemos a muchos malayos por ahí calzados con zuecos, ¿verdad?, metiendo los dedos en los agujeros de los diques y esa clase de cosas, no, señor, no los vemos, en fin, creo que le conviene un poco de soupkie.

Soupkie —repite el holandés con voz monótona, asintiendo.

—Detrás de esta puerta, mynheer…, aquí le tenemos. Abdul, eh, hijo de navegante del desierto, queremos una jarra de tu ginebra de reserva especial, la que contiene esas hierbas raras. ¿Aún no han llegado las chicas traviesas? Ah, bueno, nos sentaremos allí, en el rincón.

—Hielo, hielo.

—Naturalmente, Cornelius, puedo llamarte así, ¿verdad? Hielo, Abdul, por supuesto, ¿y quizá dos pipas también? —Hace un gesto a Cornelius para que se adentre en la taberna—. Mi local favorito, El Fin del Mundo.

Se retiran a un rincón oscuro y durante varias horas, en una nebulosidad fragante que aporta consuelo cuando Dixon no puede hacerlo, repasan con cierto detalle la tristeza que domina la vida doméstica de los Vroom. Dixon se queda asombrado ante la hondura de ese sentimiento, aunque al cabo de un rato le resulta difícil seguir los pormenores. El fuego ruge, y sobre las llamas hacen girar lentamente y lardean los cuartos traseros de algún animal que los ingleses desconocen. Un guitarrista filipino toca con descuido unas melodías marineras, y al final de cada tonada dice sonriendo: «¡Aún no he terminado! ¡Sí, hay más!». Las velas de sebo gotean, van fundiéndose y se apagan, al tiempo que encienden otras en distintos lugares de la sala. El viento ulula en los callejones, empuja la bahía de Table hacia el mar de una manera lenta pero que puede medirse, la ciudad se aleja de la orilla a la misma velocidad y, cuando anochece, huyendo de este tiempo peculiar, con el cabello y los vestidos revueltos, enmarañados, con pingajos procedentes de la época de las Leyes Suntuarias —que los esclavos que los recibieron o se apresuraron a venderlos o no se atrevieron a ponerse—, seda de Padua, muletón y lana asargada, encaje de Brabante y sombreros con plumas de avestruz, entran, como en un desfile, jóvenes criaturas curiosamente ataviadas de esa guisa, la mayoría de las cuales parecen conocer a Dixon, y cada una se sienta a una mesa rodeada de marineros, toma una pipa o un vaso y, finalmente, se marcha llevando a remolque a una presa náutica. El filipino rasguea apasionadas declaraciones de añoranza en clave menor. El humo que llena la sala, aunque es principalmente de tabaco, huele también a opio, a cáñamo indio y clavo, por lo que todo el que entra inhala sin remedio todo eso por el mero hecho de respirar.

Cuando desembarcó, Dixon tenía la intención de limpiar el nombre de Mason de toda sospecha ante Cornelius (en el fondo, ante la ciudad), pero por una razón u otra no se le ha presentado la oportunidad de hacerlo.

—Escucha, ya verás —le propone ahora Cornelius, quien es presa del vértigo—, iremos al pabellón de la Compañía, donde hay mujeres de todas las razas, tamaños y especialidades. Entraremos gracias a mi condición de miembro, y tú, es decir, la Royal Society, correrás con todos los gastos.

—Me alegra ver que has vuelto a lo que los holandeses deben de considerar cordura —replica Dixon, para quien todo lo que tiene ante los ojos ha empezado a descomponerse en un enjambre de pequeños fragmentos de color— y, por supuesto, estaré encantado de ir allí.

El serrallo de la Compañía huele a sándalo y a almizcle, que arden en algún rincón. En la entrada les ponen algunas pegas, debido a ciertas deudas pendientes… El barómetro, en un marco de ébano que pende de la pared, es ilegible, la caligrafía demasiado complicada, y los numerales tal vez pertenecen a un sistema distinto del árabe. No hay columna de mercurio ni aguja móvil. No obstante, el experto puede leer la presión, que permanece invisible hasta que alguien la busca… El instrumento cuelga por encima de un méridien de terciopelo francés, cerca de un cuadro en el que hay pintado un colono a caballo al atardecer, en algún lugar del territorio hotentote, con su vieja escopeta de alma lisa puesta de través en la silla; las montañas que se extienden entre ese lugar y su hogar muestran toda una gama de grises, excepto la puesta de sol, que incide en sus picos y los tiñe de un rojo extraño, tenue y luminoso. Y ahí, en las sombras, casi pintado…

Una vez más, Dixon, cuyo corazón no alberga la menor suspicacia, se lleva una sorpresa. La primera persona que entra en la sala es Austra, con vestido de terciopelo negro y un collar de cuero al que está fijada una correa de la que tira una diminuta e inexpresiva sílfide malaya. A juzgar por la expresión lasciva del rostro de Cornelius, es evidente que la escena ha sido dispuesta especialmente para Dixon. Hay tiempo suficiente para que Austra le reconozca y para que comprenda que tampoco él la ayudará, antes de que ella pase a otra habitación, sin mirar atrás, para continuar con su esclavitud dentro de la esclavitud… En el preciso momento en que desaparece, Dixon se fija bien en ella por primera vez, aunque, ¿quién podría haber evitado ser salpicado por cierro desparramiento de la obsesión de Mason?; aun cuando éste apenas pudo aburrir a Dixon con el tema, pues normalmente el norteño se hallaba ausente —dedicado a satisfacer su deseo más general de cualquier cosa, y sólo en los días afortunados, su deseo de todo—, Dixon hubiera podido prestar al mundo un momento de atención. Si no se hubiera visto asediado más bien por parte de ninfas de apetito indiscriminado, ¿podrían haber rivalizado él y Mason por la atención de la esclava? Así pues, ahí sigue, en pie, mirándola como un tonto.

—Que no digan que no podemos divertirnos cuando hace falta —dice Cornelius, dándole una fuerte palmada en el hombro—. Éste es nuestro jardín del regocijo.

Sin embargo, el ambiente es demasiado eclesial para el gusto de Dixon, ahí veneran el rito y el momento oportuno, mantienen el espacio poco iluminado, la luz es tan blanca como el polvo de peluca y fluye de unas velas de un blanco puro que arden suavemente en la atmósfera quieta, mientras de cercanos pebeteros de incienso asciende un humo blanco en rectas columnas. Cornelius, ahora de muy buen humor, le muestra pornoscopios secretos, ocultos por caprichosos decorados de la habitación, ante los que los clientes se reclinan, gruñendo de manera harto expresiva, y se espían mutuamente en actividades que pueden ser elefantinas, pajareras, concluidas en un abrir y cerrar de ojos, largas como una misa, presos de un deseo sin esperanza hacia alguna mujer, un deseo de vengarse de alguna mujer, un deseo de escapar de alguna mujer, en algún lugar a lo largo de los legendarios y dolorosos senderos de la Compañía, como dijo alguien, alguna mujer…

Las fumadoras de opio tienen una sala propia. El hecho de que la sustancia se fume en pipa ha atraído el interés inmediato de los caballeros holandeses. Tomada con tabaco produce un delirio vertiginoso, como el que requiere casi toda una tarde dedicada a la ingestión de licores, y por lo tanto promete un gran ahorro de tiempo y dinero, idea que a estos frugales comerciantes les parece encantadora. Sin embargo, antes de entregarse a esa pereza hay que pasar por la lujuria, que chapotea fuera de los límites del matrimonio trazados por la Iglesia, tanto como a través de las líneas raciales. Ahí van a parar esclavas de todas partes del hemisferio, para que se las utilice como sombras soñadoras y sumisas, para proveer baños en carne más oscura que la holandesa; ellas representan la peligrosa y hermosa efusión de cuanto estos hermanos blancos ansiosos de comunión no pueden permitirse retener, mientras que a sus esposas, si es que piensan en ellas, las imaginan en casa, suspirando y haciendo labores o leyendo la Biblia.

El cañonazo suena a las nueve, y en la práctica este toque de queda se aplaza hasta una hora más tarde, pero para entones los marineros, tan joviales, jóvenes y manirrotos tienen que haber abandonado el local. A la marcha de iris marineros sigue un periodo de silencio, un ensombrecimiento que, cuando se prolonga más allá de cierto punto sobre la esfera del reloj, empieza a desazonar a las filles, pues saben que la noche ha comenzado y se preguntan quién las requerirá y qué les hará. Las que han estado en habitaciones prohibidas para las demás informan de que en su interior han visto una puerta que da por lo menos a otra habitación que no se puede abrir. Así pues, los lugares recónditos del local son una región sin cartografiar incluso para quienes trabajan en él. Tal vez todavía son posibles los milagros, tanto los milagros malignos, por ejemplo los que se producen cuando los excesos del maltrato se transforman en goce, algo muy corriente en esta época, como los contrarios, los milagros buenos, cuando los excesos del bienestar acaban por provocar una angustia no menos dolorosa por ser metafísica. Incluso en una comunidad soleada, trabajadora y ordenada como lo es Ciudad de El Cabo, por razones que desconciertan a todo el mundo (algunos culpan a los vientos del sudeste y apelan a ejemplos hoy legendarios de comportamiento demencial en la estación seca, mientras que otros susurran acerca de prácticas mágicas de los nativos o de los malayos), sea como fuere, de vez en cuando la locura los visita por sorpresa y se lleva a su reino de voces y dolor incluso a una mente en la plenitud más sonrosada de la cordura. Cuando los locos de la ciudad son demasiado peligrosos para andar sueltos por ahí, la Compañía se responsabiliza de ellos y los tiene confinados en habitaciones acolchadas que hay en el pabellón de las esclavas. A veces, para divertirse, los Herren escoltan a una empleada especialmente desobediente hasta la celda de un loco, la empujan dentro y cierran la puerta. Al lado de cada celda hay una habitación desde donde se observa, por un cristal disfrazado de gran espejo, la rencontre, que a menudo es un espectáculo atroz. Los locos son de todas las razas, condiciones y grados de alteración, desde los amigablemente delirantes hasta los homicidas sin remordimientos. Algunos odian a las mujeres, otros las desean, unos conocen el odio y el deseo sólo como aspectos menores de un impulso más amplio, oceánico, en el que, según cuentan quienes sobreviven, es indiscutiblemente mejor no estar incluida. Una vez más, algunas no sobreviven. Cuando los Herren no pueden devolver sus restos a sus pueblos de origen, se deshacen de ellas en el mar, a fin de que no las devoren los chacales.

De lo que hasta ahora sólo se tienen rumores es de que existe una habitación, de nueve por siete pies y cinco pulgadas, que, con parsimonia holandesa, está siendo reformada para que sea una réplica, reducida a la cuarta parte de su tamaño, de la celda del Fuerte William de Calcuta, donde 146 europeos se vieron obligados a pasar la noche del 20 al 21 de junio de 1756. El sistema nervioso de la Compañía es muy sensible a la noche del Black Hole, el «agujero negro», así se llamaba la celda, especie de punto cero de la historia, comparado con el cual todas las maravillas que la seguirían (Quebec, el cometa del doctor Halley, la batalla de la bahía de Quiberon y, sí, también el tránsito de Venus) pasarían fugitivas como sueños inducidos por el opio e importarían menos… Descubrir el Black Hole en un menú de tramas eróticas no sorprende a nadie en este singular extremo del mundo: residentes, visitantes, incluso unos pocos marinos de gran sensibilidad han regresado a esa celda, siempre que les ha sido posible, para que les instaran a seguir adelante las gráciles ninfas del pabellón de la Compañía, ataviadas con dhotis y turbantes de color añil, y pertrechadas con refinadas cimitarras desenvainadas, ordenando a sus «cautivos» desnudos que se apretujen más y más en la reproducción a escala de la celda, provista de tantos esclavos, en representación de europeos, como sean necesarios a manera de complemento, calculado éste en treinta y seis, el que mejor proporciona a los visitantes una auténtica experiencia del Black Hole de Calcuta.

«Si uno no deseaba sufrir directamente el horror», comenta el reverendo en su diario, «podía ya trascenderlo por medio del espíritu, ya erotizarlo carnalmente, pues los empresarios del sexo razonaban que la combinación del calor ecuatorial, el sudor y la carne de personas desconocidas en forzada intimidad podría ser placentera y que, por consiguiente, en tales circunstancias, cierto enfoque dramatizado de la muerte también podría ser placentero, con toda esa masa de cuerpos retorciéndose en un nido de serpientes formado por brazos, piernas, aberturas y penes, inmovilizados de manera servil por otros cuerpos similarmente trabados, lubricados con una mezcla reluciente de su propio sudor, orina y heces compartidos, sin nada que respirar salvo los alientos exhaustos del prójimo, moviéndose hacia la única, lenta y cálida explosión…».

(Aunque, por supuesto, no lee nada de esto en voz alta y prefiere saltárselo y pasar a los aspectos morales).

«Detrás de nuestra reacción pública al suceso», sigue escribiendo el reverendo, «del escándalo y de la piedad, ¿qué más puede haber, qué residuo intocable? Un pequeño número de personas les dicen a un número mucho mayor qué deben hacer con sus preciosas vidas, y, entre esas multitudes, sólo unos pocos pueden permitirse obedecer. En la India, los británicos alientan a las prolíficas poblaciones sobre las que gobiernan a que se reproduzcan tanto como quieran, mientras ellos les arrebatan la tierra y restringen las zonas donde se les permitirá reproducirse prolíficamente. Y, no obstante, ponemos el grito en el cielo cuando incluso una pequeña metáfora de esta coacción continental se practica a la inversa, como sucedió en la vieja celda de Calcuta.

»“¡Metáfora!”, diría alguien, “¡Ciento veinte vidas perdidas, señor!”

»A lo que replico: vidas británicas. ¿Cuál cree que es la cosecha de una sola noche, únicamente en Calcuta, en vidas indias? Y no sólo una noche en concreto, sino todas las noches, en calles de las que pocos podrían indicarle cómo llegar hasta ellas, una calle desesperada tras otra, hasta que el humo de las piras lo torna todo invisible, pero, incluso invisible, prosigue. En suma, que todo eso le va de perlas a la Compañía y a cualquier participación que ésta haya negociado, así como al Gobierno de Su Majestad».

Cornelius se dirige a la «sala de las fieras», pero se detiene para advertir a Dixon:

—Un gusto peculiarmente afrikaner. ¡Tal vez no sea de su agrado!

Un brazo esbelto y moreno, lleno de ajorcas, emerge del vano de la puerta, y una mano experimentada le quita el sombrero.

—Vamos, Simba.

A Dixon se le ocurre que podría recorrer el local, encontrar un túnel secreto que conduzca al Castillo y buscar a Austra, si bien tiene menos claro qué es lo que hará entonces. No va más allá de una pequeña taberna que hay dentro del local, donde, tras detenerse para pedir lo que por estos pagos se complacen en llamar «cerveza», ¿a quién se encuentra, sino al agente de policía Bonk, vestido con una bata de terciopelo rojo y trencilla dorada, sudando copiosamente y tratando de emborracharse con Madeira de El Cabo?

—¿Está usted de vuelta? ¿Cuándo ha llegado?

—¿No lo sabían los de su departamento?

—He terminado con eso. Ahora soy granjero. Ésta es mi última noche en Ciudad de El Cabo, aunque podría quedarme aquí como ciudadano libre. Mañana montaré a mi familia en una carreta de bueyes y partiré hacia el norte. Tal vez vaya al otro lado de las montañas, fulera del alcance de la Compañía. Ésta desea tener un control absoluto de cuantos viven aquí, y yo no podía seguir trabajando para ellos. Las montañas me llamaba, la vasta tierra de los hotentotes que se extiende más allá… Y al final sucedió algo curioso, ¿sabe usted? Cuanto más se afanaba la Compañía (registros en plena noche, embargo de propiedades), tanto más los granjeros del interior se sentían impulsados a dirigirse al norte, alejándose del Castillo. Es el trek, el lento y laborioso viaje en carromato. Las exigencias de mi trabajo, siquiera por la cantidad de vigilancia que me encomendaban, eran abrumadoras. Cada semana los supervisores me presentaban unos objetivos nuevos y menos realistas. No tenía tiempo para nada. Ahí fuera se extienden leguas de verde y ondulante tierra y colinas, bosquimanos en su mayoría dóciles, según me dicen, hay caza por doquier, y lo mejor de todo: se acabó obedecer las órdenes de la Compañía.

—Es una empresa valiente. Le deseo mucho éxito.

—Tengo una gran confianza. Lo único que me causa cierto desasosiego, como comprenderá, es que me encontraré en medio de un territorio absolutamente desconocido.

—Todo lo demás es divertido, según parece.

—Puedo disparar un fusil si me estoy quieto, ¿sabe?, pero lo que me preocupa es disparar y cargar cuando monto a caballo. Eso no sé hacerlo, y dicen que si te falta esa habilidad es mejor que no te aventures por esos pagos. Me inclinaba por un Oortman, pero me enteré de que pesan mucho y de que hay que llevar demasiada pólvora, que me convenía más un Bobbejaanbound: apoyas la culata en el suelo y lo cargas por la boca, sin desmontar. Además, sí te apremia el tiempo, basta con que golpees el suelo con la culata y la pólvora sale por el gran orificio de cebadura y entra en la cazoleta. Pero entonces me dije: «Bueno, supón que te haces con el Oortman de todos modos y tú mismo agrandas el orificio…».

Amanece cuando Dixon regresa a la residencia de los Vroom, casi llevando en brazos a Cornelius, que está tan fatigado como él, pero quizá por distintas razones. Todo el mundo está levantado. Las hijas corren de acá para allá y miran a Dixon con el rabillo del ojo. Dixon comprende, con cierta consternación, qué es lo que tienen estas muchachas que encantó a Mason: el apresuramiento con que buscan la sombra, evitan la luz y creen en lo que vaga continuamente por estas costas, fantasmas ubicuos, esclavos, hotentotes conducidos al exilio, animales salvajes sin remordimiento, un depósito de pecado cuyo peso, como el de la atmósfera, uno soporta día tras día sin notarlo y sólo lo advierte cuando encuentra un espacio vacío (un desconocido en la ciudad, un malayo públicamente enloquecido, una hora en el pabellón de la Compañía) en el que su contenido puede precipitarse con una turbulencia que todos perciben y a todos intriga. Las hijas de los Vroom y sus compañeras de toda la ciudad son hijas del Fin del Mundo, sonríen más de lo que deberían, gorjean cuando necesitan algo, están siempre ojo avizor porque cada instante del largo día, con tanta probabilidad como el siguiente, puede traer consigo un albur de ruina. En sus sueños regresan siempre a prisiones de piedra, a puertas con sellos cuya rotura se paga con la vida, al olor a jabón y lavazas, a la quietud de ciertos corredores, al amor —que no admite la menor duda— de un tirano, a la luz amarilla de fogatas de campamento que oscila sobre el muro, e, inesperadamente, al doblar una esquina determinada, vuelven al reloj de su casa, que toca los cuartos.

Una tras otra, las muchachas han crecido con el convencimiento de que el reloj de péndulo de los Vroom, una reliquia de familia traída desde Holanda, es una criatura viva, consciente de sí misma y también de ellas, con su esfera capirotada, su latido cardíaco y el porte de un mensajero solemne. Está emplazado en las profundidades de la casa, en un pasillo situado entre la fachada y la parte trasera, los dos mundos, testigo de cuanto acontece al alcance de su oído, sólo con la manecilla horaria y dos campanas, una grande y otra pequeña, para dar las horas y los cuartos. Lo llaman Boet, que aquí es como llaman tradicionalmente a un hermano mayor.

Cuando Mason y Dixon llegaron con el reloj Ellicott, las muchachas supieron que era un compañero de viaje de los ingleses. Más adelante, cuando Dixon regresó con un reloj distinto, el del señor Shelton, nadie reparó en él excepto Greet.

—Ten cuidado, por favor —le susurra Greet en un aparte—. Creen que Charles y tú tenéis algo que ver con la longitud. Después de que os marcharais, llegaron a creer que el reloj de la Royal Society, el que teníais con vosotros, era capaz de señalar sin error el tiempo en el mar, un secreto de Estado británico. Aquí nos creemos enseguida cualquier cosa. La Compañía de las Indias Orientales está a punto de regalar dos relojes fabulosos, de oro, con brillantes incrustados, minúsculos pajaritos mecánicos y cosas por el estilo, al emperador de China. Sería mucho más juicioso que ocultaras este reloj y fingieras que has vuelto por… alguna otra razón.

—El tránsito ha pasado, chica, y lo único que queda por hacer es observar el funcionamiento del reloj y…, eh…, vaya, Greet, sólo de pensarlo…

—Todo el mundo sabe que estoy aquí contigo. —Toma ambos lados del corpiño y lo abre con brusquedad. Aparecen unos senos juveniles, de un rosa pálido—. ¿Acabas de hacer esto? ¿Llamo y digo que lo has hecho? ¿O ha sido una separación espontánea de las costuras, como puede ocurrirle a cualquier corpiño?

—Lo has hecho tú, chiquilla.

—Eso no lo creerán.

—Tal vez digan que no lo creen, pero te conocen.

—Muchas trabas pones a mi amor, brutal inglés. —Aprieta unos pocos cierres ocultos y el corpiño vuelve a ajustarse—. El señor Mason nunca fue tan frío.

—Mason es afectuoso por naturaleza. No parece distinguir un extremo de una mujer de otro, y no obstante eso es en lo único que piensa cuando tiene un momento para pensar. Así pues, ¿vas a denunciarme en el Castillo de la Compañía?

—Ten cuidado.

Sin embargo, en el Castillo se enfrentan a un dilema. Se ha desatado una sorprendente oleada de entusiasmo hacia los relojes de dos manecillas, que ahora empiezan a difundirse entre los holandeses, tanto aquí como en Holanda. Pronto, durante un interrogatorio, alguien deseará anotar la hora precisa en que se formula cada pregunta o se lleva a cabo cada acción, algo que es posible gracias al reloj de dos manecillas, y no porque nadie vaya a revisar jamás las actas, sino tal vez para intimidar al sujeto con el instrumento mecánico más avanzado de su tiempo, ciertamente porque ahora ya se puede determinar el minuto exacto y existe la posibilidad de dejar constancia de los minutos en las actas. Así pues, todo reloj nuevo en la vecindad es candidato al honor.

Pero por fin les ha llegado la noticia de la relación que une a Dixon con el jesuita Christopher Le Maire. Y suponen, sin reflexionar, que el jesuita debe de pertenecer a alguna rama de los Le Maire holandeses, entre los cuales se contó el célebre Jacobo, navegante y explorador de los mares meridionales, e Isaac, el director de la Compañía de las Indias Orientales y especulador, quien cargaba con la mala fama de haber introducido en el mercado de valores holandés la práctica de comerciar con acciones que en realidad no se poseen. Y el padre Le Maire enseña actualmente en Flandes, ¿no es cierto? En consecuencia, ponen en el expediente de Dixon un distintivo amarillo, que significa: «Precaución: puede tener relaciones peligrosas», y le permiten moverse como siempre por El Cabo, correr tras cualquier viento de placer sensorial, mientras los feligreses andan de jarana, los esclavos conspiran por su libertad y los funcionarios huyen del Castillo y emigran al campo.