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Intentan recordar cómo han llegado aquí, y los dos hablan de la travesía como si hubiera sido una especie de vuelo, desde que abandonaron Tenerife y el Teide fue empequeñeciéndose poco a poco, y el viaje les parece el sueño apresurado de un marinero entre una guardia y otra, como si de ese mar casi incoloro, pues el azul con que lo denominan no responde a la realidad, de ese mar hubiera emergido misteriosamente el incomprensible contorno de África, como si fuera un mapa, visto desde cierta altura por encima de las pálidas olas, ladeado hacia la luz, como se podría tomar e inclinar la esfera de un geómetra para examinar este nuevo hemisferio, esta embrujada mitad, tan distinta de todo lo conocido, donde poderosos espíritus vagan en libertad entre los verdes abismos y las crestas de las olas gigantescas y súbitas… Las fortificaciones de Ciudad de El Cabo, cristalinas debido a la velocidad, se deslizan raudas desde una altura baja pero peligrosa mientras los astrónomos se precipitan por el espacio entre el molinete y la proa, y los gavieros señalan asombrados cada detalle, incluidos los invisibles; colocados con exactitud, que se revelan en toda su cruda pureza. Una ciudad con un precario asidero en el continente, fundada, diríase, sobre otro mundo por los Diecisiete, los caballeros que dirigían la Compañía de las Indias Orientales holandesa y a cuyos retratos la pátina del tiempo les da ya una tonalidad sepia (y regida por el decimoctavo Lord, cuya existencia jamás debe reconocerse en modo alguno).

Nada más llegar, cuando Mason y Dixon están en la habitación de los invitados, ordenando sus medias, que en el transcurso del desembarco se han revuelto de lo lindo, y admirando el armario negro de madera hedionda con herrajes de plata, les saluda, o más bien les aborda, un cierto Bonk, funcionario de la Vereenidge Oost-Indische Compagnie, la VOC, a fin de comunicarles una serie de reglas, o advertencias, que deben tener en cuenta los visitantes.

—Esperamos de los invitados en nuestra comunidad —les dice con una mezcla de jovialidad y rudeza— que se abstengan de causar cualquier trastorno. Al igual que en alta mar, aquí hacemos las cosas a nuestra manera, nosotros, los oficiales, y ustedes, los pasajeros. Lo que parece un continente sólido, que se extiende hacia el norte a lo largo de millares de millas, es en realidad un elemento con tan escasa clemencia como el mar que tenemos a nuestras espaldas, e internarse en el primero es como sumergirse en el segundo, lo cual significa, con toda seguridad y rapidez, estar perdido sin esperanza de salvación. Puesto que no hay ninguna parte donde huir, es mejor hacer lo que solicitan el capitán y los oficiales, ¿no les parece?

—Por supuesto —se apresura a responder Mason.

Dixon intenta tranquilizar al funcionario:

—Sólo hemos venido a observar el cielo, ¿sabe usted?

—Claro, han venido a observar el cielo…, ¿en lugar de qué, quiere decírmelo? —El holandés sonríe con insolencia y su abdomen apunta en una dirección distinta—. «Por supuesto», como han dicho, esto no es un pretexto, ¿no? ¿No se proponen «observar» algo más terreno, como nuestras fortificaciones o nuestros esclavos? ¿Nada de eso, eh?

—Somos astrónomos al servicio de nuestro rey, señor —protesta Mason—, y nuestra honorabilidad no es menor que la de Monsieur Lacaille, que estuvo aquí, al servicio de su rey, hace diez años, y que desde entonces ha proporcionado al mundo un catálogo de las estrellas meridionales muy apreciado. No le quepa duda de que durante nuestro trabajo, al final de la jornada, no servimos a más Señor que a Aquel que regula los movimientos celestes, los cuales, tomados en su conjunto, forman un mensaje críptico. —Las miradas que ahora le dirige Dixon son puntapiés, y no sólo en el aspecto mecánico—. Un mensaje que nos proponemos descifrar y leer algún día.

Tardíamente, Mason barrunta que tal vez está llevando sus metáforas demasiado lejos, pues el holandés frunce mucho el entrecejo.

Ja, Ja, ésa es precisamente la clase de actitud liberal inglesa, sin duda aceptable entre ustedes, que aquí es mejor no mostrar.

El funcionario de policía Bonk los examina con detenimiento. Es casi la hora de su pausa de mediodía, y desea apresurar las cosas e irse a una taberna. Ahora bien, si Mason actúa de una manera tan espontánea con un agente que procede directamente del Castillo, ¿cuánto más peligrosa no será su cháchara si llega a oídos de otros, o, peor aún, de los esclavos? Así pues, en el registro debe calificarlo de una «persona de interés», lo cual autoriza a Mason, en teoría, a residir en el Castillo de la Compañía. Por supuesto, el mismo expediente contiene un informe sobre el ayudante, en el que quedará constancia de su aspecto inocuo y sencillo, y que servirá para el día en que tal vez haya que indisponer al uno con el otro.

Aunque se alojan en casa de los Zeemann, los astrónomos no tardan en ir a comer a la casa que se encuentra detrás, debido a la repentina deserción de la mitad de los esclavos que trabajan en la cocina de los Zeemann y que en un abrir y cerrar de ojos se han ido a las montañas. Como se trata tan sólo de una calamidad doméstica más (junto con los precios de la Compañía, el derrumbe de los tejados y la arena en la sopa, que los holandeses de El Cabo incluso esperan y soportan), y dado que los Vroom son vecinos desde hace años, enseguida se llega a un acuerdo. A las horas de las comidas, Mason y Dixon salen de la cocina de los Zeemann, pasan por delante de los cobertizos y, por la despensa trasera y la cocina, entran en la residencia de la familia Vroom, formada por Cornelius Vroom, su esposa, Johanna, y un grupo de hijas rubias y núbiles que parecen ser siete pero que probablemente no son más de tres. Las comidas son una extraña combinación de alimentos de irremediable insipidez y una compañía vivaz y encantadora. Por debajo del mantel, en un dominio espacial independiente, parecido a ese que, según dicen, habitan los gnomos, los pies se descarrían y los órganos reciben súbitas acometidas de sangre o, como suele ser en el caso de Mason, de flema. La sangre, con toda evidencia en raudo aflujo por las venas de Dixon, tiñe también los rostros, cuellos y senos en esa tienda de Jetró en la que han tenido la suerte de encontrarse.

Cornelius Vroom, el patriarca de esta inquieta familia, es un admirador de los legendarios hermanos Botha, un par de cazadores, aficionados a la ginebra y a fumar en pipa, de la generación anterior, cuya gran alegría y pericia radicaba en la caza y matanza de animales mucho más voluminosos que ellos. Vroom es un archivo ilimitado de aventuras épicas ocurridas allá en las agrestes regiones no cartografiadas del país de los hotentotes, algunas de las cuales pueden encerrar incluso una pizca de verdad, y cuenta disparatados relatos de misiones peligrosas acomodado en su sillón, unos relatos en los que el rinoceronte loco siempre pone los ojos en blanco, la trompa asesina permanece erecta mientras el elefante barrita, y los cafres cobardes dan media vuelta y huyen, mientras el holandés enciende su pipa y no cede terreno.

Una mañana en que el reloj le ha informado mal de la hora, cuando cruza a toda prisa los dos patios traseros para desayunar (pasando ante una hilera de inquietas aves de brillante plumaje que le miran furibundas y que, algo más atrevidas que las gallinas británicas corrientes, se le acercan cautelosamente y le picotean como si le examinaran con fines nutricionales), Mason evita por poco una colisión con Johanna Vroom, que de haberse producido habría convertido en revoltillo los huevos recién cogidos que ella lleva en el delantal y hubiera provocado, en el mejor de los casos, cierto enojo, en vez de lo que ahora, incluso visto a través de los anteojos melancólicamente ahumados de Mason, parece fascinación.

¿Cómo es posible tal cosa? Si se asignara a cada espejo un coeficiente de misericordia, llamémosle μ, ningún espejo, de todos aquellos en los que Mason se ha mirado, en busca de cualquier cosa excepto de lo que sabe que estará ahí, ningún espejo ha alcanzado siquiera 0,5 μ, por ejemplo, y ello debido a la bizquera propia de todo astrónomo, a su encorvadura y, sobre todo, debido a la fluctuación que sufre de un día para otro el tamaño de cierto hemisferio delantero, siempre motivo de preocupación, por encima del cual no puede, en ocasiones, verse el pene.

Sin embargo, entre Greenwich y el Cabo de Buena Esperanza, Mason tuvo la satisfacción de observar una reducción temporal de la circunferencia, debido al mareo y a la consiguiente aversión a la simple mención de la comida, si bien logró por lo menos cierta tolerancia a las galletas del barco. Dixon, por su parte, se había aficionado en particular a la Sopa Imperecedera que preparaba el señor Cookworthy, cuya mínima vaharada, desde luego, enviaba a Mason, presa de arcadas, a la borda de sotavento.

Como si Dixon hubiera desembarcado con pastillas del nutritivo pero nauseabundo alimento almacenadas en todos sus bolsillos, las mujeres de la colonia le evitan unánimemente. No sólo le han considerado un excéntrico nada más verle (él conoce muy bien las miradas que Emerson atraía cada vez que iba al mercado de Darlington, ¡y con qué ímpetu todos sus alumnos se apresuraban a salir en defensa de su maestro!), sino que, lo que resulta todavía más curioso, los holandeses le han considerado a primera vista indigno de confianza en todo trato con los blancos del lugar. Han observado su atracción no disimulada hacia los esclavos malayos y negros, su interés por la alimentación de éstos, por su aspecto, su música, etcétera, y en consecuencia, debe de ser evidente, por sus deseos de verse libres de la opresión.

—El cuáquero inglés —opina la señora De Bosch, la decana de los árbitros femeninos de la ciudad— es grosero, desobediente, medio hindú, y o entra en trance, o da un brinco y se pone a farfullar sobre cualquier cosa que esté de paso en su simplísimo viaje de un oído al otro. SI, hijas mías.

«Sencillamente Inadecuado». Pero Mason es harina de otro costal. Mason, el viudo de semblante melancólico, un simplón apasionado y bastante joven, deseoso de navegar por los océanos e intervenir en batallas navales a fin de tener una oportunidad para observar cómo Venus, el símbolo del amor, pasa por delante del sol, Mason, una figura exótica en esos parajes incluso cuando luce los tonos terrizos de su atuendo de diario, famélico tras la travesía, llegado con todos esos extraños instrumentos, y claramente ansioso de tomar una comida cocinada en tierra… Nada de esto ha percibido él en ninguno de los espejos en los que se ha mirado.

Hasta el mes de junio, sus observaciones se centrarán en las lunas de Júpiter, que juegan a mamá pata y sus patitos, y en estrellas fijas tales como Regulus y Proción, así como en la estrella del cenit en El Cabo, Shaula, el aguijón de la cola del Escorpión, todo ello para determinar la longitud de lugar donde se han establecido con la mayor exactitud posible. Durante esa estación del año, muchas noches serán tormentosas o estarán nubladas, por lo que habrá tiempo de sobra para que la Malicia sacuda sus años, cobre un poco de color en las mejillas y, dando por sentado que no todos los aquí presentes están ya muertos, se sienta con toda libertad para hacer algunas insinuaciones.

—Éstas son mis hijas —dice Cornelius, siempre satisfecho de presentarlas a desconocidos—, Jemima, Kezia y Kerenhappuch.

En realidad se llaman Jet, Greet, Els, y él, en realidad, no acaba de ser Job.

A Jet, de dieciséis años, le obsesiona su cabello y, como si éste fuese un ser consciente, independiente de ella, la mayor parte de sus actividades durante la larga jornada en El Cabo se concentran en las necesidades de ese tesoro capilar, desde elegir los vestidos hasta organizar su vida social, a fin de evaluar, por el modo en que se comportan cuando se encuentran en las inmediaciones de su cabellera, la idoneidad de los admiradores.

Greet, la hija mediana, que decidió refugiarse en la sensatez cuando tenía siete años, limita la atención a su cabello (cosa que le ha recriminado su hermana mayor en más de una ocasión) a las diferentes maneras de disimularlo. Además exclama, con respecto a su papel de mediadora eterna: «¡Aquí soy la puerta de la taberna!», pues si Els se muestra demasiado retozona; Greet debe unir sus fuerzas con las de Jet para reprimirla; y, no obstante, si Jet pretendiera ejercer una autoridad que no se ha ganado, Greet debería sumarse a la insurrección de Els.

Aunque, según el calendario de su país de origen, Els no tiene más que doce años, aquí, en el hemisferio meridional, inició hace tiempo la búsqueda activa de jóvenes que doblan su edad, no todos ellos renuentes. De las tres hermanas, es la que parece entregada de una manera más irreflexiva a las posibilidades del amor, y su criterio sobre los mejores lugares donde buscarlas provoca cada noche la desesperación de sus hermanas. Jamás necesita retocarse el cabello, y siempre lo tiene en perfectas condiciones.

Cornelius Vroom, inquieto como lo están otros habitantes de la casa por la cuestión de la nubilidad y sus imprevistos infortunios, ha prohibido a sus hijas que prueben nada de lo que cocinan los nativos, en especial los malayos, porque está convencido de que las especias animan a los adolescentes a «pecar», lo que para él significa dejarse arrastrar por la lujuria, que salva todas las barreras raciales, es un hecho probado, y él sabe que se ha producido en más de una ocasión tanto aquí como en el campo, donde viven sus hermanos con sus familias. En el vestíbulo y en la despensa trasera tiene armas cargadas para matar elefantes. Entrada la noche, después del toque de queda, tras meterse en la cama y encender la pipa, imagina oír risas al otro lado de las ventanas, incluso cuando el viento apaga todos los sonidos, risas de esclavos. Sabe que éstos le vigilan, e intenta prestar atención a los matices de sus conversaciones. Más o menos como sus vecinos, cada domingo agotador, expresan su creencia en el gran combate que tendrá lugar cuando llegue el fin del mundo, así Cornelius, dentro de su perímetro de humo mauriciano, a la hora en que nada se mueve legalmente salvo la matraca de la guardia y el viento, no halla en sus inquietas meditaciones nada que lo alivie del inminente Armagedón entre las razas. Este asentamiento europeo es tan precario, frente a un interior desconocido y con el mar a sus espaldas, y sus habitantes están tan forzados, paso a paso, por la constante gravedad de toda África, a adentrarse por fin en él… Es otra manera de vivir, donde el mar siempre está más alto que la cabeza de uno y sólo provisionalmente se le mantiene a raya.

La primera vez que se encuentran juntos en una sala, Jet le ofrece a Mason un cepillo para el cabello.

—Hay una parte ahí abajo a la que no llego. Por favor, Charles, dame una docena de pasadas.

—No le permite hacer eso a cualquiera —dice Greet, quien entra, cruza la sala y, antes de salir, añade—: Confío en que se lo tome como un honor, señor. —Y lanza una mirada por encima del hombro en la que no hay ningún reproche. Al cabo de un momento Greet vuelve con Els, la cual se acerca a Mason haciendo cabriolas y, sin decir palabra, se alza la falda, se le sienta en el regazo con un movimiento sinuoso deja que los bordes de encaje caigan de nuevo antes de contornsionarse para mirarle a la cara.

—Bueno, mi tetera inglesa —le dice a Mason al tiempo que le pellizca la mejilla, ya muy enrojecida—, ¿te digo lo que Jet quiere de veras que hagas con ese cepillo?

—Eres de la piel del diablo, Els, voy a raparte la cabeza. El señor Mason es un caballero y jamás tendría semejantes intenciones con respecto a mi bienestar físico —replica Jet, y tiende la mano para que él le devuelva el cepillo—, ¿no es cierto, Charles?

Mason, rígido una vez más, permanece en su asiento. Negarse a devolverle el cepillo significaría hacerle una invitación que ella podría aceptar. No obstante, si se lo devuelve, ella se encogerá de hombros y seguirá con su revoloteo, agitando la cabellera para alguien ligeramente más interesante, y él se enfrentará a una hora tras otra de insomnio, con las fiebres de la especulación erótica disipadas por el baño frío de la irritación consigo mismo. Entretanto, Els sigue acomodando sus orbes inferiores en el regazo de Mason, lo cual estimula el involuntario aunque creciente interés de éste. Greet se le acerca para ponerle una mano en la frente.

—¿Está usted bien, señor? ¿Quiere que le traiga algo?

Las yemas de los dedos descienden a su ya asaltada mejilla; los ojos de la muchacha son medialunas ardientes, sus labios, al menos como él lo recordará más tarde, están entreabiertos y se acercan cada vez más.

—Chicas —dice Johanna, que ha entrado apresuradamente—, estáis molestando al señor Mason, no hay duda, y —pasando al holandés de El Cabo, añade—: Esto empieza a oler como los cuartos de los esclavos.

Las tres doncellas se ponen de inmediato en posición de firmes, alineándose por orden de estatura, tratando en vano de evitar que Johanna interprete sus miradas.

Cuando las muchachas, obligadas a marcharse, se alejan soltando risitas entrecortadas, su madre, sin premeditación alguna, pone la mano sobre el brazo de Mason.

—Como hombre de ciencia, comprenderá usted el papel que desempeñan los humores en el comportamiento adolescente, y espero que no responda demasiado apasionadamente. ¿Es ésa la palabra, «apasionadamente»?

—Esté tranquila, mi buena Vrou, pues en estos tiempos, ¡ay!, la pasión me ignora…

Ella contempla durante un buen rato el bulto del miembro, todavía erecto a causa de las atenciones que le ha dispensado el trasero de la menor de sus hijas.

—Entonces no acierto a imaginar cómo será cuando usted y la pasión reanuden sus relaciones.

—Si tal cosa sucediera —dice Mason, fatal aunque todavía no mortalmente—, será un honor para mí que esté usted presente y efectúe una observación directa. —Ella desvía por fin la mirada, y el hecho de que ella deje de mirarle provoca en Mason el impulso de golpear la pared una y otra vez con la cabeza—. Por otro lado, es posible que sus deberes la obliguen a estar en otra parte.

La mujer le roza al dirigirse a la otra puerta, y desliza sobre él la mirada resplandeciente.

—Ah, buen señor, es demasiado tarde para eso, demasiado tarde.

¿Qué le ocurre a esta familia? Mason se siente varado en el extremo de una península de compromiso, con un extremo prolongado de una manera antinatural, mientras está a punto de ser sepultado por las grandes y encrespadas olas de los apetitos extraños. Vuelve a enfrentarse al dilema del cepillo, esta vez de una forma diferente. En esta ocasión, lo que replique, sea lo que fuere, se transformará en aquello que Johanna desee. Mason siente una súbita acometida de liberación: No importa lo que diga.

Esa noche el cielo está demasiado cubierto para poder trabajar, y los brazos desnudos de una joven esclava que se ha metido en su cama despiertan a Mason. Dixon aún no ha regresado, aunque ya hace mucho que ha sonado el cañonazo que anuncia la queda.

—¡Qué diablos! —exclama Mason, a modo de galante saludo—. ¿Quién eres tú?

Recuerda haberla visto en compañía de varias muchachas de los Vroom.

—Me llamo Austra, buen señor. Aquí es un nombre corriente entre las esclavas.

—«El sur»… —La contempla a la luz de la luna que penetra en la habitación—. Yo soy Mason. Charles Mason.

Ella le toma la barbilla entre el índice y el pulgar.

—Algunos principios básicos, señor. En primer lugar, nada de actividades antinaturales. En segundo lugar, nada de opio ni dagga ni aguardiente ni vino, etcétera. En tercer lugar, ellos desean que quede embarazada, si no es de usted, de uno de ustedes.

—No sé…

—Todo lo que la señora aprecia de usted es su condición de blanco, ¿comprende? No se sienta denigrado, pues a todo varón blanco que llega a esta ciudad le aborda cada esposa holandesa con el mismo motivo. La criatura, siendo más blanca que su madre, obtendrá mejor precio en el mercado. Todo se reduce a eso.

—¿Cómo? ¿Sin sentimiento, sin amor, sin…? Perdona, ¿dices que «le aborda»? ¡Claro! ¿Me creía acaso el primero? Y tú, ¿cuántos de esos costosos esclavitos le has parido?

—¿Por qué se enfada conmigo, señor? Ella es el ama, y hago lo que me ordena.

—¡Toma! Pues en Inglaterra nadie tiene el derecho de ordenar a alguien que tenga un hijo.

—¡Bah! Las esposas blancas son muy parecidas, y todos sus secretos corren de boca en boca en el mercado. Muchas se han visto obligadas a tener hijos, sin más razón que el orgullo del hombre.

—Nuestras mujeres son libres.

—¿«Nuestras»? Usted mismo lo ha dicho. ¿En qué se diferencia el matrimonio inglés del servicio que le ofrezco?

—Cásate con un inglés y lo verás.

—Hoy no, marinero. Pero quede advertido: la madre le lanzará su carnada sin misericordia, y ella también efectuará sus propios asaltos, todo ello con el propósito de mantener «esto» rígido de deseo…, y yo soy la única de la casa a quien le permitirán tocar.

—¿«Esto»? Dime, ¿qué es lo que estas haciendo? La verdad es que no deberías…

—No le doy más que un apretón inocente, señor. No se olvide de mí. Les diré que no he podido despertarle.

Se dirige con toda la cautela de que es capaz a la puerta, esperando a cada paso que el caballero se abalance sobre ella, Y él resopla estruja el cubrecama, pero no la ataca. Antes de salir, ella lo mira por encima del hombro, y ese gesto ocupa de inmediato toda la atención de Mason.

—Nos veremos mañana a la hora del desayuno. No se olvide de guardarme una de esas lindas miradas ceñudas.

Y se marcha, dejándole pasmado.

A la mañana siguiente, ninguno de los cinco duendes femeninos es capaz de mirar a los otros. Dixon devora tortas a la plancha y bebe zumo de naranja, mientras Mason taciturno, se concentra en el café y en sus rituales. Cornelius hace una breve aparición para encender la pipa y saludarles con una inclinación de cabeza antes de dirigirse a su trabajo, que comporta una buena cantidad de gritos a los esclavos. Mason pasa su larga y fatigosa jornada cruzando de sopetón ciertas puertas y saliendo de las mismas, sorprendido, en distintas habitaciones y a solas con diversas damas de la casa, por otras damas que luego se las ingenian para ser sorprendidas a su vez. Poco a poco comprende que eso sucede continuamente, que es algo que forma parte de la vida cotidiana de la casa, y que él se ha visto involucrado en ello como una pintoresca figura procedente de la periferia del mundo, que está pasando ahí algún tiempo y luego se marchará, pero ese tiempo será suficiente para que todos, a no ser que una imprevista flecha de pasión dé en el blanco, lo utilicen, aunque tal vez ese tiempo no baste para que lleguen a menospreciarlo.

Así pues, Mason reza para que las noches sean diáfanas y le permitan una visión perfecta del cielo, pero de todos modos se le seca y se le hace un nudo en la garganta y se le acelera el ritmo del corazón cada vez que las nubes cubren la puerta del sol y la niebla asciende veloz hasta el observatorio y aún más, mucho más arriba, y él recuerda que en cualquier momento y lugar habrá de vértelas hasta con cinco aventureras que tienen unas motivaciones claras, cada una de las cuales, como en algún perverso salón de juego asiático, maquina contra las otras cuatro, pues el campo de actividad ha pasado de los motivos placenteros a los motivos reproductores y comerciales. Siendo para ellas un axioma que nada de índole romántica va a ocurrir, nada ocurre, y, por lo general, Mason se queda a solas con un objeto inflexible que, según los calzones que lleve ese día, por no mencionar la casaca, es más o menos visible para el público, el cual, en cualquier caso, tal como queda confirmado, está muy acostumbrado a exhibiciones incluso menos inhibidas.

Dixon se esfuerza por no mencionarlo, y prefiere esperar a que Mason, una de dos, o se jacte o se queje de ello. Finalmente, Mason le dice:

—Sé lo que estás mirando y sé también lo que piensas.

—¿Quién, yo? Mason…

—Bueno, ¿qué debo hacer al respecto?

—Ante todo, salir de esa casa.

Mason vuelve con rapidez la cabeza a derecha e izquierda y baja la voz.

—Mientras retozabas por ahí con tus malayos y tus pigmeos…, ¿qué has oído acerca de las diversas clases de magia que, según dicen, practican esas gentes?

Lo cierto es que Dixon ha oído contar, a diversos compañeros nativos de las Indias holandesas, relatos de brujería, de seres invisibles, de esfuerzos cotidianos por protegerse de la infestación demoníaca.

—No son tan felices ni tan infantiles como parecen —le dice a Mason—. Quizá nos satisfaga, como desdichados ingleses adultos que somos, pensar que en algún lugar del mundo todavía existe la inocencia, pero la verdad es que no se encuentra entre estos nativos. Están entregados a una pugna continua que, salvo en contadas ocasiones, es del todo vana.

Mason ladea la cabeza y procura reprimir cierto temblor que también le traiciona cuando juega a los naipes, el deseo corpóreo de arriesgarlo todo a una sola baza.

—¿Por casualidad te gustaría tener entrée en ese mundo de brujería? Necesito protección a toda costa…

—¿Un hechizo?… —sugiere Dixon.

—En modo alguno un filtro de amor, como puedes comprender, no, no, sino todo lo contrario.

A fin de ahorrarse lo que, en el peor de los casos, podría convertirse en pasar una velada entera escuchando quejas, Dixon le dice a su amigo:

—He conocido a unas personas de las que se asegura que poseen un poder especial, el sakti, como dicen en balinés. Sin embargo, no siempre ha tenido éxito contra los holandeses. En fin, ¿es pues un filtro de odio lo que necesitas?

—No, odio no, desde luego. Ese sentimiento es tan inconveniente, a su manera, como el amor. No, he pensado más bien en una poción de indiferencia. Debería ser inodora e insípida, y habrían de bastar unas pocas gotas.

—Podría buscar algo así, aunque aquí se acostumbra a aceptar lo que ellos ofrecen…

Difíciles son, en verdad, las noches siguientes, mientras Dixon, quien recorre el barrio malayo en busca de una pócima que responda a las especificaciones de Mason, bajo huecos de escalera a oscuras, en las pausas de las sangrientas peleas de gallos, recibe jocosos insultos en un garito ilícito tras otro. Sí, han oído hablar del filtro, en efecto, y tiene una gran demanda por parte de ambos sexos. Puesto que la Compañía intenta confinar a todos los holandeses de la colonia de El Cabo tras unos límites que ha trazado, y gobernarlos radialmente desde un solo punto, allí, en un espacio tan reducido, cualquier sentimiento, por moderado que sea, podría resultar letal. Allá en las montañas, y a fin de mantenerlos a todos sosegados, tribus enteras trabajan en turnos de noche y de día, tratando de abastecer a un activo mercado. Abundan los sucedáneos y falsificaciones.

Mason no quiere la poción para sí mismo, sino que se propone echarla en el cuenco de sopa de su anfitriona, cuyo peligroso ardor alimentan las atenciones de varias esclavas jóvenes elegidas por su belleza, las cuales la rondan, le espantan las moscas posadas en su piel, le aplican pomada cuando el viento del sur se la reseca dejándola como las páginas de la Biblia, y la cubren con sedas de la India y Francia. Ofrecen a su ama granadas y se apresuran a arrodillarse para lamer el zumo que le corre por la mano antes de que le llegue a la manga. Cornelius la mira a hurtadillas de vez en cuando. Aunque suele alejarse con una erección, tal vez experimenta el dolor de una fiera malherida por un cazador inexperto, pero su expresión no cambia. Aspira el humo de su pipa, se la quita de entre los dientes para toser y, sin que la tos cese, se marcha despacio.

Sin embargo, en la intriga de Johanna para unir a Mason con su esclava de categoría superior, lo esencial es la esclavitud y no forma alguna de deseo. Dixon puede ver con claridad la trampa, pero Mason no. Persiste una obsesión, indiferente a la visibilidad del cielo, envuelta en los vientos melancólicos que silban a coro durante toda la noche. Es una obsesión o un asedio de algo mucho más viejo que cualquiera de los habitantes de esta casa, una injusticia que nada podrá redimir. Los hombres razonables definirían un fantasma como algo que no es más ultramundano que un agravio sin reparar, algo que, como un espíritu inquieto, no puede seguir adelante (y necesita de una ayuda que normalmente no podemos darle) y que tampoco encuentra siempre a aquellos a quienes necesita ver o a aquellos que necesitan verlo. Pero éste es un fantasma colectivo que supera la escala doméstica: los agravios, tanto pequeños como grandes, cometidos a diario contra los esclavos y de los que no queda constancia, convertidos como por ensalmo en invisibles para la historia, invisibles pero poseedores de masa y velocidad, capaces no sólo de arrastrar cadenas sino también de romperlas. La precariedad de la vida en este lugar, la necesidad de mantener al fantasma aplacado, un día tras otro, a través de los despiadados sacerdocios de la Compañía y sus códigos contenidos en numerosos volúmenes, hace que, antes o después, todas las almas, excepto las más audaces, se planteen las preguntas fundamentales más o menos sin diluir.

Aquí los esclavos se suicidan en una proporción aterradora, pero también lo hacen los blancos, sin motivo alguno, o por un motivo ubicuo y nunca abordado con el que sólo sería soportable trabar conocimiento un instante cada vez. Cuando Mason llega a comprender la penosa desnudez de los tejemanejes que aquí se llevan a cabo, se vuelve displicente, mientras Dixon se esmera en tratar a los esclavos con una cortesía de la que nunca logra hacer acopio cuando habla con los amos de éstos.

No obstante, acarician prolongadas fantasías sobre el particular. Eso les llena de alegría.

—¡La astronomía es un campo donde predomina la esclavitud!… Esclavos que sostienen velas para iluminar los filamentos oculares, al tiempo que otros sostienen espejos, por si deseamos otro ángulo. Uno puede tenderse boca arriba, en la posición del lucero cenital, toda la noche, mientras todos los demás le abanican, alimentan y divierten y se ven obligados a permanecer en pie, siempre inclinados, para responder a la menor veleidad del astrónomo. ¡Aaaaah, qué delicia!

—¿Por qué eres tan odioso, Mason?

—Vamos, vamos, ¿no me estás diciendo siempre que alegre esa cara? He descubierto, Dixon, que me sirve de ayuda considerar este lugar como otro planeta al que hemos viajado, y que estos nativos blancos que hablan holandés son tan ajenos a nuestra civilización como esos pigmeos tan raros…

—¿Te sirve de ayuda, dices? Eso no es ninguna ayuda. ¿De qué estás hablando? Que yo sepa tienes en esto un interés personal, tus sentimientos están involucrados.

—¡Uf! ¡Mis sentimientos! ¿Sentimientos en este lugar? Hoy se cotiza a un rijksdaalder la docena, y mañana al precio que marque la Compañía, esa Compañía Holandesa que está en todas partes y que lo es todo.

—De alguna manera, es como el Dios de los deístas. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Tardío, ese golpe, tardío.

—Mira, Mason, por necesidad matemática sigue habiendo, más allá del alcance de la VOC, rutas de escape, bolsas de seguridad, mercados que jamás dan cuentas a la Compañía, reuniones de las que ni siquiera en el Castillo de los flamencos tienen conocimiento. Te estaría muy agradecido si aceptaras que diéramos juntos una vuelta una de estas noches, a ver qué pasa. Piensa que no suelo estar fuera del perímetro autorizado, pero me esfuerzo por acercarme a los límites tanto como puedo.

—Y yo no hago esfuerzo alguno ¿no?, se trata de eso, ¿verdad? ¿Me estás acusando de servilismo? ¿De indolencia? Nunca estás conmigo, ¿cómo puedes saber la diligencia con que trabajo? No imagines que obtengo de esto más satisfacción que tú.

—Entonces ven conmigo. Esta noche hay demasiada arena en la atmósfera para que podamos hacer una buenas observaciones; los Zeemann y los Vroom están todos catalépticos a causa de estos vientos y no nos echarán en falta. ¿No podríamos ser unos ratones libres de preocupaciones, por lo menos durante unas pocas horas?

Su compañero le dirige una mirada turbia y prolongada.

—Me gustaría saber los vericuetos por donde discurre el afecto que te tengo. Tan pronto ese afecto ofrece la seguridad de la filástica central de la vela de estay mayor, como me dedico alegremente a acariciar proyectos uno de cuyos puntos clave es siempre tu disolución.

—Una vez más das por anulado el matrimonio. ¿Tenemos que reprimir las lágrimas?…

Por un instante ambos experimentan la sensación de estar demasiado alejados de cualquier lugar, indefensos detrás de ese frágil saliente que da a lo desconocido, demasiado profundo para explorarlo en una sola vida y que se inicia directamente detrás de la montaña de la Mesa.

Esa noche salen juntos, desde luego, como lo harán otras, en busca de la aventura lasciva, pero en esas salidas Mason siempre agua la fiesta, frustra las esperanzas por firmes que sean, espanta a las mujerzuelas con una cháchara gótica sobre lápidas mortuorias y enfermedades mentales, trasegando grandes y, según le dicen a Dixon, en ocasiones excepcionales vinos de Constantia con el único propósito de emborracharse, arranca a cantar una canción inoportuna, pierde el conocimiento y cae de bruces sobre los alimentos y bebidas, muy variados, entre los que se encuentran algunos de los más exquisitos karis a este lado de Sumatra; en suma, es un compañero de juerga difícil, aunque desvinculado de los goces sencillos en demasiados aspectos para que Dixon se tome la molestia de enojarse, y éste más bien se queda maravillado, como podría ocurrirle a uno en una feria al ver alguna de esas criaturas que son curiosidades de la naturaleza.

Mason, quien no es menos problemático dentro que fuera de la casa, por esta época empieza a soñar con cierta presencia provista de una krees, o daga malaya, cuya manera de hablar es ininteligible, pero que tiene la clara intención de usar la daga como vara de zahorí para descubrir el manantial de su sangre. Repetidas veces se despierta gritando. Finalmente, Austra, expresando la voluntad de ambas casas, le aconseja que hable con cierto Toko, un negrito pigmeo asiático, de una tribu malaya llamada senoi. Los senoi creen que el mundo en que se desarrollan sus sueños es tan real como el de la vigilia. Cada mañana, durante el desayuno, las familias de esa tribu se informan de sus sueños respectivos, se dan consejos y opiniones pássim, como si todos los seres y acontecimientos fantásticos no fuesen más que otros lugareños y chismorreos de la aldea.

—Ellos viven sus sueños —le informa Mason a Dixon—, mientras que nosotros negamos todo lo que presenciamos durante ese tercio del precioso tiempo que nos ha sido concedido, como si el sueño fuese demasiado similar a la muerte para aludir a él con frecuencia…

En algún momento de esa noche, tras determinar la segunda altitud de Shaula, los astrónomos convienen en compartir los datos de sus sueños siempre que sea posible. Tras aquellas horas de iniciación que pasaron juntos en el Seahorse, durante las que no tuvieron necesidad de entregarse a toda una serie de fingimientos con lo que ganaron un tiempo precioso, a ninguno de los dos les sorprende la cantidad de cosas, incluidas algunas de la vida onírica, que tienen en común.

—Que el cielo me asista —musita Mason amargamente—, mis sueños revelan que esta ciudad es una de las colonias del Infierno, donde la Compañía Holandesa actúa como una especie de celadora de otro…, de otro ente poderoso, por así decirlo, y la vida cotidiana en estos pagos corresponde a los alborotos y mascaradas de los colonos infernales.

—Vaya —dice su compañero con los ojos muy abiertos—, mis sueños son muy similares aunque sin la Compañía Holandesa. Son más bien una fiesta que nunca cesa… ¿Crees que todo esto se debe a la comida malaya que tomamos a diario?

Mason realiza una breve excursión fuera de sí mismo.

—¡Estás disfrutando de esta despreciable plantación de víboras! Que me aspen si no vas a añorarla cuando por fin nos veamos libres de ella. ¡Aaah! ¿Cómo conseguirás el ketjap?

—Supongo que en Londres deben de venderlo en alguna parte.

—A diez veces el precio que tiene aquí.

—Entonces tendré que aprenderme la receta y prepararlo yo mismo.

La siguiente vez que se le acerca la alta figura que blande una hoja ondulante, Mason, dispuesto a intentar cualquier cosa, no se arredra y, con la ayuda de ciertas artes propias de Gloucestershire, consistentes en emprenderla a puntapiés con la espinilla, consigue derrotar a su atacante.

—Mantén la cabeza gacha —le ordena Mason a su adversario—. No quiero verte la cara.

«En ese momento, debes exigirle algo», le ha aconsejado Toko. «Algún regalo sólido que puedas traerte del sueño».

—La krees —le pide Mason.

En silencio, el personaje de cabeza gacha arroja la krees al suelo, a un lado. Mason la recoge.

—Gracias.

Y cuando se despierta, ahí está el arma, la punta casi tocando la aleta de la nariz, de modo que una vuelta mal dada mientras dormía podría haber significado el fin. Pese a que parece recién salida de la forja, no es una hoja virgen, pues minúsculos rasguños y manchas que sería imposible eliminar se superponen formando un palimpsesto que penetra profundamente en la dimensión del tiempo.

—¿No será una broma de una de esas chicas?

—Vaya, agorero, gracias. ¿Algún día me libraré de tus observaciones de sentido común?

—Uno de los dos debe aportar, como en topografía, una línea que señale la cordura, y como no parece probable que seas tú…

—¡Ya está bien! ¡El más íntimo de los actos, que es el de compartir confiadamente un sueño, tomado y empleado contra el maestro por su propio aprendiz marrullero!

—Tened misericordia, señor, no nos aventuremos en la terre mauvaise del rencor profesional, o ciertamente nos perderemos la culminación de Shaula, ese aguijón siempre suspendido sobre las testas de este pueblo desdichado, y siempre dispuesto a azotar… ¿quién sabe a quién sí y a quién no?

—La voz de la responsabilidad astronómica en persona. ¿Ha existido jamás un estrellero más afortunado que yo, al tener como ayudante a esta corrección angélica? Y a pesar tuyo, Dixon, ¿sabes una cosa? El trasgo me visita y me advierte: «¿Quién mejor que él para soltarle la aburrida narración completa del lastimoso trato que te ha dado el mundo, este mundo que con tanto desespero deseas que te ante, sí, hasta el éxtasis?, ¿quién mejor que este irreflexivo norteño que te acompaña? Por lo menos entiende algo de astronomía». Eso suele decirme.

—«Y que, como es tu ayudante» —añade Dixon—, «no tiene más remedio que escucharte».

—Eso es, y tonta nota si lo deseas, porque algún día, muchacho, dirigirás tu propia expedición y cargarás con todo el eso del liderazgo, que aplasta a un hombre al tiempo que hincha su orgullo… Sí, es algo milagroso, tal vez con un poco de suerte llegarás a conocer el alivio indescriptible que se siente al liberarse uno de esa carga, evacuando meses, incluso años, de rencor acumulado en una gran…

—Por favor, si no te importa…

—Ah, claro, no me había dado cuenta. Sólo nuestra desenvoltura, nuestra falta de inhibiciones, hace que nosotros, seres de grado inferior, estemos siempre hablando de mierda, ¿sabes?, sin demasiado… Diantre, he dicho «mierda», ¿verdad? Ah, mierda, he vuelto a decirlo. ¡No! ¡Dos veces! —Y se golpea repetidamente la testa con la mano.

—Tranquilo, Mason, que no pasa nada.

—Vas a informar sobre mí, ¿no?

—Lo haría con mucho gusto, si hubiera alguna posibilidad de que alguien me creyera.

—No quisiera que te metieras en líos —dice Mason, y no puede abstenerse de añadir—: Inquisidores españoles o cualesquiera…

—Perdone, señor, ¿quiere repetir esa palabra que ha dicho?

—Ah, por el amor de Dios, «autoridades», si te parece, y si eso no es demasiado sectario para ti.

—No soy un jodido jesuita, Mason. Si los jesuitas me están manipulando, entonces somos dos marionetas, amigo mío, pues sin duda sería la Compañía inglesa de las Indias Orientales la que siempre te mantiene a ti en movimiento.

—Ya, ¿y cómo es eso, exactamente?

—Algún día, alguien preguntará cómo el hijo de un panadero se convirtió en el ayudante del Astrónomo Real, y cómo un agrimensor norteño se convirtió en su segundo en la más codiciada misión astronómica del siglo. ¿Habrá sido por casualidad mi aspecto, o quizá tu encanto? ¿O acaso nos están utilizando unas fuerzas invisibles que ni siquiera tu invisible corporación puede ver?

—Sea cual fuere mi cargo, me lo he ganado —replica Mason, encolerizado—. Aunque, a fuer de sincero, tu caso me tiene intrigado. El hijo de un carbonero, de uno que vende el carbón en tierra firme… Sin duda hay más riqueza y respeto en el transporte marítimo del carbón, ¿no es cierto?

—Sí, y también somos cuáqueros. ¿Hay un nervus probandi en alguna parte?

—Sencillamente, sigo haciéndome cruces, puesto que sin influencias no se llega a nada en la vida, y por muy malos informes que puedas dar de mí al señor Peach, lo cierto es que durante la vigilia forzosa, cuando el sueño no acude, me pregunto quién pudo haber sido, entre bocados de emparedados, mientras los cubitos con lunares rodaban sobre el tapete, quién, como digo, pronunció la palabra decisiva sobre ti. No me digas que fue Emerson.

—Fue John Bird, hombre. Daba por sentado que todo el mundo sabía eso. Como representante en activo del señor Bird, tengo el deber de ocuparme del sector, es decir, procurar que no haya nada demasiado fuera de lugar, arreglarlo… ¡En una palabra, soy el wallah, el encargado del sector!

Mason responde entrecerrando los ojos a la inversa, es decir, cada ojo hace lo contrario de lo que suele hacer cuando mira a través del telescopio, y por un momento desorienta a Dixon. Incluso parece que Mason intenta disculparse con una sonrisa, y dice:

—Dada mi poca pericia en las artes del liderazgo, como todo el mundo, ¡ay!, debe de saber, ostento el mando sólo gracias a una enmarañada y sucia red de favores, ventas y compras de la que espero que siempre puedas mantenerte al margen. Tienes razón al no aceptar mi mando, aunque, en fin, confío en que no siempre sea así.

—¿Acaso es ésa la impresión que doy? Puedes tener la seguridad de que no pretendía…

—Tú eres el misterio, Dixon, no yo. No soy más que un grano de pimienta en el guiso, agitado y empujado de un lado a otro por cualquier necio que pasa por delante con una cuchara, por completo a su merced. Y ninguno de esos necios tiene misterio; por sospechoso que sea ese grupo de cocineros, no son más que los mismos delincuentes de siempre, y algunos se remontan a la época de Walpole. Pero los tuyos, bueno, son de una clase distinta, ¿no es cierto?

—Acuérdate del año pasado, ingenuo. El 1 de agosto, Clive está en Londres. El 11 de septiembre, es decir, con una rapidez que pasma a todo el mundo, se alteran los nombramientos, dejas de ser el ayudante del cuñado de Clive y diriges un equipo propio, mientras te sustituye una incógnita. ¿Cómo voy a interpretar todo esto? Apenas conocemos a Maskelyne. Y, en cualquier caso, ¿quién es Robert Waddington?

—Un denodado selenógrafo que enseña las matemáticas en algún lugar, no lejos del Monumento, y es amigo íntimo, con quien incluso comparte la casa, de uno de los Piggott, esos eminentes defensores de tomar la longitud por medio de los apogeos lunares.

—¿Uno de esos muchachos como Maskelyne?

(Como más adelante Maskelyne le dirá a Mason, desde el principio Waddington sufría una melancolía más ligera y más rápida, aunque no menos perniciosa, que la variedad negra tradicional.

—¿Cómo estás, Robert?

—Llevo dos semanas en Twickenham, ¿cómo crees que voy a estar? La colina de la Fresa, la isla de la Empanada de Anguila. ¿No lo he visto todo?

—Pero dicen que la pesca…

—Bah, brecas que suelen medir un palmo. Se pesca con un gusano que solo vive en esa zona, totalmente desconocido en el resto de Gran Bretaña. Y si te apasionan los escarabajos, ¡menuda variedad de ellos que tienen allí! Te dejan estupefacto.

—Espero que todos los Piggott estén bien.

Una larga e intensa mirada a modo de respuesta.

—¿Dónde se encuentra entonces la gente del lugar?

—A pocos pasos, aunque no es tan fácil regresar de donde están.

—Ya. Es un poco como la vida, ¿no?

Y eso sucedía a primeros de enero, cuando aún faltaban meses para el tránsito de Venus. Iban a dejarlos juntos en Santa Elena, una isla que, según los rumores, enloquecía a sus habitantes).

—Tom Birch mencionó que fue Maskelyne quien le dio las señas del señor Waddington. Me enseñó su cuaderno de notas, y el mismo Maskelyne la había anotado ahí —explica Mason—. Parece ser que prefería como ayudante al amigo de los Piggott que al de los Peach, y así me permitió que me embarcara en una pequeña y lenta fragata desprotegida, en vez de ir en su gigantesco barco de la Compañía, formando parte de un convoy, con la mitad de la Armada Real para protegerlo…

—Y también permitió que interviniera el doctor Bradley y te consiguió la dirección de un equipo de observación adicional.

—Y te eligió a ti por consejo del señor Bird, inventor del más avanzado instrumento astronómico. Sí, sí, a primera vista está muy claro, ¿no es cierto? Y, sin embargo, ¿no tienes a veces la sensación de que todo lo sucedido desde la batalla naval ha sido, no un sueño, pero quizás…?

—Sí, como si viviéramos un destino ajeno, y que nuestro lugar estuviera en alguna otra parte.

—Nada es tan inmediato como antes… Al fin y al cabo, podríamos haber muerto en la batalla, y habríamos seguido viviendo como fantasmas, vagando por aquí, esperando materializarnos, cosa que tal vez ocurriría en el preciso momento del tránsito, el momento en que el mismo planeta se vuelve sólido…

—Incluso por entonces —dice el reverendo—, los astrónomos desconocían por completo ciertos aspectos. Que pocos creyeran esto, podría haberles sido ventajoso más de una vez en sus esfuerzos cotidianos. Si hubieran sabido lo taimados que parecían, podrían haber conseguido mucho más de lo que acabaron obteniendo.

—¿Cómo puedes llegar a esa conclusión, tío?

—Porque otros hicieron mucho menos y recibieron más.

—Todos están ya muertos —dice Ethelmer—. ¿Qué más da?

—Primo… —le advierte Tenebrae, que sostiene un punzón para hacer ojales de una manera que, como mínimo, es una advertencia.

Ethelmer reacciona frunciendo el ceño, y la chispa ligeramente radiante de sus ojos se reduce a un frío y plateado reflejo.

—Escucha, Brae, tu primo avanza de un modo infalible hacia la desesperación que anida en las entrañas de la historia… y la esperanza. De la misma manera que los salvajes conmemoran sus grandes cacerías con danzas, así la historia es la danza de nuestra caza de Cristo, y ¡cómo nos ha ido! Si es innegable que Cristo se alzó de entre los muertos, ese acontecimiento ha pasado a la historia, y ésta queda redimida de su obligación de servir a las tinieblas, con todas las consecuencias seculares que derivan de ese acontecimiento único, ocurrido porque así estaba escrito, porque existía la voluntad de que ocurriera.

—Incluidas las Cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión, los millones de vidas, los mares de sangre —comenta Ethelmer—. ¿Qué ocurrió? ¿Acaso le gustaba tanto estar muerto que no podía esperar a volver a compartir su experiencia con los demás?

El señor LeSpark se pone en pie.

—Guárdese eso para su próximo debate con otras gentes de sabiduría comparable, señor. En esta casa somos personas sencillas, y debemos esforzarnos mucho por encontrarle gracia a las bromas sobre el Salvador.

Ethelmer hace una inclinación de cabeza.

—He perdido momentáneamente el contacto con mi cerebro —musita—. Les ruego a todos que me disculpen. Señor, reverendo, señor.