El reverendo expone su parecer:
—La prohibición de hacerse a la mar fue para los astrónomos una clara advertencia del Más Allá. Aunque eran hombres de ciencia, ambos confesaron entonces su predilección por unas certidumbres más antiguas y terrenas, se mostraron dispuestos a renunciar de inmediato a Bencoolen y se ofrecieron para observar el tránsito desde cualquier otro lugar que estuviera todavía a su alcance (mencionaron Skanderoon), pero la Royal Society les respondió de la manera más arrogante, peroró sobre la deshonra y amenazó muy seriamente con emprender acciones legales si Mason y Dixon incumplían su contrato, tanto si los motivos eran de force majeure como si no, incluso cuando ellos insistieron en que, de todos modos, Bencoolen estaba en manos de los franceses. No importaba que los astrónomos tuvieran razón y la Royal Society se equivocara: debían obedecer.
—Pero ¿por qué? —inquiere Brae, con una risa exasperada, al tiempo que agita la aguja que acaba de enhebrar—. ¿Por qué no podían ser más flexibles en Londres? ¿Qué les impedía enviar al Seahorse a otra parte?
—Así lo hicieron, la siguiente vez que nuestros astrónomos zarparon.
—Confío en que zarparan después de ajustar bien la braza de las vergas. Hola, buenas noches a todos.
Ha hablado el tío Lomax, quien acaba de abandonar el taller de jabón, una vez finalizada la jornada, despidiendo el olor de su producto y dejando que la jovialidad del borrachín venza a la timidez de un hombre bastante impopular, pues el Jabón Filadelfia es conocidísimo en todas las provincias americanas por su mala calidad. En contacto con agua, peor aún, con el aire húmedo, se convierte en un moco repugnante que se resiste a todo intento de sujeción, suave o firme, y a menudo deja las prendas más sucias de lo que estaban antes de que lo usaran, de modo que sería más apropiado llamarle un antijabón. El tío Lomax pone rumbo al armario donde están los aguardientes para los huéspedes aficionados a empinar el codo, y finge que considera cuál de ellos va a elegir.
Así pues (prosigue el reverendo), zarpamos de nuevo, esta vez escoltados por una fragata mayor, de acuerdo con la divisa, hijo mío, de que siempre hay que volver a montar el caballo que casi te ha matado, sobre todo si es un caballito de mar. Me alojo con el alférez de navío Unchleigh, un cabeza de chorlito.
—¿Qué es esto, señor, un libro? Ciérrelo de inmediato.
—Es la Sagrada Biblia, señor.
—No importa, es letra impresa. La letra impresa provoca malestar civil y el malestar civil es intolerable en cualquier barco que navegue. Lo mismo que el café. ¿Dónde encontrará usted un periódico? En esos condenados cafés de los liberales, ¿no es cierto? Todo eso estimula la revuelta y los deseos inmoderados.
Noto que mi estómago se aflige. ¿Qué idea se hará este hombre de lo que es divertirse en tierra? Supongo que no tendrá nada que ver con el café, a pesar de que esta ruta hacia la India se conoce como el Sueño del Cafeinómano». ¿Qué otras cosas no tolerará? Mi camarote es una prisión y, dada mi conducta en absoluto marinera, el mismo barco es un Bajel de la Muerte. ¿Cómo me devolverá todo esto al «mundo corriente»? La respuesta, que no se me alcanza porque soy demasiado joven, es que tales son precisamente las condiciones del «mundo corriente», pero en esos momentos mi lamento interior se expresa más o menos así:
Ah, las viuditas que navegan en los grandes veleros…
¿Dónde hallar esta noche a esas mozas rumbosas?
En el camarote del capitán, abajo con los marineros,
siempre risueñas y luciendo sus prendas más vistosas.
Desearía hallarme en cualquier parte excepto aquí,
donde tanto abundan la confusión y el malestar,
Devolvedme a la encrucijada de la que partí,
y que de nuevo con la Compañía pueda embarcar.
Los capitanes de fragata no se sienten cómodos cuando navegan en formación, en la que alguien veterano y poseedor de una teoría abrumadoramente pulcra sobre el mantenimiento de la posición anda siempre azacaneado en los virajes con el foque y el estay. La aversión del nuevo capitán del Seahorse, el capitán Grant, a las maniobras en grupo alcanza incluso a la navegación con sólo otro buque de guerra, cosa que el capitán del Brilliant, de treinta y seis años, descubrirá antes de que hayan salido del Canal.
Sopla una fuerte brisa y no hay razón alguna para demorarse. El impaciente capitán Grant va cerrando la brecha que le separa del barco que le escolta y que navega delante de él; a menudo se acerca a una distancia que permite a los marineros de ambos barcos conversar fácilmente en un tono normal, hasta que al final el Brilliant comunica por señales al Seahorse: «Mantenga la distancia establecida. Obedezca». Tras reflexionar un instante, Grant responde con la señal: «Ah». Después de ordenar que se dirijan a barlovento, va a su camarote para sacar de un baúl una bandera pirata curiosamente adornada, que, según le dijeron, es de las Barbados y que le ganó en una partida de rummy sueco al piloto del viejo H.M.S. Unreflective. Ahora, recorrida ya una buena distancia, vira alegremente, iza la negra enseña y avanza viento en popa a toda vela, cortando el oleaje como si tratara de embestir al Brilliant. El otro capitán responde a este capricho pirateril aprestándose para el combate. De no ser por la oportuna aparición de una vela en la dirección de Brest, quién sabe cuán lejos podrían haber llegado.
—Está loco —dice Mason estremecido de temor, sólo en parte exagerado—. ¿Cómo puede el Almirantazgo permitir que hombres así se hagan a la mar en estas letales máquinas de guerra?
—Un cuáquero diría que la locura está en la guerra, y que los capitanes de fragata sólo son más receptivos a ella…
—¿Cómo? ¿Todas las guerras sin excepción? Perdona, pero vas vestido con esa casaca, esos calzones y ese sombrero de color y corte inequívocamente militares…
—Sigo la teoría de que una representación de la autoridad, de cuyo alcance nadie está totalmente seguro, puede actuar como un factor disuasivo del ataque personal.
—… por no mencionar ese océano de cerveza que fluye dentro de ti día tras día, domingos inclusive, un brebaje conocido por su capacidad de provocar agresividad…
—Un momento. ¿Estás diciendo que los bebedores de vino son los mansos que heredarán la Tierra?
—Pues sí, de preferencia esa parte de ella con una pendiente soleada y un buen drenaje… ¿Y qué tiene de malo, polvorilla?
—La cerveza no me vuelve violento —le explica Dixon—. Soy violento por naturaleza. Beber cerveza más bien me calma y aumenta las posibilidades de que me duerma antes de causar demasiados estropicios. Podría llamar a algunos testigos, si quieres…
Están ya muy adentrados en alta mar, rumbo a Tenerife, donde cargarán agua y vino (de ahí la recurrencia al tema), y después navegarán hacia el este, tan lejos como lo disponga un misterioso despacho sellado que han entregado al capitán en Plymouth poco antes de que levaran anclas.
—No, no te preocupes —replica Mason, y agita la mano con un gesto de condescendencia—. Me basta con tu palabra.
Y juntos, mientras el sol se pone a estribor de la proa, cantan:
Juramos por doquier no volver a embarcarnos
ni navegar por unas aguas infestadas de gabachos,
mientras bien seco en tierra, presuntuoso y a salvo,
Morton está, y con él su tropa de sicarios…
Pero, de día o de noche, un escualo es un escualo
y sea ministro, pez o regio magistrado,
¡ronza, tasca y, sin un chavo, se da un atracón!
¡Y adiós para siempre a la Royal Society, adiós!
(Estribillo)
Pues a Oriente nos vamos, hacia las Indias,
y no estamos de humor para saraos ni fantasías…
En los dominios del Turco, humillados como esclavos,
¿qué no haría un astrónomo para tener trabajo?
Una vez rebasado el promontorio cornuallés del Lizard, el capitán Grant dejó de mantener en secreto su paradero durante los tristes meses transcurridos desde lo de la bahía de Quiberon: acampado como un gitano, en lista de espera, ahí es donde ha estado, siempre esforzándose por vaciar del todo su mente, tratando de transformarse en la elegante pureza de la tinta sobre el papel, confiando en que el comportamiento a gran escala del destino le aportará, incluso en aquella desdichada calma pasajera, un barco, cualquier barco…, hasta que vio el Seahorse y corrigió este deseo añadiendo «casi» cualquier barco…
Poco le alivió al principio verlo tan deteriorado, aunque comprendía la inmortalidad de los barcos: le fijaron nuevos mástiles, colocaron las vergas, lo aparejaron de, un extremo al otro, le pusieron nuevos pernos auxiliares, andariveles de cabrestante y sotrozos, y con la lentitud de las manecillas del reloj se fue produciendo la resurrección de la materia, del cáñamo y la lona. Al cabo de tres semanas volvía a estar en perfectas condiciones, aguardando en Sutton Pool. Grant tenía órdenes de seguir al Brilliant cuando éste recibiera la orden de zarpar, y luego mantenerse a la espera de nuevas instrucciones.
Éstas llegaron por medio de un lechugino del Almirantazgo que, erguido en la falúa que le había traído, agitaba un fajo de papeles sellados.
—Tiene que dirigirse al sur y abrir estas órdenes en Tenerife —le dijo el joven, de cuya cara se había enseñoreado una sonrisa, cosa que las cerdas que tenía por barba y el bigote aún no habían podido hacer—, y este otro documento es un recibo…
Mascullando, el capitán Grant sacudió con disimulo la pluma, procurando manchar con unas gotas de tinta el inmaculado corbatín de encaje del visitante, mientras, como si obrara impulsivamente, le decía:
—No obstante, señor, debo confiar esto a alguien, pues la verdad…
—¿La verdad? —replicó el otro, con una expresión de asombro desacostumbrado—. Tal vez no sea yo su confidente ideal —musitó—. A lo mejor sus lealtades están divididas…
—Constato que mis pensamientos se van una y otra vez —siguió diciendo febrilmente el capitán Grant—, quiero decir que se desvían, ¿sabe usted?, a lo ocurrido en Bencoolen y al rumor de que enviaron allí a mi predecesor con pleno conocimiento de que la plaza estaba ya en poder de los franceses, con lo que su viaje fue del todo inútil, y, como es natural, entonces se me ocurrió pensar…, en fin, ¿y si mis órdenes requieren que me dirija a algún destino tan imposible como aquél? Sin embargo, según parece, no voy a poder saberlo hasta que llegue a Tenerife.
—Eso no corresponde a mi departamento, lo siento muchísimo. —El joven bajó a la falúa, desde donde añadió—: Pero no se desanime, tal vez sea un destino británico, o lo será cuando llegue usted allí. En estos tiempos, los vientos de la diplomacia soplan con mucha más rapidez que los alisios.
—Me envías a una empresa descabellada, muchacho.
—Ah, ¿es la primera que emprende, señor?
Grant no podía replicarle a voces al mozuelo, sobre todo porque no le costaba nada reconocer en él al joven insolente que él mismo fue en otro tiempo, lo ofensiva que era su mera presencia, incluso en el detalle del chaleco a juego con la cinta de la coleta, las dos prendas del mismo color amarillo limón. El capitán se decantó por cargar y cebar una pistola, apuntar a la falúa y dejar que el joven decidiera esconderse en la embarcación o saltar al agua.
A estas alturas de la vida, el capitán Grant ha descubierto que su propia juventud irresponsable está en el origen de esa idea precivilizada de que, de vez en cuando, en la práctica cotidiana, es muy útil hacerse el loco, pues eso le proporciona ventaja sobre cualquier persona que dude de qué lado está realmente la razón. Cuando están ya muy adentrados en alta mar y les quedan otros quince días para avistar el pico de Tenerife, repara entonces en Mason, entregado a unas prácticas parejas a las suyas, adusto y silencioso, encogido y de espaldas al viento. Estuvo en vela todo el día y toda la noche del 13 de febrero, segundo aniversario del fallecimiento de su esposa Rebekah, sin comer ni beber nada, sin que nadie en el barco, ni siquiera el capitán Grant, se le acercara demasiado, hasta que, no bien tocaron las últimas ocho campanadas, Mason cogió una hogaza de pan y una botella y se volvió al instante tan sociable como había sido siempre.
Los marineros, tras observar los rápidos cambios de humor de los dos hombres, han decidido mantenerse ojo avizor, aunque la locura en el mar no es tan preocupante como el fuego o el robo, y es muy propio de la marinería de una fragata referirse a la locura pasajera causada bien por el «cáñamo indio en el mar», bien por «la madera en el mar», la madera de los barriles de licor. Al fin y al cabo, una fragata es un pueblo. ¿Y qué es un pueblo sin sus idiotas? Todo el mundo a bordo sabe quiénes son los locos, y que su presencia procura seguridad contra las Fuerzas de la Noche.
—No quiero que el francés dañe a mi camarada, ¿eh? Sólo porque la mitad del tiempo mi amigo se cree el almirante Hawke…
—Bueno, bueno. ¡Ahora suélteme las manos!
—De acuerdo, Señoría.
—Vulgar patán…
Sin embargo, la historia de este barco ha sido demasiado agitada para los integrantes de su banda militar. No todo el mundo se adapta a la vida de la fragata, y parece ser que, dondequiera que esta nave atracaba, cada vez que un marinero no volvía a su barco, se trataba de un músico del Seahorse. Uno tras otro, durante los años de rivalidad con Francia, el número de los componentes de la banda fue disminuyendo —durante su estancia en Norteamérica perdieron sus «voces internas», el viola y el segundo violín, y a medio camino de las Indias Occidentales el bajo continuo—, hasta que, de nuevo en casa, cierta noche el oboe pasó a ese Otro Mundo del que Wapping es la antesala, y el Seahorse se quedó con un solitario, en quien recayó la misión, el mediodía en que apareció el francés, de estimular a los muchachos con su flauta plateada para entrar en combate.
Más tarde, después de que el temor, que revolvía las tripas (aunque sin duda la situación bastaba para desencadenarlo), se hiciera cada vez más intenso a medida que los barcos se aproximaban lentamente, mientras el tamaño del l’Grand aumentaba más y más, los detalles más pequeños se hacían visibles con creciente nitidez, y la tripulación del Seahorse (comprendiendo que ahora virar era impensable y la refriega inevitable) se transformaba en extensiones de una sola máquina homicida…, en ese general e ingobernable vuelco anímico, nadie hubiera podido decir qué nos permitía oír con tal viveza la música. El pífano era un instrumento militar corriente, afinado en el más marcial de los tonos, el si bemol mayor, y provocaba en cuantos lo oían, incluidos los filósofos, el deseo de triunfar sobre un enemigo detestable. Su actuación se recordaría como «casi la de una orquesta». En medio de las detonaciones, de los silbidos de las balas enemigas y de los gritos de agonía, nunca dejó de oírse el instrumento («Corazones de roble», «Gobierna, Britania»), que añoraba la polifonía fantasmal ya ausente a bordo, que procuraba sustituir a los demás instrumentos mediante unos esfuerzos labiales tan difíciles como los de cualquier miembro del cuerpo, y seguía sonando entre los cañonazos.
Habían insistido en llevarse a Slowcombe de una taberna de Wapping, donde es evidente que no debería haber estado aquel joven malicioso, que aprendió a tocar su instrumento con el afamado pífano hanoveriano Johann Ulrich, traído a su vez por el duque de Bedford después de la guerra anterior para que instruyera a los músicos militares que tocaban instrumentos de viento.
—Os preguntaréis qué hacía un artillero real en un antro de marineros. Sí, un simple artillero cuyo entorno habitual es el barro, rodeado de unos hombres que deben ser artilleros y marinos al mismo tiempo, y deseoso, confieso, de pasar por uno de ellos. ¿No es la nuestra una Era de Metamorfosis, en la que son posibles todos los golpes de fortuna? Así pues, aquella noche pasé bruscamente de soldado a marinero en menos de lo que se tarda en despachar una jarra de cerveza barata mezclada con opio, y, a pesar de lo inconveniente que era, un sueño se hizo realidad. Porque había allí muchachas proclives a los soldados y otras que se inclinaban por los marineros, y una silenciosa hermandad que examinaba apreciativamente a las chicas de los marineros, a las que, por todas las razones que conocemos, sus habituales admiradores no hacían el menor caso. Y a quién tenemos ahí si no es al bajito y descarriado pífano en busca de jaleo, trazando lentos círculos en la abarrotada sala, riendo con disimulo, mirando bajo las faldas…, pero, claro, muchachos, la mayoría de las veces bastaba con sacar el pífano y tocar una breve melodía, ocho compases de cualquier pequeño estudio de J.J. Quantz, y normalmente la moza era mía.
—Algo así como empalar el cochino y oírlo chillar —comenta Jack «Dedos» Soames, un joven de lengua viperina cuyo gesto de levantar el dedo corazón dejando los restantes dedos doblados, con el que responde a cualquier insinuación, por ritual o cotidiana que sea, carece extrañamente de intención hostil alguna y más bien expresa el profundo deseo, dentro de las posibilidades de un barco tan pequeño, de estar a solas.
Todos, excepto los compañeros más resueltos, satisfacen de buen grado su deseo y él goza de la soledad resultante (nunca ocioso, obedeciendo órdenes externas e internas, perfeccionando sus habilidades marineras), en medio de un pueblo flotante que le es ajeno y cuyos demás habitantes llevan unas vidas igualmente atareadas en las que él no desea entrar. «Así que te casaste, ¿eh? ¿Y eso significa que te has olvidado de cómo hacértelo tú mismo?… ¿Un hermoso día? Menuda sandez anda, ve y que te parta un rayo».
El único miembro de la tripulación que ha pertenecido alguna vez a la vida civil es Veevle, célebre en la Armada Real por la imposibilidad de despertarse para hacer la guardia. Innumerables centenares de camaradas de a bordo han intentado en vano despertar al soñoliento marinero. Dicen que el Almirantazgo depositó secretamente en Escrow mil libras de recompensa para el primero que lo lograra.
Los métodos audibles, como los gritos, han sido pronto rechazados por otros que necesitaban dormir, y por ese motivo los candidatos a despertadores han probado a golpear las plantas de los pies de Veevle con cabos de cuerda, le han introducido cucarachas en las fosas nasales y le han dado vuelta para administrarle lavativas del mal reputado café del cocinero Lucas, el cual, en diversos casos, todos ellos avalados por testigos bajo juramento, ha devuelto la vida a cadáveres declarados como tales por la autoridad competente. Nada surte efecto. Le susurran esmeradas promesas; encienden fósforos que arden lentamente y se los colocan entre los dedos de los pies; lo atan en su hamaca y lo bajan por la borda hasta tocar las olas, pero él se limita a acurrucarse cómodamente y a empezar a roncar. Pronto todo el mundo comprende que es preciso agarrar a Veevle mientras está todavía despierto y convencerle para que haga la guardia de otro, tras lo cual se convierte en el más listo y apreciable de los marineros.
—Así que con alegría, ¿eh, muchachos?…
—Perdone, capitán, pero volvemos a tener un problema con la telera.
—Pues manda ahí a O’Brian. Si se trata de teleras, él es el indicado.
—¿Qué hay, Pat? Garabateando de nuevo, ¿eh? ¿Más historias marineras? —O’Brian no sólo sabe todo lo que es preciso saber sobre las teleras y otros elementos del aparejo aún más complejos, sino que se le conoce como el mejor narrador de cuentos de todas las flotas—. Otra vez te toca echarle un vistazo a la telera.
Por fin se encuentran en las latitudes meridionales, de ahí la necesidad de extender los toldos. Instalados ya en la rutina, el contramaestre, el señor Higgs, encarga a todos la tarea de perfeccionar el trabajo que hicieron los aparejadores en Plymouth, los cuales han dejado demasiados cabos sueltos para el gusto de ese tirano de cubierta, nacido bajo el signo de Virgo, tan obsesionado por la pulcritud de los nudos que llega a ser un motivo constante de regocijo para el capitán, quien le considera un individuo ideal con el que practicar su afición a hacerse el loco.
—¡Nora tal, esto no puede ser! ¡Es peor que tocar el silbato sin que venga a cuento! —El señor Higgs obliga a quienes no tienen guardia a que asistan a sus lecciones sobre ligadas y sobre cómo hacer el nudo llamado «cabeza de turco», tan perfecto que podría engañar a una muchacha de un harén—. Tal vez creáis que nadie se acercará lo suficiente para verlo, pero en mil detalles, cada uno de ellos casi invisible, todos actuando de consuno, en eso radica la diferencia entre un barco que llega a remolque y enmiendan por medio del anclote en un puerto extranjero y otro que entra por sí solo. ¿Y con cuál de los dos pensarán los canallas en meterse primero? Ahora quiero que cada uno de vosotros me haga un nudo de piña como Dios manda, del que Inglaterra esté orgullosa…
Con esto quería decir que en algún lugar hay un museo de empalmes, vueltas de cabo y entalingaduras donde la obra de sus marineros podría ser exhibida algún día. Algunos, narcotizados por la navegación, están más que deseosos de hacer suya la obsesión del señor Higgs por los cabos sueltos, y muchos se vuelven quisquillosos de veras, escudriñan el aparejo, con frecuencia a cincuenta pies de altura, en busca de feos goterones de alquitrán vegetal, barbetas de boca de gancho demasiado descuidadas, ligadas en cruz deshilachadas entre las vigotas.
Otros marineros buscan alternativas al tedio todavía más extremas.
—¿Dónde está Bodine?
—La última vez que lo vi estaba en el extremo del juanete de proa, con el pene dentro del motón de penol, y al parecer disfrutaba de la fricción.
—¿Tan necesitados estáis de diversión?
—¿Cree que somos unos inconscientes, señor? Todo lo contrario. Sus compañeros reconocen que Bodine es exigente de veras. Pero, señor, los pasos del hastío al descontento y a las prácticas imprudentes son cortísimos en un barco pequeño que realiza una larga travesía, señor.
Uno o dos jugadores de ajedrez aguantan quizás otra semana, hasta que llega el momento del sálvese quien pueda y entonces también ellos se muerden las uñas de los pies, se dejan crecer la barba, se perforan las orejas, y, por unas monedas, enseñan ficticias criaturas marinas: los que quieren verlas deben agacharse, con lo que quedan sometidos a embestidas por la retaguardia.
En semejante vacío recreativo, la perspectiva de cruzar la línea ecuatorial pronto se exagera de una manera antinatural, como sucede con ciertos espejismos y las apariciones en el mar. Es un gran acontecimiento, preparado con semanas de antelación. Intrépidos acróbatas del velamen superior y curtidos artilleros con tatuajes hechos con incisiones y pólvora negra arman bulla, discutiendo como las amas de casa de una aldea sobre detalles triviales de la ceremonia de iniciación planeada para los que efectuarán por primera vez el paso del Ecuador, y cuchichean cada vez que esos «renacuajos», a saber, Mason, Dixon y el reverendo Cherrycoke, están casualmente cerca de ellos. Algunos miembros de la tripulación representarán los papeles del rey Neptuno y su reina Sirena, la corte y el Bebé Real, este último un papel muy solicitado pero que la tradición asigna a Bodine de Andullo (es siempre un favorito en las apuestas), cuya panza, rezumante de sudor ecuatorial, será de lo más repugnante para un renacuajo, que será obligado a gatear y besarla, actividad ésta que figura entre las más benévolas en el programa de humillaciones.
—¿Por qué? —desean saber los gemelos—. Parece más bien un castigo. ¿Alguien consideró que era un delito cruzar el Ecuador?
—Travesuras de marineros, muchachos…, lo mejor es hacerles caso omiso —resopla tío Ives—. Un absurdo alboroto provocado por esa abstracción de ciertos geómetras que ni siquiera es visible.
—Pero que, por un solo instante —señala el reverendo—, hace que nuestras sombras estén exactamente debajo de nosotros. Cambiar de hemisferio no es ningún giro abstracto. Nuestras atenciones hacia el Bebé Real y todo lo demás eran un peaje por cruzar el portal del único momento sin sombra y por acceder al sur, donde hay distintas constelaciones en el cielo y unas maneras totalmente imprevistas de vivir y morir. Así pues, debe existir un ritual del cruce de la línea, que sirva para que la mente de cada renacuajo se fije en el paso que está dando.
—Pensábamos que sería divertido —dice Plinio con el ceño fruncido.
—Eso de que te zarandeen de aquí para allá, tío… —precisa Pitt.
—¿A alguno de vosotros le han arrojado alguna vez a la cara un cuenco de budín de sebo con pasas? —inquiere el reverendo.
Los gemelos, tras llegar a la conclusión de que no se trata de una amenaza, aprueban esa práctica.
—Sí, chicos —prosigue el reverendo—, parece bastante divertido excepto la parte que nadie menciona jamás.
—¡Cuéntanosla! —exclama Pitt.
—No estoy seguro de que deba hacerlo… y lo mismo puede decirse, ciertamente, de otros budines y más aún de las tartas de nata.
—Nos lo cuentas o acabarás con la piel convertida en chicharrones —estipula Plinio.
—Pues bien, muchachos, se te mete en la nariz, eso es. Estoy seguro de que conocéis la sensación que produce el agua del estanque cuando sube por ahí, pero imaginaos, budín de sebo espeso, frío, de anteayer…, cuajándose, con moho en ciertas partes y todos esos horribles trocitos de pan duro, como la grava.
—Y si sube lo bastante por la nariz —añade tío Lomax con un trémolo admonitorio—, bien, entonces te llega al cerebro, ¿no es cierto?
Mientras los muchachos reflexionan sobre esa posibilidad, se produce un silencio, y el reverendo vuelve a su relato.
El Seahorse galopa hacia el sur, como si estuviera a salvo para siempre en la cálida y melodiosa barcarola de los días indolentes, cuando lo cierto es que tan sólo quedan unos pocos grados de latitud para que recojamos el viento alisio y oigamos, en su silbido del desierto, el mensaje que a menudo traen los fantasmas: el de que, una vez más, es hora de ponernos manos a la obra. Y, negando todo cuanto creíamos saber, es hora de oler la tierra a la que nos dirigimos, el verde y fecundo continente, en el viento que sopla por detrás de nosotros.
Los astrónomos tienen un juego llamado «Sumatra» que el reverendo les ve practicar con frecuencia (como en ocasiones vemos que los niños se consuelan cuando algo se les niega). El tablero es una especie de «mapa hablado» de la isla a la que les han impedido ir y que nunca verán. «Voy a hacer un viaje rápido a Bencoolen. ¿Necesitamos algo?». «He pensado en recorrer la costa hasta Mokko-Mokko o Padang, a ver que ocurre por allí». «Ya tenemos ahí la cosecha de la nuez moscada, ¡la huelo!». Todas las mujeres de esa «Sumatra» son guapas y están bien dispuestas, aunque se presentan ciertos inconvenientes, pues muy pronto surgen en Dixon deseos y preferencias que no puede controlar, a pesar de lo mucho que se esfuerza para que no sean complicados, mientras que las únicas mujeres que Mason es capaz de imaginar no son más que distintas copias de la misma serena belleza, Rebekah, tan prohibida para él como Sumatra, retenida allá arriba, como él lo está en la tierra, hasta que él se libere y llegue el momento de su reunión. Así pues, las mujeres de Mason y Dixon tienen más en común de lo que cualquiera de los dos astrónomos descubrirá jamás, pues incluso los fantasmas pueden tener vida privada, una vida sombría, susurrante, velada para que otro la desvele, siempre a salvo de las injurias del tiempo.