De la misma manera que los planetas giran alrededor del Sol, nosotros orbitamos en torno a Dios de acuerdo con unas leyes tan elegantes como las de Kepler. Dios es tan sensible a nosotros como un Sol lo es a un planeta. Aunque no lo vemos, sabemos no obstante hacia dónde vamos en nuestras órbitas, cuándo estamos más cerca y cuándo más alejados, cuándo estamos en Su luz y cuándo en la sombra que nosotros mismos creamos… Como componentes de la gravedad, así percibimos Su amor, Su necesidad, todo aquello, sea lo que fuere, que nos mantiene en movimiento rotatorio. Sin duda alguna, si un planeta fuese una criatura viviente, sabría por medio de algo más maravilloso que la vista humana dónde brilla su Sol, por muy lejano que éste se encuentre.
Reverendo Wicks Cherrycoke,
Sermones inéditos
—Enséñanoslo en la esfera armilar —sugiere Plinio.
—¡Iluminaré el Sol! —exclama Pitt, y corre hacia la mesa de juego, en cuyo cajón guardan las velas.
Todos convergen hacia el aparato de relojería que muestra los movimientos de los planetas y que está en un rincón de la sala, y Tenebrae se encuentra muy cerca de su primo Ethelmer, quien trata de recordar la edad de la muchacha. Nunca le había visto ese aspecto tan… núbil, supone que ése es el término apropiado. Y en tal caso, ¿qué edad tiene él? Por un instante vislumbra el borde gris de una nube de desesperación, se promete pensar en ello más tarde, sonríe y se le ocurre decir:
—¿Recuerdas aquella vez en que te cortaste un mechón de pelo, hicimos con las hebras un cometa y lo pusimos en la esfera armilar?
—Eso fue hace mucho tiempo, primo.
—Entonces eras bastante más baja. Casi tenía que sentarme para darte un beso de buenos días. En cambio, ahora…, en fin…
—Está usted pisando un terreno peligroso, señor.
—¿Por qué? ¿Sólo por un besito inocente en la mejilla de una niña?
—Si se te hubiera ocurrido hacerle preguntas a la niña, Ethelmer —le dice Tenebrae, alzando lentamente el mentón—, tal vez te habrías encontrado con una inesperada mejora de tu educación.
Durante una fracción de segundo, Ethelmer le mira el interior de las fosas nasales, una de las cuales brilla ahora con una luminosidad rosada, pues la vela de Pitt ya ilumina el farol central de la esfera armilar, que representa al Sol. Los demás planetas aguardan, todos ellos a punto de zumbar, tensos dentro de las largas y delgadas articulaciones que los unen al cigüeñal y a la manivela, didácticamente asida por el reverendo Cherrycoke. Los gemelos, a quienes han empujado hasta dejarlos atrás, se contentan con los movimientos de los planetas más externos, Saturno y el nuevo «Georgiano», que sólo tiene tres años de edad. La primavera pasada, el doctor Nessel, el renombrado ingeniero alemán, se presentó inesperadamente en Filadelfia, tras atravesar el mar en condiciones bélicas, a fin de añadir gratis el nuevo planeta a las numerosas esferas armilares que había construido en América. En cada aparato colocaba el planeta algo diferente, y cuando llegó a Filadelfia se dedicaba a los globos verdiazules y mappemondes un tanto complicados, como si asistiera a la revelación, una esfera armilar tras otra, de un mundo con una historia más larga incluso que la nuestra, océanos que era preciso cruzar, tierras por las que había que luchar, otras especies por conquistar. Desde entonces Brae y los gemelos han pasado muchas horas, lupa en mano, contemplando ese nuevo mundo y familiarizándose con él. Han imaginado, y compuesto en parte, un libro, Historia del nuevo planeta, para el que los gemelos han aportado las guerras y Brae los inventos científicos y las artes funcionales.
El reverendo ha alineado adecuadamente, mediante la manivela, la Tierra, Venus y el Sol.
—He aquí que Venus, tal como se ve desde la Tierra, iba a pasar ante el disco del Sol. Vista desde Ciudad de El Cabo, tarda cinco horas y media, más o menos, de un limbo a otro. Lo que los observadores deben determinar son los tiempos exactos en que ese paso comienza y termina. Gracias a muchas observaciones similares realizadas alrededor del mundo, y en especial las ampliamente separadas al norte y el sur, podría calcularse el valor del paralaje solar.
—¿Qué es eso? —quieren saber Pitt y Plinio.
—El tamaño de la Tierra, en segundos de arco, como lo vería un observador situado en la superficie del Sol.
—¿No se le quemarían los pies? —vocifera Pitt, a quien su hermano le pincha para que siga—. ¿No estaría demasiado ocupado saltando de acá para allá? Y su telescopio, ¿no se fundiría?
—Le ocurrirían todas esas cosas y más —replica el reverendo—, por eso es tan notable que, mediante la magia de la trigonometría celeste, a la que desde luego podríais aplicaros, sean posibles tales mediciones, como si el telescopio, de una manera misteriosa, nos transportara sin riesgo alguno, a través de los peligros del temible Abismo Celeste, fuera del cuerpo que deseamos examinar.
—Un vector del deseo.
—Gracias, DePugh, el término es exacto.
DePugh es el hijo de Ives LeSpark, y, al igual que Ethelmer, está de visita. Ha venido directamente de la escuela, en su caso Cambridge, y cruza el Atlántico en ambos sentidos, en el buque correo de Falmouth, con tanta facilidad como quien toma la diligencia para ir a New Castle. Desde pequeño ha mostrado grandes aptitudes para el cálculo. Que Dios tenga misericordia de él, pide en silencio el reverendo.
En algún lugar del mundo, alguien, al observar que iba oscureciéndose Venus delante del Sol —oscura, loca, mortal, la diosa, ahora con un aspecto de veras distinto—, no puede contener las ganas de recitar, en el momento culminante, unas líneas del fragmento 95 de Safo que parecen desbaratar la observación:
—Oh, Héspero, nos retornas cuanto el brillante día diseminó, traes las ovejas y las cabras, traes a los niños para devolverlos a su madre.
—Gracias por esa aportación…, pero te recuerdo que este sol sale, querido, sale, no se pone.
—¡Hombre! ¡El planeta aún no se ha separado!
—Veamos. Bien, mira esto, ¿quieres? —Una especie de largo filamento negro todavía une el astro al limbo del Sol, aunque ya se ha internado bastante en la superficie de éste, de manera muy parecida a una gota de tinta a punto de caer desde la pluma de un escribano despistado, situada la pluma en posición horizontal, por supuesto—. ¡Rápido!, que alguien anote el tiempo.
Esta extraña conducta, u otra similar, se da en todo el mundo a lo largo de la jornada, los días 5 y 6 de junio, en latín, en chino, en polaco, en silencio, sobre tejados y cumbres, desde ventanas de dormitorio, los miembros de la pareja juntos bajo la desnuda luz solar mientras la esposa cuenta los tictacs del reloj, entre telescopios gregorianos y newtonianos, con reflectores acromáticos y dotados de los colores del arco iris, flamantes y construidos para la ocasión, y antiguos refractores de ridículas lentes focales francesas. Los observadores se tienden, se sientan, se arrodillan y contemplan algo en el cielo. Entre esos morros apostados a lo largo y ancho de la Tierra, el momento del primer contacto produce una punzada cerebral colectiva —como la que se siente por algo perdido y ya irrecuperable—, tras los años de preparación, la larga y, en el mejor de los casos, incómoda travesía, llegados al punto de observación, la latitud y la longitud bien determinadas, la semana del tránsito, el día, la hora, el minuto, y al final uno dice: «¿Eh? ¿Dónde estoy?».
Los astrónomos tratarán de registrar cuatro instantes de tangencia perfecta entre el disco de Venus y el Sol, dos de ellos en la entrada: el contacto externo, en el primer roce desde el exterior del limbo solar, y luego el contacto interno, en el instante en que el pequeño disco negro se separa por fin de la circunferencia interior del grande y amarillo, cuando Venus se recorta sola contra la superficie del Sol. Los otros dos ocurren en la salida, y esta vez el contacto es primero interno y luego externo. Han de pasar ocho años antes de que se produzca la siguiente (y, para esta generación, última) oportunidad, como si el misterioso Ingeniero de la Creación hubiera determinado a propósito los intervalos, a fin de dar ciertas lecciones sobre los límites que la mortalidad impone a la grandeza humana.
El cielo sigue nublado hasta el día del tránsito, el viernes, 5 de junio. Tanto los Zeernann como los Vroom se afanan y apresuran de una manera desacostumbrada, en contraste con los astrónomos, cuya serenidad parece antinatural.
—Parafraseando al Bardo, podríamos decir: «Mucho ruido holandés y pocas nueces» —observa Mason.
Dixon está de acuerdo.
—Y, por lo general, son tan impasibles, ¿verdad?
Entra Els, deslizándose con los pies enfundados en las medias, y se dirige a la cocina. Lleva un montón de patatas en el delantal.
—¡No hay ningún motivo para preocuparse! —exclama—. ¡El cielo se despejará con la suficiente antelación!
Incluso Cornelius está en el tejado, escudriñando la niebla con un catalejo náutico, e informa sobre vientos esperanzadores y sobre resplandecientes claros en el cielo.
—Siempre sucede esto antes de un día sin nubes —les asegura.
Los esclavos hablan en voz muy baja y se les ve mirar hacia las montañas. Nunca han visto a sus amos comportarse así, y empiezan a sonreír, de un modo vacilante pero franco, a Mason y Dixon.
Uno de los astrónomos es insomne y el otro no. Más adelante, nadie en la casa podrá ponerse de acuerdo sobre cuál de los dos lo era. Unas gotas de lo que al final resulta ser ketjap en la despensa sugieren que Dixon es el que no duerme, mientras que un vaso de vino abandonado en el corral de las gallinas apunta a Mason. El sereno no deja de presentarse cada hora ante la casa de los Zeemann y, tras canturrear la hora que es, añade:
—¡Y el cielo sigue completamente nublado!
Lo cierto es que, con las primeras luces, todo el mundo está despierto. «El Sol ascendió envuelto en una espesa neblina y penetró de inmediato en una nube negra», como Mason y Dixon informaron más adelante en los Intercambios Filosóficos. La hora del reloj es 0 horas, 12 minutos, 0 segundos. Al cabo de veintitrés minutos, avistan por primera vez Venus. Cada uno aplica un ojo a la embocadura de un reflector idéntico, un gregoriano de dos pies y medio, construido por el señor Short, mientras que las boquillas de oscurecimiento son creación del señor Bird.
—Menudo temblor —gruñe Mason—. Tendrán que subir un poco más en el cielo. Y ahí está de nuevo esa puñetera neblina.
Al distinguir por primera vez el planeta, Dixon se convierte a la fe.
—¡Eh! ¡Dios en su Gloria!
—Calma —le aconseja Mason, irritado.
Dixon recuerda la historia que tanto le gustaba contar a Emerson, la de Galileo ante los cardenales, cuando se puso en pie, todas sus articulaciones crujiendo, tras haberse visto obligado a retractarse, y musitó: «Y sin embargo, se mueve». Si Dixon aguarda con paciencia, como ante la minutera de un reloj, si permanece lo bastante inmóvil, todo empezará a moverse… Dixon comprende que es por eso por lo que Galileo arriesgó tanto, por esa majestuosa herejía al amanecer.
—Aquello no sólo era ver a nuestro Creador haciendo su trabajo —le dice más tarde a Mason—, sino también ver confirmados los trabajos de Newton y Kepler. La llegada puntual, tal como había sido calculada, los tres cuerpos celestes alineados a la perfección… Ciertamente asombroso.
Sea cual fuere la causa, los tiempos que registra Dixon están de dos a cuatro segundos adelantados con respecto a los de Mason.
—Además de las otras correcciones que debemos efectuar, ahora también hemos de introducir una por impaciencia del observador —comenta Mason— y llamarla tal vez, «leonación».
—También podríamos corregir la «tauricidad» —replica Dixon—, o retrasos debidos a una precaución inflexible.
Las chicas también han observado el tránsito, pues engatusaron a un marinero que conocían para que les prestase un catalejo náutico y ahumaron con velas de sebo de oveja sus propias lentes oscurecedoras (se turnaron para mirar, e incluso permitieron a sus padres que echaran un vistazo de vez en cuando).
—Pues es verdad, ahí está —susurró Jet.
—¡Y justo a tiempo! —añadió Greet.
Y Els…, bueno, no es difícil imaginar lo que Els se proponía hacer, y que se evidenció en el preciso instante en que la última porción del filamento negro que unía el planeta al limbo interior del Sol cedió a la pequeña esfera y cayó por fin de pleno en el disco moteado y brillante, cuya luminosidad quedó reducida —gracias a las lentes— a la de una luna cuyo brillo puede soportar la vista.
De la misma manera que mayo, antes del tránsito, había avanzado de una manera antinatural, así, después del acontecimiento, junio, julio, agosto y septiembre transcurrirán raudos, como por milagro, y llegará octubre, mes en que el capitán Harrold, del Mercury, encuentra un intervalo en el clima lo bastante bueno para embarcar a los astrónomos y llevarlos a la isla de Santa Elena. Por entonces todo el mundo está más que deseoso de cambiar de compañía. Las lluvias del noroeste se han abatido sobre la ciudad, toda intriga está sujeta a una moratoria, como si la diosa del amor les hubiera visitado y hubiese advertido a cuantos la invocaban que hicieran examen de conciencia y procuraran no traicionarla tanto.
Después del tránsito, durante varios días, astrónomos y anfitriones permanecen sumidos en un profundo estupor, como libertinos y mujerzuelas tras alguna gran catástrofe pasional. Resueltas las dificultades que los Zeemann habían tenido con la servidumbre, los astrónomos regresan a esa mesa y durante los cuatro meses siguientes llevan una vida de aburrida probidad, con una comida que no es mejor ni peor, esperan lleguen los vientos. En las montañas reina el Ojo de Buey, En toda la ciudad, el impulso, disciplinado, se va sometiendo gradualmente a la impasibilidad. Mason y Dixon visitan a místicos indios que experimentan unos trances que antes habían considerado insensatos y que aquí parecen excesos carnavalescos comparados con la resuelta inanidad de los holandeses en los días lluviosos. Los esclavos, como si quisieran preservar una inmutabilidad secreta, se hacen más visibles y nítidos, sus voces son más fuertes y su música más penetrante, como si voces y música procedieran de lugares lejanos de la ciudad y la lluvia las transportara. Johanna y las niñas, tras unas pocas semanas de abandono monjil de la frivolidad (Jet ha llegado a cubrirse el cabello con una toca diáfana que ha confeccionado con tela de cortina), han vuelto a sus acostumbrados efectos teatrales, esta vez para deleite de un trío de jóvenes abogados de la Compañía llegados hace poco a la bahía False, el señor Delver Warp y los hermanos Vowtay, que han regresado a casa desde Bengala tan poco enriquecidos como cuando se marcharon, es decir, con apenas dinero en los bolsillos para atraer el interés de las beldades de El Cabo, que son mucho menos exigentes que los Vroom y que temen que, si ellas no les sacan el dinero, éste no tardará en ir a parar a las bolsas de los tahúres del mar. Corrompidos por la India, pero pobres; lujuriosos irrefrenables, pero sin arrugas, y, con todo, ¡qué maná de sangre blanca son estos jóvenes! Johanna ya casi puede ver a los bebés, allá en la tarima, lo bastante adorables para que los compradores no tengan la menor duda, agitando los pies en el aire y llorando, y se obsesiona en su empeño, mientras Austra calcula cuál de los jovenzuelos será más fácil de seducir y cuál, de ellos, si es que hay alguno, planteará un mayor desafio…
Por fin, desde los patios traseros celosamente patrullados por las gallinas depredadoras, llegan de nuevo los sonidos de regocijo femenino. Mason mira a Dixon.
—Por lo menos ahí han vuelto a la normalidad —comenta—. Durante algún tiempo me pregunté si, de pronto, la ciudad entera se había convertido. ¿Ha sido así, y yo no me he enterado?
Dixon recuerda la época en que Wesley fue a predicar a Newcastle.
—Dio su primer sermón en el nordeste, y la congregación era inmensa: todo el Side, y mucho más allá, transformado, puesto en manos del Espíritu. Eso duró semanas, aunque también pudo haber sido meses, dada mi noción del tiempo en aquellos días. Era un chiquillo, pero me daba cuenta de las cosas. Entonces no me sorprendió mucho, y sin embargo aquélla fue la mayor hazaña en la cuenca carbonífera del Tyne desde que Harry Clasper, en su barcaza carbonera, superó al tipo de Hetton-le-Hole… No ha vuelto a darse nada igual, o al menos yo no tengo noticia…, hasta este tránsito de Venus, esta transformación del alma, ¿te has dado cuenta? ¿Has visto que están empezando a hablar a sus esclavos? Pocos o ningún azote…, aunque será mejor no levantar la voz, no vayamos a poner en peligro este progreso.
—Los holandeses temen a la muerte —es capaz de aportar Mason.
—Sí, claro. A mi también me ha ocurrido eso, recuerdo que la primera vez…
Mason, suspicaz, husmea entusiasmo.
—¿A ti? ¿Y te permiten hablar de esas cosas?
—Me echaron del encuentro cuáquero de Raby, ¿no es cierto? Puedo revelar todos los secretos místicos que desee.
—Primero uno debe dejarse el sombrero puesto, ¿es así?
—Sí, el Espíritu siempre agradece un bonito sombrero, pero lo principal es permanecer sentado muy quieto. No lo aprendí hasta bien entrada la juventud, aunque ya no recuerdo muy bien cómo…
—¿De eso se trata? ¿De sentarse muy quieto? ¿Y Cristo… llegará?
—Nos referimos a ello como la obra del Espíritu en nuestro interior. Es un cambio evidente con respecto a lo cotidiano. Si lo experimentaras, no te cabría duda de que lo has vivido.
—Sin embargo, dices que pasa, que queda atrás…
—Permanece, y somos nosotros los que nos apartamos continuamente de él, al dedicarnos a nuestras diversas necesidades de mortales. Y, así, nos resulta imprescindible otra de esas visitas, otro gran giro, etcétera. Sea como fuere, todo es deseo, y un deseo que es la encarnación en el mundo de lo que los cuáqueros entienden como Gracia.
Por esa época, Mason, inmovilizado a causa de la lluvia, siempre que puede se las ingenia para encerrarse en una habitación y permanecer sentado lo más quieto posible, en espera de tener una experiencia directa de Cristo. Pero, una y otra vez, se levanta de un salto y corre para interrumpir a Dixon, que intenta hacer lo mismo, e informarle de sus avances.
—¡Jere! ¡Creo que ha estado a punto de ocurrir! ¿No notas una especie de sensación extraña aquí? —Se toca en el centro de la frente—. ¿Es eso?
—Primero tienes que quedarte sentado, Mason, y no dar brincos de esa manera. Has de sentarte y estar quieto, muy quieto…
Adoptan de nuevo la postura inmóvil, hasta que Mason se queda dormido en la silla y cae al suelo, con el consiguiente estrépito, o Dixon decide que ya está harto y que va a salir, a precipitarse hacia el Fin del Mundo para ver qué traman los maleantes de El Cabo.
Poco a poco, a medida que transcurren las semanas, la colonia y lo que la acosa, sea lo que fuere esto, enmienda aquella variación anímica que Mason y Dixon creen haber percibido en la gente. Desaparece todo temor a que la situación pueda cambiar alguna vez. Amos y amas reanudan los malos tratos a sus esclavos, quienes les replican en lenguas bosquimanas, esas lenguas a las que, enronquecidos, pronto desesperados, y sin esperanza de que los entiendan, retornan, como retorna uno al hogar de su infancia… Ahora se ven jinetes blancos que entran y salen con frecuencia de la ciudad, armados con largos fusiles, y cada uno luce una estrella invertida de plata en la quijera.
Cada vez que Mason y Dixon se cruzan con los Vroom en la calle, los saludan con una inclinación de cabeza y siguen adelante. Estos encuentros transcurren casi en silencio. Cuando el viento del sudeste ha avanzado hasta la circunferencia del día, ya no tienen nada que decirles, y otro tanto les ocurre a sus anfitriones.
—Os advertí a todos —dice, exultante, la señora De Bosch—, os lo dije. Y tampoco deberíais sorprenderos mucho de que esos temibles instrumentos que trajeron aquí les hayan servido para un fin del todo distinto.
El día en que abandonan El Cabo, nadie acude a despedirles al muelle. Sólo ven a Bonk, el funcionario de policía que les abordó a su llegada.
—Buena suerte, amigos, y digan al departamento que no he sido tan sinvergüenza ¿eh?
—¿A que departamento se refiere? —inquieren Mason y Dixon.
—¿Qué departamento? En Londres, en alguna calle decente, en una hermosa casa, habrá un departamento con alguien sentado ante una mesa, a quien le dirán ustedes todo lo que han visto, ¿no?
—En Inglaterra no hay tal cosa, señor —protesta Mason.
Por primera y última vez le ven reír y tienen un atisbo de toda una vida fuera del Castillo, en la que Bonk debe de ser un alegre compañero a la hora de empinar el codo.
—¡Ya verán! —les grita mientras ellos se alejan en dirección a la bahía, para embarcar—. ¡Buena suerte, buena suerte! ¡Ja! ¡ja! ¡Ja!
Su risa resuena en la superficie del agua que les separa, cada vez más vasta.
—Lo que les llevó a abandonar sus casas y a navegar por mares peligrosos, determinando a qué lugar del globo debían ir, no fue (pace, astrólogos que estáis en la sala) el acontecimiento celeste en sí, sino, más bien, esa en absoluto brillante acumulación de necesidades humanas (de la que Venus, en el instante en que se oscurece, es el objeto principal), incluida desde luego la necesidad de averiguar el paralaje solar que tenía la Royal Society, pero ¿qué decir de los propios deseos de los astrónomos, que pudieron haber sido menos filosóficos?
—El amor, lo sabía —dice Tenebrae, casi suspirando—. Fue el amor por el planeta.
—En absoluto similar a tu amor por ese planeta, por supuesto —replica sonriente su tío—. Recuerdo que, cuando apenas tenías tres años, viste Venus a través del magnífico telescopio newtoniano de tu papá por primera vez. Estaba en fase creciente y dijiste: «¡Mirad, la lunita!». Nos contaste que ya sabías que la luna tenía una lunita con la que jugaba.
Mucho después de la hora de acostarnos, salíamos e íbamos a los pastos —dice ella, regodeándose en el recuerdo—. Aún no habían construido el observatorio. Los caballos estaban apiñados, muy malhumorados, y nos miraban mientras subíamos, sus ojos relucían a la luz de nuestros faroles, y siempre pensé que les oía murmurar, pues era evidente que los inquietábamos.
—¿Te mordieron? —pregunta Pitt.
—¿Con fuerza? —añade Plinio.
—¡Uff! —exclama Brae, y alza el aro como para arrojárselo.
Tía Euphrenia entra tambaleándose en la sala, cargada con un oboe y un rimero de partituras.
—Procurad pelearlos con menos ruido —les advierte—, o vuestro tío tendrá que venderos, como refuerzo, a los italianos que, según se rumorea, viven al sur de la ciudad, donde tendréis que aprender a cantar sus tonadillas vulgares y comer ajo a diario, como todos los demás…
—¡Hurra! —exclaman Pitt y Plinio—. ¿También tendremos ajo para desayunar?
—Pero ¿qué perversión alimenticia estoy oyendo? Eso no tiene nada que ver con el lado Cherrycoke de la familia —dice la tía Euphrenia con desdén. Saca un cuchillo de aspecto asesino y empieza a tallar con mucho cuidado un trozo de caña de la ribera del río Schuylkill con la que confecciona una lengüeta para su instrumento—. Sí, es bonito, ¿verdad? dice al cabo de un momento, como si respondiera a una agudeza. Me lo regaló el sultán, el querido Mustafá, al que llamábamos «el Soso» entre nosotras, en las cámaras del harén…
Cuando Brae, por primera y última vez, cometió el error de reprimir un grito y exclamar: «Oh, tía, ¿has estado de veras en un harén turco?», fue como abrir un grifo gigantesco.
—Unos piratas de Berbería nos llevaron a Alepo…, te acordarás de los difíciles años 80 y 81, ¿verdad?, no, claro, cómo vas a acordarte… En Oriente Medio la gente estaba alborotada, pues no podían tomar un trago en ninguna parte debido a que celebraban el Ramadán durante todo el año… Sea como fuere, en lo peor de esas depredaciones, partí de Filadelfia y me embarqué en aquel aciago viaje. La luna reflejada en Dock Creek, las canciones de los negros en la orilla, estaba desconsolada…
La mayor parte de su narración, hábilmente disfrazada de relato de viajes, es demasiado complicada para la inocencia de la niña, y demasiado pesada para mantener el interés de los gemelos, entre cúpulas y minaretes, cumbres de las montañas que surgían del mar, serpientes venenosas, faquires que comercian con milagros, intrigas por la prioridad en el harén y diamantes grandes como el puño de la muchacha. Las situaciones incómodas eran el tema recurrente de las aventuras de Euphrenia entre los turcos, normalmente resueltas cuando seducía a los que la rodeaban con unas pocas y adecuadas notas de su oboe, con el cual ahora, la lengüeta tallada y encajada, ha empezado a acompañar el relato de su hermano Wicks con fragmentos de Ditters von Dittersdorf, transcripciones de Quantz y la Scamozzetta de I Gluttoni.