Los días se suceden con rapidez, pero el tránsito todavía está demasiado lejano para creer del todo en él, y Dixon, casi desfallecido, asaltado sin piedad por su sensorio, cada vez es menos capaz, en las noches nubladas, de abstenerse de salir cuando oscurece, protegiéndose del viento etesio con la capa, y de encaminarse directamente a los lugares prohibidos de la ciudad. De alguna parte, surge una tonada al estilo de lo que los indios orientales llaman pelog y que juzgan apropiado para la noche, y aumenta de volumen con mesura a medida que él avanza, siguiendo el ritmo de sus pasos, hasta que Dixon empieza a silbar con brío. Tras los meses en que la policía militar de a bordo le decía que estaba prohibido silbar, toda reanudación del vicio le procura una sensación de libertad casi torpédica, sobre todo aquí, mientras se interna por los callejones de tierra pisoteada cada vez menos iluminados, donde reina un bullicio ilícito procedente de todas direcciones, esos callejones llenos de esclavos negros que llevan gallos de pelea y buscan un lugar de competición, Bandieten exiliados de Batavia con sus séquitos de pigmeos, mujeres con velos, esclavos huidos que están ahí por negocios, marineros para quienes cada escala no es más que otra imitación de Wapping y, a lo largo del camino, en cada cruce oscuro, malayos de El Cabo que esperan a posibles compradores del género que ellos venden, y que pronto reconocen a Dixon en cuanto le ven.
—¡Aquí, tuan! ¡La mejor dagga, limpia, de calidad, lista para la llama!… ¡Auténtica ginebra holandesa, botellas con los sellos originales, sí! Intactas como vírgenes… El ketjap más reciente, llegado directamente de Indochina, ¡véalo usted mismo! Piña tropical, pomelo, tamarindo…, ¡un centenar de sabores, un millar de mezclas!
La vida nocturna de El Cabo, invisible durante la larga jornada holandesa, empieza ahora a asomar por doquier. Dixon huele la comida asada a la parrilla, las especias, el ganado, las plantas trepadoras que florecen de noche, el océano voraz e inmenso. Está forjándose un mapa olfativo de la ciudad, las vaharadas admonitorias le enseñan a oler la guardia (humo de pipa, grasa de oveja en la cena, ginebra antes del turno de guardia) y a emprender la acción evasiva; aprende a moverse con sigilo, a diluirse en la noche, a pasar lo bastante cerca de los esclavos portadores de faroles para notar el calor de las llamas con la misma facilidad con que husmea y adivina a las esposas de los burgueses tras las cortinillas de las sillas de manos, el café de Santa Elena, el jabón inglés, la humedad francesa. Se oye la lejana salva de cañón que hace las veces de toque de queda y que anuncia la transición de Dixon a la condición de fuera de la ley.
Se siente como un animal depredador, como si conociera de siempre esta ciudad, convertida en su territorio de caza, su páramo, del que apenas recuerda bien algún detalle, sólo dónde están los límites, que no tiene intención de cruzar. Pero ¿cómo puede haber aún sitio para el exceso en esta ciudad agobiada por los chismorreos, apretujada contra las montañas que la separan de las inacabables leguas de territorio bosquimano verde brillante que se extienden al otro lado?, pues detrás de esas puertas talladas y portales góticos, en la penumbra que crean las velas de esperma de ballena, en desvanes y Voorhuis, en entradas restregadas por la oscuridad y la arena que transporta el viento, esos holandeses se comportan como si el Juicio Final estuviera tan cerca como el imponente mar y ya nada importara, y menos aún la buena conducta, porque no queda tiempo: las apuestas están hechas, el destino de cada individuo se ha decidido, los grandes vientos se han llevado los lloros, todo está consumado. Es el fin del mundo, tanto desde el punto de vista temporal como geográfico. El implacable vapor del libertinaje no sólo tentaría a un santo, ¡cielos! Tentaría incluso a un astrónomo. Sin embargo, a estos dos astrónomos les resulta difícil, si no imposible, charlar sobre el tema del deseo, dada la incapacidad de Dixon para repeler o desviar las ráfagas que le arrastran, y por el hecho de que Mason, sumido en la melancolía, a menudo ni siquiera reconoce el deseo y, por supuesto, no actúa en consecuencia, aunque ese deseo se le acerque corriendo y gritando: «¡Venga, Charlie!».
—¿Cómo podrías empezar a comprenderlo? —inquiere Mason, exhalando un suspiro—. No tienes noción alguna de la tentación. Desembarcas aquí buscando ocasiones de transgredir. Algunos tenemos más ética, ¿sabes?, la tenemos tan firme como la columna vertebral…
—Con demasiada frecuencia esa parte del cuerpo no se distingue de un ariete metido en el culo —replica Dixon.
Jet se desliza junto a ellos en el estrecho pasillo.
—No te olvides de lo de esta noche, Charles —canturrea.
—Lo recordaré —musita Mason, y se ajusta la peluca.
Dixon, sonriente, se queda mirando a la joven que se aleja.
—Una muchacha cautivadora, ¿eh?
—Es una joven excelente, Dixon, y no escucharé una palabra más.
Dixon parpadea.
—A ver, ¿qué he dicho ahora?
Pero Mason ya ha subido las escaleras. Poco después, en el pasillo, Dixon ve a Mason conversando con Greet, los dos nerviosos como gatos.
—¡Me han dicho que esta noche hay estofado de carnero! —exclama Dixon a modo de jovial saludo.
La muchacha suelta un chillido y se apresura a entrar en la cocina.
—Estás aburrido, ¿verdad? —refunfuña Mason—. ¿Cómo podría ayudarte? Sólo tienes que decírmelo.
—Sí, claro, tal vez te lo diga cuando las damas se hayan retirado.
Discutiendo de esta guisa, pasan al comedor. Como es costumbre en El Cabo, el holandés ha atrancado la puerta principal de la casa a fin de estar protegidos durante la cena, que ahora considera, con irritación contenida, menos predecible que un volcán italiano.
—Veo, señor Dixon, que ha descubierto usted otra exquisitez de El Cabo —dice Johanna, quien se esfuerza por no tener ningún intercambio verbal con Mason mientras su marido está presente en la sala—. Nuestros malayos lo llaman ketjap.
—No lo miréis siquiera, niñas. Es una guarrada asiática —les dice Cornelius entre nubes de aromático tabaco de pipa—. No lo uséis —chupada a la pipa— aunque sea preciso —chupada a la pipa— para camuflar el sabor de esta comida.
Otra emisión volcánica, mientras ataca sombríamente el trozo de carnero guisado en grasa de rabo. En el transcurso de la vida de su difunto dueño, el rabo no sólo ha crecido y se ha hecho más graso, sino que también, tras absorber durante años la flatulencia ovina expandida a su alrededor, tiene un sabor especial, tal vez apreciado por los cognoscenti de alguna parte, aunque cuesta imaginar de dónde.
Entretanto, Dixon forcejea con la mixtura china, o, mejor dicho, con su esbelta botella, de cuyo largo cuello le resulta dificultoso extraer la sustancia.
—Golpéale en el culo —le susurra Els—, y tal vez se comporte.
Dixon mira rápidamente los rostros de las mujeres, con una broma en la punta de la lengua, pero se trata de una broma que examina el exterior con recelo y no confía del todo en el aire libre. Dixon observa, en lo más alejado de su campo visual, que Mason trata de ocultarse detrás del plato, y tal vez incluso debajo. Cornelius, que preside la mesa envuelto en la humareda azul de su tabaco, parece ajeno a la maraña de intenciones que hay en la sala. Greet juega vigorosamente con los rizos de su cabello, e intenta recordar lo que sus hermanas mayor y menor creen que ella sabe y deja de saber en este punto de la historia, en contra de lo que cree su madre. Por supuesto, lo que Mason pueda estar pensando carece de importancia para todas ellas.
Por fin, terminada la implacable cena, los Vroom, como tienen por costumbre, salen al stoep delantero. Johanna y las niñas se apresuran a elegir asientos a barlovento de Cornelius y su hoguera de campamento, dejando que los astrónomos, a manera de defensa propia, enciendan, si gustan, sus pipas.
«Hay algo de una perversidad irresistible», como observó entonces el reverendo, «en la figura de una joven blanca sentada en un stoep por la noche, entre las idas y venidas constantes de los sirvientes negros, que, como sucede en el teatro de los japoneses, han de considerarse invisibles, mientras ellas se pavonean ahí, resplandecientes, ella y sus amigos. Según los escalones que ellas ocupen, y según en cuáles apoyen los pies los jóvenes petimetres que tengan a bien quedarse, los posibles ángulos visuales de ambos grupos, el femenino y el masculino, se multiplican más o menos, y cada combinación de escalones tiene su propio y complejo código que regula lo que está permitido y lo que es transgresor, desde los intercambios de miradas al alisamiento de faldas y enaguas y el lapso de tiempo durante el que se considera apropiado mirar. A ciertas beldades les gusta dar órdenes a sus esclavos masculinos delante de los jóvenes, mientras otras desean que las sorprendan contemplando a las esclavas con franca envidia. A estas muchachas holandesas de todas las edades no les avergüenza la variada gama de sus deseos, pues son las niñas del Fin del Mundo, y la única razón que puede tener cualquiera para soportar el servicio religioso de cada domingo es que alguien le recuerde los límites que existen para rebasarlos. Estas gentes de El Cabo, cuanto más conscientes son de sus pecados mientras los cometen, tanto más satisfechas se sienten, aún más que los ingleses, que tienden a morirse de vergüenza y de remordimiento ante cualquier ofensa más grave que una mirada lasciva».
Con lentitud y seriedad, los jóvenes suben y bajan los escalones por la noche. Hablan de tejados, arcadas, cobertizos y almacenes, de cualquier lugar ajeno al tejemaneje, durante el tiempo suficiente para alzar una falda o deshebillar unos calzones. Johanna mira una y otra vez a Mason, como si se ofreciera como traductora. Llega un gallardo joven con un minúsculo laúd de tres cuerdas, hinca una rodilla ante Jet, aunque ésta ha dejado los suspiros para sus hermanas, y canta su propio himno a la feminidad de El Cabo:
Oh, muchacha de El Cabo,
bajo el viento oceánico,
más hermosa que la luna llena,
secreta como un pecado.
Eres una moza frívola,
dicen todos los mancebos
que confían, sentados en tu pórtico,
en que hoy el Amor se apiade de ellos…
Manejas a tus esclavos
como no lo hacernos los humanos,
pero en el amor no vale la bravura
y hasta un esclavo puede acabar chalado
por una muchacha de El Cabo.
Cuando sopla el viento del sudeste,
y estoy sumido en mis sueños, sé
que a tus brazos iré,
muchacha de El Cabo,
y que no me rechaces
de rodillas te pediré.
—¡Y tú mismo te acompañas con música, Win! ¿Qué es ese objeto minúsculo que tienes en el regazo y con el que has vestido de sonido a tus tríadas, y de una manera tan rítmica?
—Lo encontré en ese mercado, cerca del patíbulo. Es una guitarra isleña de Fidji que, según el malayo que me la vendió, introdujeron allí los jesuitas portugueses hace doscientos años.
—Veo claramente la parte jesuita —observa Greet.
—Mientras no la comprendas… —murmura Els.
Es un juego bastante abierto, con cierta dosis de cálculo, el que practican estas hijas de los Países Bajos, y no menos indulgente que lo que uno puede oír, en cualquier periodo de escasa actividad, entre las chicas del burdel que la Compañía tiene en el pabellón de los esclavos, dos mundos diferenciados que mantiene separados la Compañía, que a su vez establece los precios y, como siempre, trata de ostentar un dominio absoluto de la industria sexual en Ciudad de El Cabo. No obstante, quedan unos pocos independientes, tanto varones como hembras, lo bastante jóvenes para gozar del peligro de ir en contra de la Compañía. Sílfides mestizas, de género mezclado, que saben esfumarse en los pies de las colinas y en la red Droster (la comunidad formada por esclavos huidos), e incluso hallan cobijo más allá, en la tierra de los hotentotes. No obstante, resulta difícil abandonar la vida de la ciudad y prescindir de este júbilo repentino cuando los barcos aparecen alrededor de los cabos; entonces corren las monedas de oro españolas por doquier, como una infestación dorada; todas las mujeres de la ciudad, desde la más pétrea y blanca columna de iglesia hasta la beldad negra más casquivana del interior, prestan enseguida atención e incluso, en ocasiones, chacharean. Las tabernas bullen pues los marineros desembarcan con sus pipas y sus violines, el humo de la dagga empieza a aromatizar el ambiente, se alzan las voces, suena la música, las noches florecen como jazmines.
Entonces es cuando, las más de las veces, Mason y Dixon caminan al azar entre las variadas especies por las que antaño los ejércitos mataban, y se adentran en el barrio malayo, una especie de lengua sobresaliente de callejuelas, oblicua con respecto a la cuadrícula holandesa, que llega al pie de la montaña de la Mesa. Anochece de una manera abrupta, se encienden uno tras otro los fuegos alimentados con carbón que constelan la ladera, la noche se llena poco a poco de aromas culinarios, pasta de gambas, tamarindos, coriandro y comino, guindillas, salsas para pescado, hinojo y foenugreek, jengibre y lengkua. Puertas y ventanas abiertas revelan unas vidas finitas pero colmadas, familias reunidas para hacer frente a la noche inevitable…
Greet Vroom se escabulle en compañía de Austra para seguir a los astrónomos.
—Visitan diferentes cocinas y comen —informa la muchacha a sus hermanas, sacudiendo la cabeza y un tanto sin aliento—. Van de un lado a otro, comen, hablan y, de vez en cuando, entran en una de esas tabernas de marineros.
—¿Qué comen?
—De todo. ¡La mitad es comida que ni se te ocurriría probar!
En la oscuridad, donde los malayos aguzan los dientes,
los dos comen, con especias y verduras llegadas de Oriente,
pimientos que en fuego de dragón te tornan el aliento
y unas cuantas cosas que papá reservó para su coleto,
pavo real silvestre al curry y de gacela un guisado,
bilimbis bien encurtidos y tamarindos a puñados,
bobotie, frikkadel, fritura de puerco espín,
los vasos llenos de vino de Constantia, y cantan así:
«Pásame la bandeja,
dame aquel cuenco,
esa botella, si no es molestia,
échame un bollo tierno»,
mientras engullen y pimplan bajo el firmamento,
dejando que las estrellas pasen en silencio.
—Greet, despeinada y sentimental Greet —dice Jet en un tono efusivo.
A nadie se le ocurre pensar que lo que lleva a los astrónomos a las laderas de la montaña de la Mesa pudiera ser, finalmente, la mesa de los Vroom. El tabaco de pipa, la grasa de oveja, la extraña vajilla…, en todo, platos, cucharas, sí, centellleando incluso a través del caldo de carnero, desde el fondo de la cuchara, están esas… llamémoslas historias, batallas, acontecimientos religiosos, personajes de semblante arrobado y en pie bajo unos rayos procedentes de las alturas, señalando en el aire vete a saber qué, escenas violentas de martirio de las guerras de religión que tuvieron lugar el siglo anterior, abstrusas instrucciones morales escritas con una caligrafía casi ilegible, y en holandés por añadidura, y tales escenas enmarcan las patatas del plato o adornan el borde de la fuente del estofado pasada de un comensal al siguiente y a la que hacen girar, de modo que cada uno vea un episodio distinto de alguna controversia doctrinal para siempre incomprensible… Mason y Dixon no tardan en exasperarse. Fingen que les aguardan tareas astronómicas allá arriba, en el observatorio, y, provistos de cuencos y cubiertos ocultos bajo los mantos, se escapan, con la mente llena de peces oceánicos, caza africana, pimientos picantes, especias de Oriente.
—Creo en las vibraciones —dice Mason—, creo que las vibraciones procedentes de esa espantosa familia penetran en su comida, con la que, para empezar, ya es bastante difícil deleitarse.
—¿Y qué?
—Que preferiría irme de aquí.
—Sí, claro.
Intercambian estas confidencias mientras avanzan hacia el extremo de la punta de tierra que se interna en el océano, dichosamente solos en ese lugar, ante ellos nada más que los ininterrumpidos mares planetarios de los 40°, el veloz céfiro, las regiones del hielo y el misterio en el punto exacto del otro polo, la niebla nocturna que se desliza como mercurio, rodeados casi por completo por un desierto marino donde las aguas pueden alzarse a más altura de lo que cualquiera de los dos astrónomos es capaz de imaginar sin sentir temor, equipados y a la espera de que culmine una estrella meridional, un luminar de una bien formada constelación innominada, siempre por debajo de cualquier horizonte británico.
Han dado con una cola formada en una calle oscura, y deciden sumarse a ella, Dixon con casaca roja, botas con tacones de tres pulgadas y una misteriosa escarapela en el sombrero, y Mason, tras pasarse una hora ante su espejo de viaje, ha adoptado una neutralidad oscurecida, como de campañol. Lentamente, a medida que avanzan hacia la tienda donde hacen comidas, se distingue cada vez más el interior iluminado por medio de velas. Un hombre enfundado en un sarong cocina como si estuviera poseído, se apresura de un lado a otro con una krees demasiado larga cuyo filo ondulado y brillante podría causarle a cualquiera un hormigueo en los pulgares y ponerle la mente en calzas prietas, y también remueve las brasas con precisión, de modo que se alzan de ellas unas llamaradas enormes, y revuelve el contenido de diversas cacerolas, pela ajos, elimina el filamento negro de las gambas antes de darles una forma amariposada, corta verduras, quita las espinas del pescado antes de cortarlo en filetes y realiza como una docena de similares tareas más o menos simultáneamente, todas con ese único utensilio, mientras resplandecen las brasas y de las sartenes de hierro se elevan nubes de humo y vapor, tan fragantes que respirarlas es como tomar el primer plato de una copiosa comida, y su mujer entrega la comida por la ventana y cobra, y los hijos mayores preparan y llevan los pedidos, y los más pequeños cuidan de los bebés en la oscuridad, contemplando los movimientos de la krees, a la que han visto volar, oído cantar y, ante un manantial de agua pura, han percibido su temblor, pues su hoja tiene un número impar de ondulaciones, lo cual significa alianza con las fuerzas correctas.
—Asombroso —dice Mason, quien de alguna manera ha conseguido entablar conversación con uno de los niños—. En mi país, cerca de mi casa, desde que instalaron las factorías, nuestros manantiales puros han estado bien escondidos, y ahora debemos recurrir a zahoríes para descubrirlos, que usan ramitas de avellano, de una manera muy parecida a lo que hacéis vosotros con la krees.
—¿También los holandeses han conquistado tu tierra?
—No, cielos, no —replica Mason, y suelta una risita condescendiente, hasta que Dixon inquiere, sonriente:
—¿Qué me dices de Guillermo de Orange? ¿No llamarías a eso una conquista?
—Buenas noches, capitán Jere. ¿El Satay Deluxe, como de costumbre?
—Tiene buena pinta, Rakhanan. ¿Qué son esas piezas amarillentas?
—Mangos. Esta noche todavía están verdes, pero mañana…, mañana estarán en su punto.
Así pues, a la mañana siguiente, cuando se oye el primer grito de gaviota:
—¡Eh, Mason, los mangos ya están en su punto!
—Tráeme uno sabroso y quizá no te mate —musita Mason.
Sin embargo, impulsado por algo que podría ser el deber hacia sus sentidos, Mason se dirige al mercado arrastrando los pies, bostezando bajo el sol, y contempla las montañas de fruta. Según parece, todos los frutos han madurado al mismo tiempo, lo cual ha provocado el pánico, pues es preciso recogerlos con rapidez en las plantaciones del interior y enviarlos a toda prisa a la ciudad, donde los amontonan, en espera de que los tomen y evalúen, tal como los astrónomos, al llegar, descubren que está haciendo el reverendo Wicks Cherrycoke.
—¡Cuánto me alegro, caballeros! ¡Qué mañana! Uno se siente como se sintió Adán, o, mejor aún, como Eva.
—Voy a matarle —afirma Mason.
—Eh, Mason, acerca a éste las napias. Es una belleza, ¿verdad?
El aroma llama la atención de Mason.
—Sí, será mejor que te lo comas, ahora que le has paseado la nariz por todas partes.
—Claro que, en vez de comérmelo, podría lanzártelo como un proyectil.
Pronto se encaminan a un porche cercano, en el que se sientan, todavía comiendo mango. En los porches vecinos hay gente entregada a la misma actividad que ellos.
—Creía que te habías embarcado —dice Dixon al reverendo.
—El Seahorse ha zarpado sin mí. Al este de El Cabo, como el capitán Grant tuvo el gusto de informarme, no desean a los hombres de Cristo, aunque se negó a decirme por qué, incluso cuando le comenté que, si prohíben al clero, entonces lo que debe de verse allí ha de ser demasiado terrible para contarlo, a no ser que se cuente en secreto.
«Por lo que a mí respecta», manifestó el capitán Grant, «voy en busca de ese c-br-n de Saint-Foux. Mi Seahorse es una puñetera y crepitante barquilla, y supongo que he llegado a enamorarme de ella, pues me importa mucho su honor».
«¿Estaré más seguro en Ciudad de El Cabo?», inquirió el reverendo.
«Bastante seguro. No tendrás que esperar mucho. Continuamente llegan grandes barcos de la Compañía, aunque tripulados por gente de un anticlericalismo inflexible. Han restado adrede a sus bodegas de carga la capacidad de uno de esos toneles de 252 galones, a fin de eludir la ley que requiere un Capellán a bordo. Lo mejor que puedes hacer es decir que te dedicas a cualquier otra actividad».
—Podrías hacerte pasar por astrónomo —dice Dixon—. En cinco minutos te puedo enseñar todo cuanto necesitas saber.
—La agrimensura requiere aún menos tiempo —replica Mason—. Los orines corren hacía abajo y el día de la paga es el sábado. Ya eres un agrimensor cualificado.
El reverendo alza un mango, como si fuese una hostia.
—De haberme ido, me habría perdido esto. Observad cómo la fruta toma su forma y textura de este gran estuche de la semilla que tiene en su interior y que los españoles llaman «el hueso». Este mango es como la carne: pelarlo es desollarlo, morderlo es comer carne cruda, aunque también puedo imaginar que suscita incómodos interrogantes religiosos.
Mason, que se ha escandalizado por irreverencias mucho más veniales, podía haber manifestado su desagrado moral si el tema no fuese el alimento, pues le permite referirse enseguida a su propia Ilíadla de desdichas dietéticas entre los holandeses.
—La importancia que dan a las raíces, el eterno hervor, la ausencia incluso de sal, todo eso ya lo hemos criticado. Son las ovejas…, no quiera el cielo que tengamos jamás que vivir sin ovejas. En mi tierra las ovejas son lo más importante después de unas pocas personas. Es tan probable que un chico aprenda a patinar en el suelo donde se esquila a las ovejas como que aprenda sobre el hielo. El olor de las ovejas, que en ciertas épocas del año se percibe a millas de distancia, el olor de su lana grasienta, y ese nauseabundo condumio de cordero asado en hornos diseñados para el pan…, es la misma pátina olfativa que me asaltó aquí, al entrar por primera vez en una casa holandesa, y el olor a grasa de carnero vaporizada y recondensada, una y otra vez, y que insidiosamente, a lo largo de los años de cocción, ha impregnado las paredes, los muebles, los cortinajes, todo lo que se encuentra dentro de cierto radio desde esa cocina…, ¡aaah! ¡Cuán necio fui al creer que me había librado de esos perfumes de Gloucestershire! ¡Nada de eso, vuelvo a percibirlos en la mesa del holandés, como si retornara a una especie de Infierno!
El joven clérigo asiente y parece simpatizar con él.
—Entonces tomar alimentos malayos parece una liberación bastante barata, teniendo en cuenta que la cocina de una gente que cuenta entre sus diversiones la de correr destruyendo todo lo que encuentra por delante ha de tener por fuerza unas finalidades y unos efectos necesariamente mágicos, de los que nadie se libra por completo.
Esa misma noche, el reverendo anota en su diario: «Cordero de Dios, Eucaristía del pan. Lo que el señor Mason no podía soportar eran los olores del sacrificio sangriento y de la transubstanciación, el elemento constante que es el horno, el altar que su Padre presidía».
Unas páginas más adelante admite: «Desde luego, no me concernía, pero tal era la inquietud de aquellos días, mientras aguardaba un barco que me llevara más al oeste, que buscaba distracción en el estudio de otras vidas, normalmente sin que lo supieran los afectados. Así, por el momento nos encontramos, como algunos tal vez dirían, varamos aquí, al borde de todas las Indias, ante el despliegue, temible e inagotable, de Oriente».