11

—La Santa Elena de antaño era un paraíso —afirma Euphrenia—. Los naranjos y limoneros, las plantaciones de café…

—Todas esas cosas desaparecieron antes de tu época, Euphie.

—¿Significa eso que se me prohíbe llorarlo? Son tan mías como de cualquiera, y puedo lamentarme por ellas.

—Yo sería el último en reclamarlas —dice el reverendo—, pues mientras los astrónomos zarpaban de El Cabo, yo me dirigía en sentido opuesto, hacia la India, y luego más allá… Santa Elena fue una parte de la historia que me perdí, junto con las andanzas del reverendo doctor Maskelyne, quien ha seguido publicando, hasta nuestros días y en su calidad de Astrónomo Real, su Almanaque, y efectuando su pequeña contribución al comercio mundial.

—¿Hay algo malo en ello, Wicks? —le pregunta el señor LeSpark.

—Sólo en la medida en que es terrenal y no celestial —replica el reverendo con una sonrisa santurrona aprendida en su primera semana de sacerdocio.

El tratante en productos ruidosos y letales se cubre la frente con el brazo.

—Su halo me ciega, señor… Sí, muy italiano. Una delicia, sin duda.

—Un poco más de este coñac hará que disminuya el brillo del halo.

El afable tío Lomax sonríe maliciosamente a su hermano mayor y sirve otra copa al reverendo. En el exterior, la gélida lluvia azota brevemente pero con precisión los cristales de las ventanas, que ahora tienen un color negro satinado.

—Entonces, ¿cómo vamos a saber lo que les sucedió a los tres en esa isla poco conocida? —inquiere el tío Ives, y todos piensan que lo hace un tanto pagado de sí.

—Bueno, veamos. Maskelyne permaneció allí casi un año, sabiendo desde un principio que no podría conseguir las observaciones que deseaba, debido a una suspensión deficiente de la plomada del sector, pero siguió allí, en la isla… Tiene veintinueve años, es la primera vez que está lejos de casa y se dispone a vivir durante unos meses en lo que al poco se revelará (aquellos a quienes se les ha pasado hace rato la hora de acostarse, tapaos los oídos) un infame puerto de escala, completamente aislado en medio del Atlántico, un pueblo abandonado a su suerte, entregado en exclusiva a los placeres de los marineros, es decir, a toda clase de mal comportamiento, tanto el mencionable como el que no.

—Las mareas y la observación de los ciclos lunares no pueden proporcionar al reverendo Maskelyne plena ocupación, así que uno siente una curiosidad comprensible por lo que le sucedió en otros terrenos.

—Algo debió de acontecerle —conviene el reverendo Cherrycoke—, de lo contrario se habría vuelto tan loco como tarde o temprano se vuelven todos en esa isla.

—Sufrió un ataque de la razón —sugiere el señor LeSpark.

—Yo no veo ningún misterio —dice Echelmer, encogiéndose de hombros—. ¿Acaso los días no tardaban veinticuatro horas en pasar, lo mismo que ahora?

Brae le mira a través del halo de la bujía.

—Vaya, primo, ¡qué interesante!

La maniobra para entrar en el puerto de Santa Elena consiste en mantenerse a barlovento, acercarse a la isla por el sudeste, dejar que los vientos alisios te lleven a la costa, y seguir ésta, en general hacia el norte, hasta que pasas al lado de sotavento y entras en el puerto de James’s Town, donde, a pesar de que parece un lugar resguardado, las olas oceánicas siguen batiendo sin cesar y su fragor, transportado por el viento, cruza las líneas de defensa y el paseo público, todo ello reducido a geometría e ilusión óptica, incluso lo que aguarda alrededor de ahí, lo que nunca ha de nombrarse directamente.

Una vez en tierra, los astrónomos oyen el sonido del océano en todas partes, y no hay muro tan grueso, mente tan serena ni valle tan remoto que permitan dejar de oírlo. Hace temblar el suelo y atraviesa las suelas de las botas de los centinelas apostados allá en lo alto de las barrancas. El entarimado de las tabernas acusa sus golpes rítmicos, como ha acusado durante años el ruido sordo de las botas de los marineros con sus zancadas, esos marineros cuyos destinos habían dispuesto en ocasiones el homicidio, como si los destinos mantuvieran la promesa con ese mismo ritmo brutal que, esperando un instante, sólo necesita el único impulso —afirmado bajo juramento y desvanecido—, la terrible autorización.

Aunque el sol se pone cada noche tras el desolado horizonte de la isla, lo que Mason ve, desde su primera noche, es que la oscuridad se «alza» del mar, donde ha permanecido durante toda la brillante jornada, como en un estado de sopor…, mientras que al amanecer, esa misma oscuridad, casi palpablemente consciente de la mirada del astrónomo, parece retirarse, a sabiendas, hacia cierta profundidad por debajo de la superficie del Atlántico. En la astrología de esta isla es preciso conceder menos importancia al sol que a la oscuridad, incorporada ésta como un objeto integral y antiluminoso, con sus propios movimientos, posiciones y aspectos, oveja negra de la familia de los planetas, que no debe ser sacrificada al Hades ni mencionada…

Maskelyne se queda aquí para observar a Sirio, que es el astro cenital de la isla, como Gamma Draconis lo es de Greenwich. (Los ingleses nacen bajo el Dragón y los santahelenos bajo el Perro. En Bencoolen, Mason y Dixon habrían estado bajo la inconstante Mira, en la Ballena. Estos signos son los Apócrifos de la astrología). Cada noche, ese fenómeno ominoso está ahí, cruzando por encima de su cabeza: el Perro Amarillo, invertido entre los Filamentos, casi fluido, y se diría que envuelto en melaza. Ni siquiera una muchacha de Portsmouth se pondría una prenda de una tonalidad amarilla tan intensa e insalubre.

Una población muy pequeña se aferra al borde de un interior que debe considerarse parte del Otro Mundo. Aquí ningún cambio es gradual y los acontecimientos se producen de súbito. Todas las distancias son vastas. El viento, brutal y puro, sopla por sus propias razones, y tanto la vida humana como cualquier vida apenas tienen importancia. La población ha empezado a trepar por la barranca que tiene a su espalda, y se inclina toda ella hacia el mar. Después de las tormentas, el agua se precipita cuesta abajo en forma de crecientes de marea, rápidos de poca altura y cataratas, y atraviesa el pueblo, de lo alto de un tejado a otro, entra y sale por las ventanas, dejando atrás un perro tembloroso arrastrado desde lo alto, llevándose la cafetera, hasta que la deja en cualquier otra parte para arramblar un escabel, y hace esa clase de trueques hasta que llega al mar. El horizonte desempeña un papel insignificante en las largas puestas de sol. Criaturas de las profundidades oceánicas se acercan a la costa y llegan a las calitas donde el agua adquiere bruscamente tonalidades de lavanda y aguamarina, y allí se quedan a observar, lentas en sus movimientos, sin temor.

Durante años, los viajeros han informado de que, cuanto más asciende uno y se interna en el interior, tanto más el mar parece hallarse «por encima» de la isla, como si estuviera suspendido y las operaciones de algún guardián, que son un misterio impenetrable, le impidieran caer fatalmente sobre ella… Da la sensación de que, como pagos a cuenta del Diluvio, sin que el fenómeno tenga ninguna base firme de predicción, las grandes olas se elevarán y se precipitarán contra la isla, alzándose más altas que esa población de nombre jacobita, aunque tal vez no lleguen a alcanzar las cimas de las montañas desde donde se domina la isla. Para quien se deja llevar por el engaño y permanece al nivel del mar, sin duda hay un momento en que eleva la vista hacia las crestas que se aproximan. Desde sus alturas, el trazado del paseo con árboles parece muy pequeño. Los cañones y bastiones no sirven de nada. Si, obrando con más prudencia, decidiera huir a los altos, desde allí arriba, entrecerrando los ojos bajo un rocío cuyo olor y sabor son los de la vida del mar, podría contemplar a lo lejos un grupo de seres gigantescos vestidos con túnica que se alzan sobre el horizonte a una altura incalculable, traídos aquí por razones jamás explicadas, que se desplazan a ciegas y sin remordimientos por el mar, como si la isla no existiera.

Quienes llevan más tiempo residiendo aquí afirman que esas olas no son tan espectaculares como las del año 1750. Entonces pareció que triunfaría el mar enloquecido y la isla se perdería… Inmerso en el movimiento de éxodo general hacia el terreno elevado, uno no puede detenerse a mirar durante mucho tiempo ni a reflexionar sobre las disposiciones de la vacía llanura acuática, donde el sol brilla a través de las brumas salinas tras la ascensión a través de la oscuridad, y uno no tiene tiempo para dormir, ni otras alternativas que la persistencia y la rendición. Durante la primera semana en la isla, todos los visitantes tienen ese sueño.

En Punta Munden se alzan dos patíbulos que, en el resplandor de este cielo oceánico, parecen pintados a plumazos. Por la tarde, el visitante puede pasar el rato en la plataforma situada detrás de las líneas de defensa y, lo mismo que un visitante en Londres podría contemplar la catedral de San Pablo, mirar esas formas, más siniestras, bajo la luz crepuscular del norte; entonces, tal vez se sienta inclinado a meditar sobre el castigo o el comercio, pues el comercio sin esclavitud es impensable, mientras que la esclavitud siempre debe incluir, como un elemento esencial, el patíbulo, ya que la esclavitud sin el patíbulo es una práctica tan vana, y una pérdida de tiempo, como una cruzada sin la Cruz. Abajo, en el extremo de la gran barranca que desde el mar se alza hacia el interior de la isla, bajo los acantilados, a lo largo de las baterías, los isleños deseosos de tomar el aire se pasean al atardecer. Si uno hace caso omiso de los cañones, de un negro reluciente, y de los centinelas armados, podría imaginar que la isla es un barco de la Compañía inglesa de las Indias Orientales de tamaño incierto, y que estos paseos al anochecer son el deambular de los pasajeros por las cubiertas superiores, aunque, si se mira con más atención, cada semblante podría traslucir no tanto curiosidad de viajero como una larga familiaridad con la melancolía, incluso entre las mujeres que salen a cada puesta de sol.

Además de los que han venido aquí atraídos por la diversión náutica, hay en Santa Elena otras aves de paso que dotan a la isla de una población abigarrada: reas a quienes trasladan a los Mares del Sur por delitos impropios de damas cometidos en Inglaterra, y de cuyo purgatorio Santa Elena es una de las etapas; jóvenes esposas que se dirigen a la India para reunirse con sus maridos, que están en el Ejército y la Armada, preocupadas a causa de las historias que cuentan (historias que vagan durante el día como sombras recién salidas del horizonte que se extiende ante la isla) acerca de lo ocurrido en el Black Hole de Calcuta; personal fijo de la Compañía, unos hacia sus destinos, otros hacia sus casas; lanzaderas en el telar del comercio, como la señora Rollright, que vivió hasta hace poco en Portland, que lleva opio en el bolso y viaja a la India lo bastante a menudo para que ya se hayan librado cuatro duelos por ella, aunque todavía no ha cumplido los treinta. Casi como una sola mujer, todas ellas confiesan que les invaden unas extrañas e inexplicables sensaciones cuando el barco arriba a la isla y ven la desolada línea de picos, el sol oceánico, y al virar la nave para entrar en la rada, dejando atrás el alisio, en la Punta Sugar-Loaf, el barco pegado a la costa, y cortando los remolinos, siempre la misma maniobra, todas se dicen: «Oh, Dios mío, ya estamos aquí de nuevo», mientras que, para los que llegan por primera vez, se trata de otro planeta que, de algún modo, es accesible desde el nuestro.

—Allí hay una empapada por el rocío del mar —observa Dixon—. Esa del vestido de terciopelo color clarete, con el chal chino y las botas de cabritilla… Juraría que parece reconocerte.

—¡Tyburn, Charlie! Anda, pínchame con una ballena de corsé y dime que no es un sueño. ¡Soy yo, la pequeña Florinda! Sí, claro que me recuerdas, apenas ha pasado un año…

Y se pone a cantar, con una agradable voz de contralto:

Fue el cinco de mayo, si no yerro la cuenta,

del año del Señor mil setecientos sesenta,

cuando el heroico Lord Ferrers, de valor sin par,

subió al cadalso y nadie le vio temblar…

Mason, amablemente, la secunda, y los dos prosiguen:

«Estoy dispuesto», dijo Ferrers, «dime tu tarifa»,

y a enjugarse una lágrima el verdugo se dio prisa.

«Admito que vuestra casaca de plata recamada

me ha creado ilusiones de vestir con tal gala.

Mas debo renunciar a tan necia ilusión».

(Estribillo)

«¡A tan necia ilusión!

¿Acaso creéis que tengo la moral de Nerón?

Ya el reo acabe rápido, ya sufra larga agonía,

los verdugos tenemos sentimientos, ¿qué os creíais?».

El año que siguió a la muerte de Rebekah, Mason se movió por terreno traicionero, y lo mismo cruzaba impulsivamente en transbordador al seno de Wapping y pasaba otra noche de triste libertinaje, como asistía a los saraos de Chelsea, donde no había nada disponible entre el coqueteo ocular y la sífilis. En las imitaciones más bajas del célebre Hellfire Club, Mason se lanzaba sin precaución alguna por ciertos senderos de la lujuria poco frecuentados, e incluso más allá, y reparaba en todo lo que se le ofrecía, desde en el placer (la luz de la luna que incidía en el césped, los árboles, los paseos que adquieren el color del deseo para representar toda esa pasión, hirviente en ese pequeño rincón de la ciudad, la música a través de las hojas, cada una bañada en blanca luz de luna), hasta en los fabuladores de la calle Grub, donde vivían los escritores mercenarios y necesitados, un licencioso mundo nocturno de calaveras y putas que sólo sobrevivían como recuerdos del placer, pequeños seres alados que echaban a volar rápidamente, remembranzas poco fiables… y, no obstante, los encuentros con ellos, encuentros infectados, fragantes y sucios bajo la luna, eran tan dignos como cualesquiera otros, el mal dentro de la inocencia…

(—¡Tío, tío!

—¡Hum!, en fin…

—¿Un poco más de coñac, señor?).

Fue entonces cuando Mason inició la costumbre de ir cada viernes a presenciar los ahorcamientos en Tyburn, con la idea de seducir a mujeres, basándose en una serie de suposiciones, muchas de las cuales no serían en general consideradas juiciosas.

Desenrollan la alfombra, ese camino

que lleva al pie de la empinada escala.

Y el reo avanza por ella hacia su triste destino;

la muchedumbre aguarda, ni un suspiro exhala.

Hermoso día enmarca esta ocasión de duelo.

Bajo el brillante cielo, todos yerguen el cuello

para ver el cuerpo que, cuando ceda el suelo,

se mecerá en el aire sin resuello.

Y en el prado letal que desconoce el verdor

la muerte dará paso a un jolgorio de kermés.

Si por fortuna eres bajo, mejor:

te auparán y podrás verlo dondequiera que estés.

Para celebrar su trigésimo segundo aniversario, Mason asiste a la muy pregonada ejecución de Lord Ferrers, acusado de asesinar a Johnson, su mayordomo. Parece haberse reunido todo el mundillo de la moda, y cada uno intenta vestir con más elegancia que su vecino. Sombreros de un estilo jamás visto hasta ahora, y que tal vez nunca se vuelvan a ver. Pelucas tan primorosas como los trajes. Casacas encargadas especialmente para la ocasión, con un motivo clásico en forma de lazo que da trece vueltas, y la pistola humeante perfilada en brocado dorado. Mientras Mason, que se siente andrajoso, se maldice por no haberse puesto un traje más adecuado para la ocasión, ve que una joven le está observando. Cuando sus miradas se encuentran, ella desvía la suya de inmediato con una expresión de enojo, no con Mason, le satisface a él suponer, sino consigo misma, por haberse dejado sorprender mirándolo, pues hay numerosas y buenas razones por las que este primer contacto visual no la llevarán a un grado mayor de fascinación. A juzgar por sus acompañantes, es alguna belleza emergente de la ciudad, cuyo aspecto excusa de sobra una falta absoluta de gusto indumentario, y que, al mismo tiempo, se siente misteriosamente atraída por el color del rapé y, francamente, por atuendos más oscuros, como el de Mason, aquí presente.

—Hola. ¿Cree usted que a ese hombre se le empinará? —le pregunta ella a modo de saludo—. Dicen que hay por ahí agentes de Lady Ferrers que han apostado altas sumas en contra.

Mason, desesperado, se queda boquiabierto. Más adelante pensará en alguna réplica a unas palabras tan mundanas.

—Según mi experiencia —podría decir—, eso suele ocurrirles a los inocentes, pero no a los culpables.

—Qué curioso. —Ella no parpadeará, aunque es posible que se le ensanchen las aletas de la nariz. Sus acompañantes se reirán entre dientes, y su perrito, Bizcocho, el único que husmea el interés de su ama, empezará a portarse mal—. ¿Es posible que el remordimiento pueda desvirilizar a cualquier hombre?

—¿Por qué no?, es más bien la sorpresa lo que nos da vigor.

Ella frunce el ceño con coquetería, mientras Mason, morosamente, sigue diciendo:

—Fíjese en Fepp, el famoso bandido al que ajusticiaron la semana pasada, que probablemente no había perdido el seso, sino que a él le impulsaban a cometer fechorías las matemáticas de su riqueza, más que cualquier pasión criminal…, pues bien, su membrum virile estaba notablemente fláccido, o por lo menos eso cuentan los empleados que le quitaron la soga…

—… para luego cortarlo en cachitos a fin de que los médicos practiquen —añade la doncella con un gorjeo.

—… Pues tenga en cuenta que el asesino, en el momento de la ejecución, no experimenta la sorpresa extasiada que sobreviene al inocente, porque aquél, desde el inicio de su vida, tiene un conocimiento innato de la repentina caída y del chasquido de su fin. Sueña con ello, a veces despierto, y comete su delito fatal por la necesidad de converger de nuevo en ese momento cegador en el que toda su vida estuvo siempre centrada…

Los ojos de la mujer se abren desmesuradamente y se humedecen, el corpiño de su vestido cruje con suavidad en las costuras, su pañuelo ondea como si estuviera perplejo. Los lechuginos que la acompañan han quedado liberados para volver a lo que más les interesa, el intercambio de chismorreos, e incluso los ojos que la custodian están en otra parte.

—Señor —murmura ella—, siempre he buscado a un hombre como usted.

Se oye un súbito vocerío entre la multitud, la mitad a favor y la mitad en contra, cuando llega el carruaje de Su Señoría y el cuarto conde desciende. Los marineros le arrojan salchichas incomestibles y bollos a medio comer, las mujeres vestidas con elegancia le echan rosas.

—Un atuendo espantoso —observa uno de los lechuguinos—. ¿Qué es esa tonalidad?, ¿una especie de color de cervato? Demasiado claro para la ocasión.

—Pero me gustan los adornos de plata —comenta su amigo, Seymour.

Toda clase de sirvientes vestidos con librea negra se apresuran de un lado a otro, y el que llama más la atención es el portador de la soga, pues se rumorea que, a petición propia, Lord Ferrers va a ser colgado de una soga de seda. El portador es un hombre delgado, vestido de terciopelo negro, cuya tez, bajo la luz del sol, parece blanca como el papel. Durante todo el camino desde la Torre, por encima del alegre tintineo del carruaje, adornada con costosas incrustaciones y trenzada por italianos muy bien pagados, como una miniatura impulsada en su avance extrañamente lento por algún niño invisible, han sostenido en alto la soga fatal, de un blanco perfecto, sobre un cojín de seda negra, para la inspección de cuantos ojos se esfuerzan por verla.

—Pues para mí sigue siendo cáñamo —dice alguien—. Si no todos los hombres son iguales, al menos todas las cosas lo son.

—Sí, la seda es lo que usan en la India para ajusticiar a sus malhechores. Por encima del muro, en tu ventana, ¡chas!, y listo, otro sabroso bocado para la vieja Kali, que es, digamos, su diosa. La seda, tan fina que apenas se ve, y sin embargo…

—¡Chas!

—Precisamente lo que estaba diciendo.

Vendedoras de naranjas y mendigos, jarras de cerveza, gente jugando en el suelo, bolsos birlados, miradas interceptadas, perros que merodean con valentía en busca de restos, y también espadachines hambrientos en busca de perros, músicos callejeros que deambulan o permanecen quietos, a merced de un viento que desde el patíbulo transporta cada suspiro, cada lamento y exclamación sobre las cabezas de la muchedumbre y los posa en sus oídos, como ceniza sobre los sombreros de los que observan un incendio. Los rayos de sol los envuelven y acarician mientras Mason y la belleza momentáneamente incauta avanzan juntos entre la gente, hasta que se topan con una carretilla a la que han colocado un toldo para protegerla del sol.

—¡Vino! —exclama ella—. ¡Oh, bebamos un poco!

—Este Château Gorce parece interesante —dice Mason—, si bien, como el día es suave, tal vez un Hock frío sería más… à propos.

—Si no de rigueur —replica ella.

—Naturalmente, chérie.

Se ríen de lo piquant de esos mots y beben vino mientras el imbécil par avanza hacia su perdición, hasta que surge algún problema con el dispositivo de la trampilla, que hoy se usa por primera vez en una ejecución pública.

—¡Estas máquinas terribles! —finge lamentarse ella—. ¿Acaso ahora nuestra muerte, lo mismo que nuestra vida, va a estar regida por los filósofos y su ejército de mecánicos?

—Probablemente la trampilla no esté bien construida —ya ha dicho impulsivamente Mason—, de ahí que sea demasiado pesada y se venza de costado contra la palanca y el retén.

Entonces percibe un súbito descenso de la temperatura local.

—Así pues…, ¿es usted un hombre de ciencia? —inquiere ella, mirando a su alrededor pero todavía sin ser presa del pánico.

—Soy astrónomo —replica Mason.

—Ah, imagino que vive de algún tipo de estipendio. Qué maravilloso… Le había tomado por un chico de la mejor clase, por su manera de presentarse, el sereno dominio de sí mismo, quiero decir que, normalmente, una puede distinguirlo. Pero ¡ay!, esto es precisamente lo que me advirtió el señor Bubb Dodington. «Florinda», me dijo, «eres demasiado joven para apreciar a los hombres, ya sea por su amplia diversidad, ya sea por la lamentable simplicidad de lo que buscan realmente. ¿Puedes adivinar qué es lo que buscan, pichoncito mío?». Yo era su pichoncito. En fin, aquello podría haber sido una cosa, ¿no es cierto?, y sin embargo resulta que…

—Dispense, pero ¿ha mencionado, sin duda inadvertidamente, que recibe usted… consejos sobre el carácter humano de Bubb Dodington, esa vieja y legendaria mofeta de una era señaladamente sórdida en la Historia política de nuestra nación?

—Georgie es un amigo especial —replica ella, irritada, de una manera que sugiere experiencia en las tablas—. Si puede aconsejar a la princesa de Gales sobre cuestiones constitucionales, puede aconsejarme a mí sobre lo que desee. Envejece, y su vida, llena de exceso sobrehumano, le pasa por fin sus facturas, que comportan una dura carga y que incluso se cobran con intereses; pese a todo, debo decir que es una ganga. ¿Tendrá usted tanto que decir, estrellero, cuando le llegue el momento?

Mason inclina la cabeza, abatido.

—Ahí va uno, dijo Pearse cuando se cayó en el pozo… La verdad es, señora, que he envidiado la sinceridad de su amigo. Claro que el hecho de ser conde siempre ayuda.

—Si quiere usted decir que envidia la franqueza con que expresa sus deseos, ¿debo colegir que existen ciertas cosas que usted mismo desearía decir y que no acaba de encontrar las palabras oportunas para expresarlas? —le pregunta mirándolo con fijeza.

—¿Yo?

A Mason empiezan a dolerle las plantas de los pies y su cerebro es incapaz de alumbrar un pensamiento. En consecuencia, no comprende que, tras considerarle inocuo, ella ha decidido ejercitar un poco ese refinamiento interminable que exigen las artes de la coquetería, utilizando a Mason como una especie de maniquí o de títere con el que practicar.

—Moviste mis hilos a tu antojo, Florinda.

—Bueno, así lo espero. Dime entonces, ¿todavía miras las estrellas para aquel necio adinerado?

—¿Te acuerdas de eso?

—Vaya, Charlie, no estarás diciendo que hay demasiados hombres en mi vida para que pueda acordarme, ¿no? Sin duda no es la totalidad absoluta de los hombres, sino las diversas clases de hombres lo que cuenta, ¿no crees? Y esa cifra es manejable, si no te importa.

James’s Town, apretujada en su barranca, encendidas las hogueras de campamento en lo alto para impedir invasiones nocturnas, se sume en la noche. Aromas a comida oriental surgen de los respiraderos de cocina en las casas de huéspedes y se mezclan con los del océano. Por unos momentos la ciudad es un oscuro aluvión de especias, pastelería, pescado y marisco, estofado de pingüino y fricasé de ave marina. Sobre el panorama marítimo, que se oscurece velozmente, se recorta ahora una figura a la que sólo le falta una guadaña en las manos para hacer que los pensamientos de todos se concentren en la brevedad de la vida.

—¡Vaya! —exclama ella—. ¡Eh! ¡Eh, aquí!… Mira, Charlie, es mi prometido, el señor Mournival.

—Hacía tiempo que no me encontraba a tantos miembros de la antigua troupe de Florrie —sisea en el crepúsculo el alto y cadavérico personaje, cuyos ojos no se distinguen claramente—. Charlie, Charlie…, usted era uno de los payasos, ¿verdad?

—Sus dotes de exageración son extraordinarias, señor —murmura Mason—. Permítame que le presente a mi ayudante, cuyo repertorio de chistes ocupa sólo el segundo lugar después del que se halla en la biblioteca vaticana, el señor Dixon.

—Un chino, un jesuita y un corso se dirigen a Bath…