9

A pesar de que Mason desea evitarlo, aquí están Vrou Vroom y él, en el dormitorio del piso superior, cuyos postigos abiertos dejan pasar la luz de la tarde, que se desvanece con celeridad, el oído atento a los sonidos de la casa, esperando que el «Ojo de Buey», una extraña nube oscura con el centro rojo, aparezca sobre la montaña de la Mesa y se agrande rápidamente, hasta que pocos minutos después llegue hasta ellos el viento del noroeste.

—No soy una de esas mujeres de El Cabo —susurra ella—, aunque siempre he envidiado la reputación de que gozan. Imaginaba que, al lado de Cornelius, los demás hombres me parecerían Adonis, por lo que no dudaba de que tendría donde elegir. Qué equivocada estaba. Cada vez que me he propuesto coquetear de veras, mi elección ha resultado ser peor que Cornelius. Debería haberme resignado, limitándome a encarnar a la mujer ideal que propugna la Iglesia.

—¿Y qué has hecho en lugar de eso? —Mason se sorprende de que no haya podido evitar preguntárselo, pero, en cualquier caso, sus celos tienen una base más displicente que firme.

Ella le interpreta mal, inclina la cabeza, con un gesto a la par sensual e inocente que peca por exceso de erotismo, y susurra:

—He decidido ser una mujer muy mala.

—Que, según parece, cometerá cualquier pecado.

Johanna se ríe de una manera desmañada, infantil, con las mejillas encendidas, y es la primera vez que él la ve así. Ella ha intentado desabrocharse el corpiño…, pero le tiemblan las manos y hay poca luz…, hasta que, rezongando un poco, aferra ambos lados de la prenda y la rasga por la mitad. La habitación se oscurece con una rapidez que no es natural, y da a los pezones y a la boca una negrura cenicienta, el cabello rubio casi invisible.

De repente se oyen golpes en la puerta. Mason se incorpora de un salto y, corriendo, da dos vueltas a la habitación antes de localizar la ventana. Sin mirar atrás, la abre, salta y desaparece. Se oye un grito cada vez más apagado y un ruido sordo, allá abajo.

Jet entra en la estancia.

—Sólo tenemos cinco minutos, Charles… Ah, hola, mamá.

—¿Qué podría estar haciendo aquí el señor Mason, duende mío? —le pregunta alegremente Johanna.

—¿Qué le ha pasado a tu corpiño?

En un rincón, se mueve en su jaula el escarabajo misterioso, y sus élitros son del mismo implacable color blanco que el gran desierto de arena llamado Kalahari que se extiende al norte, donde capturaron al insecto y lo transportaron por tierra, a lo largo de muchas leguas, con centenares de otros escarabajos, hasta El Cabo, adonde llegó hambriento y desorientado, para ser expuesto, junto con sus congéneres, como una gran montaña de confitura recubierta de alcorza, en algún mercado portuario frecuentado por marineros y forasteros. En lo que lleva de vida, el escarabajo no ha visto nunca la lluvia, aunque ahora nota que algo innegable se acerca, algo que no puede concebir, un poco al modo en que los seres humanos perciben a Dios: como una fuerza con la que siempre están a punto de trabar conocimiento…

Llega la tormenta, y no cesa durante los tres días siguientes. Cornelius, que ha viajado al interior, no puede regresar a causa de las inundaciones. La logística es al mismo tiempo sencilla y, de una manera endiablada, casi imposible, pues, si bien las habitaciones para invitados que hay en casa de los Zeemann están desocupadas (Dixon se encuentra en el otro lado de la ciudad, en cierto establecimiento malayo, y, como todos los demás, no puede regresar a causa de la lluvia) y se sabe que Mason no responde cuando llaman a su puerta, no obstante Johanna se ve obligada a organizar convincentes ausencias de su programa cotidiano, con la dificultad añadida de que docenas de pares de ojos, tanto dentro como fuera de la casa, escudriñan sus pasos.

Por ejemplo, apenas la madre ha cruzado el umbral y se va, entra Els, dando saltos y completamente empapada.

—¡Es fantástico! —exclama—. ¡Vivo esperando esta estación! Ven conmigo, Charles. ¿No se besan los ingleses bajo la lluvia?

Calle abajo se derrumba un tejado, añadiendo un considerable chapoteo al estrépito general. Todas las superficies estructurales, incluso las verticales, que están expuestas a la lluvia empiezan a absorber agua cual grandes y rígidas esponjas, y, cuando tienen más que suficiente, se deshacen y desmoronan. Suena una campana en lo alto de un tejado. Hay mondas de fruta pisoteadas y resbaladizas en los arroyos que fluyen hacia los lavaderos donde a pesar de la tormenta están los esclavos, ocupados en la colada de sus amos, observando e interpretando los restos de sangre, semen, excremento, saliva, orina, sudor, barro del camino, piel muerta y otros datos biográficos similares, cada día una nueva hornada de muestras o perder la práctica, antes de que lo sumerjan todo en lejía bajo esos cielos de Dios. En la penumbra que en los días lluviosos impera bajo las arcadas, las cazoletas de las pipas brillan y oscilan ante las caras vigilantes. Todo huele a cal mojada y aguas de albañal. Una oveja extraviada se acurruca contra un muro demasiado alto para que la cobije y bala inquieta. Mason no lo está pasando bien. «Atrápame», le pide por fin la traviesa mozuela, echa a correr callejón arriba hasta perderse de vista. Por muchas vueltas que le dé a su sombrero, Mason no puede impedir que un chorro de agua penetre, como por un embudo, entre el cuerpo y las ropas que lleva puestas. Regresa a casa de los Vroom resbalando una y otra vez en el barro, el polvo de la peluca corriéndole por los hombros y las solapas como un río de albayalde. La puerta está cerrada. Desde el interior le llegan las risas de Els y de sus hermanas. Enfurecido, se acerca bajo el aguacero a la parte trasera, encuentra una escala y la apoya contra un balcón cuya ventana parece abierta, pero que, cuando llega a ella, no lo está. Asiéndose de manera precaria al balcón, Mason nota ahora actividad bajo las suelas de los zapatos, y mira abajo a tiempo de ver que Jet, quien por alguna razón hoy no se siente lo bastante apreciada, e impulsada por un deseo maligno de divertirse, retira ágilmente la escala. Mientras pende de ahí, afligido, saboreando la sal del océano que acarrea el viento, y contemplando con distanciamiento su situación («Esto no tardará en venirse abajo», musita en voz alta), los pernos que fijan el balcón a la casa, que nunca se pretendió que soportara más peso que el del pie de una adolescente, empiezan a soltarse, protestando con espantosos chirridos, de la argamasa que los ha mantenido hasta ahora de una manera tan ornamental. «Qué», se le oye decir, «¿todavía no?», antes de soltarse de los herrajes, ya casi desprendidos, y dar con sus huesos, por fortuna sin más que unas contusiones y cierto dolor, en la tierra empapada. Esta vez decide permanecer un rato tendido, imaginando que se rinde a las fuerzas de la naturaleza, y permite que la lluvia del cielo se derrame a placer sobre él. Al cabo de un rato percibe un peso peculiar en las gotas que le azotan el rostro, y al mismo tiempo un claro movimiento lateral, como de algo que se arrastra…

—¡Aaaaj!

Mason se aparta de la cara un escarabajo que mide más o menos media pulgada de longitud y emite una luz verde, como si llevara una velita en su interior. Frenético, Mason mira a su alrededor, y a toda la Ciudad de El Cabo, y comprueba que, en efecto, llueve esos insectos, traídos por el viento desde las montañas y desiertos. Que Mason sepa, no se trata de ningún mensaje del Más Allá, sino de un prolegómeno a la temporada de las lluvias.

—¿Qué destino habíamos solicitado respetuosamente? Skanderoon, ¿no es cierto?, sólo para ser ungidos, por cobardes, con el supuesto contenido de nuestros calzones, y enviados aquí, donde saben que la visibilidad es malísima. ¿Qué locura se proponen? Tendríamos suerte si viéramos aquí el sol, ¿y cuántos años serán precisos para disfrutar de suficientes noches claras que nos permitan fijar la latitud y la longitud?

—En Skanderoon no sería como aquí —conviene Dixon—. Dicen que aquello es casi Europa.

—Fabulosa Skanderoon —suspira Mason. Entonces se ponen a canturrear, con una especie de ritmo cubano a medio tiempo:

Skan-deroon…

Nada desearía tanto como estar allá,

pero habría de ser sin tardar:

a mediados de año,

sí, en ese lugar soñado

que no está tan alejado.

Dicen que es Asia Menor:

minaretes, palmas contra el calor.

Holgazanearíamos todo el día

y engulliríamos a porfía

esas delicias de Turquía.

Observaríamos a placer,

cuando la noche estuviera al caer…

Allí, luna creciente,

caravanas y, en el ambiente,

la canción del muecín.

¡Ah, mis recuerdos no tienen fin!

No te olvidaré enseguida,

Skanderoon de mi vida.

Menuda esperanza. Ahora rige la lluvia, y lo hará hasta octubre. Una tarde las muchachas siguen a Mason hasta el observatorio, que está en las primeras cuestas de la montaña a la que tienen prohibido ir.

—Padre dice que es por los muchachos africanos —le dicen seriamente a Austra, que suelta una risa jovial.

—¿Muchachos, decís? Son más bien bebés. No os apartéis de mí, yo os protegeré. —Desea añadir: «No es con ellos con quienes aumenta vuestro debe, sino con las mujeres africanas, a las que exprimís sin pausa ni excusa», pero les dice—: Tan sólo debéis cubriros el cabello. Sólo ven cabelleras rubias cuando el Kommando cabalga por ahí arriba, y a veces, al verlas, sienten el impulso de actuar con rapidez.

—¡Dejaré que el viento agite la mía! —exclamó Els.

—¿Cubrirme el pelo? —dice Jet, perpleja—. ¿No crees que tengo cosas mejores que hacer?

—No querrás que el viento te lo enrede, ¿no? —replica Greet.

—¿Y tener que llevar el pelo envuelto en un pañolón? Creo que no, Greet.

Pero han subido demasiado para que puedan volver a casa sin que nadie las acompañe. Han subido a África. En un momento determinado, todos, los dos astrónomos y las muchachas, reparan en que ya no llegan a sus oídos los sonidos de la ciudad. Eso es cuanto hace falta para penetrar en África. Ven la bahía y el mar que se extiende más allá, los barcos y los botes, pero las muchachas ya no oyen las voces y la percusión y el áspero aliento de la ciudad. Ahora están en el continente, la ciudad es un espectáculo en un museo de maravillas y los escarabajos caídos del cielo cantan. Quien vuelva el rostro para contemplarla durante demasiado tiempo, o incluso con un exceso de sentimentalismo, tal vez no vuelva a verla jamás, o se transforme en estatua de sal y sea blanco durante toda la eternidad.

Mason, muy por delante de ellas, camina penosamente por los callejones enfangados y se dirige hacia una curiosa estructura cilíndrica y achaparrada, con un tejado cónico, a suficiente altura para sobresalir de la niebla matinal, o así lo esperan los astrónomos.

—¡Eso es una casa de gnomos! —susurra Els.

Jet se examina las puntas de grandes puñados de cabello.

—Mirad esto. Hace media hora que debería haberlo puesto a remojar en clara de huevo. ¿Sabéis lo que ocurre si te saltas un solo día? Es increíble lo abiertas que están ya las puntas.

—¿Os habéis fijado en la luz? —pregunta Greet, pues el sol se oscurece rápidamente, al tiempo que dota de un notable rojo infernal a todas las superficies que hasta poco antes reflejaban la simple luz diurna.

—¿Qué? —La boca sonriente de Austra tiene un rictus inflexible—. ¿Nunca habéis estado tan cerca del Ojo de Buey? Bienvenidas a la República Droster, señoritas, la organización de los esclavos huidos. Aquí algunos creen que el Ojo de Buey vive y que va por ahí… seleccionando a aquellas con las que se quedará.

—¡Debemos pedir refugio al señor Mason! —exclama Jet.

Estremecidas, las chicas gritan mientras echan a correr, chapoteando cuesta arriba hacia el observatorio. La tormenta estalla en ese momento y llegan empapadas. Como explicará más adelante, Mason no se arredra, aunque lamenta que así pueda parecerlo, sino que más bien monta guardia para que no peligre la seguridad de los instrumentos, mientras que Dixon, con no menos cautela, abre la puerta y las muchachas entran en tropel, ruidosas y mojadas.

El carpintero del Seahorse y sus hombres han levantado una estructura sólida como un barco de guerra, han embreado el tejado y todas las junturas y amañado un par de cuadernales en forma de aparejo para mover cañones, lo cual permite a los caballeros abrir y cerrar el postigo desde dentro.

«Llevas esta casa al agua, colocas un mástil, le pones una vela y puedes navegar de regreso a casa», les había asegurado el carpintero.

En su interior caben cómodamente seis personas, y con mayor holgura si, como ahora descubren Jet y Els, dos se tienden en un diván de astrónomo con tanta celeridad como Austra y Greet ocupan el otro.

La lluvia azota el cono superior, que la despide formando cortinas de agua. No hay nada de beber salvo Madeira de El Cabo, un líquido espeso y violeta del que uno ha de acabarse seis o siete botellas para empezar a sentirse a gusto. No existe el apremio del trabajo, puesto que todas las monótonas operaciones logarítmicas están al día, y ya han examinado el reloj y asegurado el aparejo del postigo.

—Bueno —dice Mason, golpeando el borde de la mesa con un puntero de ébano de aspecto siniestro, cuya lista de usos no agotaría una simple indicación, mientras las muchachas se complacen en mostrarse azoradas—, puesto que las señoritas han tenido la amabilidad de visitarnos durante el horario escolar, debemos procurar que su educación progrese instruyéndolas con algún tema. Así pues, su lección de hoy será el inminente tránsito de Venus.

—¡Por favor, señor! —exclaman—. ¡El tránsito de Venus, no!

—Entonces, ¿para qué diablos habéis venido aquí —pregunta Dixon, sus globos oculares protuberantes de la carga de inocencia—, si no es para curiosear y ver a qué nos dedicamos?

Todos intercambian miradas, hasta que Austra se separa del grupo para sonreír a Mason y mirar el cielo, donde la rugiente tormenta no tiene trazas de amainar. Sus rubias alcahuetas vuelven a protestar al unísono, y Mason comprende que los ataques vocales de la volatería de los Vroom no son innatos, sino aprendidos de sus dueños y en este mundo.

—Señoras, señoras… —les dice Mason—. Han visto al planeta Venus en el cielo nocturno, le han dirigido sus deseos y ahora, durante un breve tiempo, podrán verlo a la luz del día cuando cruce el disco solar, y elevarle entonces un deseo, si creen que les será a ustedes de ayuda. A los astrónomos, que normalmente trabajamos de noche, nos dará una oportunidad de estar despiertos de día. A lo largo de toda una vida dedicada a observar, Venus ha sido un minúsculo punto luminoso, que atraviesa fases, como la luna, que siempre se recorta sobre el negro rostro de la Eternidad. Pero el día de su tránsito se invertirá de repente, cuando resalte, oscura, negra, maciza, rodeada por un halo contra la superficie del Sol, como una diosa que ha descendido desde la luz a la materia.

—Y nuestra tarea —añade Dixon— consiste en observarla mientras transita por la superficie solar y anotar las horas en que aparece y se va…

—¿Eso es todo? Para hacer eso, podríais haberos quedado en Inglaterra.

Las rubias muchachas, con sus pequeñas y garbosas barbillas y esbeltos cuellos, adoptan y vuelven a adoptar una postura adecuada, y se ríen a un tiempo, cada vez más acaloradas e insolentes.

Sus anfitriones las acompañan en un viaje, breve pero vertiginoso, hacia arriba, al Éter, hasta que junto a ellos, a la luz grisácea de las estrellas, está la vieja y grávida Tierra y el puntero se convierte en una fina varita luminosa que traza sobre ella arcos de brillantez candente.

—El paralaje. Para un observador situado al norte de El Cabo, la trayectoria del planeta a través del Sol aparecerá mucho más al sur que la misma trayectoria observada desde aquí, en el Cabo de Buena Esperanza. Cuanto más alejadas estén las observaciones en el norte y el sur, tanto mejor. Lo que deseamos saber es la distancia angular entre ellas. Un día, alguien sentado en una habitación logrará reducir todas las observaciones tomadas alrededor del mundo a una simple cifra de segundo y décimas de segundo de arco, y eso será el paralaje.

»Confiemos en que alguna de vosotras se despierte lo bastante pronto para ver el tránsito. Entonces no os olvidéis de mantener los ojos bien abiertos, y ahí estarán los tres cuerpos, alineados a la perfección: el auténtico mecanismo del sistema heliocéntrico, la pureza sin par de su artesanía.

Las muchachas siguen entrelazando sus miradas, formando con ellas trenzas primorosamente onduladas, tratando de saber si deberían comprender lo que les dicen o, puesto que las tres son crueles y jóvenes bellezas, no hacer caso siquiera.