12

Mason, Dixon y Maskelyne están sentados en una taberna llamada La Luna, con Cock Hill, formando un grupo escultórico alegórico que podría titularse Incomodidad. No resulta fácil determinar cuál de ellos contribuye más a sostener la escena. Mason recela de Maskelyne, éste se esfuerza por no ofender a Mason, mientras que Dixon y Maskelyne se han distanciado desde el instante en que el primero, al enterarse de que Maskelyne residía en el Pembroke College de Cambridge, mencionó el nombre de Christopher Smart.

—¿Un muchacho de Durham… llegó a ser miembro de la junta directiva de Pembroke?

Un atisbo de pánico cruza brevemente por el rostro de Maskelyne, que enseguida recupera su inexpresividad clerical.

—El señor Smart era nuestro perenne ganador del Premio Seaton. Se marchó dos años después de mi llegada, y durante ese tiempo nuestra intimidad se limitó a las horas de las comidas, cuando yo le llevaba los platos a la mesa de la junta directiva y retiraba sus servilletas manchadas y sus huesos roídos. En ocasiones, cuando todos se habían ido, los de la trascocina nos comíamos las sobras, y es posible que las suyas también, pues no se distinguía de quién eran. Yo era un muchacho, y no era consciente de lo incómoda que era mi vida. Residir en Cambridge, pasar por donde había pasado Newton… De buena gana me hubiera convertido en el sirviente de un sirviente.

—Newton es mi deidad —dice Dixon impulsivamente, y hace caso omiso de los esfuerzos de Maskelyne por mostrar un asombro cortés, alzando una ceja y dejando inmóvil la otra—, y en cuanto al señor Smart, bueno, le conocí en mi infancia, era un joven bastante mayor que yo, y él se iba a Raby durante sus vacaciones escolares, pues su padre era mayordomo de la finca de Vance, allá en Kent, ¿sabe usted?, como lo era mi tío abuelo George, el de Raby.

Ahora Maskelyne mira al cielo y pone los ojos en blanco, como rogando a Dios que le conceda una huida alada. Dixon prosigue:

—Así que los dos aprendimos enseguida a abrirnos paso entre las despensas, los lugares de las citas, los pasadizos en el interior de los muros, adonde nos llevaban a menudo nuestros recados, pues el señor Kit generalmente iba a la capilla o salía de ella. No recuerdo que nadie fuese descortés con Smart, aunque cada vez que regresaba a Raby parecía algo más preocupado.

—Creo que en el 56 lo encerraron en un manicomio —dice Maskelyne, centelleantes los ojos de criatura campestre—. Y, según tengo entendido, lo soltaron hace un par de años, tan loco como cuando entró.

—Sí, bueno —Dixon sonríe tristemente—. ¿No sería ese castillo de Raby el causante?

—Lo cierto es que no fue Pembroke —dice Maskelyne, aspirando por la nariz—. En realidad, el pobre Smart empezó a perder el juicio cuando abandonó Cambridge.

—¿Lejos de ese saludable entorno? —replica Dixon, con forzada amabilidad.

Se produce una conmoción cuando el propietario, el señor Blackner, y varios clientes asiduos, al inclinarse para oír, pierden toda idea de sus centros de gravedad y, tambaleándose en los charcos de cerveza que suelen decorar el suelo de La Luna, caen con estrépito entre el mobiliario.

Mason, como si acabara de llegar, habla por fin.

—No olvides que el mismo Londres es un sublime hacedor de locuras, todo un creador. Desde Greenwich a la calle Grub, no es un lugar para todo el mundo, por mucho que nos atraiga la grandeza, el centenar de pueblos diseminados a lo largo de la gran ensenada y el ancho mundo que se extiende más allá. Sin embargo, ¡caro lo pagan muchos!

Maskelyne cree percibir en estas palabras una censura, y replica bruscamente:

—Tal vez haya allí un número excesivo de escritorzuelos góticos, pues sin duda los excesos de esa gente fue lo que acabó con el señor Smart.

Parece aludir, a su vez, a las preferencias en materia de diversión que Mason ha expresado antes. Mientras éste trata de dar con una respuesta adecuada, Dixon interviene donosamente:

—La calle Grub no es sólo de tabernas, señor. El lívido petrimetre, Los vampiros de Covent Garden… En fin, valen por una docena de Tom Jones cualesquiera, señor.

Maskelyne sonríe con reserva. Más que una sonrisa, es tan sólo un rictus de los labios, un gesto en el que no participan los ojos, que están atareados en otra cosa. La impresión resultante es de una cautela implacable.

—Habría esperado encontrarme esas cosas en el camino del señor Mason, pero no había supuesto que los gustos de usted fuesen también por esos derroteros. Supongo que es una excelente manera de matar el tiempo en esas noches sin observaciones, cada uno leyéndole al otro…

Acaba de aparecer el señor Blackner.

—Siempre me ha gustado el relato del italiano descabezado, ¿cómo se llama?, sí, el Conde Senzacapo, ¿lo conoce alguno de ustedes?

—Excelente elección, señor —responde Dixon, al parecer con jovialidad—. Ese episodio con las muchachas campesinas…

—¡Y las ilustraciones!

Las risitas de los jóvenes tienen un deje lascivo.

—No obstante —dice Maskelyne, casi gimiendo—, hay demasiadas de tales historias, ¿no les parece? —Baja la voz y añade—: Es un estímulo para esta gente melancólica. —Traza un círculo con la cabeza abarcando toda la sala—. Esta isla, en especial…, está llena de personas así. Llevo aquí seis meses, y los excesivos minutos ociosos que es preciso llenar pronto se amontonan, caen y sepultan a la mente más saludable.

—Un asunto muy «Sirio» —comenta con una risa senil el propietario, y se escabulle para cometer alguna otra diablura.

—Condenado tipo —dice Maskelyne llevándose las manos a la cabeza.

—Por ahí llega alguien más —advierte Dixon.

Mason alza los ojos.

—¡Vaya! Los nativos de la cocina. ¿Qué es esto, Maskelyne? ¿Un sacrificio caníbal?

—¡No! —exclama el interpelado—. ¡Peor todavía!

—¿Peor? —murmura Dixon, y entonces todos ven las velas en la gran tarta alcorzada que les traen, mientras sus portadores entonan «Es un muchacho excelente…».

El señor Blackner blande una cuchara invisible.

—La he preparado yo mismo, señor, si bien mi aprendiz aquí presente se ha ocupado de la alcorza.

—¡Lo han descubierto! —susurra Maskelyne—, pero ¿cómo? ¿Acaso hablo en sueños y ellos escuchan tras la puerta? ¿Por qué razón mencionaría mi cumpleaños en sueños? En cualquier caso, fue la semana pasada.

—Muchas felicidades —le desean Mason y Dixon.

—¡Sombra cruel de los veintinueve! ¡Oh, inhóspito último año de toda pretensión de juventud!, y los sueños de ésta, ¡cuán lejanos y marchitos! ¡Aunque seas un número primo, has dicho adiós a los primores de la vida! Y allí, allí, entre las brumas estigias del futuro asoma el temido treinta, ¡transición inenarrable! Un año primo tan pronto consumido, tu virtud tan fácilmente fragmentada en un número divisible, ¡penetrable por otros seis!

A cada uno de los desconsolados apóstrofes de Maskelyne, el regocijo de la sala da un paso más hacia el griterío, aunque amortiguado por la tarta. La cerveza de La Luna, confeccionada con el aflujo de aguas campestres, y sobre cuyos demás ingredientes nadie ha investigado a fondo, sigue llegando gracias a Maskelyne, imparable en su perorata:

—¡Cuarta década de la vida!, tus puertas sólo están a un breve año por delante, aunque aquí un año pueda parecer un siglo. ¿Qué les reservas a los jubilados?

—¡El matrimonio! —grita un marinero.

—¡La muerte!

—¡La resaca al despertar!

Las jarras de peltre entrechocan con terco regocijo.

—Sois una pandilla animada para ser tan melancólicos. —Maskelyne alza su jarra—. ¿Cuándo partís? Os echaré de menos.

Mason y Dixon han intercambiado miradas, un tanto agitados. Cuando por fin Maskelyne abandona su asiento, Dixon se apresura a levantarse.

—Y he de dejarte por lo menos tres meses en compañía de ese caballero, ¿no es así?

—El sector, Dixon…, no funciona.

—¿Cómo?

—Alguien colocó mal la plomada en el instrumento de Sisson. El cambio que Maskelyne está buscando en la posición de Sirio sólo cubriría unos pocos segundos de arco, pero el error debido a la plomada es mucho mayor, suficiente para desbaratar por completo el resultado que busca. No obstante, sigue aquí por orden de la Royal Society, lo mismo que nosotros, según parece.

—Hablas como si estuvieras sobrio.

—¿Quién puede emborracharse en un sitio tan terrible?

—¡Mañana cerveza de gallo! ¡Mañana cerveza de gallo! —grita un malayo que entra corriendo en la sala, sujetando por las patas a un gallo de pelea muerto cuya sangre va dejando manchones semejantes a caracteres que tal vez la muerte sepa interpretar.

—Bueno, esto vuelve a ser de nuevo la condenada Bencoolen.

—Y tenemos la misma escasa libertad para protestar. Aunque podríamos encontrar el modo de arreglarle la plomada.

—¿Me permitirás por lo menos que le eche un vistazo? —le pide Dixon—. Antes de que me marche, claro…

—Te ruego que ni siquiera saques a relucir el tema de los instrumentos con él. Ese con el que se ve obligado a cargar, de buen o mal grado, ha costado un buen montón de dinero.

—De todos modos, la amistad me exige ofrecerle mi ayuda. Soy el representante de John Bird, ¿no es cierto?, y desde luego sé cómo es un sector, conozco trucos con cera de abeja y con el aliento de los que pocos tienen noticia.

Maskelyne regresa, toqueteándose la coleta.

—¡Piénsatelo dos veces! —susurra Mason no sin cierto pánico, mientras el otro astrónomo localiza su asiento, se acomoda y los mira con suspicacia.

Dixon esboza una mueca exagerada para manifestar su probidad.

—Bah, voy a preguntárselo.

—¡Bien! Muy bien, adelante, yo me retiro, es un asunto entre vosotros dos.

Las cejas de Dixon se alzan en dirección al sombrero, lo cual es una señal de malicia.

—Pues lo siento mucho, Mason, de veras. Lo que iba a preguntarle al señor Maskelyne era: «¿Me permitirá que pague la próxima ronda de mi bolsillo?». Y bendita sea su propia generosidad, por supuesto.

—¡Aaaah! —Mason hace el gesto de golpear la mesa con la cabeza, pero de una manera controlada, en el mismo momento en que aparece el señor Blackner con tres grandes cazos que contienen la cerveza de gallo del día.

—Singular bebida, caballeros, y si el señor Mason es capaz de prescindir de ella, entonces ustedes dos podrán repartirse este cazo, por cortesía de la casa.

La receta de la cerveza de gallo que prepara el señor Blackner tiene una gran aceptación en toda la ruta de la India, y cuando esos malayos hacen escala en la ciudad, trayendo consigo sus gallos de pelea viajeros, de repente abunda el ingrediente principal, hasta tal punto que algunos dirían que es la temporada de la cerveza de gallo. El señor Blackner prefiere poner en remojo los necesarios fragmentos de frutos secos en vino de Málaga, en lugar de vino canario, y exprimir el ave hasta dejarla seca con una ingeniosa prensa china para patos que le ganó jugando al euchre a un aristócrata fugitivo de aquellas tierras, un aparato gracias al cual la fuerza puede multiplicarse hasta unos valores sin precedentes, lo que permite extraer unos humores místicos que no se consiguen con otros procedimientos y recetas.

Maskelyne mira alternativamente a los dos astrónomos.

—Perdónenme que se lo pregunte, y sólo como eclesiástico, pero ¿acaso existe entre ustedes una merma de la confianza absoluta?

—Más bien se trata de un lapsus de atención —musita Mason, y toma uno de los cazos de cerveza de gallo.

—Parecía una solicitud perfectamente amistosa —insiste Maskelyne, reacio a dejar de lado el asunto—. ¿Siempre se porta así con usted, señor Dixon? ¿Tendré que vigilar mi lengua?

—Eso no servirá de nada. En cualquier cosa que diga, de «buenos días» en adelante, él encontrará algo criticable…

—Pero si puede usted abstenerse de decir «buenos días» —aconseja Mason a Maskelyne—, el resto de la jornada irá sobre ruedas.

—Echaré de menos sus buenos consejos, señor Dixon.

Cuando informaron a Dixon de que debía regresar a El Cabo de inmediato, el agrimensor reaccionó con una serenidad extraña.

—Se dice de los astrónomos franceses que nunca invierten sus instrumentos, ya sea por orgullo, por despreocupación o por algún sentimiento francés del que nosotros carecemos, mientras que lo que nos distingue aquí es que sí lo hacemos. Invertimos los sectores y lo medimos todo en ambas direcciones. De ello se desprende que, si tenemos dos relojes, debemos averiguar cuanto podamos de sus funcionamientos independientes, y entonces intercambiar sus posiciones en el mundo, aunque eso signifique un traslado de miles de leguas, y anotar los resultados. Así actuamos los británicos, damos ese paso más que algún día puede proporcionarnos ventaja cuando la necesitemos, probablemente contra los franceses. Pequeña inversión, grandes beneficios. Yo mismo me considero ahora un practicante de la ciencia británica.

—No dude de que informaré de ello a Londres —replica Maskelyne con la suavidad de la lejía.

Cuando Mason y Dixon llegaron a Santa Elena, los equipos de observadores intercambiaron sus relojes. Apenas desembarcado, Dixon dio media vuelta y regresó con el reloj Shelton a El Cabo en el siguiente barco, mientras que Mason dejaba el reloj Ellicott en los aposentos de Maskelyne en James’s Town. Durante algún tiempo, los dos relojes permanecen el uno al lado del otro en un estante, mientras en el exterior baten sin cesar las olas del océano —por muy firmes que estén las cartelas, el mar no deja de resonar en las paredes y su ritmo debe de haber afectado a los péndulos de ambos relojes de maneras que no podemos apreciar plenamente (como es bien sabido, el péndulo es el órgano de comunicación más sensible de un reloj)—, y eso les permite charlar a los dos en el intervalo que transcurre desde que al uno lo sacan de la caja en que ha sido transportado por mar y al otro lo meten en la suya y clavan la tapa para acompañar a Dixon en su viaje a El Cabo. Ambos relojes son veteranos del tránsito de Venus, y los astrónomos también los han empleado, hora oscura tras oscura hora, en sus tareas, utilizándolos desde para igualar la altitud hasta para cronometrar los satélites de Júpiter, los cuales, como patitos inquietos, desaparecen una y otra vez detrás de su planeta materno para reaparecer enseguida.

—Estarás de guardia las veinticuatro horas, ya lo verás —advierte a su compañero el reloj Ellicott—, además de preocuparte por mantener tu habitual velocidad…

—Cuéntame, ¿qué tal es Ciudad de El Cabo? —desea saber el otro.

—No te puedes figurar lo húmeda que está siempre la atmósfera —replica el reloj Ellicott, que sólo ha conocido El Cabo en la estación lluviosa, y luego le recita la lista de los achaques que padece, desde muelle principal perezoso hasta parálisis del breguet, mientras el otro reloj, solidarizándose con él, hace tictac.

—Imagino, pues, que allí no hay nada impermeable.

—Se aprovechan de cada pausa en el mal tiempo para aumentar más si cabe esa falta de impermeabilidad.

—Ay, ¿y qué más, dime? ¿Cómo son los relojes holandeses?

—Hum…, en gran parte dependerá de ti, por supuesto. Algunos se llevan muy bien con los relojes holandeses… Al fin y al cabo, ¿no han vivido los holandeses, durante generaciones, con relojes holandeses en la casa, incluso mientras duermen? En realidad, lo que se requiere es precisamente esa impasibilidad propia del carácter holandés, pues sus relojes tocan cada cuarto de hora, y sin previo aviso, haciendo más o menos ¡DINNdonn! Quiero decir que hace falta tener cierta personalidad.

El reloj Ellicott se refiere a la ausencia del mecanismo cuyo movimiento suele oírse en los relojes británicos poco antes de que el martillo empiece a golpear la campana. Pero en los relojes de El Cabo, que, como los de las familias Vroom y Zeemann, han sido fabricados en Holanda, unas levas sobre una rueda independiente conectada a la minutera es lo que produce el golpe, por lo que ninguna advertencia precede al sonido.

—Ya —dice el otro—. ¿Y cómo reaccionan a eso tus observadores británicos?

—Puesto que Mason es el más flemático de los dos, permanecía más tiempo en silencio, pero su enojo aumentaba poco a poco con cada toque no anunciado, hasta que al final no podía más. Dixon, a cuyo cuidado estarás tú, prefería expresarse de otro modo, y cada vez que el reloj daba el cuarto sin previo aviso…, en fin, gritaba, y con gran violencia, hasta tal punto que hacía vibrar las varillas, que me aspen si no me ocurría eso.

—Entonces debo confiar en que mis varillas se oigan menos a causa de sus gritos, ¿no es cierto?

—Bueno, el hombre enseguida se calma y jura que nunca volverá a dejarse sorprender tan bruscamente, pero, con tanta seguridad como que el tiempo existe, al cabo de quince minutos vuelve a las andadas. Jamás, ni siquiera el último día de su estancia allí, pudo recordar que aquel reloj holandés iba a dar la hora.

Los dos comparten un trémolo de regocijo.

—Es estupendo charlar contigo de esta manera. ¡Bien! Repasemos una vez más la situación: hay que contar con las lluvias, la grosería de los relojes nativos, la inestabilidad mental del astrónomo de quien dependeré por completo…, ¿me dejo algo?

—El cañonazo a la hora del toque de queda, que nunca disparan a tiempo y que fácilmente podría conducir, a los desprevenidos, a la pérdida de la cordura.

—En ese caso, permíteme que te agradezca tu interés en preservar la mía, aunque lo hago por anticipado, pues ¿quién sabe cuándo volveremos a vernos?

—Supongo que durante el próximo tránsito de Venus.

—¡Dentro de ocho años! Confío en que ese encuentro no esté tan lejano.

—El tiempo lo dirá…

—¿Hay algo que desees saber sobre Santa Elena o Maskelyne?

—Oigo pasos que se acercan.

—Te lo diré deprisa, pues. Maskelyne está loco, pero no tan loco como otros, con los que has de tener especial cuidado…

Demasiado tarde. Aparecen Dixon y un carpintero de ribera, y antes de que cualquiera de los relojes haya podido despedirse del otro, se llevan el reloj Shelton, lo meten en una caja y lo cargan a bordo del aseado y barnizado barco de la Compañía de las Indias Orientales que tira ya de los cables del ancla, ansioso por dejarse llevar por los alisios. En verdad, de lo que los dos deseaban hablar desde el principio era del océano, pero, por lo que fuera, no pudieron abordar el tema. Ninguno de los dos relojes sabe realmente qué es, salvo que se trata de un ser innegablemente rítmico, aunque se han pasado la mayor parte de su vida cerca de él, a veces a no más de una duela de barril y un tablón del casco de distancia. Siempre les ha acompañado el golpeteo del oleaje, y sin embargo ninguno de los dos puede decir tampoco a cuántos metros por encima de él se hallan. Perciben que es una atracción, a la que pueden resistirse más o menos: la atracción de latir en sincronía con él, al margen de las longitudes de sus péndulos o incluso de las divisiones del día. El momento en que más se aproximan a ese tema es cuando el reloj Shelton confiesa:

—Los barcos no me hacen mucha gracia, la verdad sea dicha.

—¡Ja! Intenta alguna vez estar bajo la línea de flotación de uno al que atacan.

—Creo que no quiero oír hablar de eso.

—Gracias. No hay mucho que decir, por lo que tendría que adornar el relato. Es una tarea que me complace evitar.

Cuando Dixon y el reloj Shelton se quedan solos por fin, el primero le dice:

—¡Bien! Aquí estamos, navegando de regreso a Ciudad de El Cabo, ¡y todo por ti! ¡Ah, sí, eres un reloj! Un trabajo muy interesante, a fe mía…

El reloj no puede por menos que corresponderle con un elegante temblor de su péndulo, cosa que Dixon percibe.

—Probablemente has oído historias acerca de mí, eso de que con mis gritos hago vibrar la sensible maquinaria relojera. No obstante, considera esos episodios como tónicos suministrados regularmente, sin los cuales podrías sucumbir al mal tiempo, que puede ser insólito para ti, o a las costumbres de los holandeses…

—Ojo con la sífilis —advierte Dixon a su compañero antes de subir a bordo—. Creías que El Cabo era algo serio, pero éste es un lugar… —sacude la cabeza— arriesgado, una feria de almas condenadas, si te place la imagen.

Las nubes se alzan, las lluvias oceánicas se aproximan.

—Como si fuese a tener tiempo para pescar esas cosas… Bueno, ¿qué me dices de Maskelyne?

—Pues que también él debería andarse con cuidado, ¿no?

—Uf… —dice Mason.

—No estoy dispuesto a criticar a ningún miembro más de la hermandad telescópica —dice Dixon, alzando los ojos santurronamente—, ni siquiera criticaré a aquel astrónomo para quien la ascensión correcta puede requerir uno o dos agravios. Sea como fuere, le conoces mejor que yo.

—Me estás diciendo que debo andarme con ojo, ¿no es así? —replica Mason.

—¿He dicho eso? No es cierto —dice al ver que Mason empieza a mover la cabeza de un lado a otra—, eso lo has dicho tú.

—Gracias, Dixon. Siempre resulta útil hablar de estas cosas a fondo. Bien. Transmite mis afectuosos saludos a quienquiera de allí que todavía me tenga en estima.

—Eso no me llevará mucho tiempo.

—Cuídate, Jere, y cuida del reloj.

—Nos veremos por Navidad, Charlie.