Concentrado en regresar por las rocas mojadas hasta los escalones que conducen al borde del mar y en subirlos con el mismo cuidado, Mason no repara en Maskelyne hasta que casi se tropieza con él. Parece extraño que se encuentren en ese lugar, a menos que haya acudido para despedir a un barco, pero, debido a la marea, sólo el de Dixon ha partido. Mason duda de que el otro desee ser visto, pues sus ojos, al descubrirle, dan una de esas rápidas estocadas con un pie avanzado.
—Mi paseo a primera hora —le dice a Mason tras saludarle—. De todos modos, me he pasado en pie casi toda la noche. Es la maldición del estrellero. Confío en que el señor Dixon y el reloj hayan embarcado a su debido tiempo.
Mason asiente y su mirada se pierde más allá del pequeño puerto, hacia el mar. Las idas y venidas de Maskelyne no son asunto suyo, y quiera Dios que las cosas sigan así. Las estrellas tachonan la negrura por encima de las colinas altas y escarpadas que protegen la entrada del valle. La niebla empieza a levantarse, imponiéndose a la luz del día que comienza. Entre los muros de piedra blanqueada de las casas hierven los susurros.
—¿Volvemos al Burdel del Atlántico, desayunamos y nos ponemos a trabajar?
A esta hora hay por doquier candiles encendidos que brillan a través de las ventanas.
—Desde luego, no es Ciudad de El Cabo —se maravilla Mason.
Marinos que caminan tambaleándose, ninfas que inician o terminan su turno, bisoños abogados de la Compañía demasiado perplejos para dormir, vendedores de pescado que transportan atunes gigantescos con sumo cuidado, llevándolos entre dos, como en una silla de manos, esclavos que cantan en la jerga local, antorchas encendidas en todas partes e inexistencia del toque de queda. El empleado de la Compañía británica, al contrario que su colega holandés, reconoce aquí la supremacía de los anuarios de mareas y, por encima de ellos, la supremacía de la luna, a la que de hecho ceden el gobierno de todas las llegadas y salidas, incluidas la vida y la muerte, en esta isla quebrada y que hasta ahora ha sido utilizada con tan poco provecho.
Cruzan el puente, echan a andar por el paseo principal, sin dejar de oír el golpeteo del oleaje, pasan ante el castillo de la Compañía y se detienen al final del paseo.
—Aunque pequeña según las dimensiones civiles —dice Maskelyne al entrar en la población—, no obstante, al penetrar en ella, uno descubre su verdadera extensión, que resulta ser tan laberíntica como una ciudad europea…, las esquinas que uno tiene que doblar son interminables. Aquí, en James’s Town, se reproduce el milagro de los panes y los peces, y la filosofía no obtiene ninguna respuesta.
Mientras así se expresa, parece lúcido y sincero.
—Entonces —salta Mason, y al pensarlo más tarde se dice que debió haberse mordido la lengua—, si alguien deseara desaparecer durante algún tiempo y, no obstante, permanecer en la isla…
Los ojos brillantes del otro empiezan a parpadear, como si se tratara de algún código.
—Por supuesto, desaparecer para siempre sería más fácil, debido al mar, ¿sabe usted?
Mason no está seguro de que desee saber qué significa esa respuesta.
—Sí, claro, pero…, pongamos que se desea desaparecer una semana.
—Depende de quién le busque a uno.
—Unas personas honradas y corrientes, por decir algo.
—Hummm. Al principio, durante los dos o tres primeros días, sería fácil, suponiendo que no tuvieran un conocimiento perfecto de la ciudad y de la isla, pues los primeros grupos de búsqueda estarían formados por jóvenes abogados y aprendices, gente que lleva aquí demasiado poco tiempo para conocer siquiera la verdadera extensión del Castillo, jóvenes escandalosos, intimidatorios, que pondrían en guardia a todo el mundo sobre la inminencia de una búsqueda a lo largo y ancho de la isla, es decir, en la totalidad de este mundo.
—Desde luego, se nota que lo ha pensado usted a fondo…
—He supuesto que me lo preguntaba en interés propio… Yo no tengo ninguna necesidad de desaparecer. Ah, cielos, la Royal Society se ha olvidado por completo del viejo Nevil Maskelyne, esquire, quien se pasa la vida sin hacer nada a expensas de la Corona, esperando movimientos en el planeta de origen. Pero ahora, en el mismo instante en que por fin hay trabajo que hacer, los cielos me han proporcionado…
—¿Sí? —inquiere Mason, en un tono bastante afable.
—… un astrónomo veterano, con un brillante éxito en su historial, con quien compartir mis deberes más sencillos y humildes.
—Deduzco que el señor Waddington no estaba disponible para arrogarse tal honor…
Maskelyne se encoge de hombros.
—Apenas el planeta se había desprendido del limbo más alejado del Sol, cuando el señor Waddington se largó.
En realidad, Waddington se había marchado tres semanas después del tránsito.
«No me ocupo de los paralajes de Sirio ni de las mareas», musitó Waddington mientras se despedía. «No me ocupo de los satélites de Júpiter. Lo único que consta en mi contrato es un tránsito de Venus, y eso es lo que he hecho. Si desea usted que observe el siguiente, tendrán que hacerme un nuevo contrato».
«Buena travesía, Roben», replicó Maskelyne afablemente, «noches despejadas y buenas observaciones de la luna durante todo el trayecto». Se volvió hacia la ciudad y, una vez más, vio el barrio de las putas junto al puentecillo y la sombría brecha del valle que ascendía como un telón de fondo, y luego se fue a reanudar sus tareas.
—Esta isla —suspira Maskelyne— no es un pincho de bonito al curry que guste a todo el mundo, ¿verdad?
Waddington expresó su desagrado nada más avistar desde el barco la isla —como una mirada a lo Lot y su mujer— y el sombrío fuerte de la Compañía en la bahía Sandy. No pasaría un solo día, mientras duró su cometido allí, en el que la isla no le causara nuevas decepciones. Un número de calles demasiado reducido, un exceso de miradas, el café, que parecía adulterado con Javas de calidad inferior, evidentemente birlados de cargamentos de la Compañía por sobrecargos emprendedores…
—No será así, sin duda —dice Mason, alarmado.
—Tranquilo. Todo eran fantasías suyas. Luego, cuando se presentó ante la Royal Society, alabó la isla de Santa Elena y a su gobernador en unos términos muy extravagantes y generosos, pues a fin de cuentas, durante el viaje de regreso a casa, logró unas espléndidas observaciones lunares, y se hizo tan amigo del capitán que éste le perdonó el precio del pasaje, aunque al final se levantó una niebla tan espesa que entraron en Portland Bill antes de que nadie avistara tierra, y oyeron a Waddington lanzar un emocionado grito de alegría, pues por lo menos había vivido para ver Inglaterra de nuevo.
—He de hacer lo posible por honrar el precedente que Waddington sentó, ¿no es cierto? —dice Mason, y da por supuesto que es así.
—¿Quiere decir que tampoco me ayudará a tomar los datos de las mareas? Un par de palos sumergidos en el agua…, ¿dónde está la dificultad?
—Más bien quería decir que he de conseguir observaciones lunares en cantidad y calidad parejas. Si no tuviera intención de ayudarle, me habría embarcado con Dixon, lejos de esta…, esta…
—Por favor, no hay ningún comentario desfavorable sobre la isla que no lo haya oído ya en labios de Waddington o expresado por mí mismo. Durante cierto tiempo creí firmemente que este lugar era una criatura consciente, animada por un poder que extrae del interior de la tierra y ensamblada en secreto por la Compañía, a la que pertenece por completo. No existe acción, pensamiento o sueño del que no sea autora la Compañía. ¡Ja, ja!, sí, imagínese, qué fantasías. Yo intentaba caminar como si volara, pues no quería que notara la presión de mis pies. Si pisaba con demasiada fuerza, me daba cuenta de que se encogía de miedo, por lo que procuraba no hacer eso. Tal vez usted hubiera hecho lo mismo. Aquí todo el mundo, incluso la nutrida población de locos, se desplaza con mucha suavidad. ¿Qué autoridad obliga a esa práctica? ¿El gobernador Hutchinson? ¿Las tropas de la Compañía? Por mi parte, pienso que, más que cualquier autoridad, la conciencia de vivir sobre una «criatura adormecida», comparados con la cual ni siquiera somos piojos, es lo único que nos mantiene alerta en una vida tan precaria, y es aquello por lo que la civilidad es realmente necesaria para poder seguir adelante. Así pues, no hay toque de queda. Para vivir, debemos estar despiertos a todas horas. Estamos atemorizados cada instante de nuestra vigilia, y nos acecha sin cesar la posibilidad de deslizarnos y caer en el libertinaje y la sordidez.
—¡Ah! Ya que saca usted el tema a colación…
—De estas cosas se puede hablar en Londres a la ligera, señor, pero aquí corremos peligro si lo hacemos. Todavía no ha visto usted la miseria, pero tenga en cuenta que ahora vive en la metrópolis de esa condición.
Mason suda copiosamente, diciéndose que Dixon le ha dejado solo en compañía de un loco peligroso. ¿Y cuál es la verdadera razón de que Waddington se marchase con tal rapidez? ¿Por qué lo hizo ese necio? Hombre, está claro como el día, ¡su partida tenía todas las señales del pánico! Es evidente que aquí uno debe vivir perpetuamente en guardia y no alarmar jamás a Maskelyne. ¡Aaaah!
Mason empieza a practicar tratando de reducir la rapidez de su encogimiento de hombros, que suele ser convulsivo.
—Yo… soy un recién llegado.
—Pero ¿qué está diciendo? ¿Que debería haberme marchado con Waddington? ¿Cómo? ¿Por qué acaricia con tal vigor su sombrero? Las observaciones de Sirio hay que tomarlas desde la máxima distancia posible, ¿no es cierto?, por lo menos durante seis meses de lo que el mundo considera sin duda ociosidad, mientras el planeta, en su buen momento, gira desde un lado de su órbita al otro, y la línea demarcadora se alarga cada vez más, cuanto más larga sea, tanto mejor…, ¿cómo voy a tener yo la culpa de cualquiera de esas cosas?
¿Está esperando una respuesta? Han cruzado la parte llana de la ciudad e iniciado la subida.
—¿Me considera un descuidado? —inquiere Maskelyne con el ceño fruncido—. Puede decirme con toda libertad lo que piensa de mí. Estoy solo en este lugar; así pues, ¿cómo voy a saber nada, ni siquiera el aspecto que tengo? Llevé peluca durante algún tiempo, pero la gente me miraba como si fuese un bicho raro. No hay un espejo de tamaño decente en toda isla. Lo consideran un lujo excesivo para que merezca la pena cargarlo a bordo. Aquí nadie sabe cómo le ven los demás, salvo ciertas doncellas que están junto al puente, de quienes se dicen que poseen unas cajas de colorete con espejos minúsculos bajo la tapa, los cuales les permiten verse las facciones, aunque tienen que mirarse una facción cada vez. Por tanto, todo lo que no está fragmentado es invisible. Y si mi carácter también experimenta cierta metamorfosis, un viaje hacia el error, ¿cómo lo sabré? Tal vez le envían a usted, con este insoportable viento antietesio, como una corrección, para que actúe a modo de regulador moral, alguien cuya llegada todos hemos anhelado, ¡y de qué manera!
Mason podría responder a estas palabras de muy diversos modos, pero se decide por el silencio, confiando en que el otro no le tome por insociable mientras prosiguen la ascensión.
Como es el único puerto de la isla resguardado del viento, James’s Town no tiene tiempo para aburrirse. Los marineros hablan de ella, antes y después de desembarcar, como de un lugar visitado en un sueño inducido por el opio. La apertura de una puerta o un postigo siempre está acompañada de música, continuamente se ven antorchas que arrastran bufandas de fuego, en los callejones hay jugadores de dados. Farolillos ornamentales, apenas más grandes que las llamas que contienen, penden de las muñecas de jóvenes damas ocupadas a esas horas.
—Éste es el momento en que se desata el frenesí de la ciudad —le asegura Maskelyne a Mason—. Esas muchachas se dirigen a los barcos de la Compañía tanto para comprar cosas como en busca de los marineros, manosean una novedad tras otra, descartan ésta y eligen aquélla…, forman un grupo abigarrado, como puede ver, africanas, malayas, de vez en cuando una rosa irlandesa.
—Hola, reverendo, ¿quién es su guapo amigo?
—Vamos, vamos, Bridge… Sí, que tengas un día espléndido —le dice a la mujer, mientras se despide de ella afablemente, con un ademán—. Aquí no le faltarán actividades saludables: puede hacer una excursión valle arriba, visitar la bahía Sandy, instruirse, estudiar chino, beber…
Ahora finge vacilar, asombrado, ante la entrada que se abre en una pared, más bien de ladrillo que de piedra caliza, sobre la que se balancea un cartel donde hay pintado un astro blanco rodeando la cara de una mujer de la ciudad, un rostro con múltiples lunares artificiales para indicar una conducta a la que, cuando se la conoce, podría entregarse con facilidad.
—¡Ajá, asombroso! Aquí está de nuevo La Luna. ¿Quiere echar un vistazo?
En el interior, un coro de muchachas de aspecto agradable se pone a cantar:
Eh, ven aquí, marinero,
deja ese arpón en la chalupa,
qué suerte tienes, compañero,
pues has varado en La Luna.
Verás qué pronto amigos nos hacemos,
de ti tenemos gran necesidad,
faltan en La Luna hombres de pelo en pecho
que la quieran pisar.
(Estribillo)
Ah, hombres en La Luna
es cuanto deseamos,
¡venid todos a una!
porque os necesitamos.
¿Qué era aquello, sino el local que frecuentaba Maskelyne?
—¿Lo de costumbre, señor? ¿Y un Madeira para su amigo? ¡Vaya!, el señor Mason, excelente. ¿Embarcó a tiempo el señor Dixon?
—Una vez más, es un placer —dice Mason con los ojos entrecerrados.
El dueño, el señor Blackner, es esa clase de fisgón redomado que, al cabo de cierto tiempo, aparece antes o después en una pequeña isla rodeada por millares de leguas de océano, sin un alma en todas las direcciones, cuya población, que no es superior a la de una aldea, no puede murmurar de nadie salvo de ellos mismos, y donde a todo recién llegado se le agasaja con una vehemencia tan sólo igualada en ciertos ríos de Sudamérica. Todo el mundo llega a saber lo que los demás saben, y el recién llegado puede percibir con claridad, por no decir con aprensión, la extraña vibración entre las mentes.
Tan pronto como el señor Blackner, por medio de este notable espejo recolector de información, descubrió las relaciones que unían a Maskelyne con Clive y con la Compañía de las Indias Orientales, empezó a anunciar la noticia a sus parroquianos, algunos de los cuales eran simples marineros, moviendo el pulgar en dirección a Maskelyne.
—Ése de ahí es el cuñado de Clive de la India. El que está junto al bidón de la ginebra.
—Ha vuelto a estar expuesto al viento demasiado tiempo, señor Blackner.
—Se lo juro, el cuñado del célebre gran potentado, el mismo, ahí, ante sus ojos. Tiene un hermano, y Clive de la India también es su cuñado.
A veces incluso presenta a Maskelyne a cualquier cauteloso visitante, jarra en mano.
—¿Qué hay, Nevil, muchacho? ¿Quién es tu cuñado? Anda, díselo.
Irritado en cada ocasión, Maskelyne, reacio a armar bulla y deseoso tan sólo de que le dejen en paz, replica:
—Sí, es Lord Clive.
—¿Pero Clive de la India? —desea asegurarse el sagaz visitante.
—Ese mismo héroe, señor, tiene la gran suerte de estar casado con mi hermana.
—Ah, sí, sí —dice el dueño con demasiada avidez—, ésa será, naturalmente, la señorita Peggy.
Tal comportamiento le ha ganado miradas iracundas casi audibles. Todo eso obedece a un convenio, muy justo, al que los dos, Nevil Maskelyne y el dueño, han llegado. A cambio de soportar las familiaridades de un bobalicón obsesionado por las celebridades, a Maskelyne se le permite tener una cuenta abierta, ya legendaria incluso en un puerto de grandes bebedores como éste y tan desorbitada que podría financiar una pequeña guerra, cuenta que, naturalmente, se puede cargar a la Royal Society o, si no, en el caso de que ésta ponga reparos, a una suma de la que el señor Blackner no está seguro (desagradablemente, resultará ser tan sólo de cinco chelines al día), a Clive de la India, poseedor de una riqueza ilimitada. También es posible que Maskelyne sienta el peso de la tradición familiar, pues diez años antes su hermano Edmund, conocido como Mun, cuando era un joven abogado de la Compañía e iba camino de la región Carnática de la India, visitó La Luna; sin embargo, no le pareció gran cosa y sugirió que, en cambio, podría ser la clase de lugar apropiado para el joven Nevil. Maskelyne todavía trata de dilucidar lo que Mun quiso decir con eso.
Más tarde, en el observatorio superior, que está en la loma Alarum, Mason intenta examinar la suspensión de la plomada con disimulo, pues Maskelyne ha ido mostrándose cada vez más irritable, por no decir ofendido. El día del tránsito, Mason y Dixon obtuvieron los tiempos de los cuatro contactos internos y externos de Venus y el Sol, mientras que aquí, en Santa Elena, precisamente en el momento crucial del primer contacto, apareció una nube que avanzó directamente hacia el Sol. Qué descorazonado debió de sentirse Maskelyne. Le habían advertido que no situara su observatorio demasiado bajo, y conocía las dificultades del doctor Halley debido a la niebla que a menudo cubría la gran barranca en las primeras horas de la mañana. Al enterarse de la mala suerte de Maskelyne, Mason comprende que jamás ha de parecer satisfecho delante de él, como tampoco responder a sus floreos de estilete, que se revelarán frecuentes.
—Desde luego, no se elige a cualquiera para destinarlo a El Cabo. Os ha tocado lo mejor, muchachos, que me aspen si no es así.
La voz de Maskelyne, en tales momentos de tensión, oscila hacia un tono de soprano gutural.
—Era el único puerto al que podíamos llegar a tiempo. —Mason lo repetirá mil veces durante su estancia en Santa Elena, es decir, una media de diez veces al día.
—¡Vaya si no han recibido ustedes bendiciones! Soy clérigo y sé de esas cosas, créame. Por lo que respecta al resto de nosotros, en fin, qué importa que todos los currículos tengan en el instante malhadado la misma interrupción ignominiosa, pobres pazguatos que somos.
»Sin embargo, aquí me tiene, lamentándome de algo que fue excesivo y demasiado rápido, no sólo el tiempo, como comprenderá, pues aunque la visibilidad hubiera sido perfecta aquel día, me habría encontrado con el puñetero sector…, perdone, es el asunto de la plomada, el principio de falsum in unum. ¿Cómo puedo confiar ahora en que se vea a su través?
»Sobre todo aquí. En cualquier otro lugar no habría importado tanto, pero aquí es inquietante, Mason, ¿no le parece? ¿No se siente…, cómo decirlo, inquieto?
—¿Inquieto? Pues no, Maskelyne, después de El Cabo esto me resulta de lo más relajante, digamos que me relaja de una manera tropical: aire puro, un café incomparable, ¡desde el arbusto hasta el horno secador, todo sin manipulaciones, intacto!, un cielo que permite multitud de buenas observaciones…, ¿qué más podría uno pedir?
—Qué más… —Se da una palmada en cada mejilla, como para reprimir un arranque—. Claro, soy demasiado amable, sí, y sin duda también melindroso, ¡ja, ja!, al fin y al cabo, qué es lo que está confinado en la cima de un volcán activo en cuya historia ha habido violentas explosiones, ¿eh?, y que podría despertarse en cualquier momento, sin que haya ningún lugar por donde huir de ese animado acontecimiento, tan sólo millares de leguas de océano, desierto en todas las direcciones… ¡Ay! ¿Es que no lo nota, Mason? ¡Este sitio! Esta gran ruina visitada por un espectro obstinado…, un crimen antiguo…, y nadie que viva aquí podrá rehuirlo jamás, está en los gases que respiran, una generación tras otra. ¡Ah! ¡Es esto! ¡Allí! ¡Mire! —Señala el círculo formado por luces de farol, las facciones incómodamente contorsionadas.
La primera vez que Maskelyne se comportó así, Mason se sintió muy alarmado. Sospecha ya que la isla goza de una dispensa, tal vez no tan implacablemente newtoniana como la de la Inglaterra meridional, y sobre la identidad de cuyo autor nadie podría llegar a confundirse, tan omnipresentes son aquí las señales de lo infernal. Sea como fuere, tras asistir a cierto número de tales arrrebatos, Mason ya no se siente tan obligado a reaccionar y por ello, con cierta sorpresa y una punzada rectal, su ociosa mirada detecta ahora algo ahí afuera, algo de gran tamaño, que no debería estar ahí, un fragmento de la Nada, donde un momento antes brillaba una tranquilizadora cuña de estrellas enciclopédicamente bautizadas.
—¿Y este observatorio, Maskelyne? ¿La Compañía le proporcionó una especie de… arsenal?
—¡Ja!, un juego de armas para duelo, cuyos pedernales no son de fiar. Elija una, ¿qué importa?, en vista de lo que se avecina, pues aunque apriete el gatillo no sonará ningún disparo. El visitante, que ya no es mera sombra, ha avanzado hacia el cenit, abarcando cada vez más campo estelar, hasta que al fin sus ojos descienden al horizonte.
—Mal tiempo —observa Mason, casi decepcionado.
Nada más decir esto, empieza a llover, una lluvia densa y vaporosa que le hace salir lanzando maldiciones para asegurar el tejado deslizante, mientras Maskelyne se queda dentro fumando su pipa, tan bien instalado como verdolaga en huerto. Mason se siente menos ofendido que resignado, pues de todos modos prefiere el fragor cierto de los elementos conocidos al espantoso aire viciado de los sermones de Maskelyne sobre lo desconocido. Pronto el agua de lluvia brota a la vez de los tres picos de su sombrero, independientemente del ángulo en que coloque la cabeza.
Más tarde, sin poder efectuar observaciones y reacios a acostarse, abren otra botella de Málaga. En el exterior de la efímera choza, todo puede esperar. Mar, Montañas ásperas y escarpadas como las alturas del Infierno. Es el próximo planeta, aunque todavía sin nombre, como les han asegurado solemnemente en La Luna. La verdad es que Santa Elena es una pequeña compañía teatral ambulante, toda ella figuración, una colonia enviada años atrás por su planeta metropolitano y que permanecerá invisible durante un número indeterminado de años antes de revelarse y adquirir un nombre, y hasta entonces ese lugar debe servir como un aide-mémorie, una representación del hogar. Aquí son muchos los descendientes de los primeros colonizadores que jamás visitarán el planeta de origen, aunque algunos afirman que han ido allá y han vuelto, e incluso más de una vez.
—¿Y qué, si fuese así? —inquiere Maskelyne—. Cada pueblo tiene un relato de cómo fue creado. Si uno fuese lo bastante hereje, cosa que ciertamente no soy, podría concebir la idea de que el Jardín del Génesis es un ejemplo de colonización extraterrestre.
Maskelyne es el prototipo de hombre que permanece, que trasciende al mundo, lo cual le convierte, a los ojos de Mason, en una historia viviente. Durante años, después de las culminaciones a media noche, Mason se ha tendido para escuchar a la tentadora celeste, que le susurraba: «Olvida a los niños, olvida las lealtades a tus muertos y, en primer lugar, a Rebekah, pues tanto ella como los demás son distracciones, son temporales, son carne, y están siempre empeñados en arrastrar al devoto de Urano, sacándole de su esfera de pura mathesis, de aquello que permanece».
—Pues si cada estrella es poco más que un punto matemático localizado en el hemisferio celeste por medio de la ascensión y declinación correctas, entonces todas las estrellas, tomadas en su conjunto, aunque innumerables, al igual que cualquier otro conjunto de puntos deben representar a su vez alguna ecuación gigantesca, tan clara para la mente de Dios como, por ejemplo, la ecuación de una esfera, y para nosotros ilegible e incalculable. Una tarea solitaria, sin compensaciones, tal vez incluso imposible, pero supongo que algunos de nosotros siempre deben empeñarse en tratar de realizarla.
—Los que tenemos tiempo para ello —replica Mason.
Una tarde sin nubes se encuentran en un naranjal fragante, como turistas que en otro lugar podrían contemplar una gran catarata o un abismo, boquiabiertos, más bien narizabiertos ante una variedad olorosa que ninguno de los dos ingleses había conocido hasta ahora. Se han pasado la tarde entera buscando ese naranjal, el último de la isla, recuerdo de un paraíso decrépito… Las sombras de las nubes salpican las verdes laderas; desde las casas de tejados rojos se dominan los pequeños valles; la hierba, suave como lana de oveja, cubre el prado volcánico donde están los dos hombres, rodeados por los infernales picos que parecen haber quedado detenidos en pleno avance, serrados en todas las escalas.
—En el siglo V, san Brandano partió en busca de la isla donde imaginaba que estaba el Paraíso de las Escrituras, y la encontró. Algunos creían que era Madeira, y, allí, alguien le dijo a Colón que la habían visto en Occidente, pero los filósofos de nuestra era dicen haber demostrado que sólo se trataba de un espejismo. Así el Reinado de la Razón rechazará alegremente todos los argumentos a favor de la existencia del Paraíso.
»No obstante, supongamos que ésta fuese la isla. Regresó, ¿no es cierto? Cuando murió, era el obispo del monasterio que fundó en Clonfert, tan lejos del mar occidental como le fue posible a este lado de Shannon. Tal vez allí encontrara el Paraíso. De lo contrario, ¿para qué partir?
—¡Un enigma! ¡Espléndido! ¡Eso es lo que queríamos! ¡Una vez resuelto esto, podremos regresar a Inglaterra y asunto zanjado!
—Claro, la serpiente es la respuesta evidente.
—¿Qué serpiente?
—La que mora en el interior del volcán, Mason. Supongo que no desconoce usted el tema.
—Lamentablemente, señor…
—Serpiente, gusano o dragón, todo es lo mismo para esa criatura, pues no habla otra lengua que la suya. Gobierna esta isla, cuya antigua maldición y nombre secreto es Desobediencia. Con una codicia negligente, en unas pocas generaciones lastimosamente breves, estas gentes han devastado un jardín en el que antaño cualquier planta podía medrar. Su estiércol se acumula por doquier, y también la enfermedad, la locura. Un día no muy lejano, cuando hayan destruido la última hoja del último viejo y recio arbusto, mientras el viento incesante se lleve el último puñado de tierra del último prado yermo, cuando los últimos seres vivos que queden en la isla sólo sean otros humanos, ¿cómo darán su último paso, cómo se desobedecerán a sí mismos para desaparecer? ¿Sencillamente morirán uno tras otro, a solas y recelosos, según se estila en el lugar, hasta que no quede nadie? ¿O acaso preferirán asesinarse mutuamente, por el regocijo que eso procura?
—¿Cuándo sucederá esto de lo que estamos hablando?
—Ojalá para entonces nos hayamos ido. Nosotros tenemos nuestras propias maneras de desobediencia, excepto, supongo, la expresada en el lema de Jakob Bernoulli, «invito patre sidera verso», «contra los deseos de mi padre estudio las estrellas».
Mason se detiene, entorna los ojos y sacude la cabeza para librarla de la irritación.
—¿Cómo va a saber usted nada de los deseos de mi padre? ¿Quiere usted decir que, porque sólo es molinero y panadero, ha de oponerse por fuerza a la astronomía, debido a su perversa y obstinada ignorancia?
—Sólo quiero decir que, en nuestro tiempo, no es ésta una disputa infrecuente —le asegura Maskelyne—. En la razón, o en toda aspiración a ella, en la actividad científica, en esto radica la esperanza de la juventud, es la nueva música, los familiares de esos jóvenes no pueden seguirla y a veces ni siquiera la escuchan. Conozco bien esa lucha, sobre todo mi lucha con mi hermano Mun, aunque también Peggy me sermoneaba. Cierta vez me embaucaron para que le hiciera a Peggy el horóscopo, fijándome en especial en la probabilidad de casarse pronto. Sólo tardé un momento en trazar la rueda de los sueños de una doncella: Júpiter sonriente sobre Venus en la casa de las asociaciones, Marte exactamente en medio del cielo, Mercurio deslizándose con suavidad hacia delante y ni un solo cuerpo retrógrado a la vista. ¿Cree usted que me lo agradecieron? Nada de eso, un simple horóscopo, y a partir de entonces me llamaron «Nevil, el astrólogo».
—Más insultante es que le llamen a uno estrellero —replica Mason.
—¿Y qué si hice una o dos cartas astrales cuando estaba en Westminster y, por supuesto, más adelante, en Cambridge, cuando descubrí que así podía ganarme seis peniques? En fin, supongo que ahora me ha perdido usted el respeto.
Como ésta es la segunda semana que pasan en la montaña, las confesiones tienden a fluir como el «agua que baja del campo», según indican los mapas antiguos del lugar.
—¿Ganaba seis peniques? Yo nunca conseguí más de tres, y eso que introducía las zonas árabes como aliciente.
—Ah, sí, recuerdo todo eso, hermano de telescopio, es un peso que llevamos a nuestras espaldas. Kepler decía que la astrología es la hermanita licenciosa de la astronomía, que sale y se vende a fin de que la astronomía pueda conservar su virtud. Sin duda todos nos hemos dado una vuelta por Covent Garden. En cuanto a la hermana mayor, ¿cuántos pasos habrá dado ya hacia el compromiso?, pues
Ya uses el telescopio, ya tu cuerpo
(canta Maskelyne a voz en cuello),
el del astrónomo es un oficio puteril
(¿no lo crees así?).
Unas en palacios de mármol y cristal,
otras detrás de setos por menos de un real.
Pero qué importa, dirán los astros,
noche tras noche no dejamos de miraros.
Y todo lo vemos de más de un solo modo,
así que cantemos, amigos, codo con codo…
(Recitativo)
Algunas van a Bath, donde, como moscas en torno al dulzor, los busca incluso el párroco y el fraile mayor, mientras otras están en locales donde los cavadores de canales pueden perder con celeridad sus caudales. Aunque para realizar tales oficios usen distintos instrumentos, por sus artes reciben similares emolumentos… Ya sea en el diván del astrónomo, ya en el de la cortesana, todos dicen que es un juego para gentes casquivanas…
Aún hay estrellas que observar
y planetas que se zafan.
Mirones somos, ávidos de captar
eso que unos «Providencia» llaman;
otros prefieren lo del «Dios celestial»…,
unos dicen pares y otros nones,
pero allá en las alturas es igual,
nada cuentan nuestras ilusiones.
Pero qué importa, dirán los astros, etc.
—Tenemos un rato antes de ver a Sirio —dice Maskelyne, con el rostro encendido después de cantar—. ¿Qué le parece si hago la suya ahora y usted hace la mía después?
—¿Cómo? —Mason empieza a retirarse hacia la entrada de la tienda.
—Su carta astral, Mason. ¿Se la han hecho alguna vez?
—Bueno…
—No importa, a mí tampoco me la han hecho. Tal vez es mejor que la mayoría de los astrónomos no conozcan su carta astral. Pero como somos viejos charlatanes, abandonados en este lugar ultramundano, y de todos modos compartimos el mismo planeta predominante, o más bien la misma diosa, a cuyo más nimio suspiro debemos estar atentos, so pena de arriesgar mas de lo que deberíamos…, ¿eh?
Mason parpadea. ¿Será la altitud? Supone que sería inconcebible armar un bochinche con el cuñado de Clive de la India. Pero, un momento. ¿Y si eso no obedeciese a la locura, si no fuese peor que el frenético compañerismo del exilio?… ¡Aaaah! Pero supongamos, todavía con mayor crueldad, que es a Bradley a quien Maskelyne desea arrimarse, pues Mason ha conocido a muchos estrelleros aficionados que tienen una misma idea acerca de la accesibilidad del Astrónomo Real. Allá en casa era posible despedirla agitando la mano hasta que se sumían en la nebulosidad malsana de la ciudad, pero aquí, en una tienda, en medio del océano de 360°, ¿qué opciones tiene?
—¿Fecha de nacimiento?
—No la sé. Me bautizaron el primero de mayo, y considero ese día cómo el de mi nacimiento.
—Así pues, nació unas semanas antes, tal vez en Aries, o incluso en Piscis…, probablemente menos, todavía en Tauro.
Está sometiendo a Mason a un escrutinio en toda regla.
—Por si le sirve de ayuda —le dice Mason—, me han dicho que entre las cualidades observadas en mi comportamiento prevalecen las del Tauro clásico: persistente, flemático, difícil de provocar. Nuestro suplicio titánico, nuestro destino: el de que siempre nos incordien los hombrecillos de atuendo rutilante.
—Entonces quedamos que el primero de mayo.
Y Maskelyne se pone a trabajar. A la luz del candil, su rostro es brillante y suave como la cera, y mientras les llega el estrépito del oleaje, que supera los desconcertantes y vertiginosos picos y los barrancos, dibuja una rueda y empieza a llenarla de jeroglíficos y numerales. En un momento determinado, como sin pensar, se suelta la coleta y el cabello le cae ante la cara, ocultando sus ojos relucientes y su concentración en los cálculos. Pronto hace observaciones interjectivas como «¡hum!» y «¡epa!», y Mason empieza a irritarse, sintiéndose como un modelo a quien el artista dirige sugerencias crípticas.
—Ya está —dice por fin Maskelyne—. ¿Quiere echar un vistazo a todos esos aspectos venusianos? La, la, la… ¿Dónde está el Málaga?
—Tiene usted razón, a fin de cuentas. Es mejor no saberlo. Siento haberle dado tanto trabajo.
—En primer lugar, ¿no le parece raro que usted y el señor Dixon, con sus signos astrales regidos por Venus y el Sol respectivamente, en los últimos tiempos, y en calidad de asociados, hayan observado juntos la conjunción de esos dos mismos astros, acontecimiento que, además, se produjo en el signo de los Gemelos?
Mason se encoge de hombros.
—Hay una oportunidad entre doce de que el Sol rija; dos entre doce de que lo haga Venus; de que lo haga la pareja, dos entre ciento cuarenta y cuatro, una coincidencia atractiva, pero no aplastante.
—No obstante, como probabilidad, digamos, si se tratara de una carrera…
Aunque Mason tarda un rato en reconocerlo, Maskelyne ha intentado expresar hasta dónde alcanza su curiosidad. Como religioso, con frecuencia ha buscado, entre las probabilidades más pequeñas, pruebas de la reciente presencia de Dios, ha trabajado con cantidades arbitrariamente pequeñas, epsilónicas, a fin de reforzar la fe, ¿y qué newtoniano consumado no lo haría?
Uno en setenta y dos, o cero punto cero uno cuatro, no es na cifra que le resulte del todo cómoda. No es lo bastante milagrosa, es como la cara de un dado con dos puntos. Y si no refleja una clara intervención del Creador, si no procede con toda evidencia del cielo, ¿de qué otra potencia es un acto?
Mason tiene que realizar un esfuerzo tenaz para especular sí. Pero, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa se puede hacer en este lugar atroz sino fumar en pipa y hablar de Dios, como unos invitados que acaban de conocerse podrían hablar de algún conocido común que ha abandonado hace poco la habitación?
—Su Júpiter natal está en Géminis, el mismo signo en el que ocurrió el último tránsito, del que ustedes dos hicieron una observación tan precisa. Tradicionalmente, riqueza de la colaboración, aunque tanto Mercurio como Venus están en Aries, tal vez su signo natal, Mason, y favorecen la independencia y el liderazgo. Y ambos tienen la suerte de hallarse en el aspecto sextil con respecto a su luna en Acuario… Humano, inclinado a la ciencia, un fanático de la razón…, aunque limitado por su Sol, naturalmente… —Se ha sumido en una especie de frenesí místico, como una gitana en la feria—. Pero, vaya por Dios, apenas hay rastro del señor Dixon…, nada que se aproxime más que su Marte en Virgo, a dos grados y medio desde la cúspide con Leo, lo cual sugiere que usted lo convierte en un vecino agresivo y receloso.
Habla clavando en él la mirada. Sus ojos brillan en el rostro zorruno rodeado de cabello suelto.
—Veo que tiene usted un profundo interés por el señor Dixon.
Maskelyne extiende las manos con movimientos clericales.
—Una curiosidad superficial, señor, esa maldición del observador aficionado. Pero, ya que lo menciona, ¿ha habido otros que… se hayan interesado por él? ¿Quiénes serán y qué pueden esperar?
—Bueno, no puede ser la honorable Compañía de las Indias Orientales, ¿verdad?, pues en ese caso usted lo sabría, ¿no es cierto?
—Tanto como usted. En ocasiones corre el rumor de que su señor Peach va a ser nombrado uno de los directores.
—Y también es una verdad establecida —replica Mason, y más adelante temerá haberlo dicho con excesiva brusquedad— que su Lord Clive puede obtener cualquier cosa que le venga en gana. ¿Y qué? Si le debo algo a Sam Peach, está a muchos órdenes de magnitud por debajo de las componendas propias de —hace una pausa para ahuecar la voz— Clive de la In-dia.
Mason ha descubierto que pronunciar el nombre con esa inflexión, curiosamente, parece divertir y, a la par, irritar a Maskelyne.
—Entonces supongo que estamos hecho el uno para el otro —dice el religioso, mirando fijamente a Mason—, ambos sometidos a la misma potencia invisible. ¿Cuál cree usted que es? Algo más rico que muchas naciones, pero sin límites y que, aunque nunca forma parte de ninguna coalición, mantiene su propio ejército y armada, es capaz de financiar tanto la última guerra como la siguiente, sin más molestia que dar con la llave de cierta caja de hierro, y que, sin embargo, permite que el Gobierno británico que le dio la carta fundacional se hunda bajo oceánicas olas de tinta roja.
—¡Dios nos asista! —exclama Mason—. ¡Otro acertijo! Un momento, permítame conjeturar…
—O tal vez, como nuestro tabernero, tiene usted fantasías sobre mi relación con Lord Clive. ¡Espléndido! Fomento tales creencias en beneficio del misterio y no les pongo objeciones, pero la verdad es muy gris, Mason, pues desde que regresaron Peggy y Lord Clive no he estado en Berkeley Square más de una vez, apenas los he visto cuatro veces en total, siempre en compañía y, ciertamente, no en privado. Clive y yo no jugamos juntos al whist ni merodeamos disfrazados por los garitos de Ranelagh. No me trajo un telescopio con incrustaciones ni soy su contacto londinense para la compra de opio. En pocas ocasiones, la verdad, al menor movimiento de mi ceja se apresura a insistir en que tome carretadas del Tesoro Oriental.
—Es lo mínimo que habría esperado yo. ¿Para qué sirven los cuñados, pues? Tal vez él desea hacerle un regalo apropiado, pero todavía no está seguro de la gama de sus intereses.
—Aún no está preparado para utilizarme, eso es todo. Algún día tiene que…, me han pagado…, a él no le costará nada.
El semblante de Maskelyne, con la sonrisa sesgada, los ojos cautos y la necesidad de complicidad, no se habría vuelto tan circunspecto de no haber recibido ya algunas bofetadas. Sea cual fuere su pacto, no está satisfecho de él. Mason, que todavía no ha llegado a un acuerdo con respecto a su propio pacto, casi se siente intranquilo.
—Aquí estamos —dice Maskelyne en tono quejumbroso—. Unos ingleses perfectamente cuerdos, raptados uno tras otro, altos y bajos, todos los días, como si fuéramos una población de malayos perturbados que esperan la llamada del amok. Aquí uno lleva una vida normal, presidida por eso que llamamos la paz, y de repente, ¡es la guerra!, y ya tenemos a otro bárbaro en la calle blandiendo la vieja krees, un británico, claro, por lo que probablemente blandirá un cuchillo para mantequilla o algo por el estilo, pero no hay para él ningún lugar, ningún eslabón en la gran cadena, ningún lugar seguro, por más excelente que sea ese lugar…, no, y por eso temo, mi querido colega, por mi hermana y por el gran soldado cuyo destino es también el de ella…
Sus ojos miran ahora desde una madriguera de inquietud, cavada durante una larga y áspera guardia nocturna tras otra.
Mason no tiene manera de saber hasta qué punto la actitud del otro es intencionada. Maskelyne, al igual que todo Londres, se ha enterado de que Clive consume opio, pero ¿qué consuelo puede ofrecerle Mason? Tales cosas han acabado mal con anterioridad, mientras que Maskelyne siempre ha tenido una faceta enigmática. Mucho antes de que se conocieran, Mason percibió el advenimiento del otro, su avance furtivo, embozado como las lenguas de humo y nieblas que envuelven el Támesis. Al final, o al principio, vio la carta de presentación de Maskelyne, cuando el doctor Bradley la llevaba nerviosamente de un lado a otro de la sala octogonal, musitando: «Qué difícil es saber qué quiere, parece darme clases sobre la cuestión de las distancias lunares, pero de alguna manera no acabo de… Aquí, tome, a ver si usted entiende lo que pretende», y soltó el documento, dejando que cayera al suelo, antes de que Mason pudiera agacharse para recogerlo, y alejándose en dirección a la cocina de los astrónomos.
Al principio, y también después, cuando releyó la carta, no le encontró más sentido que Bradley. Una de las tareas de Mason como ayudante era la revisión de esa correspondencia. Desde que se aprobara el Decreto sobre la Longitud de 1714, que ofrecía premios de hasta veinte mil libras para quien encontrara una manera fiable de establecer la longitud en el mar, el observatorio se había convertido en blanco de sugerencias, proyectos, lenguaje campanudo, sermones y libros de extensión normal, todo ello dirigido a la atención de Bradley, y todo ello sobre el problema de la longitud. Aunque algunos remitentes eran astutos y con asombrosa sencillez insinuaban una idea ingeniosa, aunque no facilitaban detalles, la mayoría de las cartas eran decididas confesiones filosóficas que mostraban ya una ingenuidad nociva, ya la profunda certeza de que, de todos modos, el proyecto nunca funcionaría. Para muchos, eso era, como mínimo, una manera de desahogarse a sus anchas ante un mundo que les hacía caso omiso. Otros eran más apasionados con respecto al valor de sus inventos, aunque empleaban unas artes más propias del promotor de actores que del geómetra. En ocasiones, la demencia efectuaba una aparición furtiva. Llegaban tratados sobre «parageografía», con mapas alternativos del mundo superpuestos a los más conocidos. Muchos, como el anciano Cabot en su lecho de muerte, afirmaban que Dios les había revelado los secretos de la longitud (o, como algunos preferían llamarla, aquello que creó la Tierra y la velocidad de su giro). Otros contaban que los habían raptado unas criaturas que no eran precisamente ángeles, ni tampoco demonios, y que se hacían llamar «agentes de la altitud»; al parecer, estos seres los habían transportado a las alturas y les habían mostrado la Tierra tal como se vería desde el Sol, y decían que el piloto de la nave usaba una especie de micrómetro, cuyas líneas ceñían el diámetro de la Tierra, y que el instrumento de medición indicaba 8,75 segundos de arco, «no en nuestras cifras, por supuesto, pues han de ser transnumeradas con exactitud, sino en las suyas. Será una gran satisfacción compartir con ustedes los detalles de esa dificultosa conversión, previa solicitud debidamente autorizada. No obstante, puesto que ya no hay necesidad de realizar una expedición extranjera para obtener el paralaje solar de la Tierra a partir del tránsito de Venus, me haría usted un gran favor si hablara de mí a sus superiores e hiciera uso de su influencia entre los astrónomos de otros principados, así como entre los jesuitas, etcétera». Un oficial de marina retirado escribió desde Hampshire sobre el gran principio asimétrico que había descubierto, «una simiente invisible inserta en la Creación, gracias a la cual es menos laborioso desgarrar que cortar transversalmente, multiplicar que dividir, calcular la derivada que la longitud. Para la primera sólo necesitamos conocer la elevación del Sol a mediodía; en cambio, a causa de la dificultad de encontrar la segunda, se han ido a pique empresas, han perecido flotas, tesoros irrecuperables yacen en el fondo de mares indiferentes. La solución es muy simple, aunque requiere tiempo. He comprobado sus elementos en diversos barcos, en toda suerte de condiciones, desde la mar con todos los rizos hasta calmada. Mi meridiano 0 no es el de Greenwich ni el de París, sino el de cierto observatorio himalayo, en el Tíbet; el Libro de Tablas que consulto incluye las correcciones que se derivan de las observaciones efectuadas allí por el célebre doctor Zhang, tanto antaño como ahora, en el exilio. No son observaciones lunares ni tampoco galileanas, sino que se basan en el progreso muy lento de lo que sin ninguna duda es un planeta, aunque nadie más afirma haberlo visto, situado cerca de Geminorum».
Bradley le pidió a Mason que leyera esa parte en voz alta dos veces.
—Sí, recuerdo la estrella, que está en el camino zodiacal, un guijarro, un terrón, delante del pie izquierdo del Castor, tal vez eternamente a punto de recibir un puntapié —eso si Bradley, que nunca se equivocaba, no se equivocaba—, de ahí su nombre, «Propus», aunque Flamsteed, inclinándose a la paronomasia, la llamó «Tropus» porque señalaba el cambio decisivo del solsticio de verano.
Mason, atentamente, pone una nota al pie de lo dicho por Bradley:
—Si bien ese punto en la actualidad se encuentra un tanto al este.
—Bueno…, entonces usted sabe dónde queremos decir, Charles. Creo recordar…, muy adentrada en el campo de visión…, sí, una especie de borrón… de un azul verdoso. Tal vez lo anoté. Venga a echar un vistazo, cuando le vaya bien, por supuesto, arréglelo con su señora, a ellas no les gusta que uno ande por ahí de noche, ¿sabe?…, merodeando… En el fondo creen que somos hombres lobo, ¿se ha dado usted cuenta? No importa, usted no ha oído nada…
Y antes de que el eco se desvaneciera por completo, entró Susannah, con delicados semicírculos color gris paloma bajo los ojos, «como si supiera el destino que la aguarda», pensó Mason, avergonzado por esa idea, e impotente ante la gran Crueldad Tácita: el deseo de Bradley de tener un hijo, y el temor de Susannah de encontrar tal vez, en su siguiente intento, su propia disolución… Sí, él se ha hecho esas repugnantes conjeturas, ¿y quién no las haría? También se la ha imaginado holgazaneando todo el día, engullendo dulces, ahuyentando a admiradores por diferentes portales mientras admitía a otros, respondiendo a importunidades de su esposo a través de puertas que no se abrieron, amenazando con ultimátums a Bradley y haciéndole peticiones extravagantes: bombones, un coche y seis caballos para ir a su modisto, toda una temporada residiendo en Bath, un destino en el extranjero para un admirador que se ha vuelto molesto…
No todos los depredadores tienen los ojos muy juntos. En la ciudad, algunas de las bellezas más crueles han llegado muy lejos disfrazados de presa con los ojos bien separados. Una de tales ciervas salvajes era Susannah. Si Bradley lo sabía, era una cláusula del servicio sentimental de Bradley sobre el que se habían puesto de acuerdo mucho tiempo atrás.
Que no tuvieran más hijos después de la señorita Bradley era un secreto negado a Mason. Este estaba indignado, era una fiera en época de vacas flacas, merodeando en busca de señales, estimulado por cualquier aroma, al margen de lo contradictorio que fuese o, tratándose de una fiera, lo poco feroz. Susannah había regresado a Chalford. ¿Había vuelto a dormir con Bradley? ¿Tenía a Bradley en el apellido pero a Mason en la mente? ¿Soñaba ahora con Mason como éste había soñado en el pasado con ella? ¿Acaso Mason oía mear las gallinas en el tejado? Consternado, pensó que sus trayectorias jamás se cruzaban siquiera, aunque él se habría conformado con eso, con una hora apasionada, una sola hora, y, después, la separación eterna, tan locamente enamorado había estado de Susannah Peach.
Dieciséis años tenía yo el día que te casaste
y en el patio de la iglesia me deshice en llanto.
Hoy trabajo para el hombre con que acabaste
y un día tras otro te veo a su lado.
A veces risueña, otras con semblante severo,
pero casi nunca posas en mí tus ojos.
Inmóvil cual rebalsa, paciente, siempre espero
saber si algo quieres decirme que yo ignoro.
¿Sueñas conmigo acaso,
me tienes en tu lecho por la noche?
Cuando él duerme a tu lado,
¿ponen tus dedos a la jornada un broche?
¿Cómo puede conquistarlo todo el amor
cuando es tan ciego? Y en tu nombre
a Bradley tienes, mi primor,
mientras a Mason en tu alma escondes…
Cuando a Mason le toca el turno de hacerle a Maskelyne su carta astral, muestra una alegría desacostumbrada, hace el cálculo con los ojos cerrados y anota el último aspecto con una floritura.
—El horóscopo ya está. Ahora echemos un vistazo, ¿eh? A ver.
—Sólo los aspectos lunares, por favor. Ahórreme el resto.
—Bah, supersticiones. Su luna está en Tauro, y forma un imponente trígono con Marte y Venus. Estoy seguro de que se alegra de ello. No hay ángulos rectos… ¿No hay ángulos rectos? Piedad. —Soltó un bufido—. Es usted el mimado de la Fortuna. Un número anormal de trígonos, y aspectos sextiles también, en todas las combinaciones, lo cual es otra promesa de buena suerte. Júpiter y Mercurio en el signo de su nacimiento. Mercurio retrogrado, claro que ese planeta siempre lo es, ¿verdad?
—¡El dato siniestro! —grita Maskelyne—. Voy por calles innominadas hacia o salones de maestros de retórica no registrados, donde todos se esfuerzan por enseñarme, pero ésta sigue siendo mi aflicción: que el mundo no pueda comprenderme cuando me expreso. Hacen caso omiso de mis cartas, rechazan mis monografías. ¡Mercurio retrógrado! ¡Ese tramposo minúsculo y huidizo, pero que contrarresta todas esas bendiciones astrológicas!
—Perdone, la verdad es que no estoy seguro de que…
—¡Ah! ¿Ahora es usted? ¿Incluso usted, Mason? ¿De qué sirven los trígonos y los sextiles si me está vedado el discurso humano? Sigue volando, sigue volando, mosquito malicioso. ¡Has triunfado!
Mason comprende que, si lo desea, le puede ser de alguna ayuda, mientras esté de servicio en Santa Elena, atormentar a Maskelyne de ese modo, siempre que tenga la veleidad de hacerlo. También comprende la rapidez con que la diversión se desvanecerá. Aun así, se atreve a apuntar:
—Normalmente, un mensajero que regresa implica que ha dejado antes su mensaje en algún otro lugar.
Maskelyne frunce el ceño y se pone a reflexionar en lo que Mason acaba de decir. Al día siguiente, tras fumar un rato en silencio, comenta:
—Tal vez tenga usted razón. Eso explicaría muchas cosas, ¿verdad? Un mensaje que nunca me llegó. ¿Cómo actuaré? ¿Desperdiciaré la vida que me quede tratando de descubrir qué era?
—Según su carta astral —responde Mason—, lo descubrirá tarde o temprano. Absténgase de luchar, deje que su vida se lo transmita cuando quiera, y, como en todo lo demás, Bob Clive es su tío o, en este caso, su cuñado.